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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía (21 page)

BOOK: Reina Lucía
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—Foljambe lo sabe —dijo Georgie.

—Entonces dile que no diga ni una palabra de nada. Mientras tanto, pon algunas cosas viejas más en tu encantadora vitrina de los tesoros; más herencias familiares, quiero decir, y nadie lo notará. ¿Y tú, Daisy?

—Robert no está en casa —dijo, bastante dócilmente, pues había estado pensándoselo mejor—. Sólo lo sabe mi criada.

—Y cuando vuelva tu marido, ¿se dará cuenta de que falta el pichel? ¿Lo utilizáis muy a menudo?

—Como una vez cada diez años.

—Arriésgate entonces —dijo Lucía—. Simplemente dile a tu criada que no diga nada al respecto.

Se volvió encantadoramente modesta de nuevo.

—¡Muy bien! —dijo—. Eso sólo es una idea esbozada por mí; y ahora Pepino y Georgie pondrán sus sabios cerebros en acción, y nos dirán qué es lo que tenemos que hacer.

Eso se produjo del modo más sencillo: repitieron lo que Lucía había dicho, y ella los corregía si se equivocaban. Luego, una vez más, permaneció allí jugueteando con las borlas de su Túnica Magistral.

—Respecto a nuestros estudios —dijo—, yo, por mí, lamentaría abandonarlos por completo, porque me han beneficiado de un modo maravilloso, y creo que todos vosotros pensáis lo mismo que yo. Mirad a Georgie ahora: parece diez años más joven que hace un mes, y respecto a Daisy, ojalá pudiera yo entrar en trance como ella. ¿Y deberíamos abandonarlo todo así como así sólo porque el gurú de Daisy… porque el gurú ha recibido una llamada y se ha tenido que ir urgentemente? ¿Eh? Parecería como si no estuviéramos realmente implicados en lo que él nos enseñó, como si hubiera sido sólo la novedad de tener un… un brahmín entre nosotros lo que nos había atraído.

Lucía les sonrió con benevolencia a todos.

—Quizá descubramos, más pronto que tarde, que no podemos avanzar mucho por nosotros mismos —dijo—, y lo iremos abandonando poco a poco. Pero no lo abandonemos con un portazo. Desde luego, daré mi clase elemental esta tarde, como siempre —se detuvo—. Y con mi Túnica Magistral, como siempre —añadió.

9

E
l pescado que la señora Weston mandaba a buscar todas las semanas a Brinton, más que nada porque no le gustaba el aspecto del sucesor de la madre de Henry Luton, permanecía abandonado en la fuente, humeando. La señora, con el tenedor y la pala del pescado en la mano como respaldo a sus aspavientos, le repetía una y otra vez al coronel Boucher todos y cada uno de los pasos que la habían conducido a su asombroso descubrimiento.

—Fue justo el día de la fiesta en el jardín de la señora Lucas —dijo— cuando empecé a barruntarme algo, y puede usted estar seguro de que me lo guardé para mí, porque no soy de esas que van hablando por ahí antes de estar completamente seguras, pero, ahora mismo, si el primer ministro se me presentara aquí y me jurara de rodillas que no es cierto, no le creería. Bueno, pues como usted recordará, todos regresamos de nuevo a la fiesta de la señora Lucas alrededor de las seis y media, y que si una sombrilla que una se había olvidado, y que si un libro que otro quería pedir prestado y que si esto y lo otro; por lo que a mí respecta, era un libro entero sobre Venecia, y puedo asegurar que estoy interesadísima en él, pero aún no he tenido tiempo ni para echarle un vistazo… Bueno, pues como le decía: ¡allí estaba precisamente la señorita Bracely, que acababa de llegar!

La señora Weston tuvo que detenerse un instante, porque su criada Elizabeth Luton (que era prima de Henry) le tocó discretamente el codo con el cubreplatos de modo que no pudiera evitar recordarle que el coronel Boucher estaba aún esperando su tajada de platija. Mientras la señora Weston se la trinchaba, él repasó mentalmente a toda velocidad lo que al parecer eran los puntos principales de la historia hasta ese momento, pues todavía no se le había proporcionado ninguna clave que le permitiera desvelar en absoluto el propósito de aquel discurso preliminar. Supuso que se trataría del gurú, o quizá de la señorita Bracely. Recibió su ración de platija, y la señora Weston volvió a dejar en la fuente los utensilios de servir.

