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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía (19 page)

BOOK: Reina Lucía
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Pero la quietud de aquellos instantes se quebró repentinamente. Se oyó un portazo en la entrada y por toda la casa se escucharon pasos corriendo y grandes risotadas. Ciertamente, no era raro que Hermy y Ursy hicieran este tipo de entradas, y en aquel momento Georgie no tenía ni la más ligera idea de hasta dónde podía llegar la perturbación de su tranquilidad. No hizo sino inspirar ampliamente un par de veces, musitó «Om» una o dos veces, y pronto estuvo completamente preparado para regresar a su imperturbable y profunda calma.

Hermy y Ursy bajaron corriendo las escaleras hasta el jardín, donde él se encontraba sentado, todavía chillando y riendo, y la imaginación de Georgie no fue más allá de suponer que una de ellas le habría hecho un bloqueo a la otra en la partida de golf, o que una habría lanzado la bola fuera del campo, o que habría hecho alguna otra de esas cosas que al parecer conseguían que el juego del golf les resultara tan entretenido.

—Georgie, ¡no te lo vas a creer! —gritó Hermy—. El gurú, el señor Om…

—… ese que dicen que es de la casta más elevada, ¡y de extraordinaria santidad…! —exclamó Ursy.

—El brahmín de Benarés… —chilló Hermy.

—¡El Gran Maestro! ¿Quién dirás que es? —preguntó Ursy.

—No lo habíamos visto hasta ahora…

—Pero lo reconocimos de inmediato en cuanto le pusimos un ojo encima…

—Y él también nos reconoció, ¿y no salió corriendo el muy…?

—Y se metió en The Hurst, y nos dio con la puerta en las narices…

La profundísima calma de Georgie de repente retembló como la gelatina.

—Queridas mías, no tenéis necesidad de dar esas voces, ni de hablar tan espantosamente alto —dijo—. ¿A quién creísteis reconocer?

—Aquí no hay creencia que valga —dijo Hermy—. ¡Es uno de los cocineros del restaurante Calcuta, de Bedford Street…!

—… donde vamos a menudo a comer —dijo Ursy—. Hace unos curris que están para chuparse los dedos.

—Especialmente cuando está un poco piripi.

—Y es tan brahmín como yo.

—Y siempre dice que es de Madrás.

—Nosotras siempre le damos una buena propina para que nos haga el curry él mismo, así que no puede decirse que desconozca totalmente lo que es el dinero.

—Oh, Señor… —dijo Hermy, secándose las lágrimas de los ojos—. ¡Esto es el no va más…!

—Y pensar que la señora Lucas y el coronel Boucher, y tú, y la señora Quantock, y Piggy, y todos los demás habéis estado idolatrando
a un vulgar cocinero
… —dijo Ursy—. ¡Y «bebiendo en las fuentes de su sabiduría»! El señor Quantock no iba muy desencaminado después de todo cuando quiso contratarlo.

Georgie, con el corazón abatido, tuvo primero que convencerse de que aquello no era una de las bromas de sus hermanas, y luego intentó animar su abatido corazón recordando que el gurú a menudo había hablado de la dignidad de los sencillos trabajos manuales. Pero de todos modos, si Hermy y Ursy estaban en lo cierto, era una verdadera bofetada saber que el gurú no era más que un vulgar cocinero de curris borrachín. No había nada en el sencillo oficio manual del cocinero de curris que pudiera empañar de ningún modo la santidad, pero la increíble capa de falsedades con las que el gurú había enmascarado modestamente su inocente profesión difería sensiblemente del espíritu de los Guías, como él mismo había declarado repetidamente. Era de vital importancia, en todo caso, cerciorarse de que, hasta ese momento, sus hermanas no habían comunicado aquel perturbador descubrimiento a nadie salvo a él, y, después de eso, arrancarles la promesa de que no lo harían en ningún caso.

