—Archie, ¿la sangre que tienes en los guantes es negra o blanca?
A lo que replicó un amigo de Plimpton:
—Caballero, ésa es sangre azul.
También en la pared cuelga el rebab de Plimpton, un instrumento de piel de cabra, de una cuerda, que le obsequiaron unos beduinos antes de que él hiciera una muda y fugaz aparición en Lawrence de Arabia en medio de una tormenta de arena. Y sobre el piano de media cola (lo toca con la suficiente destreza para haber logrado un empate por el tercer lugar en la noche de amateurs en el teatro Apollo de Harlem hace un par de años) hay un coco que le envió una nadadora amiga suya de Palm Beach, y una fotografía de otra chica, Vali, la existencialista de pelo anaranjado conocida por todos los conserjes de la Margen Izquierda como la bête, así como una pelota de béisbol de las ligas mayores que Plimpton de cuando en cuando arroja de un lado a otro del salón contra una butaquita abullonada, tomando el mismo impulso que cuando lanzaba en prácticas de bateo para Willie Mays mientras hacía la investigación para su libro Out of My League, que trata sobre cómo se siente ser un amateur entre profesionales, y que, dicho sea de paso, es una clave para entender no sólo a George Ames Plimpton sino también a muchos otros de la
Paris Review
.
Están obsesionados, muchos de ellos, por el deseo de saber cómo vive la otra mitad. Se hacen amigos, por lo tanto, de los más interesantes entre los más extraños, evitan a los aburridos ciudadanos de Wall Street y se sumergen, en pos de placeres y de literatura, en los mundos del yonqui, del pederasta, del boxeador y del aventurero, influenciados tal vez por la gloriosa generación de conductores de ambulancias que los antecedió en París cuando tenían veintiséis años.
En el París de comienzos de los años cincuenta la gran esperanza blanca era Irwin Shaw, porque, en palabras de Tilomas Guinzburg, un licenciado de Yale por aquel entonces editor gerente de la Paris Revietu, «Shaw era un escritor rudo, un jugador de tenis, un bebedor empedernido, con una mujer guapa: lo más parecido que teníamos a Hemingway». Desde luego, el editor jefe, George Plimpton, entonces como ahora, mantenía viva la revista, mantenía unido al grupo e imponía un estilo romántico que era y es contagioso.
Cuando llegó a París en la primavera de 1952 con un guardarropa que incluía el frac que su abuelo había usado en la década de los veinte y que el propio George se había puesto en 1951 para asistir a un baile en Londres como acompañante de la futura reina de Inglaterra, se instaló de inmediato en el cobertizo de herramientas en la parte trasera de una casa que pertenecía a un sobrino de Gertrude Stein. Como la puerta del cobertizo estaba atorada, Plimpton, para entrar por la ventana, tuvo que encaramarse cargando con sus libros y el frac de su abuelo. Su cama era un catre largo y estrecho flanqueado por una podadora de césped y una manguera de jardinería, y lo cubría una frazada eléctrica que Plimpton nunca se acordaba de apagar; de tal manera que cuando regresaba por la noche al cobertizo y se dejaba caer en el catre, lo recibían los rabiosos maullidos de varios gatos callejeros reacios a dejar el calor que su descuido les había suministrado.
Una noche solitaria, antes de regresar a casa, Plimpton recorrió el mismo trayecto por Montparnasse, por las mismas calles y delante de los mismos cafés, que James Barnes había recorrido después de dejar a Lady Brett en Fiesta. Plimpton quería ver lo que Hemingway había visto, sentir lo que Hemingway había sentido. Después, al final del recorrido, Plimpton entró al primer bar que encontró y pidió una copa.
