Retratos y encuentros (21 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

BOOK: Retratos y encuentros
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Una noche le gritó un editor:

—Musinsky, eres sin duda el peor recadero en la historia del Times.

A lo que Musinsky respondió, levantándose con altanería:

—Señor, citando a E. E. Cummings, de quien estoy seguro que usted habrá oído hablar, «Hay cierta mierda que yo no comeré».

Frank Musinsky dio media vuelta y salió del Times para no volver nunca.

Mientras tanto, el lugar de Frank en la escuadra relámpago de París fue ocupado por varios otros Musinskys (Colin Wilson fue uno) y todos contribuyeron en la conservación de la tradicional irreverencia de la
Paris Review
con la burguesía, la clase dirigente y hasta con el difunto Aga Khan, quien después de ofrecer un premio de 1.000 dólares para una obra de ficción presentó su propio manuscrito.

El director le arrebató rápidamente el dinero y con la misma rapidez le devolvió el manuscrito, dejando en claro que su estilo en prosa no era lo que andaban buscando, aunque el hijo del Aga, Sadruddin Khan, amigo y condiscípulo de Plimpton en Harvard, acababa de convertirse en editor de la
Paris Review
, oferta hecha por George y aceptada por Sadruddin de manera harto impulsiva un día en que corrían delante de los toros en un encierro en Pamplona…, momento en el que, como se imaginó correctamente George, Sadruddin estaría dispuesto a aceptar cualquier cosa.

Por inverosímil que parezca, con todos esos Musinskys y Apeteckers corriendo de un lado a otro, a la
Paris Review
le fue bastante bien, con la publicación de excelentes cuentos de jóvenes autores como Philip Roth, Mac Hyman, Pati Hill, Evan Connell Jr. y Hughes Rudd, y, claro, distinguiéndose sobre todo por sus entrevistas de «El Arte de la Ficción» a autores famosos, en particular la de William Faulkner por Jean Stein vanden Heuvel y la de Ernest Hemingway por Plimpton, que empezaba en un café de Madrid con la pregunta de Hemingway a Plimpton:

—¿Vas al hipódromo?

—Sí, a veces.

—Entonces eres lector de The Racing Form —le dijo Hemingway—. Ahí tienes el verdadero «Arte de la Ficción».

Pero, en igual medida, la
Paris Review
sobrevivía porque tenía fondos. Y sus empleados se divertían porque sabían que si iban a parar a la cárcel sus familias y amigos siempre los sacarían de apuros. Nunca tendrían que compartir con James Baldwin la experiencia de pasar ocho días con sus noches en una astrosa celda francesa por la equivocada acusación de haberle robado una sábana a un hotelero, lo cual llevó a concluir a Baldwin que si bien la horrible serie de cuartuchos de hotel, mala comida, conserjes humillantes y cuentas sin pagar había sido la «Gran Aventura» para los «Altos Muchachos», para él no lo era porque, en palabras suyas, «en mi mente abrigaba la pregunta real sobre qué iba a terminar más pronto, la Gran Aventura o yo».

La relativa opulencia de la
Paris Review
producía, desde luego, la envidia de las otras revistas modestas, en particular la de los empleados de una publicación trimestral llamada Merlin, algunos de cuyos editores acusaban a la gente del Review de diletantismo, se ofendían con sus bromas, se dolían de que el Review siguiera publicándose mientras Merlin, que también había descubierto y sacado a la luz nuevos talentos, pronto iba a quebrar.

Por esos días el director de Merlin era Alexander Trocchi, nacido en Glasgow de madre escocesa y padre italiano, un personaje de las letras muy apasionante, alto y visible, con una figura de facciones marcadas y satánicas, orejas de fauno, talento para escribir y una presencia poderosa que le permitía entrar a una habitación y tomar el mando inmediatamente. Pronto se haría amigo de George Plimpton, John Phillips Marquand y las otras personas de Review, y años después vendría a Nueva York a vivir en una barcaza y más tarde aún en el cuarto trasero de la oficina de Manhattan de la
Paris Review
, pero acabaría siendo arrestado con cargos por posesión de drogas, se escaparía estando bajo fianza y saldría de Estados Unidos con dos de los trajes de Brooks Brothers de George Plimpton. Pero dejaría atrás una buena novela sobre la drogadicción, El libro de Caín, con su frase memorable: «Heroin is habit-forming… habit-forming… rabbit-forming… Babbitt-forming».

Por esos días la plantilla que dirigía Alexander Trocchi en Merlin se componía mayormente de jóvenes sin humor y en verdadera rebelión, cosa que no pasaba con los empleados de la
Paris Review
. La gente de Merlin también leía la revista mensual Les Temps Modernes y valoraba la importancia de ser engagé. Entre sus editores estaban Richard Seaver, que se había criado en el distrito de minas de carbón de Pensilvania y en cuya húmeda y oscura cochera parisina se celebraban las juntas de personal de Merlin, y también Austryn Wainhouse, un desencantado hombre de Exeter y Harvard que escribió una poderosa novela esotérica, Hedyphagetica, y que, después de varios años en Francia, vive ahora en Marthas Vineyard construyendo muebles según los métodos del siglo XVIII.

