Retratos y encuentros (9 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

BOOK: Retratos y encuentros
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—Movámonos, compañeros…, esta agua está fría y yo acabo de salir de un resfriado.

Así que los equipos de cámaras se le acercaron, Virna Lisi se puso a chapotear en el agua junto a Sinatra y Jack Donohue les gritó a los asistentes que manejaban los ventiladores: «¡Hagan las olas!», y otro hombre dio la orden: «¡Agiten!», y Sinatra empezó a cantar: Agítate in rhythrn, pero hizo silencio cuando las cámaras empezaron a rodar.

En la siguiente escena Frank Sinatra estaba en la playa simulando que miraba las estrellas y Virna Lisi debía acercársele, lanzarle cerca uno de sus zapatos para avisarle de su presencia y luego sentarse a su lado y prepararse para una sesión apasionada. Antes de comenzar, la señorita Lisi amagó con tirarle el zapato a la figura de Sinatra, que se extendía boca arriba en la playa. Ya iba a lanzarlo cuando Sinatra alzó la voz:

—Me pegas en el pájaro y me voy a casa.

Virna Lisi, que poco inglés entiende y con seguridad nada del especial vocabulario de Sinatra, puso cara de incomprensión, pero todos rieron tras las cámaras. Entonces le arrojó el zapato. Éste dio vueltas en el aire, aterrizó en el estómago.

—Bueno, dio unos diez centímetros más arriba —anunció él.

Otra vez ella quedó desconcertada con las risas tras las cámaras.

Luego Jack Donohue les hizo ensayar sus papeles, y Sinatra, todavía muy entonado con el viaje a Las Vegas y ansioso de ver rodar las cámaras, dijo: «Intentémoslo». Donohue, aunque dudaba de que Sinatra y Lisi supieran bien sus papeles, dio el visto bueno, y el asistente de la claqueta anunció: «419, toma 1», y Virna Lisi se acercó con el zapato y se lo arrojó a Frank, tendido en la playa. Le cayó junto al muslo, y la ceja derecha de Sinatra se alzó casi de manera imperceptible, pero el personal captó el mensaje y sonrieron todos.

—¿Qué te dicen esta noche las estrellas? —preguntó la señorita Lisi, recitando su primera línea mientras se sentaba en la playa al lado de Sinatra.

—Las estrellas me dicen esta noche que soy un idiota —dijo Sinatra—, un idiota chapado en oro por haberme enredado en esto.

—Corten —gritó Donohue. Había sombras de micrófonos en la arena, y Virna Lisi no se había sentado donde debía estar, cerca de Sinatra.

—419, toma 2 —dijo el asistente de la claqueta.

La señorita Lisi se aproximó de nuevo, le lanzó el zapato y esta vez falló por poco. Sinatra suspiró apenas y ella le preguntó:

—¿Qué te dicen esta noche las estrellas?

—Las estrellas me dicen esta noche que soy un idiota —dijo Sinatra—, un idiota chapado en oro por haberme enredado en esto.

Entonces, según el guión, Sinatra debía continuar: «¿Sabes en qué nos estamos metiendo? En cuanto pongamos pie en el Queen Mary, quedaremos fichados». Pero Sinatra, que a menudo improvisa, recitó:

—¿Sabes en qué nos estamos metiendo? En cuanto pongamos pie en ese maldito barco…

—No, no —interrumpió Donohue, sacudiendo la cabeza—. No creo que eso esté bien.

Las cámaras pararon, hubo risas y Sinatra alzó la cara desde su posición en la arena como si lo hubieran cortado injustamente.

—No veo por qué eso no pueda servir… —empezó a decir, pero Richard Conte gritó detrás de una cámara:

—Eso no lo proyectarían en Londres.

Donohue se pasó la mano por el escaso pelo gris y dijo, aunque sin verdadero enfado:

—Saben, la escena iba bastante bien hasta que alguien la estropeó.

—Yeah —asintió el camarógrafo, Billy Daniels, sacando la cabeza por detrás de la cámara—, la toma era bastante buena…

—Cuida tus palabras —interrumpió Sinatra.

