En los muelles, sin embargo, la gran necesidad de gatos sigue vigente. Una vez un estibador alérgico a los gatos los envenenó a todos. En cuestión de un día había ratas por todas partes. Cada vez que los hombres se giraban a mirar, veían ratas sobre los embalajes. Y en el muelle 95 las ratas empezaron a robar los almuerzos de los estibadores, e incluso a atacarlos. De modo que hubo que reclutar gatos callejeros de las zonas vecinas, y ahora el grueso de las ratas está bajo control.
—Pero los gatos no duermen mucho por aquí —decía un estibador—. No pueden. Las ratas acabarían con ellos. Hemos tenido casos en los que la rata ha destrozado al gato. Pero no pasa con frecuencia. Esas ratas del puerto son unas miserables desgraciadas.
A las 5 de la mañana Manhattan es una ciudad de trompetistas cansados y cantineros que regresan a casa. Las palomas se apropian de Park Avenue, y se pavonean sin rivales en medio de la calle. Ésta es la hora más serena de Manhattan. Casi todos los personajes nocturnos se han perdido de vista, pero los diurnos no aparecen aún. Los camioneros y taxistas ya están despabilados, pero no perturban el ambiente. No perturban el desierto Rockefeller Center, ni a los inmóviles vigilantes nocturnos del mercado de pescado de Fulton, ni al gasolinera que duerme al lado del restaurante Sloppy Louies con la radio encendida.
A las 5 de la mañana los asiduos de Broadway se han ido a casa o a un café nocturno, en donde, bajo el relumbrón de luz, se les ven las patillas y el desgaste. Y en la calle 51 se encuentra estacionado un automóvil de la prensa radiofónica, con un fotógrafo que no tiene nada que hacer. Así que simplemente se pasa allí sentado unas cuantas noches, atisba por el parabrisas y no tarda en volverse un sagaz observador de la vida después de medianoche.
—A la una de la mañana —dice—, Broadway se llena de avispados y de muchachitos que salen del hotel Astor vestidos de esmoquin, muchachitos que van a los bailes en los coches de sus padres. También se ven señoras de la limpieza que vuelven a sus casas, siempre con la pañoleta puesta. A las dos, algunos bebedores empiezan a perder la compostura, y ésta es la hora de las peleas de cantina. A las tres, termina la última función en los night-clubs y la mayoría de los turistas y compradores forasteros están de vuelta en sus hoteles. A las cuatro, cuando cierran los bares, se ve salir a los borrachos…, así como a los chulos y las prostitutas que se aprovechan de los borrachos. A las cinco, sin embargo, casi todo está en calma. Nueva York es una ciudad completamente distinta a las cinco de la mañana.
A las seis de la mañana los empleados madrugadores comienzan a brotar de los trenes subterráneos. El tráfico empieza a fluir por Broadway como un río. Y la señora Mary Woody salta de la cama, se apresura a su oficina y telefonea a docenas de adormilados neoyorquinos para decirles con voz alegre, rara vez apreciada: «Buenos días. Hora de levantarse». Durante veinte años, como operadora del servicio despertador de Western Union, la señora Woody ha sacado a millones de la cama.
A las 7 a.m. un hombrecillo colorado y robusto, muy parisino en una boina azul y un suéter de cuello alto, recorre a paso rápido Park Avenue, visitando a sus adineradas amigas: se asegura de darle a cada cual un enérgico masaje antes del desayuno. Los uniformados porteros lo saludan con afecto y lo llaman «Biz» o «Mac», puesto que se trata de Biz Mackey, masseur extraordinaire para las damas.
Míster Mackey es brioso y muy derecho y lleva siempre un bolso de cuero negro con los linimentos, cremas y toallas de su oficio. Sube en el ascensor, media hora después está abajo otra vez, y de nuevo a casa de otra dama: una cantante de ópera, una actriz de cine, una teniente de la policía.
Biz Mackey, antiguo boxeador de los pesos pluma, empezó a sobar de manera correcta a las mujeres en París, allá en los años veinte. Habiendo perdido una pelea durante una gira por Europa, decidió dejarlo ahí. Un amigo le sugirió que acudiera a una escuela para masajistas, y seis meses después tuvo a su primera clienta: Claire Luce, actriz que por entonces era la estrella del Folies-Bergére. Ella quedó satisfecha y le mandó otras clientas: Pearl White, Mary Pickford y una rolliza soprano wagneriana. Se precisó de la Segunda Guerra Mundial para sacar a Biz de París.
De regreso en Manhattan la clientela europea siguió empleándolo cuando venía por aquí; y si bien es cierto que él ya frisa los setenta, todavía no afloja. Biz trata a unas siete mujeres por día. Sus dedos musculosos y sus brazos gruesos poseen un toque milagrosamente relajante. Es discreto y, por eso, el preferido de las damas de Nueva York. Las visita en sus apartamentos y tiene llaves de sus alcobas: es a menudo el primer hombre que ven por la mañana, y lo esperan tendidas en la cama. Nunca revela los nombres de sus clientas, pero la mayoría tiene sus años y son ricas.
