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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Resurrección (19 page)

BOOK: Resurrección
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—No hace falta que te quedes mucho tiempo, Nadja —respondió Maria—. Sólo necesito el nombre.

Nadja miró más allá de Maria hacia la esquina de la fábrica abandonada. La esquina donde ella había dejado las flores.

—Ya he dicho, no sé cuál era su verdadero nombre.

—No es el nombre de ella lo que busco, Nadja —dijo Maria en un tono tranquilo—. Quiero saber quién la puso en la calle.

—Ella no tenía un chulo, uno solo no. Era nueva para el grupo.

—¿El grupo?

—Todas trabajamos para misma gente. Pero no voy a decirle quiénes son. Como están las cosas, me matarán si saben que yo hablé con usted.

Maria cogió la mano de Nadja y giró la palma hacia arriba. Con la otra mano, metió algunos billetes de cincuenta euros en ella y cerró los dedos de Nadja en torno al dinero.

—Esto es importante para mí. —Maria sostuvo la mirada de Nadja con sus pálidos ojos grises y azulados—. Soy yo la que paga por esta información. No la policía.

Nadja abrió el puño y miró los billetes arrugados. Volvió a Ponérselos en la mano a Maria.

—Guarde dinero. No he venido a verla para sacarle pasta, puedo ganar más que esto en un par de horas esta noche.

—Pero no puedes conservarlo, ¿verdad? —Maria no hizo ningún gesto para coger el dinero—. ¿Cómo conociste a Olga?

Nadja lanzó una risita vacía y meneó la cabeza. Cada movimiento parecía electrizado por el miedo. Hizo una pausa para encender un cigarrillo y Maria se dio cuenta de que le temblaban las manos. La mujer echó la cabeza hacia atrás y lanzó un chorro de humo hacia el aire espeso y caliente.

—¿Cree que dinero significa algo? Yo antes pensaba que dinero era la respuesta a todos los males; pensaba que Alemania era el lugar donde ganar. Y terminé así. Pero cojo su dinero; tengo que probar que cada segundo fuera de su vista gano pasta para ellos.

Nadja cogió tres billetes de cincuenta euros y le devolvió el resto a Maria.

—La chica que usted llama Olga. Ella no rusa, ella de Ucrania. La trajeron los mismos que me trajeron a mí.

Maria sintió la excitación de una sospecha confirmada.

—¿Traficantes de personas?

Se oyó un ruido desde el exterior del edificio, cerca de las puertas principales. Ambas mujeres giraron y observaron la puerta un momento antes de continuar la conversación.

—Usted debería saberlo —dijo Nadja—. Las cosas han cambiado en Hamburgo. Antes sólo dos clases de prostitutas: las chicas que trabajan en Kiez, en Sankt Pauli… allí incluso puedes encontrar estudiantes universitarias que quieren ganar algunos billetes… y las yonquis que necesitan para pagar droga. Esas chicas lo más bajo del negocio. Ahora hay algo nuevo. Nosotras. Las otras chicas nos llaman el Mercadillo de los Agricultores… nos traen del Este como ganado y nos venden. La mayoría de Rusia, Bielorrusia o Ucrania. Muchas también de Albania y unas cuantas de Polonia y Lituania.

—¿Quién dirige el Mercadillo de los Agricultores?

—Si se lo digo, irá a buscarlos. Entonces ellos deducirán quién se lo dijo y me matarán. Pero antes me torturarán, y matarán a mi familia. Usted no tiene idea de cómo son. Cuando traen chicas lo primero es violar. Luego pegan y dicen que matarán a familias si no ganamos dinero para ellos.

—¿Y eso es lo que ocurrió contigo?

Nadja no respondió, pero una lágrima empezó a recorrer el contorno de su nariz antes de que ella se la limpiara con un brusco movimiento de la mano.

—Se lo hicieron a la chica que usted dice Olga. Ella confió. Le dijeron que tenían un buen trabajo para ella en el Oeste. Confió en ellos porque eran ucranianos, como ella.

