Retratos y encuentros (25 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

BOOK: Retratos y encuentros
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Las necrológicas que dejan sereno a Whitman son las que alcanza a terminar antes de que el individuo muera, como la tan polémica que redactó sobre Albert Schweitzer, que por un lado rendía tributo a «Le Grand Docteur» por su humanitarismo y por el otro lo condenaba por su soberbio paternalismo; y la de Winston Churchill, un artículo de 20.000 palabras en el que metieron mano Whitman y varios otros empleados del Times y que estuvo terminado casi dos semanas antes del deceso de sir Winston. Las notas necrológicas de Whitman sobre el conductor espiritual negro Father Divine, sobre Le Corbusier y sobre T. S. Eliot fueron redactadas, ésas sí, con la presión de un plazo límite; pero no le produjeron pánico alguno porque él estaba muy al tanto de las vidas y obras de los tres, en particular de las de Eliot, que había sido poeta residente de Harvard en los días de estudiante de Whitman en dicha institución. Su necrológica de Eliot empezaba: «Así termina el mundo / así termina el mundo / así termina el mundo. / No con una explosión, sino con un gemido», y pasaba a describir a Eliot como una figura poética realmente insólita, privada de toda «extravagancia o excentricidad de atuendo o ademanes, y sin la menor traza de romanticismo. No irradiaba efluvios, no lanzaba miradas cautivadoras y llevaba el corazón, hasta donde podía observarse, en su correcto lugar anatómico».

Cuando escribía esta necrológica de Eliot, un mensajero dejó caer en el escritorio de Whitman una cantidad de declaraciones elogiosas sobre la obra del poeta, una de ellas firmada por un colega poeta, Louis Untermeyer. Cuando Whitman leyó la carta de Untermeyer, alzó una ceja incrédula. Habría pensado que Louis Untermeyer estaba muerto.

Esto forma parte del astigmatismo ocupacional que aqueja a muchos redactores de obituarios. Si han escrito o leído por anticipado la necrológica de alguien, acaban por pensar que dicha persona murió también por anticipado. Desde que pasó de su anterior empleo de corrector de pruebas al presente, Alden Whitman ha descubierto que en su cerebro está embalsamada una serie de personas que están vivas, o lo estaban al último vistazo, pero sobre las cuales siempre habla en tiempo pretérito. Por ejemplo, piensa que John L. Lewis está muerto, al igual que E. M. Forster y Floyd Dell, Rudolf Hess y Green, el ex senador por Rhode Island, como también Ruth Etting, Gertrude Ederle y muchos otros.

Más aún, confiesa que, después de escribir una muy buena necrológica anticipada, su orgullo de autor es tanto que no ve la hora de que esa persona caiga muerta para poder contemplar su obra maestra en letras de molde. Aunque esta revelación puede definirlo como un poco menos que romántico, habría que decir en su defensa que él no se desvía del modo de pensar de la mayoría de los redactores de obituarios. Éstos son, hasta para el criterio de Noticias Locales, bastante peculiares.

Edward Ellis, un antiguo escritor de obituarios del
New York World-Telegram and Sun,
quien escribió también un libro sobre suicidas, reconoce que le gusta ver de cuando en cuando cómo sus viejas necrológicas anticipadas realizan su destino en el diario.

En la Associated Press, el señor Dow Henry Fonda anuncia con satisfacción que tiene listas y al día las necrológicas de Teddy Kennedy, la señora de John F. Kennedy, John O’Hara, Grayson Kirk, Lammot du Pont Copeland, Charles Munch, Walter Hallstein, Jean Monnet, Frank Costello y Kelso. En la United Press International, donde hay una docena de archivadores de cuatro cajones con «historias en preparación» (entre ellas una sobre el niño de cinco años John F. Kennedy Jr. y las de los hijos de la reina Isabel), no mantienen especialistas de tiempo completo y en cambio reparten los textos cadavéricos, asignándole algunos de los mejores a un periodista veterano llamado Doc Quigg, de quien se ha dicho, con orgullo, que él «los puede allanar, puede ponerlos a cantar».

