Regreso al Norte (46 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Y entonces Arn comenzó su narración, que duraría muchas noches de invierno.

En Tierra Santa habían existido grandes hombres que se distinguían de los demás. En especial, Arn pensó en dos, uno de ellos cristiano, su nombre era Raimundo de Trípoli, y también le contaría cosas acerca de él cualquier otra noche. Pero era más importante empezar con el otro, puesto que era musulmán y su nombre era Yussuf Ibn Ayyub Salah ad-Din, aunque los cristianos, para facilitarlo, le llamaban solamente Saladino.

Al oír nombrar al peor enemigo de la cristiandad, Cecilia contuvo la respiración sin querer. Había oído pronunciar miles de maldiciones sulfurosas de monjas y sacerdotes contra ese nombre.

Sin embargo, Saladino era su amigo, continuó Arn, intrépido, sin notar su asombro. Y su amistad, con el tiempo, había tomado tal curso que ni el más malpensado podría ver otra cosa que la mano de Dios detrás de todo aquello.

Todo empezó cuando Arn una vez le salvó la vida a Saladino, sin tener ni siquiera la intención de hacerlo, cosa que, cuanto más se reflexionaba sobre ello, no podría haber sucedido sin la ayuda de Dios. Si no, ¿cómo podía haber sido que uno de los templarios, los luchadores más devotos del Señor y defensores de Su Sepulcro, hubiese sido el que salvase al hombre que finalmente aplastaría a los cristianos?

Luego se habían encontrado como enemigos en el campo de batalla y Arn había vencido. Pero un poco más tarde, la vida de Arn dependió de Saladino, cuando éste llegó con un ejército muy superior a la fortaleza de Gaza, donde Arn era comendador entre los templarios. En aquella ocasión, Saladino, a su vez, había salvado la vida de Arn.

Y luego siguió una historia vertiginosa que duró muchas horas nocturnas y que versaba sobre hombres nobles y viles canallas, sobre el enorme desierto y los jinetes misteriosos que allí moraban, sobre una espada mágica que nada significaba para los cristianos y en cambio valía tanto para los infieles como la Verdadera Cruz para los cristianos, sobre cómo finalmente la Verdadera Cruz se perdió a causa de locuras y pecados gravísimos por parte de los cristianos, sobre cómo finalmente Saladino venció a todos ellos en una gran batalla a las afueras de la ciudad de Tiberíades y cómo Arn había estado entre los vencidos pero había recobrado el sentido cuando se encontraba entre la larga fila de los prisioneros que iban a ser decapitados y en la que los verdugos se acercaban más y más conforme las cabezas de sus hermanos caían una tras otra.

En aquel momento había rezado su última oración, de eso había estado convencido, y había rezado por Cecilia y por su hijo, que jamás había podido ver. Pidió a la Virgen que mantuviera Su mano protectora sobre ambos, ya que él se estaba preparando para subir al paraíso.

Saladino le había perdonado la vida gracias a su amistad y de ese modo había sido su prisionero y su negociador.

Fue durante la última época en Tierra Santa, cuando ya habían perdido Jerusalén, al igual que otras muchas ciudades cristianas y Arn era el prisionero de Saladino pero también su mensajero y negociador, cuando llegó con un ejército uno de los peores canallas que jamás había pisado Tierra Santa para enfrentarse con Saladino en el campo de batalla y reconquistar la Ciudad Santa de Jerusalén. Ese hombre, cuyo nombre era Ricardo Corazón de León, un nombre maldito por siempre jamás, había preferido divertirse en una negociación decapitando a tres mil prisioneros antes de cobrar el último pago que había pedido en rescate por ellos, que llevarse la Verdadera Cruz de vuelta a la cristiandad.

En ese momento de tanto dolor, Arn y Saladino se habían separado para siempre, y como regalo de despedida Arn recibió los cincuenta mil besantes de oro del rescate que Ricardo había rechazado para saciar su sed de sangre.

Por eso Arn podía costear las construcciones en Arnäs y la nueva iglesia en Forshem y todo lo que se estaba construyendo en Forsvik.

Y eso solamente era la historia a grandes rasgos, señaló Arn. Harían falta muchas noches de invierno para contarla con más detalle. Y tal vez el resto de la vida para entender realmente el significado de lo sucedido.

Ahí terminó y se levantó para echar más leña al fuego y entonces vio que Cecilia ya se había dormido.

IX

L
leno de malos presentimientos, Arn entró en Linköping cabalgando a la cabeza del séquito nupcial. Desde el castillo del obispo, situado junto a la construcción de la catedral, ondeaban tres banderines rojos de los Sverker como una burla hacia los invitados, y entre los montones de espectadores que los miraban con hostilidad se veían sólo mantos rojos y ninguno azul. No lanzaron ni una sola rama de serbal para desearle suerte al novio.

Era como adentrarse en una emboscada. Si Sune Sik y sus parientes decidían convertir esa boda en una venganza de sangre, asesinarían a todos los más importantes de entre los Folkung, a excepción del viejo señor Magnus de Arnäs, que se había abstenido de realizar el frío viaje otoñal por motivos de salud.