En 1952 la sede de la
Paris Review
era una oficina de un solo cuarto en la rué Garanciére. Estaba amueblada con un escritorio, cuatro sillas, una botella de brandy y varias chicas licenciadas de Smith y de Radcliffe, vivaces y esbeltas, ansiosas de aparecer en los créditos para poder convencer a sus padres allá en casa de que eran inocentes en el extranjero. Pero entraban y salían tantas jovencitas que el gerente comercial de Plimpton, un ingenioso graduado de Harvard de pequeña estatura y con la lengua afilada, llamado John P. C. Train, decidió que era ridículo tratar de memorizar todos los nombres, por lo que decretó que en adelante deberían responder a un solo apellido: «Apetecker». Y entre las practicantes Apetecker se contaron, en una u otra época, Jane Fonda, Joan Dillon Moseley (hija del secretario del Tesoro Dillon), Gail Jones (hija de Lena Horne) y Louisa Noble (hija del entrenador de fútbol americano de Groton), chica tan trabajadora como olvidadiza que vivía extraviando manuscritos, cartas, diccionarios. Un día, tras recibir una carta de reclamación de un bibliotecario porque la señorita Noble se había retrasado un año con un libro, John P. C. Train le respondió:
Apreciado señor:
Me tomo la libertad de escribirle a mano ya que la señorita Noble se llevó consigo la última vez que salió de esta oficina la máquina de escribir en la que yo estaba acostumbrado a redactar estas misivas. Acaso cuando ella aparezca por su biblioteca usted le pueda preguntar si tiene dicha máquina.
Adjunto formulario de suscripción,
Atentamente, J. P. C. Train
Como el cuarto oficina de la
Paris Review
era evidentemente demasiado estrecho para satisfacer la necesidad de los empleados de mezclar los negocios y el placer, y como había también topes al número de horas que podían pasar en los cafés, todo el mundo solía reunirse a las cinco de la tarde en el apartamento de Peter y Patsy Matthiessen en el 14 de la rué Perceval, hora en la que sin duda ya habría una fiesta en marcha.
Peter Matthiessen, en ese entonces editor de ficción de la
Paris Review
, era un licenciado de Yale alto y delgado que en su juventud había asistido al colegio St. Bernard en Nueva York con George Plimpton, y que ahora trabajaba en su primera novela, Race Rock. Patsy era una rubia pequeña, adorable y vivaz, de ojos azules claros y una figura fabulosa, y todos los muchachos de veintiséis años estaban enamorados de ella. Era la hija del difunto Richard South-gate, antiguo jefe de protocolo del Departamento de Estado, y Patsy había asistido a fiestas de jardín con los hijos de los Kennedy, había disfrutado de chóferes e institutrices y, en su primer año en el Smith College, en 1948, había venido a París y conocido a Peter. Tres años después regresaron casados a París y consiguieron por veinticinco dólares al mes el apartamento en Montparnasse que había quedado vacante cuando la antigua novia de Peter se marchó a Venezuela.
El apartamento tenía techos altos, una terraza y mucha luz. En una pared había una pintura de Foujita de una cabeza de gato gigantesca. La otra pared era toda de vidrio y contra ella había unos grandes árboles y malezas que trepaban, y las visitas en el apartamento se sentían a menudo como dentro de una monstruosa pecera, en especial hacia las seis de la tarde, cuando la habitación estaba anegada de ginebra holandesa y ajenjo y la cabeza del gato parecía más grande, y unos cuantos yonquis entraban como si tal cosa, saludaban con un gesto y se instalaban suavemente, sin hacer ruido, en un rincón.
Este apartamento fue en los años cincuenta lugar de encuentro para los jóvenes literatos de Norteamérica, comparable al de Gertrude Stein en los años veinte, y también poseía la atmósfera que tendría en los sesenta el apartamento de George Plimpton en Nueva York.
William Styron, huésped frecuente de los Matthiessen, describe su morada en la novela
Set This House on Fire;
y otros visitantes novelistas fueron John Phillips Marquand y Terry Southern, ambos editores de la
Paris Review
, y en ocasiones James Baldwin, y casi siempre Harold L. Humes, un joven achaparrado, incansable e impulsivo, que tenía barba, una boina y un paraguas con mango de plata. Tras su despido del MIT por llevar de paseo en barco a una chica de Radcliffe hasta mucho después de la hora de irse a casa, y tras prestar un infeliz servicio con la armada haciendo mayonesa en Bainbridge, Maryland, Harold Humes irrumpió en plena rebelión en la escena parisina.
Se buscaba la vida jugando al ajedrez en los cafés, ganándose varios cientos de francos cada noche. Allí conoció a Peter Matthