Retratos y encuentros (22 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

BOOK: Retratos y encuentros
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Después del desahucio de la casa de vecindad, la oficina neoyorquina de la
Paris Review
se trasladó al tranquilo e insólito distrito de Queens, en donde, en una casa grande entre el Grand Central Parkway y un cementerio, Lillian von Nickern Pashaian, cuando no está cuidando a sus tres niñitos, canarios y tortugas, recibe los manuscritos dirigidos a la
Paris Review
y los remite para una lectura, ya sea por parte de Jill Fox en Bedford Village, Nueva York, o de Rose Styron en Roxbury, Connecticut. Si a ellas les gusta lo que han leído, remiten el manuscrito al apartamento de George Plimpton en la calle 72, en donde, entre sus muchas otras actividades, él le da una definitiva lectura y decide si será aceptado. Si lo es, el autor por lo general será receptor de un pequeño cheque y de todo lo que se pueda beber en la próxima fiesta de Plimpton.

Una fiesta de Plimpton se suele preparar con sólo unas pocas horas de anticipación. George levanta el teléfono y llama a unas cuantas personas. Ellas a su turno llaman a otras. Pronto se escucha el retumbar de las pisadas que suben las escaleras de Plimpton. La inspiración para la fiesta puede venir de que haya ganado un partido de tenis esa mañana en el Racquet and Tennis Club, o que un miembro del grupo de la
Paris Review
vaya a publicar un libro (en cuyo caso se invita al editor a compartir los gastos), o que otro miembro acabe de regresar a Manhattan de algún viaje, viaje que puede haber llevado a John P. C. Train, ahora inversor, a África, o a Peter Matthiessen a Nueva Guinea a vivir con una tribu de la Edad de Piedra, o a Harold Humes al Bronx a pelear en el juzgado por una multa de aparcamiento.

Y ofreciendo tantas fiestas, repartiendo tantas llaves de su apartamento, manteniendo tantos nombres de viejas amistades en la cabecera de la
Paris Review
tiempo después de que han dejado de trabajar allí, George Ames Plimpton ha conseguido conservar unido al grupo durante todos estos años, así como ha creado alrededor de sí mismo un mundo de visos románticos, un mundo libre y juguetón dentro del cual él y ellos se pueden escapar brevemente de la realidad indefectible de tener treinta y seis años.

Este mundo rebosa encanto, talento, belleza, aventura. Es la envidia de los no convidados, especialmente de algunas paridoras Apeteckers de los suburbios que suelen preguntar «¿Cuándo sentará cabeza el grupo?». Algunos de sus miembros siguen solteros. Otros se han casado con mujeres amigas de las fiestas… o se han divorciado. Otros han llegado a un acuerdo, de tal manera que si la esposa está demasiado cansada para ir de fiesta, el marido va solo. Es en gran parte un mundo para hombres, todos ellos unidos por los recuerdos compartidos de París y la «Gran Aventura», y en él hay pocos desterrados, aunque sí los ha habido, siendo una de ellos la hermosa rubia que ocupaba las mentes de casi todo el mundo en París hacía diez años, Patsy Matthiessen.

Patsy y Peter están divorciados. Ella ahora está casada con Michael Goldberg, un pintor abstracto, vive en la calle 11 Oeste y se mueve en el mundillo de los intelectuales y pintores del centro de la ciudad. Hace poco pasó varios días hospitalizada por la mordedura del perro de la viuda de Jackson Pollock. Tiene en su apartamento una caja de cartón llena de instantáneas de la gente de
Paris Review
en los años cincuenta. Pero rememora esos días con un poco de amargura.

—Pasado un tiempo la vida entera parecía no tener ningún sentido en absoluto —dice—. Y ellos tenían algo muy manqué: esos viajes al África Occidental y las idas a la cárcel y subir al cuadrilátero con Archie Moore… Y yo era como la recadera del grupo, trayéndoles el té a las cuatro y sándwiches a las diez.