—Sería mejor que se sirviera, señora —dijo Elizabeth discretamente.

—Lo haré, pero déjame que te dé un buen consejo, Elizabeth. Sírvele al coronel un vaso de vino. ¡Borgoña! Esta tarde, cuando empezó a levantarse el fresco, me estaba preguntando si aún me quedarían una o dos botellas de ese viejo borgoña al que el señor Weston era tan aficionado. Pues bien, sí que tenía alguna. Las compraba en el preciso lugar donde se hacían, solía decir que no daba dolor de cabeza en absoluto, a no ser que estuvieras bebiéndolo durante toda la noche, claro. Él nunca tuvo un dolor de cabeza, porque lo más que bebía siempre era un par de vasos de vino, como mucho tres, así que no sé cómo sabía qué pasaba al estar bebiendo toda la noche. Pero era un magnífico catador de vinos. Así que le dije a Elizabeth: «Una botella de borgoña, Elizabeth». ¡Bueno!, pues lo que iba diciendo. Aquella noche me quedé un poco atrás para echarle otro vistazo al gurú, y coger mi libro, y cuando subía por la calle otra vez, ¿qué fue lo que vi, sino a la señorita Bracely entrando por el pequeño jardincito de acceso a Old Place? Estaba oscureciendo, ya lo sé, y mi vista no es como la de la señora Antrobus, pero le juro a usted que la vi perfectamente. Y si no fue al día siguiente, fue al otro, cuando empezaron a arreglar el tejado, y desde entonces ha habido fontaneros y pintores y tapiceros y furgones de muebles en la puerta, día y noche.

—¡Vaya… bueno… en fin…! —dijo el coronel—. Entonces, ¿quiere usted decir que es la señorita Bracely quien la ha comprado?

La señora Weston asintió con la cabeza, arriba y abajo.

—Le preguntaré a usted qué opina cuando se lo haya contado todo —dijo—. ¡Bueno!, pues lo que iba diciendo. Luego, un día, y si hoy estamos a viernes, debió de ser el jueves de hace quince días, aunque si hoy es jueves… llevo confundiendo el día desde esta mañana, y en estos casos no me vuelvo a ubicar hasta el día siguiente, así que hoy es jueves, pues entonces sería el miércoles de hace quince días, ya sabe, cuando el gurú se marchó tan repentinamente, y puedo decir con seguridad que no lo sentí demasiado, porque aquellas respiraciones suyas me mareaban muchísimo y, sin embargo, no quería abandonarlo del todo. Las dos hermanas del señor Georgie se fueron aquel mismo día, y a menudo me he preguntado si habría alguna conexión entre ambas circunstancias, porque fue extraño que esos dos sucesos se produjeran al mismo tiempo, y creo que todavía no lo sabemos todo a ese respecto…

El coronel Boucher comenzó a preguntarse si aquello no acabaría desembocando en el asunto del gurú después de todo y se sirvió media perdiz. Aquello tuvo el efecto de distraer completamente a la señora Weston.

—No —dijo la señora—. Insisto en que coja la perdiz entera. Son muy pequeñas, y ya me disgusté yo lo mío cuando las vi ahí todas desplumadas, pero un poco de jamón frío y unos postrecillos es todo lo que queda para cenar. Mary me preguntó si no iba a poner una tarta de manzana también, pero yo le dije: «No: el coronel ni se acercará a los dulces, pero sin duda se comerá una perdiz, una perdiz entera», dije yo, «y ya verá cómo no se queja de la cena». ¡Bueno!, pues lo que iba diciendo. El día que se fueron todos, no importa cuáles fueran las razones de cada uno, estaba yo sentada en mi silla enfrente del Arms cuando de la puerta salió disparado el propietario seguido por dos hombres cargando con el escaño que estaba a la derecha de la chimenea, en el vestíbulo, ya sabe. Así que le dije: «Vaya, señor mío, ¿quién ha encargado esta pieza tan hermosa?», pues era hermosa de verdad, con todos los reposabrazos tallados. Y él me dijo: «Buenos días, señora»… no, no, sería «Buenas tardes, señora»… «Esto es para la señorita…». Y luego se paró en seco y rectificó: «Para el señor Pillson».

