Y ahí te das cuenta de que ya es hora de alistarse… Abres los ojos. Te bajas de la mesa. Te pones los guantes, te relajas. Entonces entra el entrenador de Listón. Te mira; te sonríe. Te toca las vendas y después te dice: «Buena suerte, Floyd», y tú piensas: «Él no tenía que decirte eso; debe de ser un buen tipo»…
Y entonces sales, y es un paseo largo, siempre un paseo largo, y piensas: «¿Qué seré yo cuando vuelva por aquí?». Entonces trepas al cuadrilátero. Atisbas a Billy Eckstine al pie del ring inclinándose para hablar con alguien y ves a los reporteros…, algunos te caen bien, otros no… y suena al fin el himno nacional y las cámaras empiezan a rodar y suena la campana…
¿Cómo pudo pasar dos veces lo mismo? ¿Cómo? Eso es lo que yo no dejaba de pensar después del nocaut… ¿Engañé a esa gente todos estos años?… ¿Fui campeón alguna vez?…
Y entonces te conducen fuera del ring… y otra vez pasillo arriba, entre toda esa gente, y lo único que quieres es llegar al vestuario, rápido… pero el problema fue que en Las Vegas doblaron por donde no era y cuando llegamos al final del pasillo no había ningún vestuario… y tuvimos que caminar todo el trecho de vuelta, frente a la misma gente, y ellos seguramente pensarían: «Patterson no solamente está noqueado, sino que ni siquiera puede dar con el vestuario»…
En el vestuario me entró un dolor de cabeza. Listón no me hirió físicamente —a los pocos días yo no sentía sino un tirón en el nervio de un diente—, no fue nada como otras peleas que he tenido: como ésa con Dick Wagner en el 53 cuando él me dio una paliza tan dura que estuve orinando sangre durante varios días. Después de la pelea contra Listón me fui derecho al baño, cerré la puerta y me puse a mirarme en el espejo. Me miraba y me preguntaba: «¿Qué pasó?», hasta que empezaron a pegarle a la puerta y me decían: «Sal ya, Floyd, sal ya. La prensa está aquí. Cus D Amato está aquí, sal ya, Floyd».
De modo que salí, y me hacían preguntas, pero qué les vas a decir. Tú estás pensando en todos esos meses de entrenamiento, toda esa preparación, todas esas privaciones; y piensas: «No tenía que haber corrido ese kilómetro de más, no tenía que haber entrenado con el sparring aquel día, pude haberme quedado despierto esa noche en el campamento viendo el Late Show…, podría haber peleado esta noche sin ningún estado físico…».
—Floyd, Floyd —le decía Hanson—, retomemos el rumbo.
Patterson volvía a despabilarse bruscamente de su ensoñación, volvía a concentrarse y recobraba el control del vuelo. Después de hacer escala en Nuevo México y Ohio, Floyd Patterson y Ted Hanson posaron el pequeño aeroplano en la pista de aterrizaje cercana al campamento de boxeo. La Cessna verde que había traído el otro piloto ya se encontraba allí, anclada al césped en el punto exacto en que se hallaba ahora, cinco meses después, cuando Floyd Patterson pensaba pilotarla hacia la que quizás sería otra pelea…, esta vez con unos colegiales de Scarsdale que le alzaban el vestido a su niña.
Patterson y Ted Hanson desataron la avioneta y Patterson fue por un trapo y limpió los insectos espachurrados en el parabrisas. Caminó luego a la parte de atrás de la nave, inspeccionó la cola, revisó debajo del fuselaje y miró con cuidado entre el ala y los alerones para asegurarse de que todos los tornillos estuvieran bien apretados. Parecía sospechar algo. D’Amato lo habría felicitado.
—Si alguien se quiere deshacer de ti —explicó Patterson—, le basta con quitar estos tornillitos de aquí. Después, cuando te preparas para el aterrizaje, los alerones se desprenden y tú te estrellas.