Aquello no iba a resultar fácil, porque Hermy y Ursy habían proyectado una ronda de visitas nocturnas a todos los miembros de las clases de yoga, a excepción de Lucía, naturalmente, que se levantaría a la mañana siguiente y descubriría que era la única persona del pueblo que seguía engañada.

—Eso no le gustaría ni una pizca, ya sabes… —dijo Hermy, con relampagueante malicia—. Creemos que eso le serviría de excusa para que nunca nos volviera a invitar a su casa después de no habernos invitado a su estúpida y apergaminada fiesta del jardín.

—Querida, vosotras nunca quisisteis ir —dijo Georgie.

—Ya sé que no, pero de todos modos nos gustaría habernos dado el gusto de decirle que no queríamos ir. Fue muy desagradable. Oh, no creo que podamos evitar decírselo a todo el mundo. El gurú os ha convertido a todos en unos bobos. Eso es. Creo que es un verdadero engañabobos.

—Y yo también —dijo Ursy—. Pero pronto lo tendremos de nuevo en sus fogones, haciendo curris. ¡Qué risas nos vamos a echar con él!

Permanecieron en el jardín hasta que Foljambe salió de la casa y les informó de que sólo tenían un cuarto de hora para cambiarse antes de la cena. Así que cuando la criada se marchó, todos se levantaron obedientemente.

—Bueno, lo hablaremos durante la cena —dijo Georgie con serena diplomacia—. Y ahora bajaré a la bodega para ver si puedo encontrar algo que os guste.

—Bien por ti, Georgie, buen muchacho… —dijo Hermy—. Pero si vas a sobornarnos, ¡debes sobornarnos bien!

—Ya veremos —dijo él.

Georgie estaba muy en su derecho de ser prudente con su preciado Veuve Clicquot, especialmente porque era una botella de aquella admirable bebida la que Hermy y Ursy habían saqueado de su bodega la noche del falso allanamiento de morada. Lo recordaba perfectamente, aunque se había unido a «la diversión» —principalmente por el deseo de que las cosas siguieran siendo agradables en casa—, y había sacado incluso otra media botella. Pero esta noche, más que nunca, era absolutamente necesaria la abolición de cualquier mínima tacañería, pues la situación podía tornarse absolutamente intolerable si Hermy y Ursy esparcían por Riseholme la noticia de que el inocente círculo de filósofos del yoga no se había sentado a los pies de ningún Gamaliel
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precisamente, sino a los pies de un cocinero de curris de un restaurante barato. Así pues, esa noche sacó una segunda botella, con la idea, si Hermy y Ursy no se suavizaban con la primera, de administrar aquella otra también. Después de trasegarse dos botellas, difícilmente estarían en condiciones de que las tomaran en serio, si es que insistían en visitar casa por casa a todo Riseholme y desvelar las argucias del gurú. Georgie era demasiado formal para soñar siquiera con emborrachar a sus hermanas, pero estaba dispuesto a hacer los mayores sacrificios a fin de que se comportaran amablemente. No tenía ni idea de lo que los altos mandos harían respecto al cocinero, y debía hablar con Lucía de aquello antes de que comenzara la clase avanzada del día siguiente. Pero cualquier cosa era mejor que soltar a Hermy y a Ursy por todo Riseholme con sus risas groseras y sus vergonzantes denuncias. Una vez que se superara aquella noche sin contratiempos, podría discutir con Lucía lo que había que hacer, pues Hermy y Ursy se habrían desvanecido al amanecer: a esa hora se estarían desplazando a alguna otra competición de golf y se mantendrían a una distancia segura durante un tiempo. Puede que Lucía aconsejara no hacer nada en absoluto y deseara continuar con aquellos instructivos estudios como si nada hubiera ocurrido. Pero Georgie sentía que el romanticismo, por lo que a él se refería, se había evaporado ya de las clases. Y, por otro lado, era inevitable que se desprendieran del gurú de algún modo. Lo único que daba por seguro era que Lucía estaría de acuerdo con él en que no debían contárselo a Daisy Quantock. Ella, con sus frustradas ambiciones de ser la principal dispensadora de
gurismo
en Riseholme, podría fácilmente «ponerse desagradable», y dejar que todo el mundo supiera que ella y Robert habían descubierto el fraude hacía mucho tiempo, y que habían considerado la posibilidad de ofrecerle al gurú el trabajo de cocinero en su domicilio, para el cual estaba mucho más cualificado. Podría incluso añadir que sólo sus inclinaciones hacia su bonita criada la habían disuadido.