Al acercarse a la catedral oyeron por algunas lejanas ovaciones cómo el séquito de la novia, con Birger Brosa como padrino, era recibido con mayor simpatía.

En el séquito del novio cabalgaba también el príncipe Erik, al lado de su amigo Magnus Månesköld, que llevaba a su madre Cecilia al otro lado, y detrás a su tío el consejero Eskil. De modo que todo el poder de los Folkung y el hijo mayor del rey Knut ponían sus vidas en peligro a la vez. Si los Sverker realmente querían recuperar el poder real mediante la violencia, ésta sería su oportunidad.

Pero los Folkung no acudían desprevenidos a la ciudad del enemigo. Desde Bjälbo llegaban cien escoltas y parientes armados hasta los dientes. Habían hecho un sorteo, de modo que la mitad de ellos habían tenido que jurar que no beberían ni una jarra de cerveza en todo el primer día y la primera noche. Asimismo, quienes habían ganado el sorteo habían tenido que jurar que ellos padecerían esa misma abstinencia el segundo día y la segunda noche. Los Folkung no se dejarían aniquilar por sorpresa y con incendios.

Lo que más preocupaba a Arn era Cecilia. Por su parte, podría atravesar fácilmente a caballo montones de rústicos soldados—campesinos nórdicos o abrirse paso con la espada entre las filas de los guardias. Pero la cuestión de la que ni siquiera se atrevía a hablar era si su obligación era permanecer al lado de Cecilia o ponerse a sí mismo a salvo para que los Folkung no perdieran todos sus defensores o vengadores cuando llegase la consiguiente guerra.

Cuando se disparara la primera flecha, la obligación de Arn sería salir a caballo y salvar su propio pellejo. Se lo exigía su juramento de fidelidad a los Folkung. Nadie mejor que él podría dirigir a los vengadores hacia la victoria, y le era imposible negarlo tanto ante otros como ante su propia conciencia.

Sin embargo, decidió que si sucedía lo peor rompería con las leyes del honor: no abandonaría vivo Linköping sin llevar consigo a Cecilia. Ella montaba un buen caballo y llevaba un vestido nuevo que le permitía sentarse a horcajadas en la silla tomando buen apoyo en los estribos, y además, era una buena amazona. Tan pronto percibiese el destello de una arma en alguna parte, iría junto a ella para abrirle paso.

Estos pensamientos de camino hacia la catedral, adonde el séquito de la novia se estaba acercando desde el otro lado, hicieron que su rostro adquiriera una expresión rígida y lúgubre, algo muy diferente de lo que se podía esperar del padre de un novio. La gente murmuraba y lo señalaban, y él sospechaba que querían decir que él era el primero de los mantos azules que debería caer.

Desmontaron delante de la catedral, y de inmediato aparecieron mozos de cuadra corriendo para sujetar sus caballos. Arn miraba con suspicacia a su alrededor y hacia arriba a la cima del muro del castillo del obispo mientras se dirigía a recoger a Magnus, que sufría una dura resaca tras una despedida de soltero en Bjälbo que había sido casi tan buena como la de Arnäs. Incluso mejor, opinaba Magnus, pues esta vez se había librado de luchar contra viejos y monjes, por lo que en su último juego de mozos había logrado cosechar la corona de la victoria que le habían arrebatado en Arnäs.

El regalo de novia era un grueso collar de oro con piedras rojas. El príncipe Erik se lo tendió, Arn lo recibió y se lo entregó a su hijo Magnus, que lo colocó en torno al cuello de Ingrid Ylva, sobre su manto rojo, con gran torpeza.

Entonces Sune Sik en persona tendió el regalo del novio, una fabulosa espada con vaina vestida de oro y plata y el gavilán recubierto de piedras preciosas. Justo una espada de esas que eran de más provecho en un banquete que en una lucha, pensó Arn para sí mismo cuando Ingrid Ylva colgó la espada de la cintura de Magnus.

El obispo bendijo a la pareja y el novio besó su anillo. Luego todos los que cupieron entraron a la misa, que fue breve, pues los invitados a la boda preferían ir ya al banquete antes que escuchar los deleites celestiales. Mientras duró la misa fueron muchos los que miraron enojados a Arn, pues él seguía llevando la espada en la cintura cuando todos los demás la habían dejado fuera en la armería.

No hubo ningún indicio de peligro ni de traición en el camino desde las obras de la catedral y el patio del obispo, cruzando el puente hasta la finca real de Stáng, donde se celebraría el banquete nupcial.

La hacienda real era vieja y estaba agrietada pero, sin embargo, era el edificio más destacado de Linköping. Seguro que Sune Sik vivía en mejores condiciones, pero igual de seguro era que prefería demostrar que cuando él era anfitrión lo hacía como el hermano de un rey en una finca real. Aquí en Linköping todos los Sverker trataban las fincas reales como si fueran de su propiedad.

