Regreso al Norte (50 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Más tarde, sentados a cenar con el hermano Guilbert y los hermanos Wachtian que, de vez en cuando, comían con los señores cristianos en lugar de hacerlo en la casa principal sarracena, la conversación fue inusitadamente animada para ser en latín al intentar comprender la inesperada calma que habían mostrado los siervos al recibir la noticia de su liberación y la alegría que en cambio habían mostrado al recibir la invitación a la cerveza. Cecilia decía que le decepcionaba el hecho de que la cerveza tuviese una importancia tan exagerada en este país, que incluso los siervos apreciaban más la embriaguez que la libertad. Tanto Arn como el hermano Guilbert estuvieron de acuerdo en que era una conclusión desalentadora.

Tras un rato de reflexión en solitario, Marcus Wachtian repuso que la situación debía de ser muy diferente de lo que pensaban. Ninguna persona con sentido común, ni siquiera en estas tierras, consideraba más valiosa la embriaguez que la libertad, dijo convencido. Sin embargo, la invitación a la cerveza era el primer suceso real de la libertad, algo que jamás podría haberle sucedido a un siervo. El que era siervo en un instante y al instante siguiente se veía con la cerveza de los señores en la mano sabía en ese momento, pero sólo entonces, que de verdad era libre.

Los cristianos pasaron el resto de la noche escuchando la maravillosa y triste historia de la vida de los hermanos Wachtian, donde incendios, muertes y pueblos destruidos eran seguidos por riqueza y por estar al servicio de príncipes para convertirse de nuevo en incendios y huidas, hasta que finalmente pensaron que estaban seguros allá en Damasco. Y aquí estaban ahora, tan lejos, en el fin del mundo, arriba en el Norte, sin saber si había terminado su desgracia o si todo volvería a empezar.

La siguiente noche fue todavía más excepcional, pues se celebró un banquete para aquellos que sólo habían vivido una noche y un día siendo libres.

A Arn le había preocupado que la enorme cantidad de cerveza que había en Forsvik pudiese llevar a la locura y a la violencia. Cecilia se había preocupado más por si había muchos vómitos y nadie para recogerlos, pues ya no existían siervos en Forsvik.

Ninguno de los dos acertó. Fue un banquete muy tranquilo para ser Götaland Occidental, seguramente el más silencioso celebrado en aquella sala. Al principio, todo el mundo observaba a los señores en el sitial e intentaban comer y beber como ellos. La rara moderación tanto de Arn como de Cecilia con respecto a la comida y a la bebida sirvió, por tanto y por primera vez, como ejemplo de buena costumbre.

Ciertamente hubo un par de hombres que vomitaron más tarde aquella noche, a pesar del beber moderado. Cecilia supuso que se debió a que estas almas recién liberadas no estaban acostumbradas a la cerveza. Los pocos vómitos fueron limpiados con la misma presteza que en los tiempos de los siervos y por los mismos hombres y mujeres que lo habrían hecho entonces, y aquellos que habían vomitado fueron sacados de la sala tirados de la oreja por Gure.

Sólo se consumió una novena parte de la cerveza que había en un banquete de los Folkung. Sin embargo, se hizo mejor provecho de la carne de cerdo.

Allá por Año Nuevo llegó el viento del norte con una semana de ventiscas que envolvieron Forsvik en una cálida capa de nieve, de manera que todas las corrientes de aire que se filtraban por las ranuras de los suelos y por los ventanucos desaparecieron en las viejas casas de los siervos, allí donde el frío afectaba a los libres del mismo modo que habría afectado a los que no lo eran.

Ni siquiera los dos cazadores salían cuando había ventisca. En las forjas y los talleres de vidrio proseguía el trabajo como de costumbre, pero era imposible realizar ejercicios a caballo. Y puesto que se mantenían cerrados todos los respiraderos y ventanucos, tampoco era posible continuar con los ejercicios que el hermano Guilbert había iniciado con los muchachos y con Torgils Eskilsson. Nadie tiraba una flecha ni blandía una espada en la oscuridad.

Pero en el Norte, en pleno invierno, era el momento de relatos y cuentos. Ni una noche se desperdiciaba sin relatos o largas conversaciones sobre cosas a las que uno no podía dedicarles tiempo en las temporadas de más trabajo. En las casas de los siervos se explicaban esas historias que los señores se tomaban a mal, pero la mayoría de los liberados eran de la opinión de que aquello que los señores no oían no les hacía ningún daño.

Arn y el hermano Guilbert pasaron tres días sentados en los aposentos de Arn y Cecilia, mientras que ella estaba junto con Suom y algunas de las antiguas siervas en el telar, situado junto a la calurosa fábrica de vidrio, donde no era difícil mantener el frío fuera.

