Joe DiMaggio vive con una hermana viuda, Marie, en una casa de piedra color canela en una tranquila calle residencial no lejos del Muelle de los Pescadores. Compró la casa hace casi treinta años para sus padres, y cuando ellos murieron vivió allí con Marilyn Monroe. Ahora está bajo el cuidado de Marie, una delgada y hermosa mujer de ojos oscuros que tiene un apartamento en el segundo piso, Joe en el tercero. Hay algunas placas y trofeos de béisbol en el recibidor junto a la alcoba de DiMaggio, y en el tocador hay fotografías de Marilyn Monroe, y en la sala del piso de abajo hay un pequeño retrato pintado de ella que a DiMaggio le gusta mucho: deja ver sólo el rostro y los hombros, y ella tiene puesta una pamela de ala muy amplia, y en sus labios hay un sonrisa suave y dulce, con el aire de inocente curiosidad con que él la veía a ella y como quería que los demás la vieran: una chica sencilla, «una chica cariñosa y de gran corazón —como una vez la describiera—, de la que todos abusaron».
Las fotografías publicitarias que resaltaban su sex appeal a menudo lo ofendían, y un momento memorable para Billy Wilder, que la dirigió en La tentación vive arriba, ocurrió cuando descubrió a DiMaggio entre la multitud reunida en la Avenida Lexington de Nueva York para curiosear la escena en la que a Marilyn, de pie en una rejilla del metro para refrescarse, una repentina ráfaga de viento le levanta la falda muy arriba. «¿Qué demonios pasa aquí?», oyeron que DiMaggio exclamaba entre el gentío, y, recordaba Wilder, «jamás olvidaré la cara de muerte que puso Joe».
En ese entonces él tenía treinta y nueve años, y ella, veintisiete. Se habían casado en enero de ese año, 1954, no obstante la disparidad de temperamentos y de tiempos: él estaba cansado de la publicidad, y en ésta ella florecía. Él no podía con la impuntualidad; ella siempre llegaba tarde. En su luna de miel en Tokio un general estadounidense se les presentó y le preguntó a ella si querría, como gesto patriótico, visitar a las tropas que libraban la guerra en Corea. Ella miró a Joe.
—Es tu luna de miel —le dijo él, encogiéndose de hombros—. Ve si quieres.
Ella realizó diez presentaciones ante cien mil soldados, y cuando estuvo de regreso le dijo:
—¡Fue tan maravilloso, Joe! Nunca oíste semejante ovación.
—Sí que la oí —le dijo él.
Al otro lado del retrato de la sala, en la mesa de centro enfrente del sofá, hay un humidificador de plata que le obsequiaron sus compañeros de los Yankees por los días en que era el hombre más célebre de Norteamérica, cuando la orquesta de Les Brown grabó un hit que sonaba día y noche en la radio:
From Coast to Coast, that's all you hear
Of Joe the One-Man-Show
He's glorified the horsehide sphere,
Jolting Joe DiMaggio…
Joe… Joe… DiMaggio…
We want you on our side
Corría el año de 1941, y todo comenzó para Joe DiMaggio a mediados de mayo, cuando los Yankees habían perdido cuatro partidos seguidos, siete de los últimos nueve, y ocupaban la cuarta posición, cinco partidos y medio detrás de los punteros, los Indians de Cleveland. El 15 de mayo DiMaggio bateó apenas un sencillo en la primera entrada en un partido que Nueva York perdió con Chicago 13-1. Difícilmente alcanzaba un promedio de bateo de .300 y había decepcionado enormemente a las multitudes que lo habían visto terminar con un promedio de .352 el año anterior y de .381 en 1939.
