Authors: Doris Lessing
El sol se puso tras las piedras apiladas y entonces el claro quedó sumido en una luz fría y gastada, rodeado por los árboles negros y las piedras negras, esperando la lluvia y la noche. Los escarabajos estaban de nuevo en la montaña. Sostenían la pelota entre las patas, se agarraban a los líquenes, se asían a la pared de la roca y a su tesoro con la desesperación propia de la estupidez.
Cuando desapareció aquel brillo rojizo, pudieron ver con más claridad. Resultaba difícil imaginar el planeta perfecto y brillante que había sido la pelota; ya no era más que un pedazo de deshechos. Resonó un trueno. La hierba silbó y se cimbreó, movida por una ráfaga que llegó veloz del cielo. El viento golpeó la pelota de bosta, que cayó a un lado sobre un trozo de hierba polvorienta, y los escarabajos salieron disparados en su busca por la superficie de la roca.
La lluvia desfiló hacia nosotros y llegó a las piedras con su envoltura de humedad. Las grandes gotas brillantes, avanzadilla del ejército de la lluvia, alcanzaron a los escarabajos que se habían escondido bajo el precipicio por el que, al día siguiente, cuando hubiera cesado de llover y llegara el ganado a pastar y saliera el sol, se pondrían a trabajar de nuevo y tendrían una pelota de bosta fresca.
(The Story of Two Dogs)
Conseguir un perro nuevo resultó más difícil de lo que creíamos, por razones muy enraizadas en la naturaleza de nuestra familia. Pues, a primera vista, nada podía ser más fácil que encontrar un perrito después de decidir: «Jock necesita un cachorro; si no se pasará la vida con esos perros sucios de los africanos en los barracones». Todas las granjas del distrito tenían perras que parían cachorros bien deseables. En todos los barracones había bestias miserables que pasaban hambre para que fueran buenos perros de caza para sus dueños, ansiosos de carne; sin embargo, a menudo los cachorros de aquellas bestias famélicas del mundo de las chozas de barro se criaban en las casas de los blancos y no salían malos. Jacob, nuestro constructor, se enteró de que queríamos otro perro y apareció con un cachorro animoso sujeto por un pedazo de cuerda. Lo rechazamos con delicadeza. Aquella cosita flaca y comida por las pulgas no era suficiente para Jock, dijo mi madre; aunque nosotros, los niños, estuviéramos encantados de quedárnoslo.
El propio Jock era mestizo, mezcla de alsaciano, ridgeback de Rodhesia y alguna otra raza –¿terrier?–, que le aportaba unas orejas demasiado hirsutas y pequeñas encima de su larga cara melancólica. En resumen, su aspecto no invitaba a ufanarse: todas sus cualidades eran intrínsecas, o conferidas por mi madre, que había entregado su corazón a ese animal cuando mi hermano se fue al internado.
En teoría, Jock era el perro de mi hermano. De todas formas, ¿por qué regalarle un perro a un muchacho en esa época en que se va al internado y pasa dos tercios del año fuera de casa? De hecho, el perro de mi hermano era su sustituto; y mi pobre madre, que siempre tenía a sus hijos aprendiendo fuera de casa porque éramos granjeros y los hijos de los granjeros no tienen más opción que ir a la ciudad para aprender, mi pobre madre, acariciaba las orejas de Jock, demasiado pequeñas, pero inteligentes, y entonaba: «¡Vamos, Jock! ¡Vamos, viejo! Así, buen perro, sí, eres un buen perro, Jock, eres un perro muy bueno...», mientras mi padre, incómodo, se quejaba:
–Por el amor de dios, chiquilla, lo vas a arruinar, no es un perrito faldero, no es una mascota, es el perro de una granja.
Mi madre no contestaba, pero ponía aquella cara tan familiar de sufrimiento incomprendido y la agachaba para que la oscilante lengua roja pudiera tocar su mejilla, y luego le cantaba: «Entonces, pobrecito el viejo Jock, sí, eres un pobre perro viejo, no eres un rudo perro de granja, eres un perro bueno, no eres fuerte, no, eres delicado».
