Algunos periodistas, desconfiando quizás de sus colegas, han escrito sus propias necrológicas anticipadas y las han introducido a hurtadillas en la morgue a la espera del momento adecuado. Una de éstas, escrita por un reportero del
New York Daily News
llamado Lowell Limpus, que apareció con su propia firma en ese diario en 1957, comenzaba así: «Éste es el último de los 8.700 o más artículos que he escrito para que se publiquen en el News. Tiene que ser el último ya que fallecí ayer… Escribí ésta, mi propia necrológica, porque sé sobre el tema más que cualquier otro y porque prefiero que sea sincera a que sea florida…».
Aunque antaño la sección de obituarios pudo estar anegada en sentimentalismo, hoy rara vez lo está, a excepción de la columna en letra cursiva que por regla general aparece al lado derecho de la página, sobre las esquelas de las funerarias. Los parientes del difunto pagan por la publicación de estas notas y en ellas no hay hombre muerto que no sea descrito como padre «cariñoso», marido «amado», hermano «querido», abuelo «adorado» o tío «venerado». Los nombres de los fallecidos aparecen en orden alfabético y en letras mayúsculas y negritas, para que el lector circunstancial pueda ojearlos rápidamente, como los resultados del béisbol, y es raro el lector que se detiene en ellos. Una de esas excepciones es la de un caballero de setenta y tres años de edad llamado Simón de Vaulchier.
El señor De Vaulchier, un bibliotecario investigador ya jubilado, fue durante poco tiempo una especie de lector profesional de las páginas de obituario de los diarios del área metropolitana de Nueva York. Y recopiló para
America,
la revista de los jesuitas, el material para un estudio en el que se constató, entre otras cosas, que en su mayoría los muertos del
New York Post
eran judíos; en el
New York World-Telegram and Sun
eran protestantes, y los del
Journal-American
eran católicos. Cuando leyó la investigación, un rabí añadió una nota a pie de página en el sentido de que para el Times morían todos por igual.
No obstante, si se ha de creer únicamente lo que sale en el Times, entonces los individuos con la más alta tasa de mortalidad son los presidentes de juntas directivas, como observa el señor De Vaulchier. Y añade que, en el Times, los almirantes suelen ser objeto de necrológicas más largas que los generales, que a los arquitectos les va mejor que a los ingenieros, que a los pintores les va mejor que a los demás artistas y que siempre parecen morirse en Woodstock, Nueva York. Las mujeres y los negros casi nunca parece que se mueran.
Los redactores de obituarios nunca mueren. Por lo menos el señor De Vaulchier dice que él nunca ha leído una necrológica semejante en ningún periódico, aunque a principios del año pasado, con ocasión del infarto de Whitman, estuvo muy cerca de leerla.
Después de que llevaron a Whitman al hospital Knickerbocker de Nueva York, se le encargó a un reportero de Noticias Locales «poner al día las fichas sobre él». Después de su recuperación Whitman no ha visto su necrológica anticipada, ni espera hacerlo, pero se figura que tendría siete u ocho párrafos de extensión y que, cuando se utilice finalmente, rezará más o menos así:
«Alden Whitman, empleado del
New York Times,
encargado de redactar artículos necrológicos sobre muchas de las más destacadas personalidades del mundo, murió anoche en forma repentina en su residencia del número 600 de la calle 116 Oeste, a causa de un ataque al corazón. Tenía cincuenta y dos años de edad…».