Dice alguien curtido en el oficio que el tradicional empeño del redactor de obituarios por verse publicado no se basa exclusivamente en su orgullo de autor, sino que también puede ser una herencia de la época en que los editores no les pagaban a sus escritores de necrológicas, contratados con frecuencia a destajo, hasta que el sujeto del óbito no hubiera fallecido; o, como solían formularlo en esos tiempos, no hubiera «entregado el alma», «pasado a mejor vida» o «dejado este mundo». Algunas veces, durante la espera, en Noticias Locales hacían la que ellos llamaban una porra macabra, en la que cada cual ponía cinco o diez dólares y le apostaba a la persona de la lista de necrológicas anticipadas que creía que iba a morir primero. Karl Schriftgiesser, enterrador del Times hace unos veinticinco años, recuerda que en su tiempo hubo ganadores de porras macabras que llegaron a cobrar hasta 300 dólares.

No hay que se sepa porras como ésa en el Times de hoy en día, pero Whitman, por razones de muy diversa índole, sí mantiene en el escritorio una especie de lista de vivos a quienes da prioridad. Dichos individuos son tenidos en cuenta porque a su juicio tienen los días contados o porque considera que terminaron su trabajo en la vida y no ve razón para diferir la inevitable tarea de redacción, o simplemente porque el sujeto le parece «interesante» y por mero placer desea escribir su necrológica por adelantado.

Whitman también guarda la que él llama una «lista de aplazados», que se compone de líderes mundiales viejos pero duraderos,
monstres sacrés,
que aún están en el poder o por otras razones siguen siendo noticia, cuya necrológica «definitiva» no sólo sería difícil de pergeñar sino que en el futuro precisaría constantes cambios o añadidos; de manera que si estas personas «aplazadas» pueden tener en la morgue del Times necrológicas que no están al corriente (personajes como De Gaulle y Franco), de todos modos Whitman opta por dejarlas esperando un tiempo antes de darles la última mano. Whitman es consciente, desde luego, de que uno de esos clientes aplazados o todos ellos podrían hincar el pico de repente, pero asimismo tiene candidatos que a él le parece van a morir primero o que ya dejaron de ser noticia, de tal manera que sigue dándoles prioridad a quienes no están en su lista de aplazados; y si llegara a equivocarse…, bueno, ya se ha equivocado antes.

Existen, naturalmente, algunas personas que Whitman piensa que pueden morir pronto y a quienes ya les tiene su tributo final consignado en una carpeta en la morgue del Times; éstos pueden no morirse en años, y su importancia o influencia sobre el mundo podrá disminuir, pero siguen viviendo. En ese caso (si el nombre muere antes que el hombre, como diría A. B. Housman) Whitman se reserva el derecho de recortar la necrológica. Vivisección. Él es un hombre preciso, para nada emotivo. La muerte obsesionaba a Hemingway, a John Donne lo empequeñecía, pero a Alden Whitman le suministra un trabajo de cinco días a la semana que le gusta cantidad; y posiblemente se aceleraría su muerte si le quitaran el trabajo y lo volvieran a poner en la mesa de redacción donde ya no podría escribir sobre el tema.

Y así, todas las mañanas entre semana, tras bajar en el metro hasta Times Square desde su apartamento en la parte norte de Broadway, Whitman inicia gustoso otro día en el Times, otra sesión con hombres que han muerto, que están muriendo o que, si no se equivoca, pronto morirán. En general entra al vestíbulo del Times a eso de las once, sin que sus suaves zapatos de goma produzcan ruido al atravesar el reluciente piso de mármol. Lleva la pipa en la boca, y en la mano izquierda un té envasado que acaba de comprar al otro lado de la calle en el pequeño mostrador de comidas que administra un griego corpulento cuyo rostro conoce desde hace años, pero no su nombre. Luego Whitman asciende al tercer piso, da los buenos días a la recepcionista, vira hacia la sala de Noticias Locales, da los buenos días a los demás periodistas que trabajan en sus escritorios, hileras y más hileras de escritorios, y ellos lo saludan por turno, lo conocen bien, se alegran de que sea él, no ellos, el encargado de redactar la página del obituario; página que es leída con mucho cuidado, eso lo saben ellos, tal vez con demasiado cuidado, por lectores picados por una curiosidad morbosa, por lectores que buscan alguna clave de la vida, por lectores que buscan apartamentos vacantes.

