Regreso al Norte (53 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Después de los talleres cruzaron un puente y pasaron entre casas mucho más grandes que, para el espanto de Sigge y Orm, tenían el suelo justo encima de una corriente rápida. Cuando Toke levantaba una trampilla en el suelo se veía el agua burbujeante y encrespada allá abajo. Dos grandes ruedas de molino giraban pesadamente y con poderosa lentitud y rechinaban y crujían las muelas de grano o piedra calcárea. Las sierras chillaban cuando atravesaban los grandes troncos y en las muelas los afiladores estaban amolando espadas o puntas de lanza u otras cosas que Sigge y Orm no tenían ni idea de para qué servían. Unos toneles con grano fueron introducidos rodando y otros toneles llenos de harina fueron llevados de la misma manera hacia los puertos.

Los ojos grandes y maravillados de Sigge y de Orm hicieron que los otros dos se comportaran de un modo más amable, y cuando salieron de los talleres del canal y regresaron por el puente para visitar los establos y las salas de práctica de los guerreros, se volvieron más comunicativos.

Luke contó que a él y a su hermano los habían liberado siendo niños, ya que nacieron como siervos en Forsvik. Ya no había siervos en aquel lugar. Tampoco labraban la tierra para otras cosas que para pasto de los animales. Por eso sus vidas habían cambiado mucho, aparte de la liberación de la esclavitud. Porque si todo hubiese continuado como antes, la mayoría de ellos habrían crecido labrando la tierra. En cambio ahora estaban aprendiendo en los talleres, cosa que era como un pequeño cielo en comparación con toda una vida de lucha en los campos.

A Sigge y a Orm les costaba entender que una finca tan grande y con tantas bocas que alimentar hubiese dejado de labrar la tierra, pero tanto Luke como Toke se rieron y les recordaron los toneles de grano que habían visto en los molinos. Todos los días llegaban a Forsvik los toneles por el río o por el lago Vättern, y todos los días cerca de la misma cantidad de toneles de harina seguían su camino. Forsvik se quedaba con un tonel de cada ocho y eso era suficiente, tanto para la gente como para los animales, que en invierno recibían mucha avena y no solamente heno. Así que, ¿para qué gastar fuerzas sudando en los campos cuando se obtenía más pan sin cultivarlo?

Para Sigge y para Orm era casi incomprensible. Sonaba como a magia decir que sacabas más grano si no lo cultivabas.

Los dos grandes establos estaban casi vacíos, ya que la mayor parte de los caballos estaban al aire libre mientras durase el pasto. Pero aquí y allá había algún caballo mirándolos con recelo cuando pasaban, y en las paredes colgaban largas hileras de sillas y armas. Eran las armas de los aprendices y nadie de los talleres podía tocarlas.

Los aprendices llegaban de las fincas Folkung cercanas y lejanas y recibían instrucción durante cinco años; todos los años llegaban nuevos, pequeños y asustados, y durante los últimos años algunos se habían marchado a sus casas, seguros de sí mismos y temibles con la lanza o la espada. Los aprendices tenían su propia casa principal, la más grande de Forsvik. La gente normal no podía entrar allí, explicó Toke, pero había más de sesenta lechos.

Al lado de la casa de los aprendices se encontraba la casa de los extranjeros, y allí tampoco era aconsejable entrar, y más allá de esa casa estaba la casa del señor Arn y de la señora Cecilia. Delante de ella había un pequeño bosque de rosas rojas y blancas y en la pendiente hacia el lago había hileras de manzanos, en los que los frutos estaban a punto de ser cosechados, y huertos con todo tipo de tubérculos y plantas aromáticas.

En medio del patio, detrás de la casa del señor Arn, estaba el enorme granero sin paredes, donde los aprendices practicaban con espadas y escudos también durante el invierno, y al otro lado se encontraban unas casas pequeñas donde unos extranjeros distinguidos residían apartados.

Regresaron hacia los talleres y llegaron a lo que había sido la vieja casa principal de Forsvik, donde habían residido los anteriores dueños. Allí vivían ahora los liberados, y tanto ellos como los aprendices comían allí por turnos, ya que no cabían todos a la vez. A ellos no les tocaría el turno hasta dentro de muchas horas, puesto que los que tenían el trabajo más ligero comían los últimos.

Más allá de la vieja casa principal había varios cobertizos de ladrillo en los que guardaban la carne en fresco durante el verano y congelada en el invierno. Allí dentro hacía frío y estaba oscuro, y a lo largo del suelo se derretían grandes bloques de hielo. El agua desaparecía por una zanja de desagüe. Sigge y Orm no podían comprender cómo había hielo tan pronto en el otoño, y además en bloques, y en seguida los llevaron hasta el almacén de hielo, que se encontraba al lado del cobertizo de la carne. Amontonados en grandes pilas cubiertas de serrín, se entreveían los bloques de hielo que habían aguantado sin derretirse desde que se sacaron del lago el invierno pasado. Todas las primaveras llenaban el almacén hasta el techo y siempre solía durar toda la época de calor.