Será todo muy fáctico y verificable, está seguro, y consignará que nació el 27 de octubre de 1913 en Nueva Escocia y fue llevado por sus padres a Bridgeport dos años después; que se casó dos veces, tuvo dos hijos con la primera esposa, fue miembro activo del Gremio Periodístico de Nueva York, y que en 1956, junto con otros periodistas, fue interrogado por el senador James O. Eastland sobre sus actividades de izquierda. La necrológica posiblemente enumerará los colegios a los que asistió, pero no mencionará que en la escuela primaria saltó dos grados (para dicha de su madre; ella era maestra allí, y el feliz suceso no le causó ningún daño a su reputación ante el consejo de la escuela); enumerará sus lugares de empleo pero no informará que en 1936 le tumbaron los dientes, ni que en 1937 casi se ahoga mientras nadaba (experiencia que le pareció altamente placentera), ni que en 1940 estuvo a un pelo de ser aplastado por la caída de parte de un antepecho; ni que en 1949 perdió el control de su automóvil y derrapó sin poder hacer nada hasta el mismísimo borde de una empinada cuesta en Colorado; ni que en 1965, después de sobrevivir a una trombosis coronaria, repitió lo que venía diciendo toda la vida: No existe Dios; no le temo a la muerte porque Dios no existe; no habrá juicio final.
—¿Pero qué le pasará entonces, después de muerto, señor Whitman?
—No tengo un alma que vaya a ir a ninguna parte —dice él—. Se trata simplemente de una extinción material.
—Si hubiera muerto durante su ataque al corazón, ¿qué, en su opinión, habría sido lo primero que su mujer habría hecho?
—Primero se habría encargado de que se hiciera con mi cadáver lo que yo había dispuesto —dice—: cremarlo sin lloros ni alborotos.
—¿Y después qué?
—Después de salir de eso, les habría dedicado su atención a los niños.
—¿Y después?
—Después, me figuro que se derrumbaría y se echaría a llorar.
—¿Está seguro?
Whitman hace una pausa.
—Sí, supongo que sí —dice al fin, dándole una chupada a su pipa—. Ése es el desfogue normal para un dolor en tales circunstancias.
Hace en La Habana una noche de invierno tibia, ventosa, de palmas que tremolan, y los principales restaurantes están repletos de turistas de Europa, Asia y Suramérica, que presencian la serenata de guitarristas que cantan sin descanso: «Guan-ta-na-me-ra… guajira… guan-ta-na-me-ra»; y en el Café Cantante hay unos bulliciosos bailarines de salsa, reyes del mambo, artistas masculinos de pechos descubiertos que bufan y levantan mesas con los dientes, y mujeres de turbante, enfundadas en faldas que les ciñen las nalgas y que tocan silbatos mientras rotan sus cuerpos resplandecientes en un frenesí erótico. Entre el público del café, así como en los restaurantes, hoteles y demás lugares públicos de la isla, se fuman cigarros y cigarrillos sin límites ni restricciones. Dos prostitutas fuman y charlan en privado en la esquina de una calle mal iluminada que limita con los prados impecables del hotel de cinco estrellas de La Habana, el hotel Nacional. Son mujeres cobrizas, rozan los veinte años y llevan blusas abrochadas en la nuca y minifaldas desteñidas; y al tiempo que conversan abren los ojos mientras dos hombres, uno blanco y negro el otro, se agachan sobre el maletero abierto de un Toyota rojo estacionado cerca, regateando los precios de las cajas de puros del mercado negro que se apilan dentro.
El blanco es un húngaro de mandíbula cuadrada, de treinta y tantos años, con un traje tropical de color beige y una corbata ancha y amarilla, y es uno de los principales empresarios de La Habana en el próspero negocio ilegal de la venta de puros cubanos enrollados a mano y de primera calidad por debajo de los precios comerciales locales e internacionales. El negro detrás del coche es un individuo fornido, algo calvo, de barba gris, de unos cincuenta y tantos años, que vino de Los Ángeles y se llama Howard Bingham; y no importa qué precio pida el húngaro, Bingham sacude la cabeza y dice:
—¡No, no: es demasiado!
—¡Estás loco! —exclama el húngaro en un inglés con poco acento, sacando una caja del maletero y pasándosela por la cara a Howard Bingham—. ¡Si son Cohiba Espléndidos! ¡Los mejores del mundo! Pagarías mil dólares por una caja de éstas en Estados Unidos.
—No yo —dice Bingham, que lleva una camisa hawaiana y una cámara colgada del cuello: es fotógrafo profesional y se hospeda en el hotel Nacional con su amigo Muhammad Alí—. Yo no te daría más de cincuenta dólares.