Entonces Sinatra, que tiene el don de ideárselas para no repetir una escena, sugirió una manera de usar lo filmado y regrabar después la parte defectuosa. Hubo aprobación. Las cámaras volvieron a rodar, Virna Lisi se inclinó sobre Sinatra en la arena y él la atrajo hacia sí para estrecharla. La cámara se acercó entonces para hacer un primer plano de sus caras y estuvo zumbando durante varios segundos, pero Sinatra y Lisi no dejaron de besarse; seguían simplemente tendidos en la arena, envueltos en un mutuo abrazo… y la pierna izquierda de Virna Lisi empezó a levantarse levemente. Todos en el estudio ahora miraban en silencio, no se oía una palabra, hasta que Donohue dijo:

—Si algún día terminan, háganmelo saber. Se me está acabando la película.

Entonces la señorita Lisi se puso de pie, se alisó el traje blanco, se peinó hacia atrás su pelo rubio y se retocó el lápiz de labios, que se había corrido. Sinatra se puso de pie con una sonrisita y se dirigió al camerino.

Al pasar frente a un hombre mayor que cuidaba una cámara, Sinatra le preguntó:

—¿Cómo va tu Bell and Howell?

—Está muy bien, Frank —dijo el hombre, sonriendo—. Qué bien.

En su camerino Sinatra fue recibido por un diseñador de automóviles que traía los planos del nuevo modelo hecho por encargo para reemplazar el Ghia de 25.000 dólares que Sinatra venía conduciendo durante los últimos años. Lo esperaban también su secretario, Tom Conroy, con un saco repleto de cartas de admiradores, incluyendo una del alcalde de Nueva York, John Lindsay; y Bill Miller, el pianista de Sinatra, que venía a ensayar algunas de las canciones que debían grabar al final de la tarde para el nuevo álbum, Moonlight Sinatra.

Aunque a Sinatra no le importa exagerar la nota un poco en el estudio de cine, es sumamente serio con las sesiones de grabación de un disco. Como le explicaba a un escritor británico, Robin Douglas-Home: «Cuando te pones a cantar en ese disco, estás tú solo y nadie más que tú. Si sale malo y te trae críticas, tú cargas con la culpa y nadie más. Si es bueno, también es por ti. Con una película nunca es así: hay productores y guionistas, y cientos de hombres en sus oficinas y la cosa se te escapa de las manos. Con un disco tú lo eres todo».

But now the days are short;

I'm in the autumn of the year

And now I think of my life

As vintage wine

From fine old kegs.

No importa ya qué canción canta, ni quién escribió la letra: son sus palabras, sus sentimientos, los capítulos de la novela lírica que componen su vida.

Life is a beautiful thing

As long as I hold the string.

Cuando Frank Sinatra llega al estudio, parece saltar del coche bailando para cruzar la acera y atravesar la puerta; y sin dilaciones, chasqueando los dedos, se sitúa frente a la orquesta en un cuarto íntimo, hermético, y muy pronto domina a cada hombre, cada instrumento, cada onda sonora. Algunos de los músicos lo han acompañado durante veinticinco años, han envejecido oyéndolo cantar
You Make Me Feel So Young.

Cuando su voz se conecta, como esta noche, Sinatra entra en éxtasis, la sala se electriza, la excitación se extiende a la orquesta y se deja sentir en la cabina de control, donde una docena de hombres, amigos de Sinatra, lo saludan con la mano detrás de la ventana. Uno de ellos es el pitcher de los Dodgers, Don Drysdale («Hey, BigD. —lo saluda Sinatra—, hey, baby!»), otro es el golfista profesional Bo Wininger. También hay un número de mujeres bonitas de pie en la cabina detrás de los ingenieros, mujeres que le sonríen a Sinatra y mueven suavemente sus cuerpos al son acariciante de la música.

