—¿Dónde está? —exclama Castro, que parece de veras sorprendido y encantado. Se acerca a Alí y le examina las manos, repitiendo—: ¿Dónde está? ¿Qué hiciste?
Cualquiera que haya viajado durante esa semana en el bus de Alí sabe dónde lo oculta. Lo vieron hacer el truco repetidas veces delante de los pacientes y doctores de las clínicas y hospitales, así como delante del sinnúmero de turistas que lo reconocieron en el vestíbulo del hotel o en sus paseos por la plaza de la ciudad. También lo vieron finalizar cada actuación con una demostración que revelaba el método. Lleva escondido en el puño un pulgar de goma color carne que contiene el pañuelo que va a sacar con los dedos de la otra mano; y cuando vuelve a meter el pañuelo, lo que en realidad hace es estrujar la tela otra vez en el pulgar de goma oculto, en el que luego introduce su propio pulgar derecho. Cuando abre las manos, los espectadores desprevenidos le ven las palmas limpias y no reparan en el hecho de que el pañuelo está apretado en el pulgar de goma que le recubre el pulgar derecho extendido. Compartir con el público el misterio de su magia le granjea siempre aplausos adicionales.
Realizado el truco, Alí se lo explica a Castro y le presenta el pulgar de goma para que lo examine. Y, con mayor entusiasmo del que ha exhibido en toda la velada, Castro dice:
—Ah, déjame probármelo; quiero probármelo: ¡es la primera vez que veo esta maravilla!
Tras unos minutos de adiestramiento por parte de Howard Bingham, que hace ya rato lo aprendió de Alí, el caudillo cubano lo ejecuta con la suficiente destreza y desenvoltura como para satisfacer sus ambiciones mágicas y suscitar otra lluvia de aplausos de los invitados.
Entretanto han pasado más de diez minutos, desde que Alí empezó su número cómico. Son más de las nueve y media de la noche, y el comentarista Ed Bradley, cuya conversación con Castro se vio interrumpida, se inquieta porque el líder cubano se vaya a marchar sin responder a las preguntas que le tenía preparadas para su programa. Bradley se arrima a la intérprete de Castro y le dice, en una voz que no puede pasar sin ser oída:
—¿Le puede preguntar si él seguía…, si pudo seguir a Alí cuando era un boxeador profesional?
La pregunta se transmite y repite hasta que Castro, mirando a la cámara de la CBS, responde:
—Sí, recuerdo cuando discutían la posibilidad de una pelea entre ellos dos —dice, señalando con un gesto a Alí y Stevenson—, y recuerdo cuando estuvo en África.
—En Zaire —especifica Bradley, refiriéndose a la victoria de Alí sobre George Foreman en 1974, y prosigue—: ¿Qué clase de impacto produjo él en este país, siendo que era un revolucionario además de…?
—Enorme —dice Castro—. Era muy admirado como deportista, como púgil, como persona. Siempre fue tenido en alta estima. Pero nunca me imaginé que un día nos íbamos a conocer aquí, con esta clase de gesto de traer medicamentos, de ver a nuestros niños, de visitar nuestras policlínicas. Estoy muy contento, estoy emocionado de tener la oportunidad de conocerlo en persona, de agradecerle su bondad. Veo que es fuerte. Veo que tiene un rostro muy amable.
Castro habla como si Alí no estuviera presente, a pocos pasos de distancia. Alí mantiene su fachada impasible, incluso cuando Stevenson le dice al oído, en inglés:
«Muhammad, Muhammad, why you no speak?».
Stevenson se da la vuelta, para decirle al periodista que tiene atrás:
—Muhammad sí habla. Me habla a mí y se calla, ya que Castro le clava la mirada mientras le cuenta a Bradley: «Estoy muy contento de que él y Stevenson se hayan conocido», y, haciendo una pausa, añade: «Y estoy contento de que nunca se hubieran enfrentado».
—Él no está tan seguro —corta Bradley, sonriendo en dirección a Stevenson.