—Estás loco —dice el húngaro, cortando el sello de papel de la caja con la uña y alzando la tapa para dejar ver una reluciente hilera de Espléndidos.
—Cincuenta dólares —le dice Bingham.
—Cien dólares —insiste el húngaro—. ¡Y date prisa! La policía puede estar de ronda.
El húngaro se endereza y por encima del coche mira el prado bordeado de palmas y las luces de pie que en la distancia alumbran el camino que conduce al ornamentado pórtico del hotel, que está ahora atestado de personas y vehículos; luego se vuelve para echar otro vistazo a la cercana vía pública, en donde ve que las dos prostitutas soplan el humo en su dirección. Frunce el entrecejo.
—Rápido, rápido —le dice a Bingham, entregándole la caja—. Cien dólares.
Howard Bingham no fuma. Él, Muhammad Alí y sus compañeros de viaje se van mañana de La Habana, tras tomar parte en una misión de ayuda humanitaria de cinco días que vino con un avión cargado de suministros médicos para las clínicas y hospitales desabastecidos por el embargo de Estados Unidos; y a Bingham le gustaría regresar a casa con unos buenos cigarros de contrabando para sus amigos. Pero, por otro lado, cien siguen siendo demasiado.
—Cincuenta dólares —dice Bingham con firmeza, mirando su reloj y echando a andar.
—Está bien, está bien —dice de mal grado el húngaro—. Cincuenta.
Bingham se saca el dinero del bolsillo y el húngaro le echa mano y entrega los Espléndidos antes de irse en el Toyota. Una de las prostitutas da unos pasos hacia Bingham, pero el fotógrafo apura el paso de regreso al hotel. Esta noche Fidel Castro ofrece una recepción para Muhammad Alí, y Bingham tiene apenas media hora para cambiarse y bajar al pórtico para tomar el autobús fletado que va a llevarlos a la sede de gobierno. Trae una de sus fotografías para el caudillo cubano: un retrato ampliado y enmarcado de Muhammad Alí y Malcolm X caminando juntos por una acera de Harlem en 1963. Malcolm X estaba a la sazón por los treinta y siete años, a dos de una bala asesina; el joven Alí, de veintiún años, estaba a punto de conquistar el título de los pesos pesados en una memorable victoria inesperada contra Sonny Listón en Miami. La fotografía de Bingham lleva dedicatoria: «Al presidente Fidel Castro, de Muhammad Alí». Bajo su firma el ex campeón ha garabateado un corazoncito.
Aunque Muhammad Alí tiene ahora cincuenta y cuatro años y lleva más de quince lejos del cuadrilátero, sigue siendo uno de los hombres más famosos del mundo, reconocible en los cinco continentes; y mientras recorre el vestíbulo del hotel Nacional con dirección al bus, en un traje de rayón gris y camisa de algodón abotonada hasta el cuello y sin corbata, numerosos huéspedes se le acercan para pedirle un autógrafo. Le lleva unos treinta segundos escribir «Muhammad Alí», tanto le tiemblan las manos por efecto de la enfermedad de Parkinson; y aunque camina sin apoyo, sus movimientos son muy lentos, y Howard Bingham y Yolanda, la cuarta esposa de Alí, lo siguen de cerca.
