—Ah, daría cualquier cosa por poder trabajar con Liston, por boxear con él en un lugar donde nadie nos viera y ver si puedo pasar de tres minutos con él —decía Patterson, limpiándose la cara con la toalla, paseándose despacio delante del sofá—. Yo sé que puedo hacer más… Oh, no estoy hablando de una repetición. ¿Quién pagaría un centavo por otra pelea Patterson-Liston? Sé que yo no… Todo lo que quiero es pasar del primer asalto.
Y agregaba:
—No tienes idea de cómo es en el primer asalto. Estás ahí con todo ese gentío alrededor y esas cámaras y el mundo entero pendiente, y todo ese ajetreo, esa emoción, y el himno nacional y el país entero esperando que ganes, hasta el presidente. ¿Y sabes qué hace todo eso? Te ciega, simplemente te ciega. Y entonces suena la campana y te vas contra Liston y él se te deja venir y ni siquiera te das cuenta de que hay un árbitro en el ring.
»Después no puedes recordar mucho de lo que sigue, porque no quieres… Sólo te acuerdas de que de pronto te estás levantando y el árbitro te dice “¿Estás bien?” y tú le dices “Claro que estoy bien” y él dice “¿Cómo te llamas?”. Y tú le dices “Patterson”.
»Y de repente, con todo el griterío a tu alrededor, estás otra vez en la lona y sabes que tienes que levantarse, pero estás más que grogui y el árbitro te empuja hacia atrás y tu entrenador está ahí con una toalla, y la gente se levanta y tus ojos no enfocan directamente a nadie…, estás como flotando.
»No es una mala sensación cuando te noquean —decía—. Es una buena sensación, en realidad. No duele, es tan sólo un mareo muy agudo. No ves ángeles ni estrellitas: estás en una nube agradable. Cuando Liston me asentó el guante en Nevada sentí durante cuatro o cinco segundos que todo el público presente estaba ahí en el cuadrilátero conmigo, que me rodeaban como una familia, y tú sientes afecto por todo el público presente cuando te noquean. Sientes que todos se encariñan contigo. Y quieres estirarte para besar a todo el mundo, hombres y mujeres, y después de la pelea con Liston alguien me contó que yo en efecto le lancé un beso desde el ring al público. Yo no me acuerdo. Pero creo que es verdad porque eso es lo que sientes durante cuatro o cinco minutos después del nocaut.
»Pero luego —proseguía Patterson, sin dejar de pasearse—, esa plácida sensación te abandona. Caes en la cuenta de dónde estás y qué haces ahí y lo que te acaba de pasar.
Y lo que sigue es una herida, una herida confusa, no una herida física, es una herida combinada con rabia; es la herida de qué va a pensar la gente; es la herida de que estoy avergonzado de mi propia aptitud…, y lo único que quieres es una trampa en mitad de la lona…, una trampa que se abra y te caigas por ella y aterrices en tu propio camerino en lugar de tener que salir del ring y dar la cara ante toda esa gente. Lo peor de perder es tener que salir caminando del ring y dar la cara ante esa gente.
Entonces Patterson se aproximó a la estufa y puso a hervir el agua para el té. Permaneció en silencio por un momento. A través de las paredes se podían oír las voces y los pasos de los sparrings y el entrenador que viven en la parte delantera de la casa. Pronto irían al club a preparar las cosas por si a Patterson le daba por practicar. Tenía programado viajar en dos días a Estocolmo para un combate contra un italiano de apellido Amonti, la primera aparición de Patterson en el cuadrilátero desde la última pelea contra Liston.
Después esperaba concertar una pelea en Londres contra Henry Cooper. Luego, si se restablecía su confianza y reaccionaban sus reflejos, Patterson tenía planeado volver a escalar posiciones en su país, desafiando a los contendientes principales, peleando con frecuencia, sin esperar tanto entre combates como había hecho cuando fue un campeón de esos que pagan impuestos del 90 por ciento.
