Relatos de Faerûn (31 page)

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Authors: Varios autores

BOOK: Relatos de Faerûn
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Un momento después, ella había desaparecido. Volví el rostro y advertí que el gigantesco Crepúsculo también se había marchado, seguramente a reunirse en alguna dependencia oculta con varios Magos Rojos de Thay.

—¡Vamo a po ella! —instó el halfling—. Si no quedamo aquí, no va a da equinazo.

Un tanto aliviado al ver que mi aliado asimismo se refería a ella con un pronombre femenino acompañé a la pequeña figura envuelta en una capa al exterior de El Unicornio. Nuestra partida no pareció llamar la atención de nadie, si bien es cierto que seguíamos cubiertos con las capuchas.

La noche había caído como un enano ebrio, y las calles estaban casi vacías. Aquellos que tenían algo que perder en la vida a esas horas estaban descansando plácidamente en la cama (a no ser que un tío abuelo mago se presentase a importunarlos). No obstante, Selune estaba llena, de forma que su luz no cesaba de iluminar los rubios cabellos de nuestra presa.

La seguimos a una pequeña posada situada junto al río. Un ogro dentón inicialmente nos prohibió la entrada, si bien unas pocas monedas de oro bastaron para arrancarle la información de que la joven recién llegada (que se hacía llamar Demarest) siempre llevaba consigo aquella bolsa de viaje y estaba alojada en el segundo piso, cerca de la parte posterior de la hostería.

Casi un día entero después de la aparición de mi tío abuelo Maskar, ataviado con una capa y seguido por un halfling vestido de forma similar, me aventuré por la cornisa del edificio. El viento de las llanuras era intenso y amenazaba con hacernos caer como sendas cometas de papel sobre las casas bajas de Scornubel.

Por primera vez, me arrepentí de haberle concedido a Ampi la noche libre. Como lo vi tan inquieto por mi intención de recuperar aquel artefacto mágico, pensé que lo mejor sería que se tomara un descanso. Lo más probable es que en aquel momento se encontrara en alguna librería de viejo, examinando una historia de las Tierras Centrales o las
Historias completas de la Linea Obarskyr
mientras su amo estaba a punto de salir volando por los aires.

Como es de esperar, nuestros progresos eran lentos. Si hubiéramos estado cerca de la fachada delantera del edificio, los serenos vestidos con cota de malla y tocados con yelmo de cobre sin duda nos habrían visto. Cuando alguien pasaba por el callejón que se extendía a nuestros pies, hacíamos lo que podíamos para asemejarnos a dos gárgolas antes de reemprender nuestro trabajoso avance hacia nuestro objetivo; una ventana iluminada. Cuando estuvimos más cerca, el ocupante de aquel cuarto apagó la luz. Nos detuvimos otro largo instante para asegurarnos de que la falsa Demarest no había apagado el candil para asomarse al exterior y ver con mayor claridad. Finalmente nos pusimos otra vez en marcha.

La ventana tenía el pestillo corrido, precaución aconsejable en un lugar como Scornubel. El halfling Gaspar sacó un largo trozo de alambre que insertó entre las hojas de la ventana y con él abrió fácilmente la ventana.

—Usté primero, amigo —susurró, sonriendo abiertamente.

—¿Yo? —musité—. Tenía entendido que los seres como tú erais expertos en colarse en los cuartos ajenos.

El halfling soltó un bufido.

—Puede se, pero si entro yo primero, será tú quien se quee en la cornisa, y, enorme como ere, lo más probable e que algún sereno acabe por verte. Claro que si eso e lo que quiere... —aventuró.

Lo que decía tenía sentido. A la vez, me daba cuenta de que si verdaderamente quería obtener la Esfera Tripartita, más valía que fuera yo, y no él, quien le echara mano antes.

Me deslicé en el cuarto tan silenciosamente como pude. Aunque la enorme capa servía para amortiguar mis pisadas, también me dificultaba los movimientos. La habitación estaba iluminada por la luna llena, de forma que todo eran sombras y destellos azules. Demarest, el doppelganger ladrón, más conocido como el Cuervo, estaba dormida en la ancha cama. Tan sólo su pelo, plateado a la luz de la luna, emergía del amplio edredón.

La bolsa de viaje estaba en una mesita cercana a la mesa. Lo más probable es que en su interior estuviera la esfera, el oro del halfling o las dos cosas a la vez. Valía la pena abrirla para comprobarlo. Si el oro del halfling no se encontraba allí, sin duda podría convencer al tío Maskar de la conveniencia de abonarle la pérdida a los huerfanitos.

El cierre metálico de la bolsa se abrió con un ruido seco. La bolsa cayó abierta sobre la mesita. En aquel instante resonó otro clic, que en un primer momento atribuía a alguna clase de eco.

—Apártate de esa bolsa o te dejo frío —dijo una voz femenina y acerada de repente.

Como corresponde a quien no es mago y ha nacido en una familia de brujos, siempre soy muy cumplidor cuando me dan una orden. Dejé la bolsa sobre la mesita y di dos pasos atrás, procurando levantar bien las manos. Dejé la bolsa abierta, porque no se me dijo que la cerrara antes que por curiosidad natural.

