Antes de que se percatara del accidente, Cristiani había disfrutado de una próspera mañana en el taller, recibiendo los pagos de varios clientes satisfechos que habían acudido a la prueba final de los atuendos que se pondrían al día siguiente para lapasseggiata de Resurrección, el acontecimiento más ostentoso del año para los varones del sur de Italia. Mientras que las recatadas mujeres del pueblo (salvo las más atrevidas esposas de los emigrados a América), después de ir a misa, pasarían el día asomadas discretamente a sus balcones, los hombres se pasearían por la plaza, charlando unos con otros y cogidos del brazo, fumando y examinando de reojo el corte del traje que estrenaba cada cual. Porque a pesar de la pobreza del sur de Italia, o quizás debido a ella, se hacía excesivo hincapié en las apariencias: eso formaba parte del síndrome de fiare bella figura de la región; y en su mayoría los hombres congregados en la plaza de Maida, y en decenas de plazas como ésa en todo el sur, eran excepcionalmente versados en el arte de la sastrería fina.
En cuestión de segundos podían evaluar la factura de un traje ajeno, podían apreciar cada diestra puntada, podían valorar la maestría en la tarea más exigente para el sastre, el hombro, del que deben colgar más de veinte piezas individuales de la chaqueta, en armonía y sin menoscabo de la fluidez. Cuando entraba a la tienda a escoger la tela para un traje nuevo, casi cualquier varón que se preciara sabía de memoria las doce medidas principales de su cuerpo en el vestir, empezando por la distancia entre el escote y el talle de la chaqueta y terminando con el ancho exacto de los dobladillos sobre los zapatos. Entre esa clase de hombres había muchos que habían sido clientes toda la vida de la familia Cristiani, al igual que sus padres y abuelos antes que ellos. En efecto, la familia Cristiani confeccionaba ropa masculina en el sur de Italia desde 1806, cuando la zona estaba bajo el mando de Napoleón Bonaparte; y cuando Joachim Murat, el cuñado de Napoleón, que había sido instalado en el trono de Nápoles en 1808, fue fusilado en 1815 por un pelotón de ejecución de los Borbones de España en la aldea de Pizzo, a unos kilómetros al sur de Maida, el guardarropa que Murat dejó incluía un traje elaborado por el abuelo de Francesco Cristiani.
Pero ahora, en este Sábado Santo de 1911, Francesco Cristiani se enfrentaba a una situación en la que no valía la larga tradición de su familia en el oficio. Tenía en sus manos un par de pantalones con una rotura de una pulgada en la rodilla izquierda, corte hecho por un aprendiz que jugueteaba con unas tijeras sobre la mesa en la que descansaban los pantalones para que Cristiani los inspeccionara.
Aunque a los aprendices se les advertía reiteradamente que no manejaran las tijeras pesadas (su principal tarea consistía en coser botones y hacer hilvanes), algunos jóvenes infringían sin querer aquella regla, en su afán por ganar experiencia sartorial. Pero lo que magnificó el desaguisado del joven en esta ocasión fue haber estropeado unos pantalones hechos para el mafioso, que se llamaba Vincenzo Castiglia.
Cliente nuevo proveniente de la vecina Cosenza, Vincenzo Castiglia era tan descarado respecto a su vocación delictiva que, el mes anterior, mientras le tomaba las medidas del traje, le había pedido a Cristiani que dejara un espació holgado en el interior de la chaqueta para la funda del arma. No obstante, en la misma ocasión el señor Castiglia había hecho otras exigencias que a los ojos de su sastre lo ensalzaban como un hombre con sentido del estilo y conocedor de lo que le sentaba mejor a su algo corpulenta figura. Por ejemplo, el señor Castiglia le había pedido que le cortara los hombros con anchura de sobra para que las caderas lucieran más estrechas; y a fin de desviar la atención de su abultado vientre, le mandó hacer un chaleco con pliegues y solapas en punta, además de un agujero en el centro de la prenda por donde pudiera pasarse la cadena de oro de su reloj de bolsillo engastado con diamantes.
Por añadidura, el señor Castiglia había especificado que le hiciera hacia afuera los dobladillos de los pantalones, a la última moda europea; y al asomarse a la sala de trabajo del negocio había manifestado su satisfacción de ver que todos los sastres cosían a mano y no utilizaban la popularizada máquina de coser, la cual, pese a su rapidez, no tenía la capacidad de contornear de manera especial las costuras y los ángulos del paño, cosa posible únicamente en manos de un sastre habilidoso.
Inclinándose con aprecio, el sastre Cristiani le aseguró al señor Castiglia que su taller jamás sucumbiría ante esa desmañada invención mecánica, aunque las máquinas de coser se habían generalizado ya en toda Europa, como también en Norteamérica. Al oír mencionar a Norteamérica el señor Castiglia sonrió y dijo que una vez había visitado el Nuevo Mundo, añadiendo que tenía varios parientes asentados allí. (Entre ellos un primo joven, Francesco Castiglia, que en el futuro, a partir de los años de la Prohibición, adquiriría gran renombre y fortuna con el nombre de Frank Costello.)
