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Authors: Jan Guillou

Regreso al Norte (51 page)

BOOK: Regreso al Norte
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Sin más discusión, Arn llevó consigo a Ardous al interior de Arnäs, donde buscaron a la joven mujer, que encontraron entre las lavanderas en el foso del otro lado. Muña se mostró muy tímida al ver aparecer a uno de los señores de Arnäs con pasos largos como si estuviese enfadado y preguntarle por su fe. Ella respondió primero y en voz baja que habfa conservado la creencia de sus padres, pero eso no dejó satisfecho a Arn. Impaciente, le ordenó que se explicara mejor.

—No existe más Dios que Dios y Mahmut es su profeta —respondió ella en un árabe extraño pero perfectamente comprensible.

Arn se quedó completamente en silencio durante un largo rato, mientras en parte hurgaba en su memoria en busca de los suras del Corán, en parte se doblegaba ante la señal que Dios le había mostrado a él y a los dos amantes. Ambos lo miraban, tensos, como si temiesen su decisión.

—En nombre de Dios, el Misericordioso, el Clemente —dijo al final al hallar lo que estaba buscando—. «En Su honor ha creado esposas para vosotros de vuestra propia especie para que en ellas halléis la paz y ha hecho que amor y cariño surjan entre vosotros. Con toda seguridad hay en esto un mensaje muy claro para las personas que piensan.»

Tal vez Muña no comprendiese todas las palabras del idioma de sus antepasados, pues no había oído nada recitado del Corán desde que era niña y la habían separado de su padre. Pero pudo ver con toda claridad en el rostro de su amado Ardous que lo que el señor Arn acababa de pronunciar era una bendición.

No se podría decir cuál de los tres estaba más afectado por estas palabras del Corán, pues Arn estaba igual de emocionado que Ardous y Muña, y le invadió una poderosa ola de deseo de estar en casa junto a Cecilia.

Para calmar un poco su curiosidad le preguntó a Muña si sabía de dónde procedían ella o sus padres. No sabía demasiado y, avergonzada, reconoció que su madre y su padre habían sido llevados a Noruega como prisioneros y que había nacido en Noruega. Luego, cuando alguna señora se casó con un Folkung de Götaland Occidental, enviaron a su madre como parte de la dote, mientras que su padre permaneció en la finca noruega.

Arn no quiso forzarla a decir más en ese momento en que tenía tanta alegría que disfrutar y en que la miseria de su vida debía de ser lo que menos deseaba recordar, y les prometió que se haría su voluntad, ya que Dios los había unido de una forma maravillosa. Y además, Ardous no tendría que comprar a su amada, pues eso sería ofender a quien los había bendecido. Cuando llegase el invierno, Muna iría a vivir a Forsvik y allí celebrarían su matrimonio entre los correligionarios, pues seguramente no podrían hacerlo en ningún otro lugar del país. Deberían tener paciencia hasta que llegara el momento.

Desvergonzados en su repentina alegría, se abrazaron delante de todas las demás lavanderas, que no habían entendido ni una palabra de la conversación y que ahora quedaron sorprendidas y pronto estallaron en risitas y empezaron a charlar animadamente.

Después del milagro con la recompensa del amor de Ardous y Muna, Arn empezó a contar cada día y cada instante que le faltaba para regresar a Forsvik. No podía partir hasta que llegara el hermano Guilbert, lo que sucedió un día más tarde de lo acordado, un día tremendamente largo para Arn. Sin embargo, supo que Cecilia estaba bien y que nada malo había sucedido en Forsvik. Se acercaba su momento pero, por lo que decían las mujeres que sabían de este tipo de cosas mejor que él, no tendría problemas en llegar a tiempo.

Se apresuró a despedirse de familiares y constructores y sintió como nunca antes que el viaje en barco se le hacía eterno, y al llegar a pernoctar en Askeberga pensó en coger un caballo y continuar su camino en la clara noche primaveral, hasta que vio los animales de carga y los apacibles jamelgos que había en el establo.

