—Stevenson, ¿quién es esta joven? —pregunta Castro en voz alta, en un tono de evidente aprobación.
Pero antes de que Stevenson pueda responder, Fraymari da un paso al frente, con aire de picapleitos:
—¿Quiere decir que no se acuerda de mí?
Castro parece perplejo. Sonríe débilmente, tratando de ocultar su confusión. Interroga con la mirada a su héroe del boxeo, pero Stevenson se limita a poner los ojos en blanco. Stevenson sabe que Castro ha tratado socialmente con Fraymari en otras ocasiones, pero desafortunadamente el caudillo cubano lo ha olvidado; y es igualmente desafortunado que Fraymari se comporte ahora como una fiscal.
—¡Tuviste en brazos a mi hijo antes de que cumpliera un año! —le recuerda ella.
Castro cavila, el grupo está atento, las cámaras de televisión están rodando.
—¿En un partido de voleibol? —pregunta Castro, por tantear.
—No, no —interviene Stevenson, antes de que Fraymari diga nada más—, ésa era mi ex mujer. La médica.
Castro menea lentamente la cabeza, simulando desaprobación. Luego se desentiende de la pareja, mas no sin antes sugerirle a Stevenson:
—Deberían llevar el nombre puesto.
Castro vuelve a poner su atención en Muhammad Alí. Le estudia el rostro.
—¿Dónde está tu mujer? —le pregunta en voz baja.
Alí no dice nada. Se repite el silencio general y las cabezas giran en el grupo, hasta que Floward Bingham da con Yolanda en la parte de atrás y con un ademán la envía donde Castro.
Antes de que ella llegue, Bingham se adelanta y le obsequia a Castro la fotografía de Alí y Malcolm X en Harlem en 1963. Castro la alza a la altura de los ojos y la examina en silencio durante varios segundos. Cuando la imagen fue captada Castro llevaba casi cuatro años dirigiendo Cuba. Tenía en ese entonces treinta y siete años. En 1959 había derrotado al dictador apoyado por Estados Unidos, Fulgencio Batista, remontando una posición de mayor desventaja que la de Alí en su ulterior victoria contra el supuestamente invencible Sonny Listón. Batista había anunciado incluso la muerte de Castro en 1956. Éste, oculto en esas fechas en un campamento secreto, con treinta años de edad y aun sin barba, era un abogado descontento que se había educado con los jesuitas, hijo de una familia de terratenientes, deseoso del puesto de Batista. A los treinta y dos lo consiguió. Y Batista se vio obligado a huir a República Dominicana.
Durante ese período Muhammad Alí fue un simple amateur. Su mayor logro llegaría en 1960, cuando obtuvo una medalla de oro en Roma como miembro del equipo olímpico de boxeo de Estados Unidos. Pero ya entrados los años sesenta, él y Castro compartirían el escenario mundial como dos personajes enfrentados al establecimiento estadounidense; y ahora, en el ocaso de sus vidas, en esta noche habanera de invierno, se conocen por vez primera: Alí callado y Castro aislado en su isla.
—¡Qué bien! —le dice Castro a Howard Bingham, antes de enseñarle la fotografía a la traductora.
Acto seguido Bingham presenta a Castro a la esposa de Alí. Después de intercambiar saludos por medio de la intérprete, éste le pregunta, con cara de sorpresa:
—¿Usted no habla español?
—No —responde ella, en voz baja; y le acaricia la mano a su marido, en la que lleva puesto un reloj plateado Swiss Army de 250 dólares que ella le compró. Es la única alhaja que Alí se pone.
—Pero si yo creía haberla visto hablando español esta semana en las telenoticias —insiste Castro, intrigado, aunque admite enseguida que obviamente le habían doblado la voz.
—¿Viven en Nueva York?
—No; vivimos en Michigan.
—Frío —dice Castro.
—Muy frío —repite ella.