—¿Ucranianos? —Maria sintió una opresión en el pecho, como si su cuerpo estuviera apretando una vieja herida—. ¿Has dicho que la gente detrás del Mercadillo de los Agricultores son ucranianos?

Nadja miró con gesto nervioso la puerta de la fábrica.

—Debo irme ahora…

Maria miró fijamente a la joven y famélica prostituta.

—¿El nombre Vasyl Vitrenko significa algo para ti?

Nadja meneó la cabeza. De pronto, Maria comenzó a rebuscar en su bolso. Sacó la fotografía en color de la cabeza y los hombros de un hombre con un uniforme militar soviético.

—Vasyl Vitrenko. ¿No has oído hablar de él, en conexión con las personas que están trayendo a las chicas de Europa del Este? ¿Esta persona podría ser el jefe?

—No sé. No reconozco. Le doy mi dinero a hombre diferente.

—¿Estás segura de que nunca lo has visto? —Maria sostuvo la fotografía cerca de la cara de Nadja y su voz se tiñó de urgencia—. Mírale la cara. Míralo.

Nadja examinó la imagen más de cerca.

—No… Nunca visto antes. No olvidaría esa cara.

La tensión pareció evaporarse de la postura de Maria. Contempló la fotografía que tenía en la mano. Vasyl Vitrenko le devolvió la mirada con unos ojos color esmeralda que eran crueles, fríos y luminosos como el centro del infierno.

—No… —dijo—. Supongo que no.

12.30 h, Hamburger Hafen, Hamburgo

Dirk Stellamanns había sido agente de uniforme cuando rabel se incorporó a la Polizei de Hamburgo. Era un tipo 8rande como un oso, cordial y de sempiterna sonrisa. Dirk era quien le había enseñado a Fabel las cosas que conlleva ser policía y que no se aprenden en la Escuela Estatal: las sutilezas y los matices, la forma en que puedes entrar a una habitación y entender la situación y evaluar los riesgos con tu primera mirada.

Dirk Stellamanns había estado a cargo de la patrulla de Sankt Pauli y trabajaba en la famosa comisaría de Davidwache. Con las doscientas mil personas que pasaban cada fin de semana por esos dos kilómetros cuadrados de bares, teatros, discotecas, clubes de striptease y, desde luego, la notoria Reeperbahn, era una patrulla en la que el arma más eficaz de un policía consistía en su capacidad para hablar con la gente. Dirk le había enseñado a Fabel cómo se podía desactivar una situación explosiva con unas pocas palabras dichas en el momento adecuado; cómo a una persona que parecía destinada al arresto se la podía mandar a su casa con una sonrisa en la cara. Todo dependía de la manera en que uno lidiaba con la situación. Fabel había quedado admirado y bastante envidioso de la habilidad verbal de Dirk. Él tenía una conciencia clara de sus propias virtudes como policía, pero también de sus debilidades: en ocasiones, Fabel se daba cuenta de que podría haberle sacado más a un sospechoso o a un testigo si hubiera manejado la situación un poco mejor.

Dirk había estado presente cuando dispararon a Fabel y a su compañero. Un robo que había salido mal, perpetrado por miembros de un grupo terrorista, había dejado a Fabel malherido. Su compañero no había sobrevivido. Franz Webern, de veinticinco años, que llevaba menos de tres años casado y era padre de un bebé de dieciocho meses, había quedado tumbado en la calle a las puertas del Commerzbank y había tiritado de frío mientras el calor de su sangre se escapaba de su cuerpo y florecía oscuramente en el pálido asfalto.

Aquél fue el día más oscuro de la carrera de Fabel. Termino con él herido en un muelle junto al Elba, delante de una chica de diecisiete años armada con tópicos políticos y una pistola automática que se negaba a bajar.