Aunque todos los empleados de Merlin eran pobres, nadie lo era tanto como el poeta Christopher Logue, de quien contaban que una vez, jugando en una máquina de pinball en un café de París, notó que una andrajosa anciana campesina había clavado la vista en una moneda de cinco francos que había en el suelo al pie de la máquina. Pero antes de que ella la pudiera recoger, Logue sacó el pie rápidamente y lo plantó sobre la moneda. Dejó ahí el pie mientras la vieja daba alaridos y él trataba, de manera algo abrupta, de mantener rebotando la bolita… y lo logró, hasta que el dueño del café le echó la mano y lo acompañó hasta la calle.

Algún tiempo después, cuando su novia lo dejó, Logue cayó bajo el influjo de un desquiciado hipnotizador que por entonces vivía en París, un pálido y cetrino pintor sudafricano que seguía a Nietzsche y su sentencia «Muere a tiempo», y que, en busca de emociones, llegó al punto de animar a Logue a que se suicidara, cosa que Logue, en su depresión, dijo que iba a hacer.

Sospechando que Logue tenía muy presente el suicidio, Austryn Wainhouse había pasado todas las noches de la siguiente semana sentado enfrente del hotel de Logue vigilando su ventana, pero una tarde en que Logue no aparecía para una cita de almuerzo con Wainhouse, éste corrió al hotel de Logue y allí, en la cama, encontró al pintor sudafricano.

—¿Dónde está Chris? —le preguntó Wainhouse.

—No se lo voy a decir —respondió el pintor—. Puede pegarme si quiere: usted es más grande y más fuerte que yo y…

—Yo no quiero pegarle —le gritó Wainhouse; y entonces cayó en la cuenta de lo ridículo que era el comentario del sudafricano puesto que él (Wainhouse) era en realidad bastante más pequeño y para nada más fuerte que el pintor—. Mire —le dijo al cabo—, no vaya a salir de aquí —y partió a toda prisa hacia un café donde sabía que encontraría a Trocchi.

Trocchi puso a hablar al sudafricano y lo hizo confesar que Christopher Logue había salido esa mañana para Perpiñán, cerca de la frontera española y a doce horas al sur de París, donde tenía planeado suicidarse de manera muy similar a la del personaje de un cuento de Samuel Beckett publicado en Merlin, titulado «El fin»: alquilaría un bote y remaría mar adentro, muy adentro, y entonces le quitaría los tapones y se iría hundiendo poco a poco.

Trocchi pidió prestados 30.000 francos a Wainhouse, se subió al primer tren a Perpiñán, cinco horas después de Logue. Era de noche cuando llegó, pero al amanecer del día siguiente reemprendió la búsqueda.

Mientras tanto, Logue había tratado de alquilar un bote pero el dinero no le había alcanzado. Junto con unas cartas de su antigua novia, llevaba también consigo una lata de veneno; pero no tenía un abrelatas ni había piedras en la playa, así que estuvo errando, frenético y frustrado, hasta que al fin llegó a un puesto de refrescos donde pensaba pedir un abrelatas.

Fue entonces cuando la alta silueta de Trocchi dio con él y le puso una mano en el hombro. Logue alzó los ojos.

—Alex —le dijo, entregándole tranquilamente la lata de veneno—, ¿me podrías abrir esto?

Trocchi se metió la lata en el bolsillo.

—¡.Alex! —le dijo entonces Logue—. ¿Qué haces aquí?

—Oh —le dijo Trocchi como si tal cosa—, he venido a avergonzarte.

Logue rompió a llorar y Trocchi lo ayudó a salir de la playa, y regresaron, casi en completo silencio, en el tren a París.

George Plimpton y otros más en la
Paris Review
que estaban muy encariñados con Logue, y orgullosos de Trocchi, recolectaron de inmediato el dinero suficiente para asignarle una especie de mesada a Christopher Logue. Más adelante Logue regresaría a Londres y publicaría libros de poemas; y sus obras de teatro Antigone y The Lilly-White Boys fueron presentadas en el Royal Court Theatre de Londres. Más tarde aún empezó a escribir canciones para Establishment, el night-club de comedia satírica de dicha ciudad.

Después del episodio de Logue, que, según George Plimpton, sentó a por lo menos media docena de jóvenes novelistas frente a sus máquinas de escribir para tratar de construir un libro en torno a él, la vida en París y en Review volvió a ser feliz e impúdica; pero al cabo de un año y con Review todavía boyante, lentamente París fue perdiendo interés.

John P. C. Train, el editor jefe en esas fechas, puso un letrero en su canasta de recibo que decía: «Por Favor No Ponga Nada en el Buzón del Editor Jefe», y el día en que un personaje agradable y de ojos azules de Oklahoma llamado Gene Andrewski llegó con un manuscrito y mencionó que había colaborado en la producción de la revista humorística de su universidad, John Train se apresuró a ofrecerle una cerveza, preguntándole:

—¿Te gustaría dirigir esta revista?