—Veo algo bello en esa amistad —insiste suavemente Castro.
—Hay un lazo entre ellos dos —dice Bradley.
—Sí —dice Castro—, es cierto —y vuelve a mirar a Alí y luego a Stevenson, como buscando algo más hondo qué decir.
—¿Y cómo va el documental? —termina por preguntarle a Bradley.
—Va a salir en 60 minutos.
—¿Cuándo?
—Tal vez dentro de un mes —dice Bradley, recordándole a la traductora—: Es el programa en el que Dan Rather entrevistó al comandante varias veces, cuando Dan Rather estaba en 60 minutos.
—¿Y quién está ahí ahora? —desea saber Castro.
—Yo —le contesta Bradley.
—Usted —le hace eco Castro, echándole un vistazo al arete de Bradley—. Así que usted está allí… ¿de jefe ahora?
Bradley le responde como una estrella de los medios que no se hace ilusiones:
—Soy un empleado.
Llegan por fin unas bandejas con café, té y zumo de naranja, pero en cantidades que alcanzan apenas para Alí y Yolanda, Howard Bingham, Greg Howard, los Stevenson y Castro; aunque Castro les dice a los camareros que no quiere nada.
Castro les hace una seña a Alí y los otros para que se le unan al otro lado de la sala, alrededor de la mesa redonda. Los equipos de cámara y el resto de los invitados los siguen, arrimándose todo lo que pueden a los principales. Pero dentro del grupo se puede percibir cierta impaciencia. Llevan de pie durante más de una hora y media. Ya son casi las diez. No ha habido comida. Y para la gran mayoría está claro que tampoco habrá nada de beber. Incluso entre los invitados especiales, sentados y bebiendo de sus vasos fríos o sus tazas calientes, hay un grado menguante de fascinación con la velada. De hecho, los ojos de Muhammad Alí se han cerrado. Duerme.
Yolanda se sienta a su lado en el sofá, fingiendo no darse cuenta. Castro también hace caso omiso, aunque está sentado directamente al otro lado de la mesa, junto a la intérprete y los Stevenson.
—¿Cómo de grande es Michigan?
Castro interroga de nuevo a Yolanda, volviendo por tercera vez a un tema cuya exploración agotó el interés de todos los presentes, salvo él mismo.
—No sé cómo de grande será el estado en cuanto a población —le dice Yolanda—. Nosotros vivimos en un pueblo pequeñito [Barrien Springs] de unos dos mil habitantes.
—¿Y regresan a Michigan mañana?
—Sí.
—¿A qué hora?
—A las dos y media.
—¿Vía Miami? —le pregunta Castro.
—Sí.
—¿Y de Miami a dónde vuelan?
—Vamos a Michigan.
—¿Cuántas horas de vuelo?
—Tenemos que cambiar en Cincinnati…, unas dos horas y media.
—¿Tiempo de vuelo?
Muhammad Alí abre los ojos, los vuelve a cerrar.
—¿Tiempo de vuelo? —repite Yolanda.
—¿De Miami a Michigan? —prosigue Castro.
—No —vuelve a explicarle ella, sin perder la paciencia—, tenemos que ir a Cincinnati. No hay vuelos directos.
—¿Así que tienen que tomar dos aviones? —le pregunta Castro.
—Sí —dice ella, aclarándole—: De Miami a Cincinnati y de Cincinnati a South Bend, Indiana.
—¿De Cincinnati a…?
—A South Bend —dice ella—. Ese es el aeropuerto más cercano.
—¿Entonces —insiste Castro— queda en las afueras de la ciudad?
—Sí.
—¿Tienen una granja?
—No —dice Yolanda—. La tierra nada más. Dejamos que otros se ocupen de cultivar.
Yolanda le comenta que Teófilo Stevenson viajó por esa parte del Midwest. La mención de su nombre atrae la atención de Stevenson.
—Estuve en Chicago —le dice éste a Castro.