Entonces Patterson se subió a la cabina y encendió el motor. En cuestión de minutos, con Hanson a su lado, aceleraba la avioneta sobre el campo de hierba, se elevaba sobre el matorral y planeaba alto sobre las suaves colinas y los árboles. Fue un bonito despegue.
Como el vuelo tardaba apenas cuarenta minutos hasta el aeropuerto de Westchester, donde Sandra Patterson los estaría esperando en un coche, Floyd Patterson pilotó todo el tiempo. Fue un viaje sin contratiempos, hasta que, al salir de una nube, se metieron de repente en la humareda espesa y quieta de un incendio forestal. Sin visibilidad, Patterson tuvo que valerse de los instrumentos. Y en ese preciso momento una mosca que zumbaba al fondo de la cabina voló adelante y se posó en el tablero de instrumentos frente a él. La miró enfurecido, la dejó trepar lentamente por el parabrisas y acabó por lanzarle una rápida palmada para aplastarla contra el vidrio. Erró el golpe. La mosca pasó zumbando sana y salva junto a la oreja de Patterson, rebotó en la parte de atrás de la cabina, empezó a dar vueltas.
—El humo no va a durar —le aseguró Hanson—. Puedes enderezarla.
Patterson enderezó la avioneta.
Voló cómodamente por unos momentos. Hasta que la mosca volvió al frente, le zigzagueó a Patterson en la cara, se posó en el tablero y procedió a reptar por él. Patterson la miró, torciendo la vista. Al fin le descargó un veloz manotazo de derecha. Falló.
Diez minutos más tarde, con los nervios todavía de punta, Patterson comenzó el descenso. Levantó el micrófono de la radio: «Torre de Westchester…, Cessna 2729 uniforme…, tres millas noroeste…, tomando tierra en uno-seis con el último…», y al fin, tras un aterrizaje fácil, saltó rápidamente de la cabina y enfiló hacia la camioneta de su mujer fuera de la terminal.
Pero a mitad de camino un hombre bajito que fumaba un cigarro se giró a mirar a Patterson, lo saludó con la mano y lo llamó:
—Oiga, perdóneme, pero ¿usted no es…, no es… Sonny Liston?
Patterson se detuvo. Desconcertado, le clavó la mirada al hombrecito. No estaba seguro de si era un chiste o un insulto y realmente no sabía qué hacer.
—¿No es usted Sonny Liston? —repitió el hombre con toda seriedad.
—No —le dijo Patterson, acelerando el paso—, soy su hermano.
Cuando llegó al vehículo de la señora Patterson, le preguntó:
—¿Cuánto falta para que los dejen salir del colegio?
—Unos quince minutos —dijo ella encendiendo el motor, y añadió—: ¡Ay, Floyd!, debí contárselo a la Hermana, no debí…
—Tú se lo cuentas a la Hermana; yo se lo cuento a los chicos.
La señora Patterson condujo a toda marcha hasta Scars dale, mientras Patterson meneaba la cabeza y le decía a Ted Hanson, que iba atrás:
—De veras que no entiendo a esos chicos del colegio. Es un colegio religioso y están pidiendo 20.000 dólares por un vitral… y así y todo hay algunos que mantienen estos prejuicios raciales, y la mayoría son judíos, cuando están en las mismas que nosotros y…
—Ay, Floyd —exclamó su mujer—, Floyd, yo tengo que llevarme bien con la gente de aquí… Tú no estás aquí, tú no vives aquí, yo…
Llegaron al colegio cuando la campana empezaba a sonar. Era una edificación moderna en lo alto de una cuesta, y en el prado había una estatua de un santo, y a sus espaldas una gran cruz blanca.
—Allí está Jeannie —dijo la señora Patterson.
—Rápido, llámala que venga —dijo Patterson.
—Jeannie! Ven aquí, linda.
La pequeña, que llevaba la gorra y el delantal azules del colegio y apretaba unos libros contra el pecho, corrió por el sendero hacia la camioneta.
—Jeannie —le dijo Floyd Patterson, bajando la ventanilla—, señálame a los muchachos que te alzaron el vestido.
