Authors: Doris Lessing
Habíamos llegado a tal extremo que si de verdad queríamos cazar algo, o contemplar algún animal, o dar siquiera un paseo entre los matorrales sin que en muchos kilómetros a la redonda hubieran desaparecido todos los animales, asustados por los perros, teníamos que atarlos antes de salir, ignorando sus gemidos y sus aullidos. Aun así, si salíamos demasiado pronto, nos seguían. Una vez, después de caminar unos diez kilómetros en una agradable excursión matinal hacia las montañas, llegaron los perros, jadeantes, felices, lamiendo con sus húmedas lenguas rosadas nuestras rodillas y nuestros antebrazos para expresar su enorme alegría de habernos encontrado. Dedicaron un momento a lamernos y a menear el rabo y luego desaparecieron y no volvieron a casa hasta la noche. Estábamos preocupados. No se había visto que se fueran solos tan lejos. Comentamos que sería fatal que se acostumbraran a ir a otras granjas, o incluso a otros gallineros. Era demasiado tarde. Ya no tenían edad de aprender. O los manteníamos permanentemente atados con las correas a los árboles cercanos a la casa –cosa que para esa clase de perros era peor que la muerte– o los dejábamos correr en libertad y asumir las consecuencias.
Cuando recibíamos noticias de los perros en las cartas que nos enviaban desde casa, eran cada vez peores. Mi hermano y yo, en nuestros respectivos internados, donde se suponía que nos forjábamos en la disciplina, el orden y la fortaleza de carácter, leíamos: «Los perros se escaparon toda la noche y no regresaron hasta la hora de comer». «Jock y Bill se han pasado tres días y tres noches en el monte. Acaban de llegar, agotados.» «Parece que esta vez los perros mataron alguna bestia y luego se quedaron a su lado como animales salvajes, porque regresaron a casa tan atiborrados que no quisieron comer nada, se limitaron a beber mucha agua y después se durmieron como criaturas...» «Ayer llamó el señor Daly para decir que había visto a Jock y Bill cazando en la colina que queda detrás de su casa. Perseguían a sus bueyes. Les tuvimos que dar una paliza cuando volvieron a casa porque, si no aprenden, cualquiera de estas noches oscuras alguien les pegará un tiro...»
Cuando volvimos a casa para pasar las vacaciones, los perros no estaban. Ya llevaban fuera casi una semana entera. Pero, según nos halagaba creer, olieron nuestro regreso y volvieron trotando alegremente juntos por la colina, a la luz de la luna, dos pequeñas figuras negras que se desplazaban junto a las formas también negras de sus sombras, con los ojos rojos relucientes cada vez que los iluminaba la luz de un relámpago. A mi hermano y a mí nos recibieron con bastante afecto, pero en seguida se fueron a dormir. Nos dijimos que nos veían como criaturas parecidas a ellos porque también salíamos en largas y excitantes cacerías; sin embargo, sabíamos que eso era una tontería sentimental, creada para eliminar el dolor que nos causaba ver lo poco que importábamos a nuestros animales, nuestros perros. Aquella noche –o mejor dicho, al alba siguiente– se fueron de nuevo. Regresaron al cabo de una semana. Traían un olor repugnante: habrían estado persiguiendo algún zorrillo, o un gato montés. Tenían el pelaje sembrado de hierbitas y la piel apelmazada de garrapatas. Bebieron mucha agua, pero rechazaron la comida: sus alientos apestaban a carne.
Se tumbaron a dormir y permanecieron quietos mientras nosotros –ocupándonos cada uno de un animal, con el peso de sus cabezas adormecidas en nuestros regazos– les quitábamos las garrapatas, hierbas y cortezas. Bill tenía en una zarpa una raja endurecida y pensé que sería una antigua cicatriz. Cuando se la toqué, gimió sin dejar de dormir. Era de una cinta de hierba trenzada, como las que usan los africanos para atrapar pájaros. Por suerte, se le había caído.
–Sí –dijo mi padre–, así acabarán los dos, morirán en una trampa y se lo tienen merecido. No sentiré la menor pena por ellos.
Nos entró miedo y decidimos encerrarlos un día entero; pero no pudimos soportar su pena y los soltamos.