—Las mujeres no quieren que otras mujeres sepan de sus asuntos —explica Biz—. Ya sabes cómo son —agrega como al descuido, sin dejar duda de que él sí lo sabe.
Los porteros con los que Biz se cruza en las mañanas tienden a ser un servicial y siempre elocuente grupo de diplomáticos de acera, entre cuyas amistades se cuentan algunos de los hombres más poderosos de Manhattan, algunas de las mujeres más hermosas y algunos de los poodles más estirados. La mayoría de las veces los porteros son corpulentos, tienen un aspecto vagamente gótico y los ojos lo bastante aguzados como para detectar una buena propina a una manzana de distancia en el día más oscuro del año.
Ciertos porteros del lado Este son orgullosos como un noble, y sus uniformes, festoneados con recargo, parecen salidos de la misma sastrería que atiende al mariscal Tito. Casi todos los porteros de hotel son estupendos para la charla intrascendente, la grandilocuente y la impertinente, para recordar apellidos y evaluar equipajes de cuero. (Saben calcular la riqueza de un huésped más por el equipaje que por la ropa que lleva.)
Hoy en Manhattan hay 650 porteros de torres de apartamentos, 325 de hoteles (catorce en el Waldorf Astoria) y un número desconocido pero formidable de porteros de teatro y de restaurante, porteros de night-club, porteros voceadores y porteros sin puerta.
Los porteros sin puerta, que son vagabundos sin antecedentes penales, usualmente carecen de uniforme (pero no de sombreros alquilados) y merodean por las calles abriendo puertas cuando el tráfico se embotella, en las noches de ópera, de conciertos, de peleas por un título y de convenciones. Christos Efthimiou, portero del Brass Rail, dice que los porteros sin puerta saben cuándo está libre (lunes y martes) y que en esos días trabajan free lance desde su sitio en la Séptima Avenida con la calle 49.
Los porteros voceadores, que a veces lucen uniformes alquilados (pero son dueños del sombrero), se apostan enfrente de los clubes de jazz con programas de espectáculos, como los que bordean la calle 51. Además de abrir puertas y de enlazar taxistas, los porteros voceadores bien pueden susurrarle suave pero claramente al peatón que pasa: «¡Psss! ¡Sin pagar el puesto: chicas adentro… la nueva reina de Alaska!».
Aunque en la ciudad son pocos los porteros que no juren por las buenas o por las malas que les pagan mal y que son menospreciados, muchos porteros de hotel reconocen que en ciertas semanas buenas, las de lluvia, se han hecho cerca de 200 dólares con las meras propinas. (Más gente pide taxis cuando llueve y los porteros que suministran paraguas y taxis rara vez se quedan sin propina.)
Cuando llueve en Manhattan el tráfico de automóviles es lento, las citas se incumplen y en los vestíbulos de los hoteles la gente se arrellana detrás de un periódico o da vueltas por ahí sin tener dónde sentarse, con quién hablar, nada qué hacer. Se hace más difícil conseguir un taxi; los grandes almacenes reducen sus ventas entre un 15 y un 25 por ciento, y los monos del zoo del Bronx, sin público, se encorvan malhumorados en sus jaulas, con más cara de aburridos que los desocupados de los hoteles.
Aunque algunos neoyorquinos se ponen taciturnos con la lluvia, otros la prefieren. Les gusta caminar bajo ella y sostienen que en los días lluviosos los edificios de la ciudad parecen más limpios…, bañados de una cierta opalescencia, como un cuadro de Monet. Hay menos suicidios en Nueva York cuando llueve; pero cuando el sol brilla y los neoyorquinos parecen felices, el deprimido se hunde más en su depresión y el hospital Bellevue recibe más casos de intentos de suicidio.
En fin, un día lluvioso en Nueva York es un día resplandeciente para los vendedores de paraguas y gabardinas, las chicas de los guardarropas, los botones y el personal de la oficina del Consulado General Británico, donde dicen que la lluvia les recuerda la patria. La firma Consolidated Edison informa que los neoyorquinos consumen 120.000 dólares más en electricidad que en los días despejados; las rayas de los pantalones se deterioran con la lluvia, y en la lavandería Norton Cleaners, en la calle 45, se plancha un promedio de 125 pantalones extras en días como ésos.
La lluvia les estropea el rímel de los ojos a las modelos que no consiguen un taxi; y la lluvia significa un día solitario para los sargentos de reclutamiento, los manifestantes, los limpiabotas y los ladrones de Times Square, que tienden todos a perder el entusiasmo cuando se mojan.
Todas las mañanas, pasadas las 7.30, cuando la mayoría de los neoyorquinos sigue aún sumida en un cegajoso duermevela, cientos de personas hacen fila en la calle 42 a la espera de que abran los diez cines ubicados casi hombro a hombro entre Times Square y la Octava Avenida.