La velada transcurrió con más éxito y esplendor de los que Georgie había imaginado, y fue prácticamente innecesario abrir la segunda botella de Veuve Clicquot. Hermy y Ursy, quizá bajo los efectos de la primera, o quizá por su buen carácter natural, o quizá porque iban a levantarse tempranísimo a la mañana siguiente y querían que las llevaran en coche a Brinton —en vez de coger el tren en Riseholme, más lento y aún más madrugador—, no tardaron en desechar su proyecto de informar a todo Riseholme de su reciente descubrimiento, y se fueron a la cama en cuanto hubieron estafado a su hermano once chelines en una partida de
bridge
a tres bandas. Seguían diciendo: «Me juego a tu gurú» cada vez que tenían que apostar un
joker
, pero a Georgie le resultó fácil reírse de aquello siempre que el chiste no amenazara con difundirse. Incluso dijo: «Voy también, veo tu gurú», cuando cogió una mano con el
joker
del triunfo…

El nerviosismo y la inseguridad le impidieron dormir convenientemente, y además, hubo bastante ajetreo en la casa, porque sus hermanas aún tenían que hacer el equipaje antes de acostarse, así que el duermevela que precedió al sueño a menudo fue quebrado por el sonido de los golpetazos de las maletas, el entrechocar de los palos de golf y los tropiezos en las escaleras mientras las hermanas se preparaban para su partida. Pero un rato después aquellos alborotos cesaron, y, cuando Georgie se despertó, lo hizo con la sensación de que algún ruido le había desvelado. Estaba profundamente dormido. Al parecer, sus hermanas no habían acabado todavía, porque con seguridad podía distinguir un tenue alboroto de movimientos amortiguados en alguna parte. En todo caso, respetaron su legítimo deseo de tranquilidad, pues el ruido, lo que quiera que fuese, era extremadamente cauteloso y apagado. Pensó en el absurdo susto que le dieron los supuestos ladrones la noche que llegaron Hermy y Ursy, y sonrió con aquel recuerdo. Su
toupet
estaba a buen recaudo en una mesilla junto a la cama, pero no sintió ningún impulso especial de ponérselo y asegurarse de que aquel ruido no obedecía más que a la madrugadora partida de sus hermanas. Si hubiera estado en lugar de ellas, y se fuera a marchar al día siguiente, él habría preparado y empaquetado todo mucho antes de cenar, excepto la bolsa de mano, claro está, en la que llevaría los aditamentos de primera necesidad. Pero las queridas Hermy y Ursy eran muy desordenadas en su modo de hacer las cosas. Algún día colocaría unas campanillas en todas las contraventanas, como había decidido hacía un mes, y así ya no le molestaría nunca ningún ruido…

Al día siguiente la clase de yoga tenía que reunirse (inusualmente) a las diez, porque Pepino, que no se perdía ni una por nada del mundo, tenía previsto ir a pasar un día de pesca en el dichoso arroyo que iba a desembocar en el Avon, y quería salir alrededor de las once. Pepino había hecho grandes progresos últimamente, y tenía ciertos síntomas de extraños mareos cuando meditaba que resultaban altamente satisfactorios.