Después de San Felipe y San Jacobo, cuando se soltaban los animales a pastar y se pasaba revista a los cercados de los campos en Götaland Occidental, Cecilia Algotsdotter dio a luz en Forsvik a una niña bien formada. Se celebró una fiesta de tres días en la que nadie trabajó, ni siquiera en las forjas. Todos los hombres y mujeres libres de Forsvik participaron con la misma alegría, pues la bendición de la casa era grande para todos.

Arn decidió que la niña se llamaría Alde, un nombre extraño de alguno de sus relatos pero, aun así, un nombre hermoso, pensó Cecilia al saborear el nombre en silencio para sí mientras arrullaba a la niña recostada en su pecho susurrando su nombre: Alde Arnsdotter.

Ése fue el tiempo más feliz para Arn y Cecilia desde que comenzó su nueva vida. Así sería como siempre lo recordarían. Y en ese verano que Arn dedicó casi tanto tiempo a cabalgar con su hija en brazos mostrándose un padre orgulloso, con un orgullo casi infantil, como tiempo dedicó a cabalgar con aquellos que se convertirían en caballeros, no se vislumbraban siquiera las oscuras nubes que tomaban forma allá a lo lejos, en el suroeste, donde cielo y tierra se unían.

X

A
rn no temía en absoluto la muerte, era como si ya se hubiese acostumbrado a ella. Había visto morir a mucha gente durante sus veinte años en los campos de batalla en Tierra Santa, donde él mismo seguramente había matado a más de mil hombres y había visto morir justo a su lado a muchos miles más. Un mando altivo o ignorante alzaba su mano y al momento enviaba un escuadrón de dieciséis hermanos hacia una fuerza superior. Cabalgarían sin dudar, con los mantos blancos ondeando tras ellos y luego jamás se los vería de nuevo. El consuelo estaba en que se sabía que el reencuentro sería en el paraíso. Un caballero templario no debía temer nunca la muerte, puesto que la elección era entre la victoria o el paraíso.

Sin embargo, otra cosa muy distinta era la lánguida muerte, atrofiada y pestilente entre los mocos y las propias heces. Durante tres largos años, el amigo Knut había luchado para mantenerse con vida, cada vez más delgado, hasta que finalmente se asemejaba a un esqueleto. Cuando Yussuf e Ibrahim lo miraron, sólo menearon la cabeza y dijeron que el tumor que desde dentro del estómago estaba devorando el cuerpo del rey crecería y crecería hasta acabar con su vida.

Se encontraba tumbado en su lecho en Eriksberg, la casa de su infancia, y sus brazos y piernas eran finos como las ramitas de un avellano. Debajo del edredón se intuía el tumor como una elevación en medio del vientre, cosa que de una manera fantasmal recordaba a una mujer encinta. Había perdido todo el cabello, también las cejas y las pestañas, y la boca mostraba grandes huecos negros donde antes estaban los dientes. El hedor llenaba toda la habitación.

Arn había llegado solo a Eriksberg, dado que continuaba insistiendo en cabalgar sin escolta. A diferencia de todos los demás que habían visitado al rey en su lecho de muerte, él podía estar allí sentado durante horas sin que lo molestase la fetidez.

El rey tenía la mente nítida. El tumor le estaba devorando el cuerpo pero no la inteligencia. Para Arn era fácil comprender que él era la persona con quien más deseaba hablar durante sus últimos días, pero no tanto para otros muchos que esperaban en Eriksberg. Con Arn, el rey moribundo podía hablar sobre El Inescrutable y El Castigador, del mismo modo que con el arzobispo Petrus, pero con la diferencia de que Arn no parecía tan expectante e impaciente a la vez. Para el arzobispo era una bendición que el rey Knut finalmente muriese, puesto que auguraba las nuevas ordenanzas por las que tantas y tan fervorosas oraciones había rezado. Según tenía entendido el rey Knut, Sverker Karlsson en Dinamarca ya se estaba preparando para el viaje, o sea, que realmente no valía mucho la pena resistirse.