Andrewski dijo que lo iba a pensar, lo pensó por unos segundos, miró alrededor, los vio a todos tomando cerveza y aceptó ser nombrado algo así como Subeditor Jefe Encargado de Hacer el Trabajo de Train.

—El principal motivo para aceptar el empleo —explicaría después Andrewski— fue porque me tentó la libertad.

En 1956 Peter Duchin se mudó a París y se instaló en una barcaza en el Sena, y muchos en la
Paris Review
la convirtieron en su nueva sede. No había agua corriente en la barcaza y por las mañanas todos se tenían que afeitar con Perrier. Pero los intentos de jolgorio en la barcaza parecían vanos, ya que a esas alturas casi toda la vieja guardia se había marchado. París era, como había indicado Gertrude Stein, el lugar apropiado para los de veintiséis, pero ahora la mayoría de ellos había cumplido los treinta años. Así pues, regresaron a Nueva York; pero ya no en la vena melancólica de los desterrados de Malcolm Cowley en los años veinte, que se vieron obligados a volver con las primeras marejadas del crash, sino más bien con la expectativa de que la fiesta ahora se iba a pasar al otro lado del Atlántico. Pronto Nueva York se percató de su presencia, en particular de la de Harold L. Humes.

Después de acomodarse en un espacioso apartamento en la parte alta de Broadway con su mujer, sus hijas y su no motilado terrier pelo de alambre, e instalar siete teléfonos y una gran cortadora de papel que producía el chasquido de una guillotina dieciochesca, Humes arremetió con una serie de ideas y valientes hazañas: dio con una teoría cosmológica que le daría un remezón a Descartes, terminó su segunda novela, tocó piano en un club de jazz de Harlem, empezó a rodar una película llamada Don Peyote, una especie de versión tipo Greenwich Village de Don Quijote protagonizada por un desconocido de Kansas City llamado Ojo de Vidrio, cuya novia acabó echándole mano a la cinta y huyendo con ella. Humes también inventó una casa de papel, una auténtica casa de papel a prueba de agua, a prueba de incendios y con suficiente espacio para ser habitada por personas. Levantó un modelo de tamaño real en la finca de Long Island de la familia de George Plimpton, y la corporación de Hume, que incluía algunos patrocinadores del grupo de la
Paris Review
, aseguró el cerebro de Hume por un millón de dólares.

Durante la Convención Nacional del Partido Demócrata en 1960, Humes irrumpió en el sitio a la cabeza de una falange de clamorosos partidarios de Stevenson, habiendo empleado las técnicas de derribamiento de puertas de los antiguos ejércitos de Atenas. De regreso a Nueva York pidió una investigación de la policía de Nueva York, con lo cual el comisario de la policía pidió una investigación de Humes… y descubrió catorce multas de tráfico sin pagar. Humes fue a la cárcel por el tiempo en que tardó en descubrirlo la comisaria de correcciones, Anna Kross, quien al reconocerlo tras las rejas exclamó:

—¡Vaya, míster Humes! ¿Qué hace usted ahí dentro? A lo que él respondió con la frase deThoreau a Emerson: —Vaya, miss Kross, ¿qué hace usted ahí fuera? Cuando salió bajo una fianza desembolsada por Robert Silvers, otro editor más de la
Paris Review
, los reporteros le preguntaron a Harold Humes qué le había parecido la celda, a lo que respondió, de nuevo a la manera de Thoreau:

—En tiempos de injusticia, el lugar del honrado está en la cárcel.

Robert Silvers, uno de los pocos editores reservados de la
Paris Review
, un hombre sin vicios a la vista, salvo el de fumar en la cama, no tenía dónde quedarse a su regreso de París, así que por un tiempo ocupó el cuarto de huéspedes del apartamento de George Plimpton en la calle 72 Este, donde procedió a quemar varios agujeros en el colchón, agujeros que después taponó con huesos de melocotón. George Plimpton no protestó. Robert Silvers era un viejo amigo y además el colchón no era suyo. Era propiedad de una modelo que había sido inquilina del apartamento y que un día sorprendió a Plimpton y a Silvers con una carta en la que les pedía que por favor le enviaran el colchón a Francia. Se lo enviaron, con huesos y todo, y, no habiendo, escuchado quejas, ambos se refocilan con la idea de que enlaguna parte de París, en alguna parte del muy chic apartamento de una modelo de alta moda, hay un colchón relleno de huesos de melocotón.

Por fortuna Plimpton no tuvo que comprar otro colchón para el cuarto de huéspedes, ya que por esos días la
Paris Review
, que tenía una oficina en una casa de vecindad en la calle 82, había recibido orden de desahucio; y así fue como Plimpton llevó a su casa la camita que había en el cuarto trasero de la oficina; habitación que había presenciado numerosas juergas que la habían dejado reducida a un collage de botellas rotas, cucharas torcidas, ratas y manuscritos roídos.

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