Su mujer, para quien encuentra poco tiempo, y casi todos sus amigos piensan que debería retirarse. Le recalcan que no le hace falta el dinero. Hasta él reconoce que, por las solas inversiones de unos ingresos brutos de ocho millones de dólares, debería recibir rentas anuales de unos 35.000 dólares durante los siguientes veinticinco años. Pero Patterson, que tiene sólo veintinueve años y apenas un rasguño, se niega a creer que esté acabado. No puede evitar pensar que fue algo más que Listón lo que lo destruyó: una fuerza extraña, psicológica, tuvo también que ver; y a menos que pueda comprender cabalmente qué fue y aprender a manejarlo en el cuadrilátero, no sería capaz de vivir en paz en ningún sitio, salvo al pie de esa montaña. Ni será capaz nunca de desechar las patillas y el bigote falsos que, desde que Johansson lo venció en 1959, lleva consigo en un pequeño portafolios a cada pelea, de modo que se pueda escabullir lejos del estadio dado el caso de perder.
—A menudo me pregunto qué sentirán los otros boxeadores y qué les pasará por la cabeza cuando pierden —decía Patterson, poniendo en la mesa las tazas de té—. He deseado muchísimo conversar con otro boxeador acerca de esto, comparar pensamientos, a ver si él siente algunas de las cosas que yo he sentido. ¿Pero con quién puedes conversar? La mayoría de los boxeadores no charla mucho que digamos.
Y yo ni siquiera puedo mirar a los ojos al otro boxeador cuando nos pesan, por alguna razón.
»Cuando nos pesamos Listón y yo los comentaristas deportivos se dieron cuenta de eso y dijeron que yo dejaba ver el miedo. Pero eso no es así. No puedo mirar a los ojos a ningún boxeador porque…, bueno, una vez sí miré a uno a los ojos. Fue hace mucho, mucho tiempo. En ese entonces yo debía de estar con los amateurs. Y cuando miré a mi contendiente vi que tenía una cara tan simpática…, y entonces él me miró a mí… y me sonrió… ¡y yo le sonreí! Fue raro, muy raro. Cuando un tipo es capaz de mirar al otro y sonreír de ese modo, no creo que tengan nada que hacer peleándose.
»No recuerdo qué pasó en esa pelea ni recuerdo cómo se llamaba el tipo. Sólo recuerdo que desde entonces no he vuelto a mirar a los ojos a ningún boxeador.
El teléfono sonó en la alcoba. Patterson se levantó a contestar. Era su mujer, Sandra. Así que él se excusó, cerrando tras de sí la puerta de la alcoba.
Sandra Patterson y sus cuatro hijos viven en una residencia de cien mil dólares en un vecindario blanco de clase media alta en Scarsdale, Nueva York. Floyd Patterson se siente incómodo en esa casa rodeada de césped podado y atestada de muebles, y desde que perdió la pelea con Listón ha preferido vivir a tiempo completo en su campamento, que los niños llaman ahora «la casa de papá». Los hijos, la mayor de los cuales es una niña llamada Jeannie de siete años cumplidos, no saben con precisión cómo se gana la vida su padre. Pero Jeannie, que vio la última pelea Liston-Patterson por circuito cerrado de televisión, aceptó la explicación de que su padre participa en una suerte de juego donde los hombres se turnan derribándose: él ya tuvo su turno tirándolos al suelo y ahora les toca a ellos.
La puerta de la alcoba volvió a abrirse y Floyd Patterson salió sacudiendo la cabeza, muy enojado y nervioso.
—Hoy no voy a entrenar —dijo—. Voy a volar a Scarsdale. Esos muchachitos se están metiendo otra vez con Jeannie. Es la única negra del colegio y los más grandes la hacen pasar un mal rato, y entre los hombres hay unos que la molestan y le alzan el vestido todo el tiempo. Ayer llegó a casa llorando, así que hoy voy a bajar allí y pienso esperar afuera del colegio a que esos chicos salgan y…
—¿Qué edad tienen? —se le preguntó.