Conectó un hit en el partido siguiente, y otro en el siguiente, y en el siguiente otro más. El 24 de mayo, con los Yankees perdiendo 6-5 con Boston, DiMaggio entró con corredores en segunda y tercera y con un sencillo los llevó a home plate, ganando el partido y extendiendo su racha bateadora a diez victorias. Pero esa racha pasaba mayormente inadvertida. Ni siquiera DiMaggio se daba cuenta, hasta que llegó a los veintinueve partidos a mediados de junio. Entonces los periódicos empezaron a ponerle drama, el público se entusiasmó, le enviaban toda suerte de amuletos para la buena suerte, y DiMaggio seguía conectando hits y los locutores radiofónicos interrumpían los programas para dar la noticia, y otra vez sonaba la canción:
Joe… Joe… DiMaggio… we want you on our side.
A veces DiMaggio pasaba sin un hit en las primeras tres veces al bate; subía la tensión, parecía que el partido iba a terminar sin que tuviera otra oportunidad; pero siempre la conseguía, y entonces bateaba un imparable contra la valla del campo izquierdo o entre las piernas del pitcher o entre el salto simultáneo de dos infielders. En el partido número cuarenta y uno, el primero de dos seguidos entre los mismos equipos, en Washington, DiMaggio igualó un récord de la Liga Americana establecido por George Sisler en 1922. Pero antes de comenzar el segundo partido un espectador se coló en el campo y fue hasta el banquillo de los Yankees y hurtó el bate favorito de DiMaggio. En el segundo partido, empuñando otro bate, DiMaggio bateó dos de línea y un elevado para sendos outs. Pero en la séptima entrada, tomando prestado un viejo bate suyo que usaba un compañero de equipo, conectó un sencillo y batió el récord de Sisler, quedando apenas a tres partidos de romper el récord de cuarenta y cuatro de las ligas mayores establecido en 1897 por Willie Keeler cuando jugaba para el Baltimore en los tiempos en que era una franquicia de la Liga Nacional.
Los periódicos hicieron un llamamiento por el bate perdido. Un hombre de Newark confesó el delito y lo devolvió presentando excusas. Y el 2 de julio, en el estadio de los Yankees, DiMaggio bateó un jonrón hasta las tribunas del campo izquierdo. Había roto el récord.
También bateó imparables en los once partidos siguientes, pero sólo el 17 de julio… en Cleveland, en un partido nocturno presenciado por 67.468 espectadores, vino a fallar ante dos lanzadores, Al Smith y Jim Bagby Jr., aunque el héroe del Cleveland fue en realidad el tercera base, Ken Keltner, que en la primera entrada se abalanzó a la derecha para hacer una espectacular parada, con el brazo cruzado, de un batazo de DiMaggio, y con el lanzamiento desde la línea de foul detrás de tercera base consiguió sacarlo. En la cuarta entrada DiMaggio recibió una base por bolas. Pero en la séptima volvió a enviarle un batazo a Keltner, que otra vez lo paró y volvió a sacarlo. DiMaggio bateó duro contra el shortstop en la octava entrada, y la bola rebotó de modo extraño, pero Lou Boudreau la atrapó a la altura del hombro y la lanzó al segunda base para iniciar un doble play, y la racha de DiMaggio se vio interrumpida a los cincuenta y seis partidos. No obstante, los Yankees de Nueva York iban en camino de ganar el campeonato por diecisiete partidos, así como la Serie Mundial, de modo que en agosto, en la suite de un hotel de Washington, los jugadores dieron una fiesta sorpresa para DiMaggio y brindaron por él con champaña y le obsequiaron el humidificador de plata Tiffany que reposa ahora en la sala de su casa en San Francisco.
Marie estaba en la cocina preparando té y tostadas cuando DiMaggio bajó a desayunar. Él tenía despeinado el pelo gris, pero, como lo llevaba corto, no se veía desgreñado. Dio los buenos días a Marie, tomó asiento y bostezó. Encendió un cigarrillo. Llevaba una bata de baño de lana azul sobre el pijama. Eran las ocho de la mañana. Hoy tenía muchas cosas para hacer y parecía alegre. Tenía una reunión con el presidente de Continental Televisión Inc., una gran cadena de tiendas de aparatos de televisión en California, de la cual es socio y vicepresidente; más tarde tenía una cita para jugar al golf, luego debía asistir a un gran banquete y, si no se prolongaba demasiado y él no quedaba muy cansado, a lo mejor salía con alguien.