Jeannie se dio la vuelta y observó los grupos de alumnos que bajaban por el sendero. Al fin señaló a un jovencito alto, delgado y de pelo ensortijado que caminaba con otros cuatro chicos, todos entre los doce y los catorce años de edad.
—Oye —lo llamó Patterson—, ¿te puedo hablar un minuto?
Los cinco chicos se arrimaron al coche. Miraban a Patterson directo a los ojos. No parecía intimidarlos en lo más mínimo.
—¿Eres el que le ha estado levantando la falda a mi hija? —le preguntó Patterson al que había sido señalado.
—Nones —dijo el muchacho, como al descuido.
—¿Nones? —repitió Patterson, cogido por sorpresa por la respuesta.
—No fue él, míster —dijo otro de los chicos—. A lo mejor fue el hermanito de él.
Patterson miró a Jeannie. Pero ella estaba muda, vacilante. Los cinco chicos seguían ahí, esperando a que Patterson hiciera algo.
—Bueno, eh… ¿dónde está tu hermanito? —preguntó Patterson.
—¡Hey, niño! —llamó uno de los chicos—. Ven aquí.
Un niño se acercó. Parecía su hermano mayor; tenía pecas en la naricita respingona, ojos azules y pelo negro rizado, y mientras se aproximaba a la camioneta parecía que tampoco a él lo intimidaba Patterson.
—¿Has estado levantándole el vestido a mi hija?
—Nones —dijo el chico.
—¡Nones! —repitió Patterson, frustrado.
—Nones, no se la levanté. Yo apenas se la toqué un poquito.
Los otros chicos aguardaban junto al coche, mirando desde arriba a Patterson, y ya otros estudiantes se agolpaban tras ellos, y Patterson alcanzaba a ver a varios progenitores blancos de pie junto a sus coches aparcados. Se cohibió, comenzó a tamborilear nerviosamente los dedos en el tablero. No podía alzar la voz sin hacer una escena desagradable, pero tampoco podía retirarse sin dignidad, de tal modo que suavizó la voz y dijo finalmente:
—Mira, niño, quiero que dejes de hacer eso. No se lo voy a contar a tu madre…, eso te metería en problemas… pero no lo vuelvas a hacer, ¿okay?
—Okay.
Los muchachos se dieron la vuelta en calma y se alejaron en grupo calle arriba.
Sandra Patterson no decía nada. Jeannie abrió la portezuela, se sentó al frente junto a su padre, sacó un papelito azul que una monja le había dado y alargó la mano para entregárselo a la señora Patterson. Pero Floyd Patterson se lo arrebató. Lo leyó. Hizo luego una pausa, bajó el papel y declaró en voz baja, arrastrando las palabras: «No aprobó religión…».
Patterson quería largarse ya mismo de Scarsdale. Quería regresar al campamento. Después de una parada en la casa de Patterson en Scarsdale para recoger a Floyd Patterson Jr., que tiene tres años, la señora Patterson los condujo de vuelta al aeropuerto. Jeannie y Floyd Jr. se sentaron en la parte de atrás de la avioneta y la señora Patterson condujo sola la camioneta hasta el campamento, con intenciones de regresar a Scarsdale con los niños esa misma noche.
Eran las cuatro de la tarde cuando Floyd Patterson regresó al campamento, y las sombras se alargaban en la sede del club, y la maleza invadía la cancha de tenis, y no había ningún coche aparcado a las puertas de la casona blanca. Todo estaba desierto y silencioso; era el campamento de un perdedor.
Los niños corrieron a jugar dentro del club. Patterson caminó despacio hacia su apartamento, donde iba a cambiarse para entrenar.
—¿Y qué iba a hacer yo con esos escolares? —preguntó—. ¿Qué les puedes hacer a unos chicos de esa edad?
Parecía seguir molesto: el desparpajo de los chicos, el saber que había en cierto modo fracasado, la probabilidad de que si esos mismos chicos hubieran provocado a alguien de la familia de Liston, el patio del colegio estaría cubierto de miembros corporales.