—En Michigan no hay mucha gente que hable español, ¿no?
—No mucha —dice ella—. Es sobre todo en California, en Nueva York y… —una pausa— en Florida.
Castro asiente con un gesto. Le lleva unos segundos pensar otra pregunta. La charla informal no ha sido nunca el fuerte de este hombre, que se especializa en interminables monólogos patrióticos que pueden durar horas enteras; pero ahí está, en una sala llena de cámaras y reporteros gráficos: como un presentador de un
talk show
con un invitado de honor mudo. En fin, él persevera, preguntándole a la esposa de Alí si tiene un deporte preferido.
—Juego un poquito al tenis —dice Yolanda, preguntándole a su turno—: ¿Usted juega al tenis?
—Ping-pong —responde él, apresurándose a añadir que en la juventud se ejercitó en el cuadrilátero—. Pasaba horas boxeando…
Comienza a rememorar, pero no termina la frase cuando ve que el puño izquierdo de Alí se alza lentamente hacia su mandíbula. En la sala resuenan vivas y aplausos exaltados, y Castro pega un salto junto a Stevenson y le grita: «¡Asesórame!».
Los largos brazos de Stevenson caen desde atrás sobre los hombros de Alí y lo aprietan suavemente. Cuando aflojan, los ex campeones se ponen frente a frente y simulan, en cámara lenta, los ademanes de dos púgiles en combate: balanceos, quiebros, ganchos, quites, todo ello sin tocarse y todo ello acompañado de tres minutos de aplausos ininterrumpidos y disparos de cámaras, así como de los sentimientos de alivio de los amigos de Alí, en vista de que, a su manera, se les haya unido. Alí sigue sin decir nada, su cara sigue siendo inescrutable, pero está menos lejano, menos solo, y no se zafa del abrazo de Stevenson mientras este último le cuenta animadamente a Castro sobre la exhibición de boxeo que con Alí había llevado a cabo a principios de la semana en el gimnasio Balado, frente a centenares de fanáticos y algunas jóvenes promesas boxísticas de la isla.
En realidad, Stevenson no le explica que fue tan sólo otra oportunidad para una foto, donde hicieron un poco de sparring a puño limpio en el ring, en ropa de calle y rozándose apenas los cuerpos y las caras. Pero luego Stevenson se había bajado del ring, dejando a Alí la más ardua prueba de resistir dos asaltos cortos contra uno y después otro matoncitos de edad escolar que a todas luces no habían venido a tomar parte en un programa infantil. Habían venido a dejar tendido al campeón. Sus belicosos cuerpecitos y sus manos enguantadas y sus atolondradas cabecitas con cascos ardían de furor y de ambición; y mientras embestían, golpeando a lo loco y sacando pecho ante los gritos de sus parientes y amigos mayores al pie del cuadrilátero, eran de imaginarse sus futuros alardes delante de sus nietos: «Un bello día allá por el invierno del noventa y seis, ¡le di una tunda a Alí!». Excepto que, a decir verdad, en ese determinado día, Alí seguía siendo demasiado rápido para ellos. Corría hacia atrás, hacía quites, se meneaba, se paraba en las puntas de sus puntiagudas zapatillas negras de cuero trenzado, demostrando que tenía el cuerpo hecho para el movimiento: sus problemas de Parkinson se esfumaban en su famoso bailoteo, en los enviones de su «picada de la mariposa» que pasaban zumbando a medio metro por encima de las cabezas de sus afanosos contendientes, en los deslumbrantes esguinces verticales de su maniobra
rope-a-dope
que había confundido a Foreman en Zaire, en su por siempre memorable estilo, que en aquel gimnasio cubano le encharcaba los ojos a su siempre al acecho amigo fotógrafo y hacían exclamar al obeso guionista, en una voz que pocos entre la vocinglera multitud podían entender: «¡Alí está en un high! ¡Alí está en un high!».
