—Llamé a Rose por teléfono —me había dicho Joe—, y le dije: «Escúchame, Rose Morgan: no vayas a cobrarle a mi mujer». Ella me dijo: «No, Joe, no lo haré». Esa Rose Morgan es una mujer maravillosa —remató Joe, afirmando con la cabeza.
»¿Sabes? He estado casado con tres de las mejores mujeres del mundo. Mi único error en la vida fue haberme divorciado.
—¿Por qué lo hiciste entonces? —le pregunté.
—Ah —me dijo—, en ese tiempo yo quería ser libre, y a veces todo lo que quería era estar solo. Yo estaba loco. Salía de casa y pasaba semanas sin volver. O también me quedaba en la cama días enteros viendo la televisión.
Así como se culpa a sí mismo por el fracaso de sus dos primeros matrimonios, también acepta la culpa por todas sus demás dificultades, como su incapacidad para conservar el dinero y su negligencia en el pago de impuestos. En su última visita a Nueva York unos viejos amigos de sus días de boxeo le decían: «Joe, si pelearas hoy en día te ganarías el doble que en los viejos tiempos, con todo ese dinero que los boxeadores reciben por la televisión por circuito cerrado y todo eso». Pero Joe Louis meneaba la cabeza y les decía: «No me arrepiento de haber peleado cuando lo hice. En mi época me gané cinco millones, acabé en la quiebra y le debo al gobierno un millón en impuestos. Si boxeara actualmente me ganaría diez millones, de todos modos acabaría en la quiebra y le debería al gobierno dos millones en impuestos».
Para gran sorpresa mía, en las horas en que estuve siguiéndolo por Nueva York Joe me hizo comentarios como ése, sencillos pero mezclados con un sentido del humor absurdo.
Con o sin razón, me había imaginado que este héroe de edad madura sería apenas la versión fofa del algo atolondrado campeón al que Don Dunphy solía entrevistar en la radio después de que noqueara a otra «Gran Esperanza Blanca»; y daba por supuesto que Joe Louis a los cuarenta y ocho años seguiría reteniendo el posible título de atleta más callado desde los tiempos de Dummy Taylor, el pitcher de los Giants, que era mudo.
Claro que yo sabía de algunos contados pero famosos comentarios de Joe Louis, como el que hizo sobre Billy Conn: «Podrá correr, pero no esconderse»; y la respuesta del soldado Joe Louis en la Segunda Guerra Mundial cuando alguien le preguntó cómo se sentía peleando por nada: «No estoy peleando por nada: peleo por mi país». Pero también había leído que Joe Louis era increíblemente ingenuo: tanto que en 1960 había aceptado hacer relaciones públicas para Fidel Castro. También había visto fotografías de prensa recientes de Joe posando delante de los tribunales con Huían E. Jack, el ex presidente del distrito de Manhattan que había tratado de ocultar unas donaciones relacionadas con la remodelación de su apartamento. Y en una ocasión el senador John L. McClellan había insinuado que Joe había recibido 2.500 dólares por hacer presencia durante dos horas en el juicio por soborno de James R. Hoffa. Aunque los desmentidos abundaban, la imagen innegable de Joe Louis en ese entonces era la de que, si bien contribuía «al crédito de su raza: la raza humana», bien podía estar en deuda con todos los demás.
Y fue así como descubrí con inesperado regocijo que Joe Louis era un avispado empresario en Nueva York, un astuto negociador y una persona con un sentido del humor a menudo sutil. Por ejemplo, cuando íbamos a tomar el avión en el aeropuerto de Idlewild con destino Los Ángeles y tuve que cambiar mi billete de clase turista por uno de primera para poder sentarme al lado de Joe, se me ocurrió preguntarle cómo podían justificar las aerolíneas la diferencia de cuarenta y cinco dólares en el precio.
—Los asientos de primera clase están en la parte delantera del avión —me dijo Louis—, y te llevan más rápido a Los Ángeles.
El día anterior yo había visto cómo Joe Louis les había sonsacado unos dólares extras a unos ejecutivos neoyorquinos de televisión que iban a hacer un programa sobre su vida.
—Miren —les dijo Joe, leyendo con cuidado cada palabra del contrato antes de firmarlo—, aquí dice que me van a pagar el billete de ida y vuelta de Los Ángeles a Nueva York y la cuenta del hotel, pero no dice nada de mis gastos aquí.
—Pero, señor Louis —le dijo un azarado ejecutivo—, nunca tratamos sobre eso.
—¿Quién va a pagar? ¿Cómo voy a comer? —preguntó Louis, alzando con enojo la voz.
—Pero, pero…
Louis se puso de pie, dejó la pluma en la mesa, y no habría firmado nada si el presidente de la compañía no le hubiera dicho:
—Está bien, Joe, estoy seguro de que podremos convenir algo.
Con la promesa de que así sería, Louis estampó la firma, le dio la mano a cada uno y salió de la oficina.
—Bueno —dijo ya en la acera—, ese round fue mío.