En Näs, en el lago Vättern, Knut había vivido la mayor parte de su vida, continuamente rodeado por muros y guardias para no morir de la misma manera que otros muchos reyes y como quien él mismo había matado. Ahora que la muerte estaba sentada en la sala de espera y la arena de su reloj casi había bajado del todo, ya no quedaban hombres armados para proteger al rey. La finca de Eriksberg era como una casa grande normal, sin muros ni troncos afilados para protegerlos, y la iglesia que una vez empezó a construir san Erik no servía de mucho. Tampoco hacía falta, porque ¿quién iría a matar al que ya tenía un pie en la tumba?

—No es justo —dijo el rey con la voz débil y por al menos séptima vez cuando Arn se sentó a su lecho el segundo día—. Podría haber vivido veinte años más y ahora tengo que reunirme con mis antepasados y además morir de una manera poco honrosa. ¿Por qué quiere castigarme Dios? ¿Es que soy más miserable que otros muchos? Piensa en aquel Karl Sverkersson, quien según ese arzobispo Petrusio es la causa de mi sufrimiento, ¿eh? ¿Y él qué? ¡Él, que mandó matar a mi padre san Erik! ¿Acaso el asesinato de un santo no es lo peor?

—Sí, naturalmente es un pecado grave —respondió Arn con una sonrisa casi descarada—, Pero si reflexionas un poco, verás que te quejas por un asunto equivocado. ¿Cuánto tiempo llevaba de rey Karl Sverkersson cuando lo matamos? ¿Seis o siete años? No lo recuerdo, pero era joven, y tú has sido rey durante cinco veces más tiempo que él. Tu vida podría haber sido mucho más miserable y más corta que lo que ha sido. Tienes que conformarte con eso y reconciliarte con tu muerte y dar gracias al Señor por la misericordia que, de todos modos, te ha concedido.

—¿Yo? ¿Dar gracias a Dios? ¿Ahora? ¿Aquí, tumbado sobre mis propias heces y muriéndome peor que un perro? ¿Cómo puedes tú, mi único amigo verdadero…? Sí, quiero decir mi único amigo de verdad, sólo mira a tu alrededor, ¿quiénes están aquí?… ¿dónde estaba? Sí, ¿cómo puedes decir que debo dar las gracias a Dios?

—Sería más inteligente que blasfemar, considerando las circunstancias —respondió Arn secamente—. Pero si realmente quieres una respuesta, te daré una. Pronto morirás, es cierto. Soy tu amigo, también es cierto, y nuestra amistad viene de mucho tiempo atrás…

—Pero tú, ¿cómo puedes estar aquí tan sano y ocurrente, diciéndome todo esto? —lo interrumpió el rey, señalándolo con un dedo tan delgado que parecía la garra de un pájaro—. En cuanto a la muerte del asesino de mi padre, ¿no es tu pecado tan grande como el mío?

—Es posible —admitió Arn—, Cuando me marché a Tierra Santa me llevé dos pecados en la bolsa, pecados graves, y era tan joven… Sin la bendición del matrimonio me había unido en carne con mi amada y antes de eso había tomado a su hermana Katarina. Y había participado en el asesinato de un rey. Pero he expiado esos pecados con veinte años bajo el manto blanco. Puedes pensar que es injusto, pero así es.

—¡Me gustaría haberme cambiado por ti! —refunfuñó el rey.