El asunto al que el hermano Guilbert y Arn estuvieron dándole vueltas era la dificultad de imaginar la consecución del bien a través de la violencia. En esos tiempos, muchos fieles cristianos habrían tenido problemas para entender esa conversación, pero para dos templarios no había nada incomprensible en servir a la causa de Dios mediante la espada y el fuego. Precisamente, ésa era la misión de los templarios, asignada por el mismo Dios y bajo la protección de Su Madre.

Más bien debían plantearse si ese buen orden de los templarios podía ser trasladado a una vida cristiana normal. La primera vez que el hermano Guilbert oyó decir a Arn que con la piedra y el hierro construiría la paz, le había sido imposible imaginar algo así. En la nueva fortaleza de Arnäs y en lo que estaban construyendo y enseñando en Forsvik no veía otra cosa que poder terrenal.

Sin embargo, la cosa cambió al saber de dónde procedía el oro que costeaba la piedra de la construcción y las barras de hierro. Ese oro habría ido a parar a los bolsillos del traicionero Ricardo Corazón de León. En lugar de eso había sido destinado a construir una fortaleza para la paz, una caballería que se asemejaría a las de los templarios y una iglesia en Forsvik que sería consagrada al Santo Sepulcro.

Esta idea de la construcción de la iglesia había impresionado especialmente al hermano Guilbert. ¿Qué podía complacer más a Dios que una iglesia consagrada a su tumba, donde los hombres buscasen en su interior Su sufrimiento y Su muerte sin necesidad de buscar la muerte propia en manos de jinetes sarracenos en Tierra Santa?

Dios no podría haber alejado de mejor manera el oro de Saladino del vergonzoso Ricardo hacia todo ese trabajo dedicado a Él que tenía lugar en el sitio más alejado del centro del mundo en Jerusalén.

En este punto de su razonamiento, el hermano Guilbert comprendió también que podría participar con la conciencia tranquila en las construcciones de Arn sin tener que preocuparse por el hecho de que el padre Guillaume de Varnhem en realidad hubiese alquilado a su hermano subdito únicamente para que cuidase de los caballos sarracenos. Para el monasterio, la venta de los caballos había sido un negocio excelente que había llevado una parte importante del oro de Saladino a Roma, donde estaba en mejores manos que en los pecaminosos bolsillos de Ricardo. Ser entonces quisquilloso en cuanto a que el encargo del hermano Guilbert se refería sólo a los caballos y no a todo lo demás, que en el fondo trataba sobre lo mismo que los caballos, habría significado ser demasiado obtuso.

Cuando estuvieron de acuerdo en todo esto, les correspondía dedicar sus mentes a reflexionar más sobre lo que sucedería con las obras de las manos en el plano sensible que no sobre lo que se refería al plano espiritual.

El hermano Guilbert asumiría mayor responsabilidad en el entrenamiento de los muchachos en el uso de armas, puesto que Arn no estaba del todo seguro tanto de su propia capacidad como de que él fuese el adecuado para realizar ese trabajo. Pero de ahí que debiesen turnarse para dirigir el trabajo de construcción en Arnäs, pues no sería apropiado dejar a los constructores musulmanes solos en un país donde la ley decía con toda claridad que no se castigaría el asesinato de un extranjero. Y era fácil que surgiesen peleas. El hermano Guilbert había visto cómo alguna que otra de las mujeres siervas de Arnäs rondaba por las noches por el campamento de los constructores de Arnäs.

Pero no resultaría tan fácil turnarse estando ausentes de Forsvik. Durante una de las largas noches de invierno en que Arn y Cecilia yacían bajo sus pellejos tal como habían imaginado y él le explicaba sus largas historias de Tierra Santa y de vez en cuando eran interrumpidos cuando un golpe de viento removía las brasas y el fuego y las cenizas revoloteaban por la habitación, ella sintió por primera vez un burbujeo de movimiento en su interior, como si en sus entrañas tuviera un pequeño pez dando coletazos.

Lo supo de inmediato, pues había tenido sus sospechas aunque no acababa de creer en un milagro así. Con más de cuarenta años se había sentido demasiado vieja para esta bendición.

Arn estaba en medio de un relato de Tierra Santa en el que justo estaba ordenando que se desplegase la bandera con la Virgen María, la Alta Protectora de los templarios, alzando la mano en señal de ataque y todos los jinetes cristianos vestidos de blanco se santiguaban a la vez y suspiraban profundamente.

De pronto Cecilia tomó con calma su mano y le explicó lo que sucedía. Él calló de inmediato y se volvió hacia ella y entonces vio que lo que acababa de decirle era cierto, que no era ni un sueño ni una broma. La abrazó con suavidad y susurró que Nuestra Señora los había bendecido de nuevo con un milagro.

Para San Tiburcio, cuando rompían los hielos en los lagos de Götaland Occidental, cuando los lucios jugaban y las barcazas retomaban el comercio de Eskil entre Linköping y Lödöse, Arn viajó con los constructores hasta Arnäs para trabajar de nuevo en las obras. Según le había dicho Cecilia, tenía de tiempo como mínimo un mes antes de regresar para ver a su hijo o hija recién nacido. Cecilia creía que sería una niña. Arn pensaba que sería otro hijo. Se habían prometido el uno al otro que si era un niño Cecilia elegiría el nombre y si era una niña lo decidiría Arn.