A todos los periodistas les toca poner de su parte alguna vez para una u otra de las necrológicas menores, ya duras de por sí; pero las largas son el trabajo pesado: tienen que ser exactas, interesantes, infalibles en su análisis, y en el futuro serán juzgadas, como lo será el Times, por los historiadores. Con todo, para su redactor no hay gloria, no se le nombra, siendo política del diario suprimir los nombres de los autores de estas notas. Pero a Whitman no le importa. El anonimato le sienta de maravilla. Prefiere ser cualquier hombre, uno de tantos, nadie: empleado del Times núm. 97353, carné de biblioteca núm. 6637662, poseedor de una tarjeta de rebajas de las tiendas Sam Goody, prestatario del Buick Compact 1963 de su suegra los fines de semana cuando hay sol, un hombre eminentemente imposible de citar, antiguo entrenador de los equipos de fútbol americano, béisbol y baloncesto del colegio Roger Ludlowe, que ahora lleva la cuenta de las bajas para el Times. Todo el día, mientras sus colegas corren a un lado y otro, en pos del aquí y el ahora, Whitman se queda callado en su escritorio del fondo, tomándose el té a sorbos, habitando el extraño mundillo de los medio vivos y medio muertos en este enorme espacio apodado Noticias Locales.

Se trata de una sala del tamaño de una cancha de fútbol americano quizás dos veces más grande, y con una fila tras otra de escritorios metálicos, todos del mismo tono, cada uno con un teléfono que sostiene un reportero que habla con sus fuentes noticiosas sobre los últimos rumores, pistas, informes, imputaciones, amenazas, robos, violaciones, accidentes, crisis, problemas y problemas… Se trata de una Sala de Problemas, y de todas partes del mundo vía cable, télex, telegrama, teletipo o teléfono los informes de noticias sobre los problemas del planeta entran disparados a este único recinto, hora tras hora: desastre en el Danubio, revueltas en Tanzania, peligro en Pakistán, delicado en Trieste, rumores en Río, el escenario en Saigón, golpes de Estado, fuentes informadas dicen, fuentes de confianza dicen, problemas africanos, problemas judíos, OTAN, SEATO, Sukarno, Si-hanouk… y Whitman sentado ahí, tomando su té a sorbos, al fondo de esta sala, prestando poca atención a todo aquello. Lo que a él le concierne es el dato final.

Está pensando en qué palabras va a emplear cuando estos hombres, estos creadores de problemas, mueran finalmente. Ahora se inclina hacia adelante sobre la máquina de escribir, adelanta los hombros, pensando en las palabras que, poco a poco, irán formando las necrológicas anticipadas de Mao Tse Tung, de Harry S. Truman, de Picasso. También tiene en remojo a la Garbo y a Marlene Dietrich, a Steichen y a Haile Selassie. En una hoja de papel, resultado de una hora de trabajo previo, Whitman tiene escrito: «… Mao Tse Tung, hijo de un oscuro cultivador de arroz, murió siendo uno de los más poderosos gobernantes del mundo…». En otra hoja: «… A las 7.09 p.m. del 12 de abril de 1945 un hombre del que pocos habían oído hablar se convirtió en el presidente de Estados Unidos…». En otra más: «… había un Picasso pintor, un Picasso fiel e infiel como amante, un Picasso generoso, hasta un Picasso dramaturgo…». Y, de las notas de un día anterior: «… Como actriz, la señora de Rudolph Sieber era anodina, sus piernas no eran de ninguna manera tan hermosas como las de Mistinguett, pero la señora de Sieber en su papel de Marlene Dietrich fue durante muchos años un símbolo internacional del sexo y el glamour…».