Echando mano del diario matutino, sin saltar a la página de deportes, DiMaggio leyó las noticias en primera plana, los revuelos populares del 66: habían derrocado a Kwame Nkrumah en Ghana; los estudiantes quemaban sus carnés de reclutamiento (DiMaggio meneó la cabeza); la epidemia de gripe se extendía por todo el estado de California. Luego pasó las páginas hasta las columnas de chismes, agradecido de no aparecer en ellas hoy: no hacía mucho habían sacado una nota sobre sus salidas con una «azafata electrizante» y también lo habían visto cenando con Dori Lane, la «bailarina frenética» que oficiaba en una jaula de cristal en el night-club Whiskey a Go Go… y por último buscó la página deportiva y leyó un artículo sobre por qué Mickey Mande quizás nunca iba a recobrar su condición física después de la lesión.
Había ocurrido tan rápidamente, la baja de Mande, o así pareció: él había sucedido a DiMaggio como DiMaggio había sucedido a Ruth, pero ahora no había ningún gran bateador joven en ciernes y la dirección de los Yankees, al borde de la desesperación, había persuadido a Mande a salir del retiro; y el 18 de septiembre de 1965 le celebraron un «día» en Nueva York durante el cual recibió varios miles de dólares en obsequios: un automóvil, dos caballos de silla, viajes pagados a Roma, Nassau, Puerto Rico; y DiMaggio había volado a Nueva York para hacer la presentación ante 50.000 espectadores. Había sido un día dramático, poco menos que una fiesta de guardar para los creyentes que atestaban las graderías desde temprano para presenciar la canonización de un nuevo santo del estadio. El cardenal Spellman formaba parte del comité organizador, el presidente Johnson envió un telegrama, el alcalde de Nueva York hizo la proclamación oficial del día, una orquesta se reunió en el jardín central frente al trío de monumentos a Ruth, Gehrig y Huggins; y en las tribunas altas, inflándose con la brisa del otoño incipiente, había pancartas que decían: «No te Vayas, Mick», «Queremos al Mick».
Las pancartas eran izadas por cientos de jovencitos cuyos sueños con tanta frecuencia había realizado Mantle, pero en las gradas también había hombres mayores, panzudos y medio calvos ya, en cuyas mentes maduras DiMaggio seguía vivido e invencible; y entre ellos algunos recordaban cómo hacía un mes, en una exhibición antes de un partido en el Día de los Veteranos en el estadio de los Yankees, DiMaggio había bateado un pelotazo hasta los asientos del campo izquierdo, y miles de personas habían saltado en pie al mismo tiempo, aclamándolo alborozadas: el gran DiMaggio había vuelto; otra vez eran jóvenes; era ayer.