—¿Estuviste en su casa? —le pregunta Castro.
—No —Yolanda corrige a Stevenson—: estuviste en Michigan.
—Estuve en el campo —dice Stevenson y, sin poder resistirse, añade—: Tengo un vídeo de ese viaje. Te lo mostraré algún día.
Castro parece no escucharlo. Se dedica otra vez a Yolanda, preguntándole dónde nació, dónde se educó, cuándo se casó y cuántos años le lleva su marido, Muhammad Alí.
Cuando Yolanda confiesa tener dieciséis años menos que Alí, Castro se dirige a Fraymari y con fingida compasión le dice que está casada con un hombre que le lleva veinte años.
—¡Comandante! —tercia Stevenson—. Estoy en forma. ¡El deporte te mantiene sano! ¡El deporte añade años a tu vida y vida a tus años!
—Ay, qué conflicto el de ella —machaca Castro, ignorando a Stevenson y atendiendo a Fraymari y al camarógrafo de la CBS que se adelanta para hacer una toma más cerrada del rostro de Castro—. Es abogada, y no mete en la cárcel a tamaño marido.
Castro disfruta mucho más que Fraymari la atención que este tema despierta ahora en el grupo. Había perdido a su público y ahora lo recupera, y parece que quiere retenerlo, sin importar que se rompa la armonía entre Stevenson y Fraymari. Sí, continúa Castro, Fraymari tuvo la desgracia de escoger a un marido «que nunca puede sentar cabeza… La cárcel sería un buen lugar para él».
—Comandante —lo interrumpe Stevenson en un tono jocoso, dirigido quizás a aplacar tanto a la abogada que es su señora como al abogado que gobierna el país—, ¡más me valdría estar encerrado!
Deja entender que si llegara a quebrantar la fidelidad marital, su mujer abogada «¡seguramente me metería en un sitio donde sea la única que pueda visitarme!».
Todos en la mesa y el corro que la rodea se echan a reír. Alí ha despertado. Las bromas entre Castro y Stevenson se reanudan hasta que Yolanda, amagando ponerse de pie, le dice a Castro:
—Tenemos que hacer el equipaje.
—¿Van a cenar ahora? —le pregunta él.
—Sí, señor —dice ella.
Alí se levanta junto con Howard Bingham. Yolanda da las gracias directamente a la traductora de Castro y añade:
—No se olvide de decirle que es siempre bienvenido en nuestra casa.
La intérprete repite la queja de Castro en el sentido de que en sus viajes a Estados Unidos lo suelen confinar en Nueva York, pero él agrega:
—Las cosas cambian.
El grupo deja que Alí y Yolanda pasen adelante, con Castro que los sigue en el pasillo. El ascensor llega y un guardia sostiene la puerta abierta. Castro se despide finalmente, con apretones de mano. Sólo entonces se da cuenta de que lleva en la mano el pulgar de goma de Alí. Disculpándose, trata de devolvérselo a Alí, pero Bingham protesta cortésmente:
—No, no —dice—. Alí quiere que usted se lo quede.
De momento, la traductora de Castro no consigue entender lo que Bingham dice.
—Quiere que se lo quede —vuelve a decir Bingham.
Bingham entra en el ascensor con Alí y Yolanda. Antes de cerrarse la puerta, Castro sonríe, se despide con la mano y se queda mirando con curiosidad el pulgar de goma.
Y después se lo guarda en el bolsillo.
Hay un tipo de trastorno mental leve que resulta endémico en el oficio de la sastrería, trastorno que comenzó a tejer su camino en la psique de mi padre en sus días de aprendiz en Italia, cuando trabajaba en el taller de un irascible artesano llamado Francesco Cristiani, cuyos antepasados masculinos habían sido sastres durante cuatro generaciones sucesivas y habían exhibido, sin excepción alguna, síntomas de esta dolencia ocupacional.