—Adolescentes —dijo—. Con edad suficiente para recibir un gancho de izquierda.
Patterson telefoneó a Ted Hanson, su amigo piloto, que se hospeda en el campamento y le ayuda con las relaciones públicas, amén de haberle enseñado a volar. En cinco minutos Hanson, un hombre blanco y delgado, con un corte al cepillo y anteojos, golpeaba en la puerta; y diez minutos después viajaban ambos en el coche que Patterson conducía casi con imprudencia temeraria por los estrechos y tortuosos caminos rurales hacia el aeropuerto, a unos diez kilómetros del campamento.
—Sandra tiene miedo de que yo arme un lío; le preocupa lo que les pueda hacer a esos chicos. ¡No quiere problemas! —exclamó Patterson, esquivando un barranco y apretando el acelerador—. ¡Le falta firmeza! Tiene miedo…, y tenía miedo de contarme lo de ese tendero que la enamora. Ha tardado mucho tiempo para contarme del tipo que cuando viene a reparar el lavaplatos le dice baby. Todos saben que yo estoy lejos tanto tiempo… Y el tipo del lavaplatos ya ha estado en mi casa como cuatro, cinco veces en este mes. El aparato se descompone todas las semanas. Me imagino que él lo arregla para que se descomponga todas las semanas. La última vez le tenía preparada una trampa. Esperé cuarenta y cinco minutos a que viniera, pero él no apareció. Yo lo iba a agarrar y le iba a decir: «¿Cómo te sentirías si a tu mujer yo le dijera baby? Te darían ganas de darme un puñetazo en la nariz, ¿no? Bueno, pues eso voy a hacer… si le vuelves a decir baby Llámala señora Patterson, o Sandra, si la conoces. Pero no la conoces, así que llámala señora Patterson». Y yo le dije a Sandra que esos hombres, esa clase de blancos, lo único que quieren es pasar un buen rato con las mujeres de color. Nunca se casarían con una mujer de color, sólo quieren pasar un buen rato.
Ahora entraban al estacionamiento del aeropuerto. Ahí en frente, atada con una cuerda a la pista de césped, estaba la avioneta Cessna verde de un solo motor que Patterson compró y aprendió a pilotar antes de la segunda pelea con Listón. Patterson siempre tuvo miedo de volar, un miedo que comparte o heredó de su mánager, Cus D’Amato, quien hasta el día de hoy rehúsa volar.
D’Amato, que se encargó de entrenar a Patterson desde que el púgil tenía diecisiete o dieciocho años y ejerció una enorme influencia en su psique, es un hombre extraño pero fascinante, de sesenta y dos años, adicto a la vida espartana y la abnegación, y presa de miedos y sospechas: evita los trenes subterráneos por miedo a que alguien lo empuje sobre los rieles; no se ha casado nunca; nunca da la dirección de su casa.
—Tengo que confundir a los enemigos —explicaba una vez D’Amato—. Cuando los tengo confundidos puedo trabajar con mis boxeadores. Lo que no quiero yo en la vida, no señor, es una sensación de seguridad. En el momento en que una persona se siente segura, los sentidos se le embotan… y empieza a morirse. Tampoco quiero muchos placeres en la vida: creo que cuantos más placeres obtienes de la vida, más miedo tienes de la muerte.
Hasta hace pocos años D’Amato hablaba casi siempre por Patterson y manejaba las cosas como un padrone italiano. Hasta que Patterson, el hijo crecido, se rebeló contra la imagen paterna. Cuando perdió con Sonny Liston la primera vez (combate que D’Amato le había instado a Patterson que aplazara), Patterson tomó lecciones de aviación. Y antes de la segunda pelea contra Liston ya Patterson había vencido el miedo a las alturas, era amo de los controles, estaba lleno de renovada confianza… y sabía además que, si llegaba a perder, al menos era dueño de un vehículo que podía sacarlo de la ciudad, volando.