Después de las fresqueras y el almacén de hielo se alineaban las viejas moradas de los siervos, pero en las que ya sólo vivían hombres y mujeres libres. Algunos de los liberados habían abandonado Forsvik y cultivaban nuevos campos lejos de allí, pero la mayoría había decidido quedarse. Según Luke y Toke, era lo mejor, porque en Forsvik nadie pasaba hambre y nadie tenía frío en invierno.

La visita acabó donde había comenzado, en el taller de flechas, y Sigge y Orm tuvieron que sentarse a trabajar con lo más sencillo, con una herramienta que jamás habían visto, taladrar un agujero en la flecha donde se sujetaría la punta. Pronto comprendieron que se hacían flechas de dos longitudes, unas comunes y otras que eran al menos una tercera parte más larga. Había varios tipos de puntas. Las más largas tenían como una aguja, muy estirada y muy afilada, tanto que cortaba la piel nada más tocar el extremo. Las flechas cortas podían tener dos tipos de punta, una con lengüetas apretadas, como las flechas que conocían, pero también otro tipo de punta en la que las lengüetas estaban abiertas a los lados, casi como pequeñas alas.

Era obvio que Sigge y Orm no comprendían lo que tenían entre las manos y Luke explicaba con cara de experto que las flechas largas con las puntas de aguja y sin lengüetas eran para los arcos largos y el tiro a larga distancia. Las puntas eran para poder atravesar las cotas de malla. Las puntas anchas se utilizaban contra los caballos. Ya habían fabricado más de diez mil flechas en Forsvik y la mayor parte habían sido enviadas a Arnäs en grandes toneles con cien flechas en cada uno. Todos los días se fabricaban al menos treinta flechas en Forsvik.

Con la llegada de los nuevos aprendices, el trabajo en la flechería cambió y Sigge y Orm estuvieron ocupados únicamente en el monótono trabajo de taladrar el agujero de las puntas. Cuando no hacían el agujero lo bastante hondo o ancho, se les devolvía el material con una pequeña reprimenda. Luke y Toke colocaban las puntas en su sitio y las ataban con hilo de lino mojado en brea y luego las entregaban a los dos extranjeros, que se encargaban de lo más difícil, colocar las plumas de dirección.

No era ésa la manera en que Sigge y Orm habían soñado su nueva vida con el señor Arn en Forsvik, pero tenían el presentimiento de que no valdría la pena explicarles a Luke y a Toke que tenían la intención de ser aprendices entre los señoritos.

No obstante, Orm, que hasta ese momento había sido demasiado tímido para abrir la boca, en la cena tardía compuesta de sopa y pan, dejó escapar unas palabras sobre sus sueños, y toda la gente trabajadora que había alrededor de la mesa se echó a reír salvajemente. Sólo podían ser aprendices de guerreros los Folkung, pero no unos siervos liberados con nombres como Sigge, Toke, Luke u Orm. Si llevabas uno de esos nombres, te quedabas en los talleres.

Sigge apretó los dientes y no dijo nada. El mismo señor Arn le había hecho una promesa, y en cuanto surgiese la ocasión se la recordaría.

De regreso de la cerveza fúnebre, Arn viajó por primera vez con escolta. Un escuadrón de dieciséis jinetes, entre los cuales se encontraban Sune, Sigfrid y Torgils Eskilsson, había acompañado a Cecilia por una ruta secundaria a lo largo del lago Vättern hasta Varnhem.

Los jóvenes escoltas de Forsvik, de los que sólo los tres mayores habían llegado a la edad de dieciocho años, habían recibido muchas miradas curiosas. Sus caballos no estaban ensillados y armados como los demás, y llevaban los flancos y los pechos cubiertos con una tela con los colores de los Folkung. Alguna que otra persona se había acercado para preguntar sobre las fuertes correas de cuero que estaban debajo de la tela, y apretaron aquí y allá y encontraron que debajo de una fina capa de los colores Folkung había grasa y gruesas capas con anillas de malla cosidas como protección para las flechas. También podía extrañar que sólo tres de los escoltas hubiesen alcanzado la edad adulta, pero incluso los muy jóvenes en la comitiva de Arn Magnusson llevaban sus armas con gran seguridad y costumbre y cabalgaban como pocos hombres en Götaland Occidental sabían hacerlo.

Arn se daba cuenta de que, con esa exhibición ineludible, había abierto una nueva brecha para los rumores sobre lo que acontecía en Forsvik. Pero podía permitir que Cecilia acudiera a la cerveza fúnebre del rey sin proveerla con la protección que su honor exigía.

En un solo día cabalgaron de Varnhem hasta Arnäs sin esforzarse mucho, ni ellos ni los caballos. Como de costumbre, Cecilia usaba una silla común con un pie en cada estribo y, puesto que montaba a su propia
Umm Anaza
, no le costaba nada llevar el mismo ritmo que la comitiva de jóvenes escoltas.