Georgie desayunó con sus hermanas a las ocho (lo habían convencido para que las llevara en su coche hasta Brinton), y cuando se fueron, Foljambe le informó de que la criada tenía dolor de garganta y que no había «hecho» el salón. Foljambe dijo que ella misma lo «haría» cuando hubiera terminado de arreglar arriba las habitaciones de las jóvenes señoritas (hubo un tonillo de desprecio en aquellas palabras), así que Georgie se sentó en el alféizar de la ventana del comedor y pensó cuán agradable era la tranquilidad y el silencio que reinaban en el pueblo. Pero justo cuando era la hora de salir para The Hurst, con el fin de discutir con Lucía, antes de empezar la clase, los descubrimientos de la noche anterior, y tal vez para elaborar alguna estrategia que pudiera evitar futuros contratiempos, recordó que había dejado su pitillera en el salón (la bonita pitillera de zarzo con una pequeña turquesa en una esquinita), y fue a buscarla. La ventana estaba abierta, así que al parecer Foljambe acababa de entrar para ventilar la atmósfera que Hermy y Ursy habían contaminado de modo ininterrumpido la noche anterior con sus «pitillos», como ellas decían. Pero pronto se dio cuenta de que su cigarrera no estaba sobre la mesa, donde él pensaba que la había dejado. Miró alrededor, y se quedó petrificado.

La vitrina con sus tesoros no sólo estaba abierta, sino que alguien la había vaciado. Había desaparecido la cajita de rapé estilo Luis XVI, había desaparecido la miniatura de Karl Huth, había desaparecido la figurita de porcelana Bow, y también la pitillera Fabergé. Sólo la tacita cremera de juguete de la reina Ana estaba allí, y ante la ausencia de todo lo demás, el objeto le pareció, como sin duda le habría parecido al ladrón, indescriptiblemente insignificante.

Georgie emitió un pequeño gritito, bajo y quejumbroso, pero no se mesó los cabellos, por razones obvias. Luego hizo sonar la campanilla tres veces en rápida sucesión, lo cual era la señal para que Foljambe acudiera sin dilación, incluso aunque estuviera metida en el baño. Al fin llegó la camarera, con uno de aquellos espantosos jerséis de lana en la mano que Hermy solía dejarse olvidados.

—Sí, señor, ¿qué pasa? —preguntó con gesto nervioso, pues no podía recordar que Georgie hubiera hecho sonar jamás la campanilla tres veces seguidas, excepto en una ocasión, cuando la espina de un pescado se le clavó en la garganta, y otra vez, cuando se le anunció mediante una nota que la señorita Piggy planeaba ir a visitarlo y esperaba encontrarlo a solas.

A modo de respuesta, Georgie señaló con el dedo su vitrina de tesoros desvalijada.

—¡Desaparecido! ¡Robado! —dijo—. ¡Oh, Dios mío!

Y en aquel momento trascendental, casi metafísico, sonó el timbre del teléfono.

—Mira a ver quién es —le dijo desmayadamente a Foljambe, y se metió en el bolsillo la tacita cremera de juguete de la época de la reina Ana.

Foljambe regresó corriendo.

—La señora Lucas quiere que pase usted por su casa inmediatamente —dijo.

—¡No puedo! —dijo Georgie—. Debo quedarme aquí y llamar a la policía. ¡Nada debe tocarse!

Y apresuradamente volvió a colocar la cremera de juguete con precisión en la marca circular de terciopelo sobre la que hasta entonces había reposado.

—Sí, señor —asintió Foljambe, pero regresó sólo un instante después—. La señora Lucas le agradecería mucho que fuera inmediatamente —dijo—. Parece ser que ha habido un robo en su casa.

—¡Bueno, pues dile que ha habido otro en la mía! —replicó Georgie con aire irritado. Pero pronto su buen carácter, mezclado con una furiosa curiosidad, vino en su auxilio—. Bueno, mejor espera aquí, Foljambe; en este punto exacto —dijo señalando al suelo—. Y asegúrate de que nadie toca nada. Lo más probable es que llame a la policía desde The Hurst. Cuando lleguen, hazles pasar.

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