Al oír esa última palabra, protestaba mi hermano; protestaba mi padre; también lo hacía yo. Todos, cada uno a su manera, nos habíamos negado a ser «delicados»; habíamos huido de la «delicadeza» y deseábamos rescatar a un perro joven, perfectamente fuerte y sano, para que no lo convirtieran en un inválido, como nos había ocurrido a todos en momentos distintos. Además, por supuesto, a todos (lo sabíamos y nos sentíamos culpables por ello) nos complacía en secreto que Jock absorbiera la fuerza de la patética necesidad que mi madre sentía de tener algo «delicado» para cuidarlo y protegerlo.
Sin embargo, en todo aquel asunto había algo que implicaba un reproche para nosotros. Cuando mi madre agachaba su triste cara hacia el animal, lo acariciaba con sus bellas manos blancas, tan delgadas que los anillos le iban grandes, y decía: «Así, buen perro, sí, Jock, estás hecho un caballero»... Bueno, en todo eso había algo que nos hacía, a mi padre, a mi hermano y a mí, explotar de furia, o llevarnos a Jock y soltarlo para que corriera por la granja como el joven bruto que era, o irnos nosotros definitivamente para no tener que oír la horrible intensidad del anhelo en su voz. Porque la presencia de aquel tono era culpa nuestra por entero; si nos hubiéramos permitido ser delicados, o buenos, o incluso caballeros y damas, no hubiera hecho ninguna falta que Jock se sentara entre las rodillas de mi madre, con su noble cabeza en el regazo mientras ella lo acariciaba, anhelaba y sufría.
Fue mi padre quien decidió que necesitábamos otro perro por la explícita razón de que en caso contrario Jock se convertiría en un «mariquita». (Al oír esta palabra, recuerdo de cientos de batallas anteriores, mi hermano se sonrojaba, se ponía huraño y salía corriendo de la habitación.) Mi madre no quiso saber nada de un segundo perro hasta que Jock empezó a escabullirse de la granja para jugar con los perros africanos. «Ah, eres un perro malo, Jock –le decía apenada–, te vas a jugar con esos perros sucios y desagradables. ¡Cómo puedes hacerme esto!». Y él, juguetón, pero apenado por la agonía del remordimiento, le lamía la cara y le daba mordisquitos cariñosos, mientras ella agachaba su cuerpo entero, inevitablemente traicionado, y canturreaba: «Cómo me haces esto, oh, Jock, cómo puedes hacerme esto».
Así que hacía falta un cachorro nuevo. Y como Jock era (en el fondo, pese a su lapsus temporal) noble, generoso, y sobre todo bien criado, su compañero debía poseer también dichas cualidades. ¿Qué perro, en todo el mundo, iba a resultar suficientemente bueno? Mi madre rechazó una docena de cachorros; pero Jock seguía escapándose a los barracones y regresaba a hurtadillas para mirarla a los ojos con pena. El cachorro nuevo iba a ser para mí. Eso lo decidí yo: si mi hermano tenía un perro, era justo que yo también tuviera uno. Si no lo reclamé con la suficiente fuerza, se debió a que se trataba tan sólo de una justicia abstracta. El asunto era que yo no quería un perro bueno, noble y bien criado. No sabía lo que quería, pero la idea de un perro de esa clase me aburría. Así que me alegraba de que mi madre rechazara aquellos cachorros, siempre y cuando ella concentrara sus terribles energías maternales en Jock, y no en mí.
Entonces la familia emprendió una de sus largas visitas a alguna parte del país, conduciendo de una granja a la siguiente para pasar allí la noche, o el día, o para comer con algunos amigos. En aquel sitio nos invitaron a pasar el fin de semana. Un primo lejano de mi padre, un «hombre de Norfolk» (mi padre era de Essex) se había casado con una mujer que, en la guerra (primera guerra mundial), había hecho de enfermera con mi madre. Ahora vivían en una casa pequeña, de ladrillo visto y hierro, rodeada de montes bajos de granito que emergían por todas partes entre la espesura de los matorrales. Nunca había conocido a nadie que viviera tan aislado, a unos cien kilómetros de la estación de tren más cercana. Según mi padre, «no se compenetraban», porque se pasaron el fin de semana peleando, o enviándose a pasear. En cualquier caso, tardé mucho tiempo en pensar en el pathos de aquellos dos, que vivían solos en una vivienda minúscula en medio del monte y «no se compenetraban»; porque ese fin de semana yo estaba enamorada.