Whitman no está contento con lo que ha escrito, pero revisa con cuidado las palabras y las frases y se detiene a pensar en voz alta: Ah, cómo será de maravillosa la colección de fotografías que van a sacar en el obituario del Times cuando fallezca el gran Steichen. Entonces Whitman se recuerda a sí mismo que tiene que comprar el número del
Saturday Review
con su magnífico artículo de portada sobre el canoso magnate británico de las comunicaciones, el barón Roy Thomson, ya setentón. La historia pronto puede resultarle útil. Otro hombre de interés, dice Whitman, es el célebre humorista Frank Sullivan, que vive en Saratoga Springs, Nueva York. Unos días atrás Whitman había llamado por teléfono a un amigo cercano de Sullivan, el dramaturgo Marc Connelly, y casi empieza diciéndole: «Usted conoció a míster Sullivan, ¿no es verdad?». Pero se calló la boca y le dijo más bien que el Times estaba «poniendo al día sus archivos» —sí, ésa fue la frase— sobre Frank Sullivan y que si podían quedar en salir a almorzar por si acaso el señor Connelly podía instruir en algo al señor Whitman. El almuerzo se dio. Ahora lo que Whitman espera es poder viajar a Saratoga Springs y hablar sobre la vida de Marc Connelly mientras almuerza con el señor Sullivan.

Cuando Whitman va a un concierto, como es su costumbre, no puede resistir el impulso de mirar alrededor de la sala y observar a los distinguidos miembros de la concurrencia que en las próximas fechas pudieran despertar su particular curiosidad. Hace poco notó, en el Carnegie Hall, que uno de los espectadores sentados más adelante era Arthur Rubinstein. Whitman levantó rápidamente los gemelos y enfocó el rostro de Rubinstein, fijándose en la expresión de sus ojos y de su boca, en su suave pelo gris y, cuando se puso de pie en el intermedio, en lo sorprendentemente bajo que era.

Whitman tomó nota de esos detalles, consciente de que algún día le ayudarían a darle vida a su trabajo, consciente de que las necrológicas magistrales, como las mejores exequias, deben ser planeadas con mucha anticipación. El propio Churchill dispuso todo lo de su entierro; y los parientes de Bernard Baruch visitaron, antes de que él muriera, la Capilla de Honras Fúnebres Frank E. Campbell para ultimar detalles; y ahora el hijo de Baruch, aunque disfruta de buena salud, ha hecho lo mismo; como hizo también una modesta criada que hace poco compró un mausoleo por más de 6.000 dólares e hizo inscribir en él su nombre, y que ahora, cada mes o algo así, viaja al cementerio en el condado de Westchester para echarle un vistazo.

«La muerte nunca pilla desprevenido al sabio», escribió La Fontaine, y Whitman coincide y mantiene «al día» sus fichas, si bien no le permite a nadie leer su propia necrológica. Como dijo el difunto Elmer Davis: «El hombre que ha leído su propia noticia necrológica no volverá a ser el mismo».

Hace varios años, después de que un editor del Times se hubo recobrado de un ataque cardíaco y regresó al diario, el reportero que había redactado su nota necrológica se la mostró a fin de corregir errores u omisiones. El editor la leyó. Esa noche sufrió otro infarto. Por otra parte, Ernest Hemingway disfrutó plenamente la lectura de las noticias periodísticas acerca de su muerte en un accidente aéreo en África. Hizo armar un grueso álbum de recortes de periódicos y decía empezar todos los días con «el acostumbrado ritual matutino de una copa de champaña fría y un par de páginas de notas necrológicas». En dos ocasiones Elmer Davis fue equivocadamente dado por muerto por la prensa en alguna catástrofe, y aunque admitía que «resultar vivo después de que has sido dado por muerto es un injustificable abuso contra tus amigos», de todas formas negó los infundios; y recibió «en general más crédito del que se suele dar a las personas cuando tienen que desmentir algo que la prensa ha dicho sobre ellas».

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