Retratos y encuentros (27 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

BOOK: Retratos y encuentros
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Aunque parte de la reputación le viene a Stevenson de sus pasados poderío y pericia en el cuadrilátero (si bien nunca se enfrentó a Alí), también se puede atribuir a que no sucumbió a las ofertas de los promotores de boxeo profesional, resistiéndose empecinadamente al dólar yanqui…, aunque dista de parecer necesitado. Vive entre sus compatriotas como un encumbrado pavo real cubano, ocupando altas posiciones en los programas deportivos del gobierno y atrayendo suficiente atención de las mujeres de la isla como para haber recolectado cuatro esposas hasta la fecha, las cuales dan fe de sus gustos eclécticos.

Su primera mujer era profesora de baile. La segunda era ingeniera industrial. La tercera, médica. La cuarta y actual esposa es abogada penalista. Se llama Fraymari y es una mujer de una pequeñez como de niña, piel aceitunada y veintitrés años de edad, que, parada al lado de su marido en el vestíbulo, difícilmente sobrepasa la mitad de la guayabera bordada que él lleva puesta: una camisa ajustada y de mangas cortas que acentúa su torso triangular, sus amplias espaldas y el largo de sus brazos oscuros y musculosos, brazos que otrora impedían que sus adversarios infligieran algún daño a su atractiva estampa latina.

Stevenson peleó siempre desde una posición muy derecha y aún conserva esa postura. Cuando la gente le habla, baja la vista pero mantiene erguida la cabeza. La mandíbula firme de su cabeza ovalada parecería estar fija en ángulo recto a su columna vertical. Es un hombre ufano, que se exhibe cuan alto es. Pero presta oído, eso sí, en especial cuando las palabras que ascienden hasta él vienen de la animada y pequeña abogada que es también su mujer. Fraymari ahora le hace ver que se hace tarde: todos deberían estar ya en el autobús; Fidel puede estar esperando.

Stevenson baja los ojos y le hace un guiño. Ha captado el mensaje. Ha sido el acompañante principal de Alí durante esta visita. A su vez fue huésped de Alí en Estados Unidos en el otoño de 1995; y aunque él apenas sabe unas cuantas palabras en inglés y Alí nada de español, les basta su lenguaje corporal para hermanarse.

Stevenson se desliza entre la multitud y cuidadosamente rodea con el brazo los hombros de su colega campeón. Y entonces, lenta pero firmemente, conduce a Alí hacia el autobús.

La ruta al Palacio de la Revolución de Fidel Castro es como una vía de los recuerdos, con viejos automóviles norteamericanos que andan traqueteando a unas veinticinco millas por hora: modelos preembargo ya sin suspensión, cupés Ford y sedanes Plymouth, DeSotos y LaSalles, Nashes y Studebakers, y una variedad de collages vehiculares armados con rejillas de Cadillac y ejes de Oldsmobile y parachoques de Buick emparchados con recortes de barriles de petróleo e impulsados por motores enlazados con utensilios de cocina, podadoras de césped de antes de Batista y otros artefactos, lo que ha elevado en Cuba el oficio de la latonería a la categoría de arte superior.

Las relativamente nuevas formas de transporte que se ven en la vía son, por supuesto, productos no estadounidenses: Fiats polacos, Ladas rusos, motonetas alemanas, bicicletas chinas y el resplandeciente y recién importado autobús japonés con aire acondicionado desde el cual Muhammad Alí ahora extiende la vista, por la ventanilla cerrada, hacia la calle. A veces él levanta la mano, en respuesta a los saludos de los peatones, ciclistas o automovilistas que reconocen el bus, que ha salido repetidas veces en los noticiarios locales transportando a Alí y sus compañeros a los centros médicos y lugares turísticos que han formado parte del apretado itinerario.

En el bus, como sucede siempre, Alí viaja solo, repantigado sobre los dos primeros asientos del pasillo izquierdo, justo detrás del conductor cubano. Yolanda se sienta un poco más adelante, a la derecha, al lado del conductor y muy cerca del parabrisas. Los asientos detrás de ella están ocupados por Teófilo Stevenson, Fraymari y el fotógrafo Bingham. Detrás de Alí y ocupando también dos asientos, va un guionista estadounidense llamado Greg Howard, quien pesa más de 135 kilos. Aunque lleva viajando con Alí sólo unos pocos meses, mientras acopia información para una película sobre la vida del pugilista, Greg Howard ya está afianzado como su íntimo compinche, y como tal es uno de los poquísimos en el viaje que han escuchado la voz de Alí. Alí habla en voz tan baja que es imposible oírlo entre la multitud, y en consecuencia los comentarios o sentimientos públicos que se espera que exprese o que él quiere expresar son verbalizados por Yolanda, o Bingham, o Teófilo Stevenson, e incluso a veces por este joven y corpulento guionista.