Will this be moon love

Nothing but moon love

Will you be gone when the dawn

Comes stealing through

Cuando acaba, ponen la grabación que hay en la cinta; y Nancy Sinatra, que acaba de entrar, se une a su padre al pie de la orquesta para oír la reproducción. Escuchan en silencio, todos los ojos puestos en ellos, el rey y la princesa; y cuando la música termina, suenan aplausos en la cabina de control. Nancy sonríe y su padre chasquea los dedos y dice, sacudiendo un pie:

—¡Ooba-deeba-boobe-do!

Entonces llama a uno de sus hombres:

—Eh, Sarge, ¿crees que me podría tomar media tacita de café?

Sarge Weiss, que estaba oyendo la música, se levanta lentamente.

—No quería despertarte, Sarge —le dice Sinatra, con una sonrisa.

Sarge regresa con el café y Sinatra lo mira, lo olfatea y anuncia:

—Pensaba que él iba a ser bueno conmigo, pero miren: ¡café de verdad!

Hay más sonrisas y ya la orquesta se prepara para el siguiente número. Y una hora después todo ha terminado.

Los músicos guardan los instrumentos en los estuches, toman sus abrigos y empiezan a desfilar por la salida, dándole las buenas noches a Sinatra. Él los conoce a todos por el nombre, sabe mucho de su vida personal, desde sus días de solteros hasta sus divorcios, con todos sus altibajos, tal como ellos saben de la de él. Cuando un trompa, un italiano bajito llamado Vincent DeRosa, que ha tocado con Sinatra desde los días del Hit Parade radiofónico de los cigarrillos Lucky Strike, pasaba por un lado, Sinatra alargó el brazo y lo detuvo por un momento.

—Vicenzo —le dijo Sinatra—, ¿cómo está tu nenita?

—Está muy bien, Frank.

—Oh, ya no es una nenita —se corrigió Sinatra—: ahora debe de ser una niña grande.

—Sí, ahora va a la universidad. A la USC.

—Fantástico.

—También, Frank, creo yo, tiene un poquito de talento como cantante.

Sinatra calló por un instante y luego dijo:

—Sí, pero más le conviene educarse primero, Vicenzo.

Vincent DeRosa asintió:

—Sí, Frank —y agregó—: Bien, buenas noches, Frank.

—Buenas noches, Vicenzo.

Cuando todos los músicos se marcharon, Sinatra salió de la sala de grabación y se unió a sus amigos en el corredor. Pensaba salir a tomarse unos tragos con Drysdale, Wininger y otros pocos, pero primero fue al otro extremo del corredor, a despedirse de Nancy, que había ido por su abrigo y tenía planeado irse a casa conduciendo su propio coche.

Después de besarla en la mejilla Sinatra corrió a reunirse con sus amigos en la puerta. Pero antes de que Nancy pudiera salir del estudio, uno de los hombres de Sinatra, Al Silvani, un antiguo mánager de boxeo profesional, se le unió.

—¿Ya estás lista para salir, Nancy?

—Oh, gracias, Al —dijo ella—, pero estaré bien.

—Órdenes de papi —dijo Silvani, alzando las palmas de las manos.

Sólo cuando Nancy le señaló a dos amigos suyos que la iban a escoltar a casa, y sólo después de que Silvani los identificó como amigos, el hombre se marchó.

El resto del mes fue soleado y cálido. La sesión de grabación había salido de maravilla, la película estaba terminada, los programas de televisión habían quedado atrás, y ahora Sinatra iba en su Ghia rumbo a su oficina para empezar a coordinar sus más recientes proyectos. En los próximos meses tenía una presentación en The Sands, una nueva película de espías titulada Atrapado que sería filmada en Inglaterra y la grabación de un par de álbumes. Y dentro de una semana cumpliría cincuenta años.

Life is a beautiful thing

As long as I hold the string

I’d be a silly so-and-so

If I should ever let go

Frank Sinatra detuvo el coche. El semáforo estaba en rojo. Los peatones cruzaban rápido frente al parabrisas, pero, como de costumbre, uno no lo hizo. Se trataba de una chica veinteañera. Se quedó en la acera sin quitarle los ojos de encima. Él podía verla por el rabillo del ojo izquierdo, y sabía, porque eso le pasa casi a diario, que ella estaba pensando: Se parece a él, pero ¿será?