La señora Weston engulló en rápida sucesión una gran cantidad de bocados de perdiz. Y continuó en cuanto le fue posible.

—Así que tal vez pueda decirme usted dónde está el escaño en estos momentos, si era para el señor Georgie —dijo la señora—. Yo estuve en su casa hace sólo dos días y desde luego no estaba en su vestíbulo, ni en su comedor ni en su salón, pues aunque había introducido algunos cambios en la casa, el escaño no era uno de ellos. Era su vitrina de tesoritos la que había cambiado. La caja de rapé había desaparecido, y la pitillera también, y la figurita de porcelana Bow, y en su lugar había una cucharilla de mango fino que solía tener en la mesa del comedor, y de la que hizo mil elogios, y una figurita de porcelana de Worcester que solía tener en la repisa de la chimenea, y una cigarrera distinta, y un monedero de cuentas. No sé de dónde procede toda esa chatarra, pero, si la ha heredado, no se puede decir que haya heredado mucho esta vez. Yo calculo que todo el conjunto valdrá cinco chelines. Pero no había ningún escaño, ni en la vitrina de tesoros ni fuera, y si quiere usted saber dónde está el escaño, está en Old Place, porque lo vi yo con mis propios ojos, cuando la puerta se abrió y yo pasaba por delante. Lo compró él… el señor Georgie, por encargo de la señorita Bracely, a menos que usted crea que el señor Georgie vaya a mudarse a Old Place y precisamente esa vaya a ser su próxima casa. No: es la señorita Bracely la que va a ir a vivir a Old Place, y eso explica las palabras del propietario del Arms: «Es para la
señorita
…», y luego se paró en seco. Por alguna razón, y me atrevería a decir que no me equivoco demasiado, ahora puedo apostar mi alma por ello, quiere mantenerlo en secreto, y sólo el señor Georgie y el propietario del Arms lo saben. Por supuesto, éste tiene que mantener el secreto, porque Old Place es suya, y ojalá la hubiera comprado yo, porque me consta que él se la quedó por una miseria.

—Vaya, por Júpiter: ¡ha atado usted cabos de un modo asombroso! —dijo el coronel Boucher.

—Espere, espere un poco —dijo la señora Weston, ascendiendo hacia el clímax—. Hoy mismo, cuando Mary, que es mi cocinera, volvía de Brinton con esa pieza de platija que hemos estado cenando, porque no tenían ni una pizca de rodaballo, que es lo que yo quería, había un tren de carga en la estación de Riseholme, y acababan de sacar de él un cajón que no podría contener más que un piano de cola. Y por si eso no le parece suficiente, coronel, había también dos grandes baúles de ropa, que creo yo que serían de ropa blanca, pues venían atados con cuerdas, y cada uno tenía que ser cargado entre dos hombres, según dijo Mary, y no hay nada tan pesado como la ropa blanca adecuadamente embalada, a menos, claro está, que fuera plata, y tenían escrito en negro… no, sería en blanco, porque los baúles de ropa eran negros… tenían escritas dos iniciales: O. B. ¡Y si puede usted encontrar alguna otra O. B. en Riseholme, estaré dispuesta a pensar que he perdido la cabeza!

En ese momento de clímax supremo, el timbre del teléfono sonó en el vestíbulo, chirriando con aquel sonido estridente de nueces rompiéndose, y luego entró Elizabeth con el recado de que el señor Georgie quería saber si podía pasarse por allí al cabo de un cuarto de hora para charlar un rato. Si hubiera sido la mismísima Olga Bracely en persona, difícilmente habría sido mejor recibida; la virtud (la virtud de la observación y la deducción) iba a recibir su inmediata recompensa.