Si bien Patterson y Liston son productos de barriada, y aunque ambos empezaron de ladrones, a Patterson lo habían amansado en una escuela especial con la ayuda de una dulce solterona negra. Más tarde se convirtió al catolicismo y aprendió a no odiar. Más tarde aún se compró un diccionario, y añadió a su vocabulario palabras tales como «vicisitud» y «enigma». Y cuando recuperó el campeonato venciendo a Johansson, se convirtió en la Gran Esperanza Negra de la Liga Urbana
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Demostró no sólo que era posible elevarse lejos de la barriada negra y triunfar como deportista, sino también convertirse en un ciudadano inteligente, sensible y cumplidor de la ley Al demostrarlo, sin embargo, y enorgullecerse de ello, Patterson pareció perder algo de sí mismo. Perdió algo de las ganas, de la ira…, y mientras subía los escalones de su apartamento decía:
—Me convertí en el bueno… Cuando Listón conquistó el título, yo esperaba que se volviera también un tipo bueno. Eso me habría quitado a mí la responsabilidad y a lo mejor yo podría haber hecho un poco más el malo. Pero eso no pasó… Está bien ser el bueno cuando estás ganando. Pero si pierdes no es bueno ser el bueno.
Patterson se quitó la camisa y los pantalones y, poniendo a un lado unos libros que había sobre la cómoda, depositó el reloj, los gemelos y un clip con billetes.
—¿Lees mucho? —se le preguntó.
—No —dijo—. En realidad, ¿sabes que no he terminado un libro en toda mi vida? No sé por qué, pero me parece que ningún escritor de hoy tiene nada para mí. Quiero decir, ninguno ha sentido más hondo de lo que yo he sentido y no tengo nada que aprender de ellos. Aunque se me hace que Baldwin
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es distinto a los demás. ¿Qué anda haciendo Baldwin en estos días?
—Está escribiendo una obra de teatro. Parece que Anthony Quinn va a tener un papel en ella.
—¿Quinn? —preguntó Patterson.
—Sí.
—Yo no le gusto a Quinn.
—¿Por qué?
—Lo leí o lo oí en algún lado. Citaban a Quinn diciendo que mi pelea contra Listón había sido una vergüenza y que él lo podría haber hecho mejor. La gente dice eso con frecuencia: ¡que ellos lo podrían hacer mejor! Pues bueno, yo creo que si ellos tuvieran que boxear, ellos no aguantarían ni siquiera la experiencia de esperar al día de la pelea. Pasarían en vela toda la noche anterior y estarían bebiendo o tomando drogas. Probablemente les daría un ataque al corazón. Estoy seguro de que si yo subiera al ring con Anthony Quinn sería capaz de rendirlo sin siquiera tocarlo. No haría más que presionarlo; le seguiría los pasos; me pegaría a él. No lo tocaría, pero lo cansaría hasta tirarlo al suelo. Pero Anthony Quinn ya está viejo, ¿no?
—Cuarentón.
—Bueno, de todos modos —dijo Patterson—, volviendo a Baldwin, parece ser un tipo tremendo. Lo he visto en la televisión y, antes de la pelea con Listón en Chicago, me visitó en mi campamento. Te topas a Baldwin en la calle y dices: «¿Quién será este pobre vago?»… Parece cualquiera; y esa misma impresión es la que yo le doy a la gente cuando no me conocen. Pero creo que Baldwin y yo tenemos mucho en común y algún día me gustaría poder sentarme con él a conversar un buen rato.
Después de ponerse el pantalón corto y la sudadera, Patterson se agachó para atarse los cordones, y de un cajón de la cómoda sacó luego una camiseta que tenía estampada la palabra Deauville. Tiene varias con el mismo nombre. Las trata con cuidado. Son recuerdos del punto cumbre de su vida. Son del hotel Deauville en Miami Beach, donde entrenó para el tercer combate contra Ingemar Johansson en marzo de 1961.