—Ya es un poco tarde para eso —respondió Arn, sacudiendo la cabeza con una sonrisa—, Pero si te callas un rato, intentaré explicarte lo que pretendía. El pecado que cometió Karl Sverkersson al estar detrás de la muerte de tu padre, san Erik, de una manera u otra tuvo que pagarlo cas: en seguida. Ahora llegamos a ti. Tú mataste y pagaste, pero no del todo Mantuviste la paz en el reino durante más tiempo que cualquier rey que haya oído nombrar y eso te será beneficioso en el reino del cielo. Tuviste cuatro hijos y una hija, una esposa adorable en Cecilia Blanka, es más. porque en ella tuviste una verdadera reina que te ha dado mucho honor. Fortificaste el poder de la Iglesia, cosa que creo que no te alegra demasiado en este momento, pero que también contará a tu favor. Mirando todo eso en conjunto, no has vivido tan mala vida ni has sido tan mal pagado. Sin embargo, te queda pagar una deuda por tus pecados y es preferible que lo hagas ahora en la vida terrenal que en el
purgatorium
. Así que, ¡no te quejes y muere como un hombre, querido amigo mío!

—¿Qué es el purga… eso que has dicho? —preguntó el rey, desolado.

—El purgatorio, el fuego purificador. Allí donde el pecado será alejado de tu cuerpo con hierros candentes y entonces sí será momento de quejarse.

—¿Un caballero templario puede absolverme de mis pecados? Sois una especie de monjes, ¿verdad? —preguntó el rey con una repentina chispa de esperanza en la mirada.

—No —respondió Arn, escueto—. Cuando te confieses por última vez y recibas la extremaunción del arzobispo Petrus, entonces obtendrás el perdón de tus pecados. Con la alegría que le supone tu muerte, no me extrañaría que se mostrase extremadamente benevolente en ese momento.

—¡Ese Petrusio es un traidor, si no estuviese muriéndome querría verme asesinado! —dijo el rey Knut, tosiendo, babeando y echando chispas de ira—. Si además está de tan buen humor en mi lecho de muerte, se negará a concederme el perdón y entonces estaré impotente como un niño y vilmente engañado. ¿Qué me costará eso en el fuego purificador?

—Nada —respondió Arn tranquilamente—. Piensa en lo siguiente: Dios es lo más grande. Él todo lo oye y Él todo lo ve. Está con nosotros en este momento. Lo importante es tu carácter; si Petrus te engaña, tendrá que pagarlo a su vez. Pero debes confiar en Dios.

—Quiero un sacerdote que me conceda el perdón por mis pecados. Y no me fío de ese Petrusio —murmuró el rey.

—Ahora te estás comportando como un niño y eso no es digno de ti —dijo Arn—, Si crees que puedes mantenerte vivo un par de días más, iré a buscar al padre Guillaume de Varnhem. Él puede darte la extremaunción, confesarte y concederte el perdón de tus pecados. De todos modos, tu última morada será Varnhem y eso no ocurrirá sin unas cuantas monedas de plata con la efigie de tu padre. Si quieres cabalgo a buscar al padre Guillaume, pero tendrás que aguantar un par de días más.

—No puedo prometerte eso, no me siento capaz —confesó el rey.

—Entonces estamos de vuelta a lo único que realmente puede salvar tu alma, tendrás que confiar en Dios —dijo Arn—, Éste es tu momento para dirigirte a Nuestro Señor, tú eres un rey moribundo y Él te escuchará. No te hace falta usar la mediación de los santos ni de Su Madre. ¡Confía en Dios, sólo en Él!

El rey Knut estuvo callado un rato reflexionando sobre las palabras de Arn. Ante su sorpresa, realmente encontró consuelo. Cerró los ojos y entrelazó las manos e intentó dirigir una oración silenciosa a Dios Padre. Ciertamente comprendió que era como aferrarse a una débil brizna, pero valía la pena probarlo. Primero no sintió nada en su fuero interno, a excepción de sus propios pensamientos, pero después de un rato era como si una cálida corriente de esperanza y consuelo lo llenase, como si Dios, aunque con medios muy pequeños, puesto que tal vez no merecía más, le respondiese tocándolo con Su Espíritu.

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