Teófilo Stevenson levanta el brazo derecho de Alí sobre la cabeza de Castro, y los reporteros gráficos pasan varios minutos haciendo posar al trío ante las luces titilantes. Hasta que Castro ve a Fraymari, que los observa a solas desde cierta distancia. Ella no sonríe. Castro le hace una seña. Llama a un fotógrafo para que le saque un retrato con Fraymari. Pero ella sólo se relaja cuando el marido se les une en la conversación, que Castro enseguida enfoca en la salud y el crecimiento de su niño, que aún no ha cumplido los dos años.
—¿Va a ser tan alto como el padre? —pregunta Castro.
—Me imagino que sí —dice Fraymari, alzándose para mirar.
También tiene que levantar la vista cuando le habla a Fidel Castro, ya que el caudillo cubano mide más de un metro ochenta centímetros y se mantiene casi tan derecho como aquél. Sólo el metro noventa y dos de estatura de Muhammad Alí, que está parado junto con Bingham al otro lado de su marido (y cuyo color de piel, cabeza ovalada y pelo al rape son muy parecidos a los de éste), delata lo alto que es por la postura encorvada que ha desarrollado con su enfermedad.
—¿Cuánto pesa su hijo? —pregunta Castro.
—Cuando tenía un año ya pesaba once kilos —dice Fraymari—. Uno y medio por encima de lo normal. A los nueve meses empezó a caminar.
—Ella le sigue dando el pecho —dice Teófilo Stevenson con cara de satisfacción.
—Ah, eso es muy nutritivo —aprueba Castro.
—El niño a veces se confunde y cree que mi pecho es el seno de su mamá —dice Stevenson; y podría haber agregado que su hijo también se confunde con las gafas de sol de Alí: el pequeño dejó las marcas de sus dientes en la montura de plástico, después de mordisquearla todo el día que pasó con sus padres en el autobús turístico de Alí.
El palo del micrófono de la CBS desciende cerca para captar la conversación. Castro extiende la mano, le toca el vientre a Stevenson y le pregunta:
—¿Cuánto pesas?
—Ciento ocho kilos, más o menos.
—Diecisiete más que yo —le dice Castro, pero en tono de queja—. Como muy poco. Muy poco. Las dietas que me recomiendan nunca son adecuadas. Ingiero unas mil quinientas calorías…, menos de veinte gramos de proteína, menos que eso.
Castro se da una palmada en el abdomen, que es relativamente plano. Si es que tiene barriga, la esconde debajo de su bien cortado uniforme. En efecto, para un setentón, parece gozar de muy buena salud. Tiene la tez lozana y firme, sus ojos danzan por el recinto con una vivacidad que no declina, y tiene una lustrosa cabellera gris que no ralea en la coronilla. El cuidado que se pone a sí mismo puede medirse desde las uñas arregladas hasta sus botas de puntera cuadrada, que no tienen raspaduras y brillan suavemente, sin el inmaculado pulimento de un criado. Pero su barba parecería pertenecer a otra persona y otra época. Es excesivamente larga y descuidada. Los mechones blancos se mezclan con los negros descoloridos y le cuelgan por el frente del uniforme como un sudario viejo, curtidos y resecos. Es la barba del monte. Castro se la soba todo el tiempo, como si tratara de resucitar la vitalidad de su fibra.
Ahora Castro se dirige a Alí.
—¿Cómo estás de apetito? —le pregunta, olvidando que Alí no está en plan de hablar—. ¿Dónde está tu mujer? —le pregunta entonces, y Howard Bingham llama a Yolanda, que otra vez se ha escurrido entre el grupo.