Los trabajos en el muro comenzaron en seguida y los constructores parecían contentos de ponerse en marcha después de un invierno que había empezado pareciéndoles ocioso y agradable pero que al final se les había hecho demasiado largo. También decían estar muy satisfechos con las nuevas herramientas de las forjas de Forsvik y las ropas de trabajo que les habían sido hechas a cada uno en función de sus medidas, tanto en la talabartería como en el telar. Todos iban cubiertos por ropas de cuero que empezaban en los hombros y bajaban hasta las rodillas y en los pies calzaban unos chanclos de madera parecidos a los que gastaban los herreros, aunque con un caparazón de hierro que cubría los dedos del pie y el empeine. Muchos se habían quejado de que si caía alguna piedra podría ocasionar una gran desgracia sobre el pie de alguien.

El invierno había dañado una parte de la construcción, pero no tanto como Arn había temido, y pronto el verano secaría las juntas de la parte superior de los muros de manera que pudiesen ser selladas con plomo fundido, tal como había propuesto el hermano Guilbert. Lo que ahora iban a construir era la parte más larga del muro, desde el puerto hasta las viviendas y el pueblo. Era una obra fácil, pues sólo comprendía una torre a medio camino y era agradecido ver cómo avanzaba el trabajo día tras día.

Todavía no se había hallado una buena solución a la cuestión de qué día de descanso debían honrar, al menos no una con la que todo el mundo estuviese contento. Tras largas discusiones y embrollos que ocuparon más de un
majlis
en Forsvik, Arn se hartó y decidió que en Arnäs el domingo contaría como viernes. De todos modos, los fieles no podrían trabajar los domingos, pues eso ofendería a quienes vivían en Arnäs y podría llevar a peleas sobre quién tenía la fe verdadera. Que se originaran peleas de ese tipo sería lo peor que podría pasar.

Puesto que Dios es Quien todo lo ve y todo lo oye, y además misericordioso y clemente, seguramente perdonaría a Sus fieles si lejos, en un país extraño, forzados y por muy poco tiempo, convertían el domingo en viernes. Tras bastante meditación y conversación con el docto en medicina Ibrahim, que además era el más instruido de todos los huéspedes sarracenos, Arn halló cierta base en el Corán para este orden obligado por la necesidad.

El trabajo era monótono y los días vacíos de conversación, excepto por aquello que se refería a cuál de dos posibles piedras iban a tallar para que se adecuase mejor a la anterior. A pesar de que todas las piedras llegaban con forma similar desde la cantera de Kinnekulle, había que pulir la mayoría de ellas o modificarlas un poco para adaptarlas con la precisión que tanto Arn como todos los constructores sarracenos exigían.

Arn recordaría un único acontecimiento de este mes de construcción tan intranquilo en que sus pensamientos no cesaban de viajar hasta Forsvik y el hijo que esperaban. Un hombre llamado Ardous, procedente de la ciudad de Abraham Al Khalil, fue un día y le pidió mantener una conversación en privado. Su petición era inesperada, quería comprar a una de las mujeres siervas de Arnäs que se llamaba Muña y preguntaba por el precio, hasta donde alcanzara su sueldo de dos besantes de oro. Primero Arn se. limitó a responder sorprendido a la pregunta que, según tenía él entendido, podría comprar cuatro siervas y una vaca por esos dos besantes. Pero pronto reaccionó y preguntó con severidad qué extraño asunto se traía entre manos y qué intención pecaminosa podía esconderse tras una pregunta así.

El hombre llamado Ardous le aseguró entonces que no se trataba en absoluto de ningún pecado, sino todo lo contrario, que tenía la intención de contraer matrimonio con la sierva.

Arn se quedó primero callado pero luego preguntó, con una cara entre lúgubre y bromista, ¿ante qué dios se celebraría un matrimonio así? Ardous se apresuró en asegurar que sólo podría ser de una manera, ante el Único Verdadero, y que el matrimonio podría contraerse bajo la bendición del viejo Ibrahim, pues además de ser médico era también un cadí.

Arn, que pensaba que estaba tratando con un hombre un poco simple, señaló que
Hajd
Ibrahim, que conocía todo detalle del Corán, seguramente tendría sus reparos en casar ante Él, quien todo lo ve y todo lo oye, a un fiel con una mujer supersticiosa, o en el mejor de los casos, cristiana.

—¡Pero mi amada es fiel como yo! —repuso Ardous con los ojos como platos, con lo que hizo enmudecer a su amo.

Era demasiado atrevido como para ser mentira, pensó Arn. Pero el asunto debería ser investigado, y cuanto antes mejor.

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