Sostenían el techo dos hileras de gruesos troncos de madera que habían sido pintados de color rojo para ocultar las representaciones paganas, que de todos modos eran visibles, pues habían sido talladas en la madera. A modo de conjuros colgaban crucifijos y retratos de Jesucristo entre cada una de las cestas, con antorchas situadas a lo largo de las paredes.

Arn y Cecilia esperaban una tarde igual de lúgubre que la que habían pasado hacía poco en Bjälbo, pero en cuanto se sentaron en el sitial, tanto Birger Brosa como Sune Sik dejaron claras sus intenciones de hacer que esa tarde fuese agradable y amistosa. Era difícil comprender qué podía ser lo que había provocado ese cambio de actitud. Cecilia intentó sonsacarle información a la señora de Sune Sik y madre de la novia, Valveska, aunque sin demasiado éxito, pues esa mujer hablaba más polaco que nórdico.

Incluso el obispo, que estaba sentado al otro lado, lejos de Arn y de Cecilia, parecía mostrar buena voluntad y cordialidad, pues en cuanto hubo bebido con Birger Brosa y Sune Sik se dirigió hacia ellos. En ese banquete no había vino, y la idea que habían tenido Arn y Cecilia de tocar apenas la cerveza que tenían ante ellos pronto resultó ser un gran agravio en medio de la amabilidad que les llegaba desde todas partes.

Arn se sorprendió más de una vez al oír cómo Birger Brosa le explicaba en voz alta a Sune Sik, de modo que él lo oyese, lo mucho que valoraba a Arn como amigo y pariente.

Algo había sucedido que había cambiado las reglas del juego, pero en esos momentos no podían hacer otra cosa que poner buena cara y esperar poder entenderlo otro día. El acompañamiento al lecho se hizo antes de lo esperado, pues eran muchos en la sala los que deseaban ver ese asunto zanjado antes de poder respirar aliviados. Cuando los Folkung y los Sverker hubiesen sido unidos por lazos sanguíneos a través de Magnus Månesköld e Ingrid Ylva, ya habría pasado el tiempo de la traición, el asesinato y el fuego.

El lecho nupcial se encontraba en una casa menor al lado del riachuelo Stångån, bajo la custodia de la misma cantidad de guardias con manto azul que con manto rojo; la única diferencia era que quienes iban de azul eran capaces de permanecer de pie sin ninguna dificultad, pues sus labios no habían probado ni una gota de cerveza.

Después de un baile en corro en la sala, la novia salió acompañada por sus parientes. Fue como si la gente de la sala de forma inconsciente prestase atención esperando oír golpes de armas y gritos agudos. Sin embargo, todo parecía tranquilo allí fuera.

Poco después llegó el momento realmente decisivo, cuando debían salir Magnus Månesköld y sus parientes Folkung. Arn arrimó a Cecilia a su lado derecho y liberó con cuidado su espada al salir entre las hileras de antorchas cegadoras. No hablaron entre sí pero los dos agacharon las cabezas y rezaron por la salvación.

Pero nada malo sucedió. Pronto estuvieron junto al lecho nupcial, donde Magnus e Ingrid Ylva yacían en sus camisones blancos, ambos muy alegres y cogidos de la mano. El obispo les leyó una breve oración y Sune Sik extendió la manta nupcial sobre la hermosa y oscura Ingrid Ylva y el corpulento y pelirrojo Magnus Månesköld.

Todos los presentes en la habitación suspiraron aliviados para sí, y Sune Sik se acercó en seguida a Arn y le estrechó las manos, dando gracias a Dios por la reconciliación que acababa de tener lugar y juró que la sangre ya no se interponía entre ellos, sino que los unía.

Cuando los testimonios del lecho salieron al patio fueron recibidos por ovaciones de alivio y alegría, pues ese matrimonio había conducido a la paz y a la reconciliación.

Ahora sería más fácil animar el ambiente en el interior de la sala. Y así fue en cuanto regresaron a sus lugares los invitados del sitial. Según recordaba Arn, sólo una vez antes en toda su vida se había puesto enfermo por exceso de cerveza, y aquella vez prometió que nunca volvería a repetir esa estupidez. Sin embargo, para su desgracia, Birger Brosa y Sune Sik no tardaron en tumbarlo bebiendo como si ambos hubiesen firmado una cruel alianza alcohólica contra él.

Cecilia no se apiadó de su lamentable estado a la mañana siguiente. Al contrario, tenía mucho que decir sobre la insensatez de que un hombre de armas se emborrachase como un soldaducho cualquiera. Arn se defendió aduciendo que se había sentido tan aliviado en el instante en que vio cómo cubrían a Magnus y a Ingrid Ylva que la cerveza entró con mucha mayor facilidad allí donde estaba saliendo la sensatez, pues de todos modos ya no era necesaria.

Pero durante los dos días siguientes de banquete, Arn se lo tomó con mucha más calma, y además, Sune Sik había ordenado que sacaran vino para él y Cecilia, y el vino nunca se bebía con la misma virilidad que la cerveza.

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