Unas manzanas más allá, en un pequeño y oscuro apartamento, otro desterrado, James Baldwin, dice:

—No tardé mucho en dejar de ser parte del grupo. Tenían más interés que yo en los placeres y los cigarrillos de hachís. Yo ya había salido de eso en el Village cuando tenía dieciocho o diecisiete. A esas alturas me parecía un poco aburrido. También solían ir a Montparnasse, donde iban todos los pintores y los escritores pero yo casi nunca. Iban allá y vagaban por los cafés durante horas y horas buscando a Hemingway. No parecían darse cuenta —dice él— de que Hemingway se había marchado hacía tiempo.

Joe Louis: el rey en su madurez

—¡Hola, mi amor! —saludó Joe Louis a su esposa cuando la vio esperándolo en el aeropuerto de Los Ángeles.

Ella le sonrió y caminó a su encuentro y, a punto de empinarse para darle un beso, se detuvo en seco.

—Joe —le dijo—, ¿dónde está tu corbata?

—Ah, linda —dijo él, encogiéndose de hombros—, pasé toda la noche fuera en Nueva York y no tuve tiempo…

—¡Toda la noche! —lo interrumpió ella—. Cuando sales aquí lo único que haces es dormir, dormir y dormir.

—Linda —le dijo Joe Louis, con una sonrisa de cansancio—, ya estoy viejo.

—Sí —asintió ella—, pero cuando vas a Nueva York ensayas a ser joven otra vez.

Caminaron despacio por el vestíbulo del aeropuerto hasta el automóvil, seguidos por un maletero con el equipaje de Joe. La señora Louis, la tercera mujer de este ex boxeador de cuarenta y ocho años, siempre va a recibirlo al aeropuerto a su regreso de sus viajes de negocios a Nueva York, donde él es el vicepresidente de una firma de relaciones públicas para negros. Ella es una mujer cuarentona, despierta y agradablemente entrada en carnes, que ha ejercido con éxito la profesión de abogada litigante. Nunca había conocido a un boxeador antes de conocer a Joe. Anteriormente había estado casada con un colega, un miembro de Phi Beta Kappa, a quien ella alguna vez describió como «expuesto a los libros, no a la vida». Después del divorcio ella juró buscarse un hombre «expuesto a la vida, no a los libros».

Conoció a Joe en 1957 por intermedio de una amiga de la Costa Oeste y dos años más tarde, para sorpresa de sus compañeros en los estrados de Los Ángeles, se casó con él. «¿Cómo diablos conociste a Joe Louis?», le preguntaban una y otra vez, y ella solía responder: «¡Cómo diablos me conoció Joe Louis a mí!».

Al llegar al coche, Joe Louis le dio una propina al botones y le abrió la portezuela a su mujer. Condujo luego durante unos cuantos kilómetros, entre palmeras y tranquilos vecindarios, y dobló al fin por la larga entrada que flanquea una grandiosa casa de diez habitaciones, de estilo español y valorada en 75.000 dólares. La señora Louis la compró hace algunos años y la llenó de muebles Luis XV, además de ocho aparatos de televisión. Joe Louis es adicto a la televisión, les explica ella a los amigos, añadiendo que hasta tiene un aparato en el baño, encima de la bañera. Está colocado de tal manera que cuando Joe se da una ducha al otro lado del baño, le basta con mirar por encima de la cortina para ver el reflejo de la pantalla en un espejo colgado allí de manera estratégica.

—Televisión y golf —dijo la señora Louis mientras ayudaba a meter las cosas del marido en la casa—: Eso es Joe Louis en la actualidad.

Dijo esto sin resquemor alguno; y después, al darle un beso a su marido en la mejilla, cobró de pronto un aspecto mucho menos formal que en el aeropuerto. Tras colgar el abrigo de él en el armario, se apresuró a hervir el agua para el té.

—¿Galletas, mi amor? —preguntó ella.