En su interior relució un destello de cristal, que no de oro.

—Y ahora vuélvete —ordenó aquella voz tan femenina.

Al volverme, vi la silueta de Caspar en la ventana. Traté de disimular, rezando para que hubiera previsto esa posibilidad. Sentada en la cama, la mujer no parecía haber reparado en él.

El doppelganger estaba armado con una ballesta, una de esas armas peligrosas elaboradas por los artesanos drows. Sin dejar de apuntarme, la mujer se sacudió el edredón de encima. Advertí que estaba completamente vestida, lo que me alivió y decepcionó al tiempo.

Sus ojos me miraron con frialdad.

—Esta vez has escogido un disfraz más estúpido de lo habitual, Cuervo —observó—. Tu cara de esta noche me recuerda a la de alguno de esos nobles lechuguinos.

—¿Per... perdón? —conseguí murmurar, atónito a más no poder—. Yo... yo no soy el Cuervo. Pensaba que e! Cuervo eras tú.

Cometí el error de bajar un poco los brazos. El Cuervo apuntó con la ballesta a mi pecho. Me apresuré a levantarlos otra vez.

—No muevas un dedo, doppelganger, si no quieres que te taladre un nuevo agujero.

—Lo siento —me disculpé, mientras me preguntaba si Ampi conseguiría oír mis mudas súplicas en la biblioteca en la que aquel momento se encontrase—, pero yo no soy el doppelganger. Tú eres el doppelganger, y si la cosa no está clara, lo mejor sería que discutiéramos la cuestión sin amenazas de taladrar a nadie.

Demarest, la que decía no ser el Cuervo ni un doppelganger, se echó a reír. Su risa era cristalina, pero también fría y cruel. Cuando su ballesta apuntó a mi rostro, cerré los ojos. No quería que lo último que viera en la vida fuese un dardo de ballesta que volaba derecho a mi cara.

En aquel momento resonó una vibración metálica, si bien me sorprendí al comprobar que ningún dardo se clavaba en mí o me pasaba rozando. Lo que se oyó fue una voz femenina que blasfemaba sordamente. Tras tomar aliento para confirmar que seguía en el mundo de los vivos, abrí los ojos de nuevo.

Demarest estaba otra vez en la cama, aferrando con la mano izquierda un dardo diminuto clavado en su hombro derecho. Su brazo derecho pendía inerte. Su ballesta no se veía por ninguna parte. La sangre de su herida bajaba por el brazo, manchando su túnica azul y formando un charco magenta en las sábanas de lino.

Caspar entró en la habitación, insertando un nuevo dardo en su ballesta de drow.

—¿Por qué has tardado tanto en intervenir? —pregunté un tanto irritado.

Por toda respuesta, el halfling apuntó con la ballesta a mi rostro, de modo similar a como Demarest había hecho un momento atrás. Los hay sin imaginación.

—Sitúate junto a la mujer, idiota —dijo el halfling con una voz muy distinta a la que había estado empleando, una voz aguda y autoritaria.

Me acerqué a la mujer que gimoteaba sordamente sentada en la cama. Sus ojos se estaban tornando vidriosos.

—Veneno —explicó el halfling, sin dejar de apuntarme mientras se dirigía a la mesita—. No es el más rápido, pero sí es efectivo. Muy pronto tendrás ocasión de comprobarlo.

Mientras avanzaba, el halfling empezó a fundirse y alargarse como una vela de cera. Sí, ya sé que las velas de cera no tienen la propiedad de alargarse, pero eso era lo que Caspar estaba haciendo. Los pliegues sebosos de su cuerpo de halfling empezaron a desaparecer. La capa oscura se estaba tornando de color claro, la cabeza se estrechó y los ojos se volvieron blancos y sin pupilas. Cuando llegó junto a la mesa, ya no era un halfling. Ahora era un doppelganger.

—El Cuervo, imagino —dije yo, procurando que la voz no me temblase.

—Por fin lo ves claro. Lástima que ya sea demasiado tarde para ti —dijo aquel ser, sin dejar de apuntarme mientras metía la mano libre en la bolsa de viaje.

Su mano sacó un globo cristalino de buen tamaño. En su interior flotaba un segundo globo de cristal, y dentro de éste había un tercero. Las tres esferas relucieron en la habitación iluminada por la luna.

—Me has sido de gran ayuda, Tertius Wands —dijo el doppelganger, sonriendo con sus dientes marfileños—. Me has servido para distraer a mi antigua compinche, lo suficiente para que yo pudiera acertarle con la ballesta. Y ahora otra vez vas a serme de ayuda. Cuando encuentren vuestros cuerpos, los serenos pensarán que nuestra amiga se vio sorprendida por un ladrón y que ambos se dieron muerte mutuamente. No habrá testigos que puedan declarar contra el nuevo dueño de la Esfera Tripartita.