—Encantada: dile que estaré encantada, Elizabeth —dijo la señora Weston—, y ahora, coronel, ¿por qué se va a quedar usted sentado aquí solo, y yo a mi vez voy a estar completamente sola en el salón?
[35]
Tráigase el decantador y su vaso, y me servirá medio vaso a mí también, y si no puede usted imaginarse cuál será la primera pregunta que le haré al señor Georgie, bueno…

Georgie se apresuró a aprovecharse de aquella hospitalidad, porque estaba a punto de reventar con la noticia más importante desde la noche de los ladrones, y, en aquella ocasión, la ventaja de que disponía se había echado a perder por el hecho de que las únicas dos personas que tenían que saberlo también habían sido saqueadas. Pero ese día había obtenido permiso para poder hacer público que Olga iba a llegar a Old Place, pues el señor Shuttleworth había sido informado ya de la adquisición y posterior amueblamiento de la casa, y, tal y como se esperaba, le habían instado a que se la regalase a su mujer, un presente realmente magnífico. Así que ahora todo Riseholme podía saber también la buena nueva, y Georgie, tan veloz como un Hermes, si no más raudo, se dirigió a casa de la señora Weston con el fin de cumplir su apasionante cometido. También era una especie de expedición de castigo, tal y como realmente lo veía —y disfrutaba— Georgie, porque Lucía había estado toda aquella semana bastante altanera y fría con él, por culpa de su rotunda negativa a contarle quién era el comprador de Old Place. Él había admitido saberlo, pero dijo que había prometido no revelarlo, a menos que le dieran permiso, y esa había sido la razón de la altanería de Lucía. En realidad, se había puesto tan insoportable que cuando Georgie la telefoneó, inmediatamente antes de llamar a la señora Weston, para preguntarle si podía pasar su
après-dîner
en su casa, con toda la intención de contarle la gran noticia, Lucía le había replicado —a través de la camarera— que estaba muy ocupada con el piano. Pues muy bien: si prefería el segundo y el tercer movimientos de la sonata
Claro de luna
, a los que tan seriamente se había entregado, a la compañía de Georgie, pues vale, se mudaría con sus grandes noticias a otra parte. Pero decidió no sacar a relucir tal circunstancia de inmediato: ese tipo de cosas debían callarse hasta el momento en que llegara la hora de irse. Entonces lo soltaría todo de sopetón, y podría abandonar la casa de la señora Weston triunfalmente.

Había llevado una preciosa pieza de bordado con la que entretenerse, porque su labor había caído en el más triste abandono durante el mes de agosto. Y se sentó cómodamente junto a la luz, así que, a expensas de cansar un poquito la vista, no necesitó ponerse las gafas.

—¿Alguna novedad? —preguntó Georgie, de acuerdo con la fórmula invariable.

La señora Weston cruzó una mirada con el coronel. No tenía intención de plantear su tremebundo interrogatorio en ese preciso momento.

—Pobre señora Antrobus. ¡Dolor de muelas! —dijo la señora—. Estaba en el boticario esta mañana, ¿y quién dirían que entró, sino la señorita Piggy? Y quería un frasquito de láudano y tuvo que decir para qué era, y aun así, luego tuvo que firmar un papel. Muy desagradable, me parece a mí, verse obligada a hacerle saber al boticario que tu madre está aquejada de un dolor de muelas. Pero así fueron las cosas: o se lo decía o se iba sin el láudano. Yo no sé si el señor Doubleday no estaba preguntando más de lo que debía, excediéndose en su curiosidad, porque no veo yo qué le importaba a él para qué quería el láudano la señora Antrobus. Yo sé lo que habría hecho si hubiera sido la señorita Piggy. Le habría dicho: «Oh, señor Doubleday, lo quiero para hacer
tortitas
de láudano; como sabrá, a nosotras nos encantan las
tortitas
de láudano». Alguna cosa ácida y sarcástica de ese tipo, para ponerlo en su sitio. Pero supongo que el láudano le debió de sentar bien a la señora Antrobus, porque esta tarde estaba en la plaza, y no tenía la cara hinchada, pude verlo perfectamente. Oh, y por cierto, había algo que quería preguntarle, señor Georgie, lo tenía en la punta de la lengua hace un momento. Hemos hablado de ello en la cena, el coronel y yo, mientras estábamos comiéndonos las perdices, y yo pensé: «Seguro que el señor Georgie puede darnos una respuesta», ¡y no acababa yo de terminar la frase cuando entonces va usted y llama por teléfono! Me pareció absolutamente providencial. Pero, ¿de qué me sirve, si no puedo recordar lo que quería preguntarle?

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