«Ella se negó a bajar la pistola…». Fabel repetía esa tras como un mantra año tras año en un intento de disminuir aun que fuera sólo un poco el intolerable peso de saber que él le había quitado la vida; que le había disparado a la cara y la cabeza y que ella se había derrumbado como una muñeca rota y había caído en las aguas oscuras y frías. Dirk acompañó a Fabel cada día, cada vez que no estaba trabajando. En el momento en que Fabel empezó a recuperar una vaga y tenue conciencia, se dio cuenta de la presencia tranquila y sólida de Dirk junto a la cama del hospital.

Fabel aprendió que había lazos que, una vez forjados, no podían romperse.

Dirk, finalmente, se retiró de la policía. Llevaba tres años al frente de aquel chiringuito de comidas rápidas junto al puerto. Y Fabel iba allí al menos una vez cada quince días; no porque apreciara particularmente las variedades de
currywurst
que Dirk ofrecía, sino porque ambos hombres sentían la necesidad de esas bromas triviales, sin objetivo y sin sentido que siempre flotaban en la superficie de su amistad.

Pero en algunas ocasiones, Fabel necesitaba bucear más profundo. Cada vez que había un caso que lo ponía nervioso, un asesinato con la capacidad de impresionarlo, incluso después de tantos años de enfrentarse a la muerte, Fabel no acudía a Otto Jensen, su mejor amigo y con quien tenía mucho más en común. Acudía a Dirk Stellamanns.

El puesto de comida rápida de Dirk era una extensión de la inmensa personalidad de su dueño. Estaba bien iluminado, escrupulosamente limpio y rodeado de un grupo de mesas que llegaban a la altura del pecho rematadas con sombrillas blancas. Dirk, con su corpulento cuerpo protestando contra su ajustado e inmaculado delantal blanco de cocinero, sonrió con alegría cuando Fabel se acercó.

—Vaya, vaya… veo que te has hartado de esos restaurantes caros de Póseldorf… —Dirk le habló a Fabel en frisón. Ambos eran de Frisia Oriental y siempre se comunicaban entre sí utilizando el peculiar idioma de la región, una vieja mezcla de alemán, holandés e inglés antiguo—. ¿Quieres un poco de comida de verdad?

—Una Jever y un bocadillo de queso me bastarán —dijo Fabel con una sonrisa desoladora. Siempre pedía lo mismo cuando iba allí a la hora del almuerzo. Una vez más, se sintió irritado por su propia previsibilidad. Bebió un sorbo de la fría cerveza con aroma a hierbas que había pedido, que también era de Frisia Oriental.

—Se te ve alegre, como siempre. —Dirk se inclinó hacia delante y apoyó los codos en el mostrador—. ¿Qué ocurre?

—¿Has leído lo del asesinato de Hans-Joachim Hauser?

—¿Lo del Peluquero de Hamburgo? —Dirk frunció los labios—. Hauser y otro tío, un científico. ¿Tú estás con eso?

Fabel asintió y bebió otro sorbo de cerveza.

—Es terrible. Sólo Dios sabe cómo la prensa se ha enterado de los detalles, pero son bastante precisos. Ese tío les arranca el cuero cabelludo.

—¿Es cierto que los tiñe de rojo?

Fabel volvió a asentir.

—¿De qué va todo esto? —Dirk hizo un gesto de incredulidad—. Dios sabe que vi muchas cosas en mi época, pero siempre hay un psicópata que se presenta con algo nuevo y te sorprende. Ese tipo debe de estar loco de remate.

—Así parece. —Fabel examinó su vaso de cerveza antes de beber otro sorbo—. La cuestión es que no se lleva sus trofeos. Los cuelga para que todos los vean.

—¿Un mensaje?

—Eso es lo que comienzo a preguntarme.

Fabel se encogió de hombros. A pesar de la luz del sol, sintió frío en su interior. Tal vez fuera la cerveza; tal vez fuera la helada astilla de inquietud que se le había formado desde que vio la fotografía del Hombre de Neu Versen: Franz
el Rojo
, cuyo pelo había quedado teñido de un rojo subido después de dormir mil años en un pantano frío y oscuro.