Y añadió: «Sé cuánto valgo y no quiero menos». Dijo que los productores de la película Réquiem por un boxeador querían que él hiciera de árbitro pero que le habían ofrecido apenas quinientos dólares, más veinticinco para sus gastos diarios. Aunque toda la actuación le habría representado a Louis cuarenta y cinco segundos de pantalla, él alegaba que sus honorarios deberían ser de mil dólares. Los productores le dijeron que era demasiado. Pero a los pocos días, cuenta Louis, lo volvieron a llamar. Recibió los mil dólares.
Aunque sus problemas de impuestos lo han despojado de todos sus activos (incluyendo los dos fideicomisos que había dispuesto para sus hijos), Joe Louis sigue siendo hombre de mucho orgullo. No aceptó el dinero que centenares de ciudadanos le enviaron para ayudarle con su deuda con el fisco, aunque todavía le debe miles de dólares al gobierno y el efectivo le habría sido muy útil. El año pasado Joe Louis tuvo ingresos por menos de diez mil dólares, la mayoría provenientes de arbitrar combates de lucha libre (gana de 750 a 1.000 dólares por velada) y por promociones de productos o presentaciones personales. El último monto de consideración que recibió fue la garantía de cien mil dólares por un año que le pagaron por luchar durante 1956. Ganó todos los encuentros (salvo las veces en que fue descalificado por emplear los puños), pero su carrera terminó no mucho después, cuando Rocky Lee, un vaquero de 135 kilos, por accidente le dio un pisotón en el pecho, partiéndole una costilla y lesionándole unos músculos del corazón.
Hoy en día Joe Louis organiza combates con un grupo de promotores de boxeo californianos creado por él (United World Boxing Enterprises), y una compañía lechera de Chicago todavía usa su nombre; pero su única inversión financiera reside en la compañía de relaciones públicas Louis-Rowe Enterprises Inc., una flamante organización ubicada en la calle 57 Oeste, que representa a Louis Armstrong y al cantante novel Dean Barlow, entre otros artistas negros, y que estaría produciendo réditos en Cuba de no haberse armado aquel alboroto porque Joe Louis representara a Fidel Castro y también por un comentario suyo en 1960: «Cuba es el único lugar adonde un negro puede ir en invierno sin sufrir ningún tipo de discriminación».
Sin ser racista, actualmente Joe Louis está muy interesado en la lucha de los negros por la igualdad y, quizás por primera vez en su vida, es muy explícito al respecto. A decir verdad, Joe Louis no vio nada malo en promocionar a Cuba en 1960 como país de vacaciones para los negros estadounidenses; además, se apresura a señalar, canceló el contrato de 287.000 dólares al año entre su firma y el Instituto Nacional de Turismo de Cuba antes de que Estados Unidos rompiera relaciones diplomáticas con el gobierno de Castro. Aún hoy Louis piensa que Castro es, con mucho, mejor para el pueblo cubano que la United Fruit Company.
Noté que, al leer los periódicos, Joe Louis no se fija primero en las páginas deportivas, sino en noticias como la de que el capitán de corbeta Samuel Gravely Jr. se convirtió en el primer negro en la historia naval de Estados Unidos en ponerse al mando de un buque de guerra. «Las cosas mejoran», dijo Louis. Una tarde noté también que, cuando al mover el mando del televisor para buscar un torneo de golf dio con una mesa redonda en la que estaba hablando un delegado de Ghana, Louis se quedó escuchando hasta que el africano terminó, antes de cambiar al torneo de golf.
Aunque la prensa estadounidense anunció la segunda pelea con Max Schmeling como un combate por rencor, en el que Louis buscaría vengarse de la «Súper Raza» que veía a los negros como una casta inferior, Joe Louis afirma que fue sólo un truco publicitario para aumentar la entrada. Dice que en realidad no sentía ninguna animadversión contra Schmeling, aunque le disgustaba uno de sus amigos, que se paseaba por el sitio del combate llevando un brazalete nazi. Dice Louis que siente mucho más desagrado con Eastern Airlines que con los partidarios de Schmeling, ya que nunca le ha perdonado a la Eastern que en 1946 le hubieran negado el servicio de limusina desde un hotel en Nueva Orleans hasta el aeropuerto después de que participara en una pelea de exhibición. Louis, que habría perdido el avión si no se hubiera trasladado allí por su cuenta, le escribió una carta de protesta a Eddie Rickenbacker, de la Eastern. «Nunca la respondió», dice Louis.
En consecuencia, Louis dice que no volvió a volar en la Eastern, aunque le habría resultado mucho más práctico; también dice que a muchos amigos suyos les ha aconsejado que eviten la aerolínea y cree que esto le ha costado a la Eastern cuantiosos ingresos en los últimos dieciséis años.
Una de las aspiraciones de Joe Louis y de su socio en las relaciones públicas, Billy Rowe, es convencer a los ejecutivos de las grandes empresas de que el mercado de la población negra, si se desalienta o se ignora, puede poner en riesgo las cifras de ventas; pero que si se estimula como es debido puede ser altamente rentable. La agencia Louis-Rowe sostiene que cada año los negros de Estados Unidos abonan más de 22.000 millones de dólares a las grandes empresas, gastan más del 18 por ciento del total por concepto de viajes, y que sólo los negros del barrio de Harlem gastan 200.000 dólares al día en apuestas a pruebas deportivas y en la lotería ilegal.