Pero en este soleado día de septiembre en el estadio, en el día consagrado a Mickey Mande, DiMaggio no llevaba el número 5 en la espalda, ni una gorra negra que le cubriera las canas: llevaba un traje negro, camisa blanca y corbata azul, y aguardaba de pie en el extremo del banquillo de los Yankees la presentación que iba a hacer de él Red Barber, quien se había cuadrado cerca del homepíate frente a un micrófono metálico. En el jardín, los Royal Canadians de Guy Lombardo tocaban música suave y relajante; y por el espacioso césped, entre la zona de las reservas y el diamante, transitaban lentamente dos carretillas impulsadas por empleados de mantenimiento con decenas y decenas de aparatosos obsequios para Mande: un salami de dos metros de largo y cuarenta y cinco kilos de peso marca Hebrew National, un rifle Winchester, un abrigo de visón para la señora de Mande, una bolsa de golf marca Wilson, un motor fuera borda Mercury de 95 caballos, una máquina de coser Necchi portátil, provisiones para un año de chocolatinas Chunky Candy. DiMaggio fumaba un cigarrillo, pero lo tapaba con las manos como si no quisiera ser pillado en el acto por los adolescentes que alcanzaban a asomarse desde arriba al foso del banquillo. De pronto, dando un paso adelante, DiMaggio estiró el cuello y miró a lo alto. No alcanzó a ver nada que no fueran las altísimas tribunas verdes atestadas de público, que parecían tener dos kilómetros de altura y estar en movimiento, y no divisó las nubes ni el cielo azul, sino un cielo de rostros. Hasta que el presentador pronunció su nombre: ¡Joe DiMaggio!, y sonó al punto una explosión de ovaciones cada vez más estruendosa, retumbando en aquel gran desfiladero de acero, y DiMaggio aplastó el cigarrillo y escaló los peldaños del foso hasta el suave césped verde, con el sonido tronando en sus oídos: casi podía sentir el viento, la respiración de cincuenta mil pulmones sobre él, cien mil ojos que observaban hasta el último de sus gestos, y por un brevísimo momento cerró los ojos mientras avanzaba.
Entonces vio en el camino a la madre de Mickey Mande, una mujer sonriente y ya mayor que llevaba una orquídea, y con cuidado la tomó del codo, conduciéndola hacia el micrófono junto a los dirigentes que estaban formados en el diamante. Luego se puso firme, muy derecho y sin ninguna expresión, mientras la aclamación amainaba y el público se acomodaba.
Mantle seguía en el banquillo, de uniforme, de pie, con una pierna apoyada en el peldaño superior; a ambos lados suyos se habían organizado los demás Yankees, quienes después de la ceremonia jugarían contra los Tigers de Detroit. Fue entonces cuando bajó al foso, sonriendo, el senador Robert Kennedy, acompañado de dos jóvenes asistentes de buena estatura, pelo ensortijado y ojos azules, pecas de Fordham. Jim Farley fue el primero en ver desde el campo al senador, y murmuró, lo bastante alto como para que otros lo oyeran: «¿Quién demonios invitó a ése?».
Toots Shor y otros miembros del comité que estaban cerca volvieron la vista al foso, al igual que Joe DiMaggio, cuya mirada despedía un destello frío, aunque no dijo nada. Kennedy recorrió el banquillo de arriba abajo estrechando las manos de los Yankees, pero no salió al campo de juego.
—Senador —le dijo el mánager de los Yankees, Johnny Keane—, ¿por qué no toma asiento?
Kennedy se negó rápidamente con un gesto, sonriendo. Se quedó de pie, y entonces uno de los Yankees se aproximó y le pidió ayuda para sacar a unos parientes de Cuba, y Kennedy llamó a uno de sus ayudantes para que anotara los detalles en una libreta.
La ceremonia proseguía en el diamante. Los obsequios para Mantle continuaban apilándose: una motocicleta Mobilette, un vagón barbacoa Sooner Schooner, provisiones para un año de café Chock Full O’Nuts. Provisiones para un año de goma de mascar Topps; y los jugadores de los Yankees observaban todo, y entre ellos Maris, que se veía alicaído.
—¡Eh, Rog! —le gritó un tipo con una grabadora, Murray Olderman—. Me gustaría grabarte treinta segundos.
Enfadado, Maris soltó una palabrota al tiempo que sacudía la cabeza.
—Nos llevará apenas un segundo —dijo Olderman.
—¿Por qué no se lo pides a Richardson? Él habla mejor que yo…
—Sí, pero el hecho de que tú lo digas…
Maris soltó otra maldición. Pero acabó yendo, y en la entrevista dijo que Mantle era el mejor jugador de sus tiempos, un gran competidor, un gran bateador.