Bingham conoció a Alí hace treinta y cinco años en Los Ángeles, poco después de que el boxeador se convirtiera en un profesional y antes de que se deshiciera de su «nombre de esclavo» (Cassius Marcellus Clay) y se uniera a los Musulmanes Negros. Bingham llegaría a convertirse en su más cercano amigo varón, y ha fotografiado todos los aspectos de la vida de Alí: su triple ascenso y caída como campeón de los pesos pesados; su expulsión del boxeo durante tres años, a partir de 1967, por rehusarse a prestar servicio en el ejército de Estados Unidos durante la guerra de Vietnam («No tengo ningún pleito con los tales Vietcong»); sus cuatro matrimonios; su paternidad de nueve hijos (uno adoptado, dos ilegítimos); sus incesantes apariciones públicas en todas partes del mundo: Alemania, Inglaterra, Egipto (navegando por el Nilo con un hijo de Elijah Muhammad), Suecia, Libia, Pakistán (abrazando refugiados afganos), Japón, Indonesia, Ghana (luciendo un dashiki y posando con el presidente Kwame Nkrumah), Zaire (batiendo a George Foreman), Manila (batiendo a Joe Frazier)… y ahora, en la última noche de su visita a Cuba en 1996, se encamina a una velada social con un viejo luchador a quien admira desde hace tiempo; uno que ha sobrevivido en la cima durante casi cuarenta años contra la malquerencia de nueve presidentes estadounidenses, la CIA, la Mafia y una gran cantidad de militantes cubano-americanos.
Bingham espera a Alí junto a la portezuela abierta del autobús fletado, que bloquea la entrada del hotel; pero Alí se demora entre la concurrencia del vestíbulo, y Yolanda se hace a un lado para dejar que algunos se acerquen más a su marido.
Ella es una mujer grande y bonita, de treinta y ocho años, sonrisa radiante y tez pecosa y clara que deja traslucir su ascendencia interracial. Lleva una bufanda envuelta con soltura sobre la cabeza y los hombros, mangas largas que le cubren los brazos y un traje de colores vivos bien diseñado que le llega debajo de la rodilla. Se convirtió del catolicismo al islam al casarse con Alí, un hombre dieciséis años mayor que ella pero con el cual compartía lazos de familia que se remontaban a su infancia en su nativa Louisville, donde su madre y la madre de Alí eran como hermanas del alma que viajaban juntas para asistir a los combates de aquél. En ocasiones Yolanda se unía a la comitiva de Alí, donde conoció no sólo el ambiente del boxeo sino a las mujeres coetáneas de Alí que fueron sus amantes, sus mujeres, las madres de sus hijos; y no perdió el contacto con Alí durante la década de 1970, mientras ella se graduaba en psicología en la Universidad de Vanderbilt y obtenía luego el título de máster en negocios en UCLA. Entonces (con la extinción de la carrera boxística de Alí, de su tercer matrimonio y de su vigorosa salud) Yolanda entró en la intimidad de su vida de modo tan tranquilo y natural como con el que ahora aguarda para retomar su lugar al lado de él.
Sabe que Alí se está divirtiendo. Hay en los ojos un lejano destello, poca expresión en el semblante y una total ausencia de palabras en la boca de quien fuera el más parlanchín de los campeones. Pero la mente detrás de la máscara del Parkinson funciona normalmente; y, cosa típica en él, se entrega a lo que hace: escribir su nombre completo en las tarjetas o trozos de papel que le pasan sus admiradores: «Muhammad Alí». No se conforma con el eficiente «Alí» ni con las simples iniciales. Nunca fue cicatero con su público.
Y entre el público de esta noche hay personas de toda Latinoamérica, Canadá, África, Rusia, China, Alemania, Francia. Hay doscientos agentes de viaje franceses hospedados en el hotel, vinculados a la campaña del gobierno cubano para incrementar la creciente industria turística (que el año pasado atendió unos 745.000 visitantes que gastaron aproximadamente mil millones de dólares en la isla). También están a la mano un productor de cine italiano y su amiguita de Roma y un antiguo luchador japonés, Antonio Inoki, quien le lesionó las piernas a Alí durante una exhibición en Tokio en 1976 (pero que lo abrazó afectuosamente hace dos noches en la sala del hotel, mientras escuchaban al pianista cubano Chucho Valdés tocar jazz en un piano Moskva de media cola fabricado en Rusia); y en la aglomeración también está, más alto que los demás con su metro noventa y ocho centímetros, el héroe cubano de los pesos pesados Teófilo Stevenson, de cuarenta y tres años de edad, medallista olímpico en tres ocasiones, en 1972, 1976 y 1980, y quien, en esta isla al menos, es tan famoso como los propios Alí o Castro.