Cuando llega, Castro titubea para hablarle. Es como si no estuviera del todo seguro de quién es. Con tantas personas que ha conocido desde que llegó y con el grupo revolviéndose de seguido a instancias de los fotógrafos, Castro no puede estar seguro de si la mujer que está a su lado es la mujer de Muhammad Alí o la amiga de Ed Bradley o alguna otra que ha conocido hace un momento y le ha dejado una impresión borrable. Habiendo cometido ya un fauxpas con una de las señoras de los varias veces casados ex campeones que están ahí cerca, Castro espera una pista de la traductora. No le llega ninguna. Por fortuna, en este país no tiene que preocuparse por el voto femenino (o cualquier voto, si a eso vamos); pero suelta un leve suspiro de alivio cuando Yolanda se le vuelve a presentar por su nombre como la esposa de Alí.
—Ah, Yolanda —repite Castro—, qué bello nombre. Es el nombre de la reina de algún lado.
—De nuestra casa —dice ella.
—¿Y cómo está de apetito su marido?
—Bien, pero le gustan los dulces.
—Podemos enviarles un poco de nuestro helado a Michigan —dice Castro; y, sin esperar la reacción de ella, le pregunta—: ¿Hace mucho frío en Michigan?
—Oh, sí —responde ella, sin dejar ver que ya habían tratado sobre el clima de invierno en Michigan.
—¿Cuánta nieve?
—La nevada no nos golpeó —le dice Yolanda, aludiendo a una tormenta de enero—, pero puede subir a un metro, un metro veinte…
Teófilo Stevenson los interrumpe para decir que él estuvo en Michigan en octubre pasado.
—Ah —dice Castro, levantando una ceja.
Menciona que en ese mismo mes también él había estado en Estados Unidos (asistiendo a la conmemoración del quincuagésimo aniversario de las Naciones Unidas). Le pregunta a Stevenson por la duración de su visita a Norteamérica.
—Estuve allá diecinueve días.
—¡Diecinueve días! —repite Castro—. Más tiempo que yo.
Castro se queja de que lo limitaron a cinco días y se le prohibió viajar fuera de Nueva York.
—Bueno, comandante —le responde Stevenson rudamente, con un dejo de superioridad—, si usted quiere, algún día yo le puedo mostrar mi vídeo.
Stevenson parece muy cómodo en presencia del líder cubano, y quizás este último se lo haya fomentado habitualmente; pero en este momento bien puede ser que Castro encuentre a su héroe boxístico un poquito condescendiente y merecedor de un puñetazo de represalia. Él sabe cómo propinarlo.
—Cuando estuviste en Estados Unidos —le pregunta incisivamente Castro—, ¿fuiste con tu mujer, la abogada?
Stevenson se pone tenso. Dirige la vista a su mujer. Ella desvía la mirada.
—No —responde Stevenson en voz baja—. Fui solo.
En forma abrupta, Castro pone ahora su atención al otro lado de la sala, donde está ubicada la cámara de la CBS, y le pregunta a Ed Bradley:
—¿Ustedes qué hacen?
—Estamos haciendo un documental sobre Alí —le explica Bradley—, y lo seguimos a Cuba para ver qué hacía aquí y…
La voz de Bradley se ahoga en un estallido de risas y aplausos. Bradley y Castro se dan la vuelta y descubren que Alí ha recobrado la atención general. Sostiene en alto su tembloroso puño izquierdo; pero en lugar de asumir una pose de boxeador, como hizo antes, empieza a sacar por la parte de arriba del puño, lentamente y con delicadeza teatral, la punta de un pañuelo de seda rojo, pellizcándola entre el índice y el pulgar.
Saca todo el pañuelo y lo zarandea en el aire durante unos segundos, sacudiéndolo cada vez más cerca de la frente del atónito Fidel Castro. Alí parece hechizado. Mira aún con ojos estancados a Castro y los demás, rodeado de aplausos que no da señas de oír. Procede al fin a introducir nuevamente el pañuelo por la parte de arriba de la mano empuñada, embutiéndolo con los dedos en pinza de la derecha, y abre rápidamente las palmas de cara al público y muestra que el pañuelo ha desaparecido.