Siempre estábamos esquivando toda clase de trampas. Para los antílopes grandes –las martas, los eland, los koodo– los africanos cruzaban un arbusto en el camino, lo sostenían con una cuerda ligera y le enganchaban un punzón de alambre grueso de las verjas. Para los pequeños hacían trampas bajas con pinchos de alambre fino de embalar o con fibra de árbol trenzada. En las esquinas de los campos cultivados, o en los bordes de las charcas, donde solían acudir a alimentarse los pájaros y las liebres, siembre había motones de trampillas bajo la hierba, y a menudo cada una de ellas contenía un clavo de hierba trenzada. A veces pasábamos días enteros destruyendo esas trampas.
Para entretener a los perros, nos dio por caminar kilómetros cada día. Nosotros terminábamos exhaustos, pero ellos no, así que seguían escapándose por la noche. Luego empezamos a salir en bicicleta a la mayor velocidad posible por los burdos caminos de la granja y los perros nos seguían dando saltos. Nos agotábamos en el esfuerzo por complacer a Jock y Bill, dando por hecho que ellos sabían lo que hacíamos y nos seguían la corriente. Pero seguimos haciéndolo. Una vez, al final de un claro vimos el esqueleto de un animal grande colgado de un lazo. Algún africano se había olvidado de visitar sus trampas. Le mostramos el esqueleto a Jock y a Bill, hablamos con ellos, les advertimos y amenazamos, y casi llegamos a las lágrimas porque el lenguaje humano no es igual que el de los perros. Ellos se pusieron a olisquear los huesos, nos soltaron un par de ladridos que interpretamos como de pura educación y se volvieron a largar entre los matorrales.
Ya de nuevo en el colegio nos enteramos de que se habían vuelto casi completamente salvajes. A veces iban a casa para comer algo, o para pasarse un día entero durmiendo, y «usaban la casa –según las quejas de mi madre– como si fuera un hotel».
Entonces nos golpeó el azar, adoptando la forma de una trampa para antílopes.
Una noche, muy tarde, oímos unos gemidos y salimos a recibir a los perros. Se iban arrastrando hacia la puerta delantera, con las panzas casi pegadas al suelo. Sus costillas sobresalían, les brillaba el pelaje y en sus ojos había un fulgor insano. Se echaron sobre la comida que les dimos; estaban muertos de hambre. Entonces vimos en el cuello de Jock, que se agachaba sobre el cuenco de la comida, una explicación: un grueso pedazo de alambre. No era un trozo sólido, sino una trenza hecha con una docena de hilillos finos retorcidos, cortada a mordiscos en la zona del cuello. Examinamos la boca de Bill: debía de haberle costado mucho rato morder aquel alambre, tal vez un día entero. Tenía las encías y los labios rasgados y ensangrentados y la dentadura reducida a muñones, como si fuera un perro viejo. Si aquel alambre no llega a ser trenzado, Jock hubiera muerto en la trampa. De todos modos, parecía enfermo y tenía los pulmones afectados porque el cable casi lo había estrangulado. Bill no podía masticar con normalidad y comer le resultaba incómodo, como a un anciano. Se quedaron unas cuantas semanas como perros reformados, ladrando alrededor de la casa y comiendo con regularidad.
Luego volvieron a escaparse, pero volvían con más frecuencia que antes. Jock no tenía bien los pulmones: se tumbaba al sol, jadeando y resollando, como si quisiera darles descanso. En cuanto a Bill, sólo podía tragar comidas blandas. ¿Cómo se las arreglaban, entonces, cuando salían de cacería?
Una tarde estábamos cazando, a varios kilómetros de casa, y los vimos. Primero oímos aquellos ladridos familiares de excitación que se acercaban a nosotros desde unos tres kilómetros. Estábamos en una cañada grande, cubierta de alta hierba blanquecina que, al cimbrearse, trazaba una línea rápida y regular. Apareció una figura, un antílope pequeño difícil de distinguir hasta que estuvo cerca porque tenía el pelaje de un marrón casi rojo y en el valle había mucha hierba gruesa rosada, que bajo aquella luz tan fuerte adquiere un tono rojizo. Como se acercaba el crepúsculo, la hierba clara ya era casi invisible, mientras que la rosa flameaba y destellaba; el pelaje del antílope brillaba de rojo. De pronto, dio un respingo. ¿Nos había visto? No, era porque Jock, que estaba agachado entre la maleza para observar al animal, acababa de maniobrar. Tras él iba Bill, lanzado como si fuera un motor. Jock, que no podía correr tanto, estaba dirigiendo a la criatura hacia las mandíbulas abiertas de Bill. Vimos a Bill saltarle al cuello, tumbarlo y sostenerlo hasta que llegó Jock para matarlo: sus dientes ya no servían para eso.