¿Quiénes son los que van al cine a las 8 a.m.? Son los vigilantes nocturnos del centro, los pelagatos, los que no pueden dormir, los que no pueden ir a casa o los que no tienen casa. Son los camioneros, los homosexuales, los polizontes, los gacetilleros, las sirvientas y los empleados de un restaurante que han trabajado toda la noche. Son también los alcohólicos, que esperan hasta las ocho para pagar cuarenta centavos por un asiento blando y algo de sueño en un teatro fresco, oscuro y cargado de humo.
Con todo, al margen de estar llenos de humo, cada uno de los teatros de Times Square carece de o posee una característica especial que lo define. En el teatro Victoria uno sólo se topa películas de terror, mientras que en el teatro Times Square sólo presentan películas de vaqueros. Hay películas de estreno por cuarenta y cinco centavos en el Lyric, en tanto que en el Selwyn hay siempre cintas viejas por treinta y cinco. Tanto en el Liberty como en el Empire hay reestrenos, y en el Apollo sólo proyectan filmes extranjeros. Los filmes extranjeros han venido haciendo dinero en el Apollo desde hace veinte años, cosa que William Brandt, uno de los propietarios, no alcanzaba a entender.
—Así que un día fui a investigar al sitio —dice él— y vi a la entrada gente que conversaba con las manos. Me di cuenta de que eran casi todos sordomudos. Son asiduos del Apollo porque pueden leer los subtítulos que vienen con las películas extranjeras. El Apollo probablemente tiene el mayor público sordomudo del mundo.
Nueva York es una ciudad con 8.485 operadoras telefónicas, 1.364 repartidores de telegramas de la Western Union y 112 mensajeros de casas periodísticas. La hinchada beisbolera promedio en el estadio de los Yankees gasta unos diez galones de jabón líquido por partido: récord extraoficial de limpieza de las grandes ligas. Este estadio también ostenta el mayor número de acomodadores de la liga (360), de barrenderos (72) y de baños para hombres (34).
En Nueva York hay 500 médiums, clasificados desde el semitrance hasta el trance y el trance profundo. La mayoría vive en las calles setentas, ochentas y noventas del Oeste de Nueva York, y en los domingos algunas de estas manzanas se comunican con los muertos, vibran al clamor de trompetas y solucionan todo tipo de problemas.
En Nueva York la Lencería de la Quinta Avenida está situada en la Avenida Madison, la Tienda de Mascotas Madison queda en la Avenida Lexington, la Floristería Park Avenue está en la Avenida Madison y la Lavandería A Mano Lexington está en la Tercera Avenida. Nueva York alberga 120 tiendas de ropa y muebles usados, y es allí donde el hermano del obispo [Bishop] Sheen, el doctor Sheen, comparte una oficina con un tal doctor Bishop.
Dentro de una típica y apacible fachada de piedra rojiza sobre la Avenida Lexington, en la esquina de la calle 82, un boticario llamado Frederick D. Lascoff lleva años vendiendo sanguijuelas a boxeadores maltrechos, aceite de calamento a cazadores de leones y millares de pócimas extrañas a personas en lugares exóticos de todo el mundo.
Dentro de una lóbrega factoría del lado Oeste, todos los meses una larga cinta de cartulina verde sube y baja arrastrándose como un reptil interminable por una prensa de imprenta que la pica en miles de enojosos trocitos. Cada trocito fue ideado para encajar en el bolsillo de un policía, decorar el parabrisas de un coche aparcado ilegalmente y despojar a un conductor de quince dólares. Unas 500.000 multas de quince dólares se imprimen cada año para la policía de Nueva York en la calle 19 Oeste, en la May Tag and Label Corporation, cuyos empleados a veces ven el fruto de su trabajo volver como un bumerán sobre sus propios parabrisas.
Nueva York es una ciudad de 200 vendedores de castañas, 300.000 palomas y 600 estatuas y monumentos. Cuando la estatua ecuestre de un general alza del suelo los dos cascos delanteros, quiere decir que el general murió en combate; si levanta uno, murió de heridas recibidas en combate; si los cuatro cascos pisan el suelo, el general probablemente murió en cama.
En Nueva York, desde el amanecer hasta el ocaso y de nuevo al amanecer, día tras día, se escucha el incesante y sordo ruido de las llantas sobre la plancha de hormigón del puente George Washington. El puente nunca está completamente quieto. Tiembla con el tráfico. Se mueve con el viento. Sus enormes venas de acero se hinchan al calentarse y se contraen al enfriarse; con frecuencia la plancha se acerca al río Hudson, unos tres metros más en verano que en invierno. Esta estructura, poco menos que inquieta y de grácil belleza, oculta, como una seductora irresistible, algunos de sus secretos a los románticos que la contemplan, los escapistas que saltan desde ella, la chica regordeta que recorre pesadamente su distancia de mil setenta metros buscando bajar de peso y los cien mil automovilistas que cada día la cruzan, se estrellan contra ella, le esquilman el peaje, se atascan encima.