Justo antes de que cambiara el semáforo Sinatra se volvió hacia ella y la miró a los ojos, esperando la reacción que él sabía se iba a producir. Se produjo, y él le sonrió. Ella le sonrió y él se perdió de vista.

El perdedor

Al pie de una montaña al norte del estado de Nueva York, a casi cien kilómetros de Manhattan, queda la sede abandonada de un club campestre con un salón de baile lleno de polvo, los taburetes del bar patas arriba y el piano sin afinar; y los únicos sonidos que se oyen por las noches en los alrededores provienen de la casona blanca que hay detrás: los ruidos metálicos de los cubos de la basura que derriban los mapaches, zorrillos y gatos monteses que bajan de las lomas a hacer sus incursiones nocturnas.

La casona también parece desierta; pero algunas veces, cuando los animales arman un estruendo, se enciende adentro una lucecita, una ventana se abre y una botella de Coca-Cola vuela en la oscuridad y se estrella contra los cubos. Pero la mayoría de veces permanecen tranquilos hasta el amanecer, cuando la puerta trasera de la casa blanca se abre de golpe y un negro de espalda ancha aparece vestido con una sudadera gris y una toalla blanca colgada del cuello.

Baja corriendo los escalones, cruza rápido por los cubos de la basura y sigue al trote por un camino de tierra, dejando atrás el club campestre con rumbo hacia la autopista. Por momentos se detiene en el camino y arroja una descarga de golpes contra imaginarios contrincantes, marcando cada golpe corto con bruscos jadeos de la respiración —jeee, jeee, jeee—; y al fin, cuando llega a la autopista, dobla por ella y no tarda en perderse cuesta arriba.

A esas horas de la mañana hay camiones de las granjas cercanas en la vía, y los conductores saludan con la mano al corredor. Ya más entrada la mañana hay otros motoristas que lo ven, y algunos se detienen de improviso al borde de la vía y le preguntan:

—Oye, ¿no eres Floyd Patterson?

—No —responde Floyd Patterson—. Soy su hermano Raymond.

Los automovilistas siguen su camino; pero hace poco un hombre que iba a pie, un tipo desarreglado que parecía haber pasado la noche al aire libre, trastabillaba por la vía detrás del corredor al tiempo que gritaba:

—¡Eh, Floyd Patterson!

—No, soy su hermano Raymond.

—No me vas a decir a mí que no eres Floyd Patterson. Yo sé cómo es Floyd Patterson.

—Okay —le dijo Patterson, encogiéndose de hombros—, si quieres que sea Floyd Patterson, seré Floyd Patterson.

—Entonces dame tu autógrafo —dijo el hombre, entregándole un trozo de papel arrugado y un lápiz.

El otro lo firmó: «Raymond Patterson».

Una hora después Floyd Patterson corría de regreso por el camino de tierra hacia la casa blanca, con la toalla sobre la cabeza para absorber el sudor de la frente. Vive solo en un apartamento de dos habitaciones en la parte trasera de la casa y ha estado allí en una reclusión casi total desde que Sonny Listón lo noqueó por segunda vez.

En la habitación más pequeña hay una cama grande que él mismo se hace, varios álbumes de música que rara vez toca, un teléfono que rara vez suena. La habitación más grande tiene una cocina a un lado, y al otro, contigua a un sofá, hay una chimenea en la que cuelgan para secarse pantalones de boxeo y camisetas, y una fotografía suya de cuando era campeón, y también un televisor. El aparato permanece encendido, excepto cuando Patterson duerme, o cuando entrena al otro lado del camino en la sede del club (el improvisado cuadrilátero está instalado en la que fuera la pista de baile), o cuando, en un raro momento de dolorosa honestidad, le revela a un visitante cómo es eso de ser el perdedor.

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