—Naaah —dijo él, sentándose con los hombros caídos ante la mesa del desayuno, parpadeando por la falta de sueño.

Entonces ella subió a quitarle la colcha a la gigantesca cama, y cinco minutos después Joe Louis se había desplomado en el lecho y dormía profundamente. Al regresar a la cocina la señora Louis sonreía.

—En el juzgado soy una abogada, pero cuando estoy en casa soy toda una mujer —dijo, con voz ronca, insinuante—. Yo trato al hombre bien, yo trato al hombre como a un rey… si él me trata a mí bien —añadió, sirviéndose un vaso de leche.

»Todas las mañanas le llevo a Joe el desayuno a la cama —dijo—. Enseguida pongo el canal 4 para que pueda ver el programa Today. Después bajo y le traigo el periódico,
Los Angeles Times.
Y ya después salgo para el juzgado.

»A las once de la mañana —prosiguió—, él se va a jugar golf en el Hillcrest Country Club, y si juega dieciocho hoyos acabará hacia las tres de la tarde, y entonces puede que conduzca hasta el Fox Hills Country Club para jugar otros dieciocho. Pero si no le está pegando bien a la pelota, lo deja a los dieciocho y va y compra un cubo de pelotas y se pone a practicar durante horas y horas. Él no compra pelotas normales, no, ¡Joe Louis no! Compra pelotas Select, las mejores, que cuestan 1 dólar con 25 el cubo. Y lanza, si está enfadado de verdad, dos, tres o cuatro cubos enteros, gastando cinco dólares.

»Algunas noches llega a casa todo entusiasmado y me dice: “Bueno, mi amor, ¡hoy por fin di con ello! Después de tantos años de estar jugando al golf me acabo de dar cuenta de lo que hacía mal”.

»Pero —dice ella— al día siguiente puede volver a casa exasperado por haber estado arrojando los palos, y me dice: “¡No voy a jugar nunca más!”, y yo le digo: “Pero, mi amor, ayer me dijiste que habías dado con ello”, y él me contesta: “¡Di con ello, pero no lo guardé!”.

»Al día siguiente puede estar lloviendo, y yo le digo: “Mi amor, ¿vas a jugar al golf hoy? Está lloviendo”. Y él me dice: “Lloverá sobre el campo de golf, pero no sobre los jugadores”. Y sale para el campo de golf.

La mujer actual de Joe Louis, Martha, es tan distinta a sus dos primeras mujeres como él es distinto del marido Phi Beta Kappa de Martha.

Marva, la primera esposa de Joe, una pulida estenógrafa de Chicago con quien se casó en 1935 y se volvió a casar en 1946, se llevó parte de sus años opulentos, de los años en que despilfarró la mayor parte de su fortuna de cinco millones de dólares ganados en el boxeo en baratijas, alhajas, pieles, viajes al extranjero, apuestas en el campo de golf, malas inversiones, propinas generosas y ropa. En 1939, año en el que ya se había comprado veinte trajes, treinta y seis camisas y dos esmóquines, contrató además sastres para que le elaboraran prendas de su propia invención, tales como unos pantalones anchos de dos tonos de verde, chaquetas sin solapas y americanas de pelo de camello con trencillas de cuero. Cuando no estaba entrenando o boxeando (obtuvo el título al noquear a James J. Braddock en 1937), Joe Louis salía de farra con Marva («Podía hacerla reír») o apostaba hasta mil dólares el hoyo en el golf, juego en el que dos cronistas deportivos, Hype Igoe y Walter Stewart, lo iniciaron en 1936. «Un tipo construyó una casa en California con el dinero que le exprimió a Joe», decía un viejo amigo de Louis.

La segunda mujer de Joe, Rose Morgan, la especialista en cosméticos y belleza con quien estuvo casado entre 1955 y 1958, es una mujer despampanante, curvilínea, dedicada a su próspero negocio, que se negaba a trasnochar de claro en claro con Joe.