Nos acercamos a saludarlos, aunque con reservas, pues parecía que aquellas dos criaturas gruñentes no nos conocieran y en sus ojos brillaba el salvajismo mientras se abalanzaban sobre el antílope muerto. O, mejor dicho, mientras Jock se abalanzaba sobre él. Antes de alejarnos vimos que Jock empujaba pedazos de carne caliente y humeante hacia Bill, quien de otro modo hubiera pasado mucha hambre.
Formaban un equipo de verdad; ninguno de los dos podía funcionar sin el otro. O eso creímos.
Sin embargo, pronto Jock se dedicó a vigilar los matorrales y cuando Bill se acercaba a él le lamía las orejas y la cara como si hubiera adoptado el papel de madre.
Una vez oí ladrar a Bill y salí a ver qué pasaba. La línea telefónica pasaba por una cañada cercana a la casa para llegar a la granja que había al otro lado de la colina. Los cables zumbaban, cantaban y vibraban. Bill estaba debajo y, aunque le quedaban a casi cinco metros, saltaba y ladraba: jugaba por pura exuberancia, como cuando era un cachorro. Sin embargo, esa vez me dio pena ver a aquel perro fuerte jugar solo mientras su amigo permanecía tumbado al sol resollando por sus pulmones lastimados.
¿De qué se alimentaba Bill en el monte? ¿Ratas, huevos de pájaros, lagartos, cualquier cosa que resultara suficientemente tierna? También eso daba pena, si uno pensaba en aquellos dos poderosos cazadores de los tiempos de gloria.
Pronto empezamos a recibir llamadas de los vecinos: ha aparecido Bill y se ha zampado la comida de nuestro perro... Bill parecía hambriento, así que le hemos dado de comer... Bill parece muy flaco, ¿no?... He visto a Bill cerca de mi gallinero. Lo siento, pero si se come los huevos...
Bill dejó preñada a una perra de buen pedigrí de una granja que quedaba a unos veinticinco kilómetros. Sus amos se enfadaron: Bill no era suficientemente bueno para ellos, y encima estaba la cuestión de su «mala sangre». Mataron todos los cachorros. Se pasaba el tiempo dando vueltas a la casa, a pesar de que le dieron alguna paliza e incluso llegaron a disparar tiros al aire para asustarlo. Nos preguntaban si podíamos hacer algo para mantenerlo en casa porque estaban hartos de tener que atar a su perra.
No, no podíamos hacer nada. Más bien, no queríamos hacer nada; porque cuando aparecía Bill trotando desde los matorrales para beberse lo que hubiera en el cuenco de Jock y tumbarse junto a él con los hocicos pegados... Bueno, podíamos haberlo cogido entonces para atarlo, pero no lo hacíamos. «De todas formas, no durará mucho», solía decir mi padre. Y mi madre le decía a Jock que era un perro sensato e inteligente; de nuevo le había dado por cantarle alabanzas a su carácter y a su naturaleza, como si no hubiera pasado ya años de gloria en el monte.
Fui a visitar al amo de la perra de Bill. La tenían atada a un poste del porche. Durante toda la noche nos molestó un aullido salvaje y triste que venía del monte, mientras ella gemía y daba tirones a la correa. Por la mañana, salí al caluroso silencio del monte y llamé a mi perro: «Bill, Bill, soy yo». Nada, ni un ruido. Me senté a la sombra en la pendiente de un hormiguero y esperé. Pronto apareció Bill, trotando entre los árboles. Estaba muy flaco. Parecía demacrado, tieso, débil: un viejo forajido temeroso de las trampas. Me vio, pero se detuvo a unos veinte metros. Subió la pendiente de otro hormiguero y se tumbó encima, bajo el sol, de modo que pude ver las ásperas peladuras que tenía en el pelaje. Nos quedamos sentados en silencio, mirándonos. Luego alzó la cabeza y soltó un aullido como los que suelen dedicar los perros a la luna llena, largos, terribles, solitarios. Sin embargo, era por la mañana, el sol lucía claro y tranquilo y no había misterio alguno en el monte. Se sentó y echó el corazón por la boca de aullido en aullido, señalando con el hocico hacia el lugar donde estaba atada su compañera. También nos llegaban los gemidos de ésta, y el tintineo de su collar metálico cada vez que se movía. No lo pude aguantar. Me daba escalofríos y noté cómo se me erizaba el vello de los brazos. Me acerqué a él y le rodeé el cuello con un brazo, tal como había hecho con su madre en aquella noche de luna llena antes de robarle aquel cachorro. Bill apoyó el morro en mi antebrazo y gimió, o más bien lloriqueó. Luego, lo alzó para aullar. «Por Dios, Bill, no hagas eso, no lo hagas, por favor, no sirve de nada, por favor, Bill, querido...» Pero siguió aullando hasta que de pronto dio un salto a medio aullido, como si su dolor fuera demasiado fuerte para permanecer sentado y me olisqueó, como si dijera: «Entonces eres tú, ¿no? Bueno, pues adiós». Luego volvió su loca cabeza hacia el monte y se fue trotando.