Los negros gastarían todavía más, argumentan Louis y Rowe, si las grandes empresas incrementaran los presupuestos de publicidad para el mercado de los negros y especializaran más sus campañas publicitarias; es decir, si mostraran más modelos negros en periódicos negros vendiendo determinada marca de jabón, cerveza, etcétera. Éste es el mensaje que Rowe difunde cuando visita en compañía de Louis las agencias de publicidad de Madison Avenue, las compañías de seguros, las corredoras de bolsa y los hipódromos. Rowe, un hombre de fácil labia e ilimitada claridad que se viste como un figurín de Broadway y se parece a Nat King Colé (pero es más apuesto), domina casi todas las conversaciones, aunque Louis inserta aquí y allá sus buenas frases.
Billy Rowe, que tiene cuarenta y siete años y en el pasado fue subcomisario de policía de Nueva York —todavía lleva una pistola dondequiera que vaya—, ocupa en la agencia una oficina más grande y vistosa que la de Joe. Mientras que Joe tiene colgada en la pared tan sólo una de sus placas (la del Salón de la Fama del Estado de Michigan), Billy Rowe ha cubierto una pared entera con dieciocho de sus placas y pergaminos, incluyendo exaltaciones a su trabajo con jóvenes hechas por el Consejo de Orientación Masculina de Minisink, cartas del Gobernador y dos trofeos dorados que ni siquiera son suyos. La modestia no es su principal virtud.
El señor Rowe, que vive en una casa de catorce habitaciones (con cuatro aparatos de televisión) en el barrio residencial de New Rochelle, llega a la oficina una hora antes que Louis y tiene ya dispuestas las citas del día, y algunas de la semana, a la hora en que Louis hace su entrada, en general a eso de las once de la mañana, con un guiño de ojo para la chica de la centralita.
—Hola, papá —saluda Rowe a Louis—, tenemos una cita con el Alcalde el trece. La teníamos para antes, pero anda de pelea con el Gobernador.
Louis asintió con la cabeza, soltó un bostezo y de pronto abrió mucho los ojos, al ver venir en su dirección a una voluptuosa cantante de los night-clubs de Harlem llamada Ann Weldon. Sin decir palabra, la señorita Weldon se deslizó hasta donde estaba Louis y se estrechó contra él.
—Si te me acercas más —le dijo Louis—, tendré que casarme contigo.
Ella se fue, tras fingir un desmayo, contoneando el cuerpo.
—Oye, papá —dijo Rowe—, ¿vas a almorzar ahora en Lindys?
—¡Ajá!
—¿Quién va a pagar la cuenta?
—La Pista de Yonkers.
—En tal caso —dijo Rowe—, te acompaño.
Una hora después, con rumbo a Lindys, Rowe y Louis salían de la oficina y se apretujaban en el ascensor, en el que casi todos sonrieron o hicieron algún gesto cuando reconocieron a Louis.
—Hola, campeón —le decían—. Hola, Joe.
—¡No irá a empezar una pelea aquí dentro! —dijo el ascensorista.
—No —dijo Joe—, no hay suficiente espacio para correr.
—Joe —le dijo un tipo, estrechándole la mano—, pareces seguir en forma.
—En forma para comer un buen bistec —respondió Louis.
—Joe —le dijo otro—, parece que fue ayer cuando te vi peleando contra Billy Conn. El tiempo vuela.
—¡Ajá! —dijo Louis—. Vuela que vuela, ¿no?
Y así siguió la cosa mientras Louis caminaba por Broadway: los taxistas lo saludaban con la mano, los conductores de los buses tocaban el claxon, y decenas de hombres lo detenían para recordar cómo habían viajado una vez 130 millas para asistir a una de sus peleas, y cómo habían agachado la cabeza para encender un cigarrillo en el primer asalto, y que entonces, antes de que pudieran alzar la vista, Louis había dejado tendido a su contendiente y ellos se habían perdido todo; o cómo habían tenido invitados en casa esa noche para escuchar la pelea, y que mientras estaban en la cocina bregando por sacar el hielo, alguien había venido del salón y les había dicho: «¡Se acabó! Louis lo noqueó con el primer golpe».
Era sorprendente, sobre todo para Louis, que lo recordaran tanto; máxime sin haber tenido un combate desde su desatinada reaparición en 1951, cuando Rocky Marciano lo noqueó. Dos años antes Louis se había retirado invicto, tras haber defendido el título veinticinco veces, más que cualquier otro campeón.
Los camareros de Lindy’s, desviviéndose por Louis, lo condujeron junto con Rowe a la mesa que ocupaba un directivo de la Pista de Yonkers. Irían por la mitad del almuerzo cuando ya Louis trataba de ganarse la cuenta del hipódromo, diciendo que una buena campaña de relaciones públicas hecha por Louis-Rowe llevaría más negros a la pista que nunca antes. El directivo dijo que presentaría la propuesta a la junta y les haría saber a Louis y Rowe el resultado.