—Traté de hacerlo sentar cabeza —dijo—. Le dije que él ya no podría dormir todo el día y pasar toda la noche fuera. Una vez me preguntó que por qué no, y le dije que yo estaría preocupada y no podría dormir. Así que dijo que esperaría para salir hasta que yo me durmiera. Bueno, pues me quedaba despierta hasta las cuatro de la mañana, y entonces era él quien se dormía.

Rose también se decepcionó de él cuando, en 1956, en el esfuerzo por conseguir parte del millón de dólares que le debía al gobierno en impuestos atrasados, empezó a hacer giras como luchador.

—Joe era para mí como el presidente de Estados Unidos —decía Rose—. ¿Le gustaría ver al presidente de Estados Unidos lavando platos? Así me sentía yo con Joe de luchador.

La tercera esposa de Joe, si bien no tiene el evidente sex appeal de las primeras dos, triunfa donde ellas fracasaron porque es más lista que ellas y porque Joe estaba preparado para que lo amansaran cuando se enamoró de Martha. Ella parece ser muchas cosas para él: una mezcla de abogada, cocinera, amante, agente de prensa, asesora de impuestos, valet de chambre y cualquier cosa, excepto caddie. Y hace poco ella se complacía a todas luces cuando una amiga, la cantante Mahalia Jackson, al ver los armarios a reventar con los efectos personales de Joe, le comentaba:

—Bueno, Martha, me figuro que él por fin va a calmarse: es la primera vez en su vida que guarda toda su ropa bajo el mismo techo.

A Martha no parece importarle que Joe Louis le haya tocado en sus años de declive: cuando pesa 109 kilos, se está quedando calvo, no alcanza ni a ser acomodado y no posee ya reflejos ágiles ni para pegar ni para arrebatar las cuentas de las mesas. «Este hombre posee un alma y una tranquilidad que yo amo», decía ella, añadiendo que su amor ha sido correspondido. Joe incluso la acompaña a la iglesia los domingos, cuenta ella, y con frecuencia aparece en el juzgado a verla llevar los casos. Aunque no fuma ni bebe, Joe todavía va a los clubes de cuando en cuando a oír a los numerosos músicos y cantantes que cuenta entre sus amistades, como ella misma dice, y a ella no se le escapa la cantidad de mujeres que aún encuentran sexualmente atractivo a Joe Louis y que considerarían tiempo bien invertido pasar una noche con él.

—Si a esa clase de mujeres les gusta vivir en las calles laterales de la vida de un hombre —decía Martha—, que les vaya bien. Pero yo soy su esposa, y cuando yo aparezco en escena a ellas les toca largarse a los infiernos.

Martha sabe también que Joe Louis sigue siendo amigo de sus antiguas cónyuges, las cuales, tras divorciarse de él, acudieron a polos opuestos en la elección de sus futuros maridos. Después de dejar a Joe, Marva se casó con un médico de Chicago. Rose superó su divorcio de Joe casándose con un abogado. Cuando Joe va a Chicago suele llamar a Marva (madre de sus dos hijos) y a veces va a cenar a su casa. Cuando está en Nueva York hace lo mismo con Rose. «Joe Louis en realidad nunca rompe con una mujer —observaba Martha, más divertida que enfadada—. Simplemente añade otra a su lista». En efecto, Joe se ha encargado de que las tres se conozcan entre sí, y está encantado de que se lleven bien. Presentó a su primera esposa a la actual en la pelea por el título de Patterson contra Johansson en Nueva York, y en otra oportunidad consiguió que su segunda esposa le arreglara el pelo a la presente… sin cobrarle.

Joe Louis me había contado todo eso temprano ese día, en el avión que nos llevaba a Los Ángeles desde Nueva York (donde yo había pasado algún tiempo siguiéndolo por Manhattan, observándolo en sus funciones de ejecutivo de relaciones públicas).

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