En las semanas siguientes Cristiani se esmeró en satisfacer las especificaciones del mafioso, y terminó orgulloso de los resultados… hasta el Sábado Santo, cuando descubrió la rasgadura de una pulgada en la rodilla izquierda de los pantalones de estreno del señor Castiglia.
Gritando de cólera y angustia, Cristiani pronto obtuvo la confesión de un aprendiz, que admitió haber estado cortando unos trozos de paño desechados en los bordes del patrón bajo el cual encontraron los pantalones. Conmocionado como estaba, Cristiani guardó silencio durante varios minutos, rodeado de sus igualmente consternados y mudos subalternos. Desde luego, Cristiani podía correr a esconderse en los montes, obedeciendo a su primer impulso; o podía devolverle el dinero al mafioso después de explicarle lo que había sucedido y entregarle enseguida al aprendiz culpable como chivo expiatorio que debía recibir su merecido. Sin embargo, en este caso había especiales circunstancias atenuantes. El aprendiz culpable era sobrino de Maria, la mujer de Cristiani. Su nombre de pila era Maria Tálese. Era la única hermana del mejor amigo de Cristiani, Gaetano Tálese, que a la sazón trabajaba en Estados Unidos. Y el hijo de ocho años de Gaetano, el aprendiz Joseph Tálese (que sería mi padre), lloraba ahora de modo convulsivo.
Mientras trataba de consolar al sobrino arrepentido, Cristiani se calentaba la cabeza pensando en una solución viable. No había manera, en las pocas horas que faltaban para la visita de Castiglia, de hacer un segundo par de pantalones, así tuvieran existencias del mismo material. Tampoco había manera de ocultar el corte a la perfección, por más maravillosa que fuera la labor de zurcido.
Mientras sus colegas insistían en que la medida más sabia sería cerrar la tienda y dejarle una nota al señor Castiglia alegando una enfermedad o cualquier otra excusa que pudiera aplazar la confrontación, Cristiani les recordaba firmemente que nada lo podía absolver de su incumplimiento en la entrega del traje del mafioso a tiempo para el Domingo de Resurrección, y que era obligatorio dar con una solución en ese momento, de una vez, o al menos en las cuatro horas que faltaban para la llegada del señor Castiglia.
Cuando la campana de la iglesia en la plaza principal tocó la hora del mediodía, Cristiani anunció con voz lúgubre:
—Hoy ninguno duerme siesta. No hay tiempo para comer y descansar: llegó la hora del sacrificio y la meditación. Así que quiero que todos se queden donde están y piensen en algo que nos pueda salvar de la catástrofe.
Se vio interrumpido por las quejas de algunos de los sastres, molestos por tener que saltarse el almuerzo y la siesta de la tarde; pero Cristiani las acalló, y envió en el acto a uno de sus hijos novicios por todo el pueblo, a que avisara a las mujeres de los sastres que no esperaran a sus maridos antes de la puesta del sol. Ordenó luego a los otros aprendices, incluyendo a mi padre, que corrieran las cortinas de las ventanas y atrancaran las puertas de adelante y trasera del negocio. Y entonces, por unos minutos, todos los empleados de Cristiani, una docena de hombres y niños, como si realizaran un velorio, se agruparon en silencio bajo el techo del taller oscurecido.
Mi padre estaba sentado en un rincón, todavía atolondrado por la magnitud de su fechoría. A su lado estaban los otros aprendices, enfadados con él pero obedeciendo de todos modos la orden del maestro de quedarse encerrados. En el centro del taller, sentado entre sus sastres, se hallaba Francesco Cristiani, un hombrecito nervudo con un bigote diminuto, cogiéndose la cabeza con las manos y alzando la vista a cada momento para volver a ver los pantalones que tenía enfrente.
Transcurridos varios minutos, Cristiani se levantó, chasqueando los dedos. Aunque medía como mucho un metro setenta centímetros de alto, su porte erguido, elegante estilo y desenvoltura le daban peso a su presencia. Había también una chispa en sus ojos.
—Creo que se me ocurre algo —anunció con parsimonia, deteniéndose para aumentar la intriga, hasta captar la atención de todos.
—¿Y qué será? —preguntó el sastre de mayor antigüedad.
—Lo que puedo hacer —prosiguió Cristiani—, es abrir un corte en la rodilla derecha que case exactamente con el de la izquierda estropeada y…
—¿Estás loco? —lo interrumpió el sastre veterano.
—¡Déjame terminar, imbécil! —le gritó Cristiani, golpeando la mesa con su puño menudo—. Después cierro los cortes de los pantalones con costuras de adorno idénticas, y más tarde le explico al señor Castiglia que es el primer hombre en esta parte de Italia que se pone unos pantalones confeccionados a la última moda, la moda de las rodillas con costuras.
Los otros lo escuchaban pasmados.