Cuando llegamos ya era de noche, hacia las ocho, y una luna ya casi llena flotaba, pesada y amarilla, sobre el agreste monte, tachonado de rocas de granito. Alrededor, la maleza era oscura, baja y silenciosa, salvo por el incesante estruendo de los grillos. El coche se detuvo ante una estructura de ladrillo que parecía una caja, en cuyo tejado de hierro destellaba la luna. Al pararse el motor se infló el sonido de los grillos, el frío de la luz de la luna nos trajo una fragancia fresca a la cara y sonó un ladrido salvaje. Al instante, un objeto negro y agitado dobló la esquina de la casa, se lanzó hacia el coche, cambió de dirección cuando estaba a punto de tocarlo y pasó volando de nuevo y, cuando volvió a desaparecer detrás de la casa, dejó en nuestros oídos, o al menos en los míos, la estela de sus ladridos agudos y delirantes.
–No le hagáis caso al perro –dijo nuestro anfitrión, el hombre de Norfolk–. Lleva toda la semana mirando la luna cada noche como un loco.
Entramos en la casa, nos dieron de cenar, nos cuidaron; me enviaron a la cama para que los mayores pudieran hablar libremente. Los ladridos agudos y alocados no cesaron ni un momento. Desde mi pequeña habitación se veía una zona de arena blanca que reflejaba la luna entre la casa y los edificios de la granja y por allí pasaba volando el cachorro salvaje, enloquecido por la alegría de vivir, o por la luz de la luna, deambulando de un lado a otro, dando vueltas, lanzando bocados a su propia sombra negra y tropezando con sus patas torpes como una polilla aturdida en torno a la llama de una vela, o como... Como nada que haya vuelto a ver u oír jamás.
La luna, grande, remota y suave, permanecía sobre los árboles, la arena blanca y vacía, la casa, con los desgraciados humanos que la habitaban, y un perrito loco que ladraba y corría en alas de su gozoso y embriagado delirio. Aquél era, por supuesto, mi cachorro. Cuando el señor Barnes salió a la parte delantera de la casa diciendo: «Venga, vamos, ven aquí, lunático...», cuando al fin casi se lanzó sobre la loca criatura para levantarla en sus brazos aunque no dejara de ladrar, de retorcerse y agitarse como un pez, para poderla llevar a la caja de embalaje que hacía las veces de perrera, yo decía ya, angustiado como una madre cuando ve a su hijo en manos de un extraño: «Eh, con cuidado, con cuidado, que ese perro es mío».
Al día siguiente, después de desayunar, visité la caja de embalaje. La madera blanca rezumaba una resina de olor penetrante bajo el calor del sol y por la parte delantera se derramaba la suave paja amarilla. Tumbada encima de la paja había una hermosa perra negra y grande con las patas delanteras estiradas y la cabeza apoyada en ellas. A su lado, un cachorro de pintas descansaba acostado sobre la barriga, totalmente despatarrado, los ojos en blanco, tan poseído por el calor, la comida y la pereza como lo había estado la noche anterior por el ajetreo del movimiento. Una costra de pasta de maíz se secaba en sus negros labios brillantes, ligeramente estirados para mostrar una dentadura de leche perfecta. La madre no le quitaba ojo de encima, pero el sueño y el calor aplacaban su orgullo.
Entré en la casa para anunciarme como propietario espiritual del cachorro. Estaban sentados a la mesa del desayuno. El hombre de Norfolk intercambiaba recuerdos de infancia con mi padre (compartían el espacio, pero no el tiempo). Su mujer, con los ojos rojos todavía por el llanto que había seguido a una discusión nocturna, cotilleaba con mi madre acerca de los distintos hospitales de Londres en los que habían administrado sus cuidados a los heridos de guerra (al parecer, con gran disfrute).
Mi madre contestó de inmediato:
–Ay, cariño, no, ese cachorro no, ¿no lo viste anoche? No conseguiremos educarlo.
El hombre de Norfolk dijo que estaría encantado si me lo quedaba.
Mi padre dijo que no le parecía que al perro le pasara nada, lo único que importaba era que estuviera sano; mi madre bajó la mirada con gesto lúgubre y se quedó sentada en silencio.
La esposa del hombre de Norfolk dijo que no podía soportar la idea de separarse de aquel perrito tonto, sabe Dios los pocos placeres que había en su vida.