No se detuvieron en Skara, ya que de todos modos no llevaban carros para transportar sus compras. Todo su equipaje estaba en alforjas atadas encima de dos caballos de carga. A las afueras de Skara había una muchedumbre de gente que entraba y salía con sus carros, ya que era día de mercado, y la comitiva azul despertó mucha curiosidad y largas miradas de sorpresa cuando pasaron con estruendo. Todo el mundo sentía en su fuero interno que había una extraña fuerza siniestra en aquellos jinetes. También vieron y comprendieron todos que ése era un poder creciente de los Folkung. Pero si era un poder bueno o malo, si era para la protección de la paz o para la preparación de la guerra, eso no podía verlo nadie.

Tomaron el camino por Kinnekulle para visitar a Marcellus, el maestro tallista que estaba trabajando en la cantera para realizar los adornos de la nueva iglesia en Forshem. Ya había acabado algunas imágenes, una que despertó la admiración de todos y otra que hizo sonrojarse y tartamudear a Arn de una manera que nadie antes había visto.

La imagen, que ciertamente sería la admiración de todos, estaría colocada encima de la puerta de la iglesia y representaba cómo el Señor Jesús entregaba a san Pedro la llave del cielo y a san Pablo el libro con el que divulgaría la fe cristiana por todo el mundo. Encima de la cabeza del Señor Jesús se divisaba una cruz de los caballeros del Temple y un texto grabado en buen latín que decía: «Esta iglesia está consagrada a Nuestro Señor Jesucristo y al Santo Sepulcro.»

Tanto la imagen como el texto despertaban devoción en los observadores. Era como si se viese ese mismo instante, aunque no había podido tener lugar en el mundo de los sentidos. Pero para Dios no existía ni el tiempo ni el espacio, Él estaba en todas partes al mismo tiempo y por eso la imagen era tan hermosa como cierta. Arn sentía una enorme emoción en su corazón, casi temor, por haber obtenido la gracia de construir esa iglesia consagrada a Su Sepulcro. Aunque todavía faltaba mucho para concluir la construcción, esa imagen ya anunciaba cómo sería.

Sin embargo, la imagen que a Arn hizo que se le cortase la respiración, ora avergonzado, ora enfadado, representaba al Señor Jesucristo recibiendo las llaves de la iglesia de un caballero, al Señor Jesucristo bendiciendo la iglesia con Su mano derecha y a un picapedrero agachado trabajando la piedra con el pico.

La única manera de entenderlo era que se veía cómo Arn regalaba la iglesia a Dios y cómo Marcellus la construía. No era mentira y no era blasfemia, pero era una forma excesiva de orgullo.

Marcellus miraba su imagen de manera más trivial. Decía que sólo expresaba una verdad mundanal y que para los hombres era un buen ejemplo a seguir. Durante mil años los observadores devotos contemplarían cómo Arn, un caballero del Temple, regalaba esa iglesia. Eso sería verdaderamente edificante, ¿no? ¿No era precisamente esa idea la que se expresaba consagrando la iglesia al Santo Sepulcro? En lugar de buscar el Santo Sepulcro en la guerra y morir en Tierra Santa, los verdaderos fieles podían buscar el camino para llegar hasta allí en sus propios corazones. Así era como lo habían planteado ya en su primer encuentro, cuando acordaron el negocio en Skara.

Arn no recordaba que se hubiesen dicho precisamente esas palabras, pero admitió que la idea concordaba bastante con la suya. Sin embargo, envanecerse en una imagen al lado del Señor Jesucristo era otra cosa. Era soberbia y, por tanto, un pecado grave.

Marcellus se encogió de hombros y dijo que no sería peor mostrar cómo Dios echaba a Adán y Eva del paraíso, otra imagen que había imaginado para la iglesia. Dios y las personas podían figurar en la misma imagen, mientras la imagen fuese verdadera. No solamente se representaba a personas buenas y a santos, sino también a Barrabás o al soldado romano que le clavó la lanza en el costado al Señor en la cruz. Y no había arrogancia en decir que Arn Magnusson había construido y consagrado esa iglesia al Santo Sepulcro; era la pura verdad.

Cecilia encontró además que la imagen era hermosa y veraz y que sólo podía alegrar a Nuestro Señor, dado que no señalaba más que humildad ante Él.

Quedaron de acuerdo en no decidirlo precipitadamente, sino en reflexionar un poco más sobre la imagen del Mismísimo Dios y los constructores. Aún sobraba tiempo antes de acabar y consagrar la iglesia.

Se quedaron un día en Arnäs, principalmente porque Arn quiso dar la vuelta completa a los muros y controlar el más mínimo detalle. Todo lo que concernía a la defensa exterior de la fortaleza estaba listo. A partir de ese momento podían dedicar los años que quisiesen a la defensa interior, o más para la comodidad que para la guerra. La vivienda hecha en piedra y de tres pisos de altura casi estaba acabada y para el invierno podrían instalarse en ella. Sólo faltaba construir los almacenes para el trigo, el pescado seco y el forraje que necesitarían los caballos y el ganado para resistir un asedio prolongado. Lo demás serían trabajos más sencillos, para los que ya no se necesitarían los constructores más hábiles del mundo. Los muros exteriores, las torres, las puertas y los puentes levadizos ya estaban listos. Eso era lo decisivo. En Forsvik acababan de terminar las gruesas cadenas para los puentes levadizos y las rejas.

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