—Pero, maestro —dijo un sastre joven, en un cuidadoso tono de respeto—, ¿no se dará cuenta el señor Castiglia, cuando le presente esa «nueva moda», que nosotros mismos, los sastres, no llevamos pantalones hechos a ese estilo?
Cristiani alzó levemente las cejas.
—Buen argumento —concedió, mientras la atmósfera de pesimismo regresaba al recinto; pero al momento sus ojos chispearon nuevamente, y dijo—: ¡Pero si sí los vamos a llevar! Nos abrimos unos cortes en nuestras rodillas y los remendamos con costuras como las del señor Castiglia —y antes de que sus hombres pudieran protestar, se apresuró a añadir—: ¡Usemos los pantalones que guardamos en el armario de las viudas!
Todos miraron de inmediato hacia la puerta cerrada con llave de un armario que había en la parte trasera del taller, dentro del cual había colgado un montón de trajes que llevaron por última vez numerosos varones hoy difuntos; trajes que las viudas afligidas, que no querían recuerdos de los maridos fallecidos, le habían donado a Cristiani con la esperanza de que los dieran a los forasteros, de modo que pudieran usarlos en sus pueblos lejanos.
Cristiani procedió a abrir de golpe la puerta del armario, desenganchó varios pares de pantalones y se los arrojó a los sastres, apurándolos para que se los probaran. Él mismo estaba ya en su ropa interior de algodón blanco y sus ligas negras, buscando un par de pantalones que se ajustaran a su menuda estatura; y cuando dio con ellos se los puso, se encaramó a la mesa y durante un momento se quedó quieto como un modelo ufano delante de sus empleados.
—Miren —les dijo, señalándoles el ancho y el largo—: La talla perfecta.
Los demás sastres se pusieron a buscar y escoger entre la amplia selección. Cristiani ya se había bajado de la mesa y quitado los pantalones, y empezaba a hacer un corte en la rodilla derecha de los pantalones del mafioso, duplicando el daño de la izquierda. A continuación abrió incisiones iguales en las rodillas de los pantalones que él había escogido para ponérselos.
—Ahora presten atención —les avisó a los empleados.
Con un floreo de la aguja enhebrada con seda, dio la primera puntada en los pantalones del difunto, pasando el hilo por debajo del borde inferior de la rasgadura y anudándolo diestramente con el borde superior, con un resuelto movimiento circular que repitió varias veces hasta que hubo cerrado con firmeza el centro de la rodilla en un diseño pequeñito, redondo y bordado, parecido a una corona y del tamaño de un céntimo.
Procedió luego a elaborar, del lado derecho de la corona, una costura de media pulgada que se sesgaba y estrechaba un poquito al rematar arriba; y al reproducir la misma costura al otro lado, creó la imagen diminuta de un ave lejana, con las alas abiertas, que vuela hacia el espectador; un ave que se parecía sobre todo a un halcón peregrino. Así pues, Cristiani se había inventado un estilo de pantalones con rodillas en punta de alas
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—Y bien, ¿qué les parece? —preguntó a los empleados, dando a entender con su tono brusco que en realidad le daba igual lo que ellos pensaran. Y mientras ellos se encogían de hombros y murmuraban en el fondo del taller, prosiguió con voz autoritaria—: Bueno, ahora, rápido, córtenles las rodillas a los pantalones que se van a poner y cósanlos con el bordado que les acabo de mostrar.
Como no se esperaba ninguna resistencia, y al no llegarle ninguna, Cristiani agachó la cabeza para enfrascarse por completo en su propia labor: terminar la segunda rodilla de los pantalones que iba a llevar, para enseguida dar comienzo, con esmero, al zurcido de los pantalones del señor Castiglia.
En este último caso, Cristiani no sólo tenía pensado bordarlos con un diseño de alas en hilo de seda que coincidiera exactamente con el tono de la hebra utilizada en los ojales de la chaqueta del traje del señor Castiglia, sino que iba a insertar forros de seda en la parte delantera de los pantalones, desde los muslos hasta las espinillas, para que protegieran las rodillas del señor Castiglia del roce áspero de las puntadas interiores del bordado y al mismo tiempo disminuyeran la fricción contra el remiendo cuando el señor Castiglia saliera a caminar en la passeggiata.
Durante las dos horas siguientes todos trabajaron en un febril silencio. Mientras Cristiani y los otros sastres zurcían figuras de alas en las rodillas de todos los pantalones, los aprendices ayudaban con los arreglos menores, cosiendo botones, planchando dobladillos y demás detalles que hicieran que los pantalones de los difuntos lucieran tan presentables como fuera posible en los cuerpos de los sastres. Francesco Cristiani no permitía, desde luego, que nadie más que él tocara las prendas del mañoso; y cuando las campanas de la iglesia sonaban indicando el final de la siesta, Cristiani examinaba con admiración su propia labor de costura y daba gracias en su interior a su tocayo en el cielo, san Francisco de Paula, por guiarlo en tan inspirado manejo de la aguja.