Si bien nunca ha despertado curiosidad científica y por lo tanto no puede clasificarse con un nombre oficial, mi padre describió una vez el trastorno como una suerte de melancolía prolongada que estalla de cuando en cuando en ataques de cólera; resultado, aducía mi padre, de las excesivas horas de trabajo lento, exigente y microscópico que avanza puntada tras puntada, pulgada tras pulgada, hipnotizando al sastre en el reflejo lumínico de una aguja que titila al entrar y salir de la tela.
El ojo del sastre debe seguir la costura con toda precisión, pero sus pensamientos pueden virar en diferentes direcciones, examinar su vida, meditar sobre su pasado, lamentar las oportunidades perdidas, crear dramas, imaginar desaires, rumiar, exagerar. En resumen, el hombre, cuando cose, tiene un exceso de tiempo para pensar.
Mi padre, que oficiaba de aprendiz todos los días antes y después del colegio, sabía bien que algunos sastres podían sentarse en silencio en el banco de trabajo durante muchas horas, acunando una prenda entre la cabeza inclinada y las rodillas juntas, y coser y coser sin ejercicio ni mayores movimientos físicos, y sin ninguna afluencia de oxígeno fresco que les despejara el cerebro. De pronto, con una inexplicable volubilidad, mi padre veía saltar en pie a uno de esos hombres, ofendidos violentamente por algún comentario volandero de un compañero de trabajo, por una acotación trivial que no buscaba provocar. Y mi padre solía encogerse en un rincón mientras volaban por el cuarto carretes y dedales de acero; y si los colegas insensibles lo azuzaban, el exaltado sastre podía echarle mano al instrumento de terror predilecto en el taller, unas tijeras largas como espadas.
También había confrontaciones en la parte delantera de la tienda en donde él trabajaba, disputas entre los clientes y el propietario: el diminuto y fatuo Francesco Cristiani, que se enorgullecía enormemente de su oficio y creía que él y los sastres bajo su dirección eran incapaces de cometer un error grave; y si lo hacían, él no era muy dado a reconocerlo.
Un día que vino un cliente a probarse un traje nuevo pero no pudo ponerse la chaqueta porque las mangas eran demasiado estrechas, Francesco Cristiani no sólo fue incapaz de disculparse con el cliente: se comportó como si se sintiera insultado por su ignorancia sobre el exclusivo estilo en modas masculinas del taller de Cristiani.
—No se supone que usted deba meter los brazos por las mangas de esta chaqueta —le informó Cristiani al cliente, en tono de superioridad—. ¡Esta chaqueta está diseñada para ponérsela únicamente encima de los hombros!
En otra ocasión, un día después del almuerzo, cuando Cristiani se detuvo en la plaza de Maida a oír tocar la banda en el concierto de mediodía, notó que en el nuevo uniforme que habían entregado la víspera al tercer trompeta se hacía un bulto detrás del cuello cuando el músico se llevaba el instrumento a los labios.
Preocupado porque alguien se fuera a dar cuenta y difamara su prestigio como sastre, Cristiani envió a mi padre, en ese entonces un chico escuálido de ocho años, a que se colara entre los pendones del quiosco de música y, con furtiva delicadeza, tirara de la chaqueta del trompetista cada vez que apareciera el bulto. Terminado el concierto, Cristiani se ideó una maña sutil para recuperar y arreglar la casaca.
Por esas fechas, en la primavera de 1911, ocurrió en el taller una catástrofe para la que no parecía haber solución posible. En efecto, el problema era tan serio que la primera reacción de Cristiani fue huir de Maida por un tiempo en lugar de quedarse en el pueblo y afrontar las consecuencias. El incidente que produjo semejante pánico había tenido lugar en el taller de Cristiani el Sábado Santo y se centraba en el daño que un aprendiz le había causado, de modo accidental pero irreparable, a un traje nuevo confeccionado para uno de los clientes más exigentes de Cristiani, renombrado en la región como uno de los
uomini rispettati,
los hombres respetables, popularmente conocidos como la Mafia.