«Alí está en su fase zen», ha dicho Greg Howard en más de una ocasión, refiriéndose a la quietud de Alí. Como Alí, admira lo que hasta ahora ha visto en la isla: «Aquí no hay racismo»; y como hombre de raza negra, desde hace largo tiempo se identifica con muchas de las frustraciones y confrontaciones de Alí. Su tesis de estudiante en Princeton analizaba los disturbios raciales de Newark en 1967, y el último guión que ha escrito para Hollywood se centra en los equipos de las ligas negras de béisbol de los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Concibe su nuevo trabajo sobre Alí al estilo de la película Gandhi.

Los veinticuatro asientos por detrás de los tácitamente reservados para el círculo íntimo de Alí están ocupados por el secretario general de la Cruz Roja cubana y el personal humanitario estadounidense que le ha confiado donaciones de suministros médicos por valor de 500.000 dólares; y van también las dos intérpretes cubanas y una docena de representantes de medios norteamericanos, entre ellos el comentarista de la cadena CBS Ed Bradley y sus productores y equipo de cámara para el programa de la televisión 60 minutos.

Ed Bradley es un individualista, cortés pero reservado, que ha aparecido en la televisión durante una década con el lóbulo auricular izquierdo perforado por un pequeño aro; cosa que, ante los comentarios desfavorables que expresaron al principio sus colegas Mike Wallace y Andy Rooney, motivó la explicación de Bradley: «Es mi oreja». Bradley también se da el gusto de ser un fumador de cigarros; y mientras viaja en la parte central del autobús junto a su amiga haitiana, saca pleno provecho de la actitud permisiva del régimen cubano respecto del tabaco, fumándose un Cohiba Robusto por el que pagó el precio completo en la tabaquería del Nacional… y que ahora despide una costosa y aromática nube que le gusta a su amiga (que también fuma a veces un cigarro) pero que no es objeto de aprecio de las dos mujeres californianas afiliadas a una agencia de ayuda humanitaria que van sentadas dos hileras atrás.

En efecto, las mujeres han venido haciendo comentarios sobre los hábitos de fumar de una infinidad de personas que han conocido en La Habana, siendo su especial decepción el haber descubierto más temprano en ese mismo día que el hospital pediátrico que visitaron (y al cual le entregaron donaciones) está bajo la supervisión de tres médicos de familia amantes del tabaco. Cuando una de las norteamericanas, una rubia de Santa Bárbara, le hizo un reproche indirecto a uno de los doctores fumadores por dar tan triste ejemplo, se le informó que de hecho las estadísticas de salud de la isla sobre longevidad, mortalidad infantil y estado físico general se comparaban de modo favorable con las de Estados Unidos y eran probablemente mejores que las de los residentes en la ciudad de Washington. Por otra parte, el doctor dejó en claro que no pensaba que el tabaco fuera bueno para la salud: al fin y al cabo el propio Fidel lo había dejado. Pero, por desgracia, añadió el doctor, con modestia que se quedaba más que corta, «algunos no lo imitan».

Nada de lo que dijo el médico aplacó a la mujer de Santa Bárbara. No obstante, no quiso parecer querellosa en la rueda de prensa del hospital, con asistencia de los medios; ni en ninguno de los muchos viajes en bus con Ed Bradley le pidió que tirara su cigarro. «Míster Bradley me intimida», le confió a su paisana compañera de trabajo. Pero claro, él se sujetaba a la ley en esta isla que el médico había llamado «la cuna del mejor tabaco del mundo». En Cuba, la publicación más común en los puestos de revistas es Cigar Aficionado.

El autobús atraviesa la Plaza de la Revolución y se detiene en un puesto de control cercano a las enormes puertas vidrieras que se abren al vestíbulo de suelo de mármol de un moderno edificio de los años cincuenta que es el centro del único bastión del comunismo en el hemisferio occidental.

Cuando la portezuela del autobús se abre, Greg Howard se mueve hacia adelante desde su asiento y agarra por los brazos y los hombros a Muhammad Alí, que pesa 106 kilos, y lo ayuda a ponerse en pie; y cuando Alí consigue bajar hasta el peldaño de metal, se da la vuelta y se extiende hacia dentro del bus para tomar los brazos y antebrazos del robusto guionista y tirar de él hasta ponerlo en pie. Esta rutina, repetida en todas y cada una de las paradas del autobús a lo largo de la semana, no va seguida del reconocimiento por parte de uno u otro hombre de haber recibido ayuda, aunque a Alí no se le escapa que algunos pasajeros encuentran sumamente divertido este pas de deux, y no vacila en valerse de su amigo para resaltar el efecto cómico. En una parada anterior del bus en el Castillo del Morro (una obra del siglo XVI en donde Alí había seguido a Stevenson por una escalera de caracol de 117 peldaños para divisar desde la azotea el puerto de La Habana), Alí vio la figura solitaria de Greg Howard allá abajo en el patio de armas; y sabiendo que era imposible que la estrecha escalera pudiera dar cabida al corpachón de Howard, se puso a agitar los brazos, invitándolo a que subiera a reunirse con él.