Como no me resultaba extraña la atmósfera de la gente que nunca está de acuerdo, no me hizo falta saber por qué discrepaban, ni de qué modo, ni qué críticas pudieran emitir sobre mi cachorro. Yo sólo sabía que la lógica interna terminaría funcionando y que el cachorro sería mío. Dejé a aquellos cuatro para que pusieran de manifiesto sus diferencias al respecto del perrito y me fui a adorar al animal, sentado ahora en una sombra junto a aquella caja que olía a madera dulce; el pellejo del costado manchado a pintas brillaba, lleno de rastros húmedos de la cuidadosa lengua de la madre. Su propia lengua rosada asomaba absurdamente entre los dientes blancos, como si fuera demasiado descuidado, o torpe, para recogerla en el lugar adecuado, bajo un paladar también rosado y húmedo. Sus hermosos ojos marrones, como botoncitos... Bueno, basta: era un cachorro mestizo normal y corriente.
Luego fui a la casa para ver cómo iba la batalla: obviamente, mi madre había vencido a mi padre para su causa, pues éste dijo que le parecía más sensato no quedarse con el perro: «¿Sabes qué?, se le nota la mala sangre».
La mala sangre venía del padre, cuya historia estimuló mi imaginación de catorce años. Como en aquel distrito había mucho monte apenas habitado, lleno de animales salvajes, incluso leopardos y leones, los cuatro policías de la comisaría de la estación tenían más trabajo que en las cercanías de la ciudad; por eso habían comprado media docena de perros grandes para: (a) aterrorizar a los posibles ladrones que merodeasen la propia comisaría, y (b) rodearse de un aura de salvajismo animal controlado. Porque los perros estaban entrenados para matar si era necesario. Uno de ellos, un ridgeback grande, se había «vuelto loco». Se había soltado de la correa en la comisaría y se había escapado al monte, donde se mantenía a base de ciervos pequeños, liebres, pájaros, e incluso robaba los pollos de los granjeros. Ese perro, cuya figura orgullosa y solitaria resultaba familiar a los granjeros desde hacía años en las noches de luna llena, o en los grises amaneceres y crepúsculos, ese perro que se alejaba del calor y la amistad de los humanos, se había llevado a Stella, la madre de mi cachorro, durante una semana para cazar y hacer deporte. Simplemente, ella se largó con él una mañana. Los Barnes la vieron irse, la llamaron y ella ni siquiera volvió la vista atrás. Al cabo de una semana regresó a casa al amanecer y soltó un aullido grave junto a la puerta de su habitación, que significaba: «Estoy en casa». Se despertaron y vieron a su errante Stella, de pie bajo la pálida luz de la luna, con el morro apuntado hacia fuera, hacia un perro enorme y fuerte que parecía señalarla con su cola, apenas agitada, antes de desaparecer entre los matorrales. El señor Barnes le disparó unos cuantos tiros inútilmente. Luego los dos riñeron a Stella, quien a su debido tiempo parió siete cachorros con todas las combinaciones posibles de negro, marrón y dorado. Ella tampoco era de pura raza precisamente, aunque sus dueños creían que sí, o que al menos debía serlo, no en vano era su perra. La noche en que nacieron los cachorros, el hombre de Norfolk y su esposa oyeron un triste gemido, o un grito, y se levantaron de la cama para ver al perro salvaje de la policía con la cabeza gacha ante la puerta de la caja de embalaje. Todo el monte estaba invadido por la luz del amanecer, entre el rosa y el oro, y parecía que una aureola dorada rodeara al perro. Stella emitía un sonido a medio camino entre el gemido y el gruñido para mostrar su bienvenida, o su protesta, o su miedo ante su poderosa reaparición, ante el entrometido hocico, tan cercano a sus siete cachorros indefensos. Los Barnes lo llamaron y el perro volvió su cabeza de forajido hacia la ventana, en la que permanecían juntos con sus pijamas de rayas y de seda rosa bordada. El perro volvió a meter la cabeza en la caja y aulló y aulló, un sonido salvaje que les puso la piel de gallina, o eso decían; sin embargo, yo no lo entendí hasta que pasaron años y Bill, el cachorro, se «volvió loco» y lo vi un día encima de un hormiguero aullando el dolor de su anhelo a quien lo escuchara en un mundo vacío.