Al cabo de poco tiempo lo mataron de un tiro cuando salía de un gallinero a primera hora de la mañana, con el morro lleno de huevo.
A partir de entonces Jock estuvo muy solo. Se pasó los últimos años tumbado al sol, señalando con el hocico los kilómetros y kilómetros de monte entre nuestra casa y las montañas, donde había cazado con Bill durante tantos años. Ya era un perro viejo, tenía las patas rígidas y el pelaje seco, resollaba y jadeaba. A veces, por la noche, cuando se alzaba la luna, salía a aullar y nosotros decíamos: «Echa de menos a Bill». Jock volvía, se sentaba a los pies de mi madre y le apoyaba la cabeza en las rodillas para que se la acariciara. Ella solía decirle: «Pobre y viejo Jock, pobre perro viejo, ¿echas de menos a Bill, con lo malo que era?».
A veces, si estaba echando una cabezada, se levantaba de golpe, salía al trote con sus viejas patas tiesas, pasaba ante la casa y las barracas, olisqueaba por todas partes con ansiedad y gemía. Luego se quedaba de pie, quieto, con una pata levantada, igual que cuando era joven, y miraba fijamente hacia el monte, sin dejar de gimotear. Entonces, decíamos: «Habrá soñado que estaba cazando con Bill».
Enfermó. Apenas podía respirar. Lo llevamos en brazos colina abajo hasta el monte y mi madre lo acarició y le dio palmadas mientras mi padre le apoyaba el cañón del arma en la nuca y disparaba.
(A Letter from Home)
... Ja, pero esta vez no te escribo por eso. Me preguntabas por Dick. ¿Estás preocupada por él? ¡Vaya! Pues le han concedido una beca de poesía de una universidad de Texas y está dando conferencias a los tejanos sobre literatura y vida en Suid Afrika, lo que tú llamas Sudáfrica (perdón por la hostilidad) y sus poemas se leen allá donde se lea poseía inglesa, o eso me cuenta. No está mal, hombre, pero he pensado que será mejor que te hable de Johannes Potgieter, ¿te acuerdas de él? ¿Recuerdas al poeta joven, al Poeta Joven? Estaba por aquí cuando viniste aquel invierno, no me digas que has olvidado aquellos ojos marrones que se derretían, y aquellos hoyuelos. Hace unos diez años (ja, el tiempo vuela) le dieron una especie de chollo de trabajo no oficial en la universidad de St– por la calidad de sus poemas, hay que ver lo buenos que eran. Aunque tú y todos los demás tontorrones que habláis inglés no os enteráis, porque nadie traduce el afrikáans. Recuerda que te conté, a ti y a todos los demás (concédeme al menos el crédito de que soy capaz de reconocer incluso los méritos del diablo, si es un buen poeta) lo bueno que era, era un maldito gran poeta. Lo que pasa es que unos cuantos, empezando por mí, intentamos traducir los poemas de Hans y fracasamos. Tal cual. Vale. Mientras tanto, un tercio de la población, o una quinta parte si prefieres, o –por decirlo de otro modo– X5Y59 millones de personas hablan inglés (cifra que aumenta por los seis nacimientos que se dan cada minuto), pero sólo un millón de personas hablan afrikáans y aunque tenga que decirlo en voz baja, tío, sólo unos pocos son capaces de leerlo, o sea, de leerlo de verdad. Aun así, Hans es un gran poeta. De verdad.