La guardia de seguridad de Castro, que ha recibido por anticipado los nombres de los pasajeros del autobús, conduce a Alí y su comitiva por las puertas vidrieras hasta dos ascensores que esperan para hacer un breve recorrido, al que le sigue un corto paseo por un pasillo que finalmente desemboca en una espaciosa sala de recepciones de paredes blancas, donde se anuncia que Fidel Castro pronto se hará presente. La sala tiene techos altos y palmeras en macetas en todos los rincones y está decorada escuetamente con muebles modernos de cuero color canela. Junto a un sofá hay una mesa con dos teléfonos, uno gris y otro rojo. Sobre el sofá cuelga un óleo del valle de Viñales, que está al oeste de La Habana; y entre las obras de arte primitivista exhibidas en una mesa circular delante del sofá hay una grotesca figura tribal, parecida a una que Alí había ojeado a principios de la semana en un puesto de baratijas cuando visitó con el grupo la Plaza Vieja de La Habana. Alí le había susurrado algo al oído a Howard Bingham, y Bingham había repetido en voz alta lo que Alí había dicho: «Joe Frazier».

Alí se encuentra ahora en el centro de la sala, junto a Bingham, que lleva bajo el brazo el retrato enmarcado que le va a obsequiar a Castro. Teófilo Stevenson y Fraymari están frente a ellos. La diminuta y frágil Fraymari se ha pintado los labios de color carmesí y recogido el pelo como una matrona, buscando sin duda parecer mayor de lo que sus veintitrés años aparentan; pero ahí de pie, con esos tres hombres mucho más viejos, pesados y altos, parece más bien una adolescente anoréxica. La mujer de Alí y Greg Howard se pasean entre el grupo, que intercambia comentarios en voz baja, tanto en inglés como en español, a veces con la ayuda de las intérpretes. Las manos de Alí tiemblan incontroladamente a sus costados; pero como sus acompañantes han presenciado esto durante toda la semana, las únicas personas que ahora le prestan atención son los guardias de seguridad apostados a la entrada.

También esperan a Castro cerca de la entrada los cuatro integrantes del equipo de cámara de la CBS, y charlando con ellos y los dos productores está Ed Bradley, sin su puro. ¡No hay ceniceros en la sala! Es algo rara vez visto en Cuba. Acaso tiene implicaciones políticas. Quizás los doctores del hospital tomaron nota de los escrúpulos de la rubia de Santa Bárbara y dieron aviso a los subalternos de Castro, quienes ahora tienen un gesto conciliatorio con la benefactora norteamericana.

Como los guardias no invitan a los huéspedes a que tomen asiento, todo el mundo permanece de pie: durante diez minutos, veinte minutos, hasta llegar a la media hora. Teófilo Stevenson descansa su humanidad en un pie y luego en el otro y atisba por encima de las cabezas hacia la entrada por donde esperan que Castro haga su entrada…, si es que aparece. Stevenson sabe por experiencia propia que la programación de Castro es impredecible. En Cuba siempre hay una crisis de un tipo u otro, y desde hace tiempo se rumorea en la isla que Castro cambia constantemente el sitio donde pernocta. La identidad de sus compañeras de lecho es, por supuesto, un secreto de Estado. Hace dos noches Stevenson, Alí y los demás estuvieron esperando hasta la medianoche para una reunión con Castro en el hotel Biocaribe (adonde Bingham había llevado su fotografía de regalo). Pero Castro nunca apareció. Y no se ofreció explicación alguna.

Y ahora, en esta sala de recepciones, ya daban las nueve de la noche. Alí sigue temblando. Nadie ha comido.

La charla menuda se hace aún más menuda. Algunos tienen ganas de fumar. El régimen no aplaca a nadie con un barman. Es un cóctel sin cócteles. Ni siquiera hay canapés o refrescos. Todos se van poniendo más y más impacientes…, hasta que al fin se oye un suspiro de alivio colectivo. El muy conocido hombre de la barba entra al recinto, vestido para el combate de guerrillas; y con una voz alegre y aguda que se alza por sobre sus patillas, saluda: «¡Buenas noches!».

En tono todavía más agudo repite: «¡Buenas noches!», esta vez saludando con la mano en dirección al grupo, al tiempo que aprieta el paso hacia el invitado de honor. Y entonces, extendiendo los brazos, el septuagenario Fidel Castro se apresura a eclipsar la parte inferior del rostro inexpresivo de Alí con un blando abrazo y con su larga barba gris.

—Me alegra verlo —le dice Castro a Alí por medio de la intérprete que entró siguiéndole los pasos, una mujer atractiva, de tez clara, con un refinado acento inglés—. Me alegra mucho, mucho verlo —continúa Castro, retrocediendo para mirar a Alí a los ojos mientras sujeta sus brazos temblorosos—, y le agradezco su visita.

Castro lo suelta, a la espera de la posible respuesta. Alí no dice nada. Su expresión es la de siempre, amable y fija, y sus ojos no parpadean a pesar de los flashes de los varios fotógrafos que los rodean. Como el silencio continúa, Castro se vuelve hacia su viejo amigo Teófilo Stevenson, y amaga un golpe corto. El campeón cubano de boxeo baja los ojos y, ensanchando los labios y las mejillas, dibuja una sonrisa. Entonces Castro repara en la morena pequeñita que lo acompaña.

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