Cuando yo iba a alegar sin mucha convicción que estaba dispuesto a pagar bien por la esfera, me vi sorprendido por un gruñido sordo. La mujer fue muy rápida, mucho más rápida de lo imaginable. A pesar de la oscuridad y del dardo envenenado que tenía clavado en el hombro, aprovechó la distracción del Cuervo para lanzarse contra él.

Confiado, el doppelganger seguía con la ballesta apuntada hacia mí. Al reparar en que la otra se abalanzaba sobre él, se giró en redondo y disparó pero erró el blanco. La saeta venenosa fue a clavarse en la madera de la pared en el momento preciso en que la mujer se le echaba encima. El globo se escurrió de su mano como si estuviera dotado de vida y flotó un segundo en el aire a la luz de la luna.

Me lancé a por él como si fuera el último panecillo que quedara en un banquete de la Gran Cosecha. La mente me decía que, después de tantos eones, no iba a romperse por una simple caída, pero mi corazón se vio estremecido por la imagen de mi tío Maskar. Me tiré al suelo y lo agarré una fracción de segundo antes de que llegara a la alfombra.

Con el artefacto en la mano, rodé sobre mí mismo, apartándome de la lucha. Al ponerme de pie, oí unos gritos lejanos y unas puertas abriéndose. El ruido de la pelea había llamado la atención de otros.

Los dos ladrones, el humano y el doppelganger, seguían luchando en el centro del cuarto. En el fragor de la lucha, el doppelganger había adoptado la envoltura corpórea de Demarest, así que parecía como si dos gemelas rubias estuvieran rodando sobre la alfombra, tratando de despedazarse mutuamente. Los miré, miré el globo en mi mano, volví a mirarlos y me pregunté si había forma de esquivarlos y salir de allí. No me apetecía nada salir por la ventana y pasear otra vez por la cornisa.

Entonces la puerta se abrió, y en el cuarto irrumpieron entre tres y una docena de serenos tocados con cascos de bronce, cada uno de ellos armado con una ballesta enorme, de las que pueden perforar con sus dardos las paredes de una cuadra. Algunos de ellos portaban candiles y antorchas, y a sus espaldas de pronto apareció el gigantesco Crepúsculo vestido con su túnica rojiza.

Las dos Demarest dejaron de pelear, se separaron y se pusieron en pie, con las miradas fijas en los recién llegados. Di un nuevo paso hacia atrás. La ventana empezaba a parecerme una opción perfectamente razonable.

Crepúsculo se bajó la capucha, revelando un rostro imperturbable y familiar.

Ampratines. Por supuesto. Sentí que el corazón volvía a latirme.

Inseguros de quién era quién, los serenos apuntaban a una y otra gemela. Ambas ladronas estaban de pie con los rostros rabiosos, tratando de separarse unos pasos la una de la otra.

—La que está herida es la de verdad —dije—. La que no está herida es el doppelganger.

La gemela que no había sido herida, Caspar —el Cuervo— el doppelganger, giró sobre sí misma y se lanzó hacia mí. Sus colmillos empezaron a alargarse; unas alas enormes aparecieron en su espalda. Aquel ser arremetió contra mí, decidido a cogerme como rehén y quedarse con la esfera como fuese.

Dos cosas sucedieron a la vez. Tiré el globo hacia Ampi. Al tiempo, tres o una docena de ballestas entraron en acción. El doppelganger se desplomó al suelo.

Flotando como una pompa de jabón, el artefacto fue a parar a la mano de Ampi.

Ampi me miró, hizo una pequeña reverencia y dejó caer la esfera.

El globo se estrelló contra el suelo con estrépito. Mil añicos de cristal de colores salieron despedidos por los aires.

Me temo que yo fui el siguiente en caer, desmayado, al suelo.

Sentado de nuevo en la terraza de El Nauseabundo Otyugh, me había recuperado lo bastante para contemplar cómo el sol ascendía sobre las destartaladas casas de Scornubel.

—Podrías haberme avisado —indiqué, con la expresión enfurruñada y la jarra de cerveza en la mano.

—Te negabas a aceptar mis consejos —respondió Ampi—. Así que hice lo que pude. He dicho a los serenos que desde el primer momento comprendiste que el halfling era un doppelganger, que le seguiste la corriente para averiguar dónde estaba el artefacto. Así que no pueden culparte de nada. El doppelganger está muerto, y su antigua cómplice, la ladrona Demarest, ha sido tratada con antídoto contra el veneno y espera ser sometida a la justicia de la ciudad.

—¿Cómo lo sabías?

—No lo sabía con seguridad, aunque no dejaba de interesarme que hubieras encontrado ayuda fortuita con tanta facilidad. Me bastó hablar con los camareros del Otyugh para saber que tu asociado era el halfling. No me fue difícil dar con un halfling pelirrojo y tocado con un sombrero de paja. Seguí sus pasos y comprobé que estaba observando cierta posada. Más tarde fui a la posada y me presenté como un mago interesado en adquirir cierto artefacto... Deseosa de vender el artefacto sin que su compinche lo supiera, Demarest me envió una nota citándome en la taberna donde luego nos viste. Con todo, la ladrona trató de endosarme un artefacto falso.

Todavía un tanto alterado por lo sucedido, me costó comprender.

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