—Pero ¿por qué lo haría? —Fabel formuló la pregunta más para sí mismo que para Dirk—. ¿Qué significado tiene el color rojo?

—¿El rojo? Es el color de las advertencias, ¿verdad? O algo político. El rojo es el color de la revolución, de la vieja Alemania Oriental, el comunismo, toda esa mierda. —Dirk hizo una pausa para atender a una dienta. Aguardó hasta que la mujer no pudiera oírlo para continuar—. ¿Acaso Hauser no estaba relacionado con todo aquello en los años sesenta y setenta? Tal vez el asesino tenga algo contra los «rojos».

—Podría ser… —Fabel suspiró—. Quién sabe lo que pasa por una mente como ésa. Esta mañana hablé con alguien que me sugirió que revisara el pasado de Hauser; específicamente su pasado político, más de lo que lo haría normalmente en un caso así. Pero nadie me ha comentado que Hauser participara en nada parecido a la «acción directa».

—Nunca se sabe, Jan. Hay muchas personas en altos puestos políticos que tienen algunos trapos sucios que ocultar.

Fabel dio otro sorbo a la cerveza.

—De verdad que necesito algo a lo que aferrarme…

21.30 h, Osdorf, Hamburgo

Maria se sentó en el sofá y sostuvo la copa vacía de vino sobre la cabeza, agitándola como si estuviera haciendo sonar una campanilla. Frank Grueber salió de la cocina y la cogió.

—¿Otra?

—Otra. —La voz de Maria era monótona y triste.

—¿Te encuentras bien? —Grueber había estado en la cocina, metiendo en el fregadero los platos de la cena que había preparado. A pesar de sus treinta y dos años, Grueber conservaba el aspecto de un muchacho. Tenía las mangas subidas hasta los codos, dejando al descubierto sus delgados antebrazos, y su pelo grueso y oscuro le caía sobre las cejas, que estaban fruncidas en un gesto de preocupación—. Has bebido bastante…

—Un día difícil. —Maria lo miró y sonrió—. He estado investigando el pasado de aquella joven rusa que asesinaron hace tres meses. —Se corrigió—. Ucraniana.

—Pero yo creía que ya habías capturado al asesino —dijo Grueber desde la cocina. Reapareció con una copa de vino tino, que depositó sobre la mesa delante de Maria antes de sentarse en el sofá a su lado.

—Sí… Lo capturamos entre todos. Es sólo que ella no tiene nombre, un nombre real. Quiero devolvérselo. Lo único que ella deseaba era una vida nueva. Estar en otra parte, ser otra Persona. Dios sabe que hay ocasiones en que puedo identificarme con eso.

Maria le dio un largo sorbo a su Barolo. Grueber apoyó el brazo en el respaldo del sofá y acarició con suavidad el pelo rubio de Maria. Ella sonrió débilmente.

—Estoy preocupado por ti, Maria. ¿Has vuelto a ver a ese médico?

Maria se encogió de hombros.

—Tengo una cita esta semana. Le detesto. Y no estoy para nada segura de que sirva. No sé si existe algo que pueda servirme. De todas maneras, mejor cambiemos de tema… —Señaló con un gesto el gran aparador antiguo que estaba ubicado contra la pared de la sala—. ¿Es nuevo? —preguntó. Grueber suspiró sin dejar de acariciarle el pelo.

—Sí… Lo compré el fin de semana. —Su tono dejaba bien claro que le molestaba cambiar de tema—. Necesitaba algo para esa pared.

—Parece caro —dijo Maria—. Como todo… —Movió la copa para referirse a la sala y a la casa en general.

—Perdón —dijo Grueber.

—¿Perdón por qué?

—Por ser rico. No puedes elegir la cuna en la que naces, ¿sabes? Yo no pedí tener padres adinerados, de la misma manera que otros no pidieron nacer pobres.

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