Pero no lo sacó. Después de la pelea la pequeña Cessna, sobrecargada de equipaje, se recalentó a ciento cincuenta kilómetros de Las Vegas. Sin más remedio que volverse, Patterson y su compañero piloto se comunicaron con el campo de aviación y contrataron el alquiler de un avión más grande. Cuando aterrizaron, la terminal aérea de Las Vegas estaba llena de personas que dejaban la ciudad después de la pelea. Patterson se escondió en las sombras detrás del hangar. Su barba iba metida en la maleta. Pero nadie lo vio.
Luego el piloto llevó él solo la Cessna de Patterson de regreso a Nueva York, y Patterson viajó en el avión más grande que habían alquilado. En ese vuelo lo acompañaba Hanson, un amistoso nativo de Nevada, de cuarenta y dos años, divorciado tres veces, que había sido fumigador aéreo, barman y bailarín de cabaret. Después fue instructor de pilotos en Las Vegas y allí conoció a Patterson. Trabaron una muy buena amistad. Y cuando Patterson le pidió a Hanson que le ayudara a pilotar el avión de alquiler a Nueva York, Hanson no lo dudó, aunque esa noche tenía una leve resaca, debida en parte a su depresión por el triunfo de Listón y en parte a que un borracho lo había golpeado después de discutir con él por unos comentarios desagradables que éste había hecho sobre la pelea. No obstante, a bordo del avión Ted Hanson se despabiló completamente. Tuvo que hacerlo, porque cuando volaban a velocidad de crucero a tres mil metros de altura, la mente de Floyd Patterson empezó a vagar por momentos de regreso al ring. Entonces el avión quedaba a la deriva y Hanson exclamaba: «¡Floyd, Floyd! ¿Qué tal si recobramos el rumbo?»; y entonces Patterson alzaba la cabeza de un tirón y clavaba los ojos en los controles. Y todo iba bien por un rato. Hasta que otra vez regresaba al estadio, reviviendo la pelea, sin poder creer que había sucedido de verdad.
Y yo no dejaba de pensar, cuando salí volando de Las Vegas esa noche, en todos esos meses de entrenamiento antes de la pelea, toda esa práctica en carretera, todos esos sparrings, todos esos meses lejos de Sandra… Pensaba en esa vez en el campamento cuando quería quedarme despierto hasta las once y cuarto de la noche para ver una película en el Late Show. Pero no lo hice porque al día siguiente tenía que salir a entrenar.
Y pensaba en lo bien que me sentía antes de la pelea, acostado en la mesa en el vestuario. Me acuerdo que pensé: «Tienes un excelente estado físico, tienes un excelente estado mental, ¿pero de verdad estás furioso?». Pero te dices: «Ahora mismo no es importante enfurecerse, no pienses en eso ahora; está en juego una pelea por el campeonato, y eso ya es suficiente, ¿y quién sabe?, a lo mejor te enfureces apenas suene la campana…».
De modo que te quedas tendido ahí, tratando de echarte un sueñecito… Pero te quedas en una zona intermedia, medio dormido, y de vez en cuando te interrumpen las voces afuera en el pasillo, algún tipo que grita: ¡Hey, Jack! o ¡Hey, Al! o ¡Hey, que suban al ring los cuatro rounds!. Y oyes eso y piensas: «No te esperan todavía», así que te quedas echado ahí… cavilando: «¿Dónde estaré mañana? ¿Dónde estaré dentro de tres horas?». Ah, piensas toda clase de cosas, algunas que no tienen que ver en absoluto con la pelea… Te preguntas si le pagaste a tu suegra todas esas estampillas que ella compró hace un año… y te acuerdas de esa vez a las dos de la mañana cuando Sandra se tropezó en las escaleras trayéndole el biberón al bebé… y entonces te ofuscas y te dices: «¿Para qué pienso en esas cosas?»… y tratas de dormir… pero la puerta se abre y alguien le dice a alguien más: «Hey, ¿alguien va a ir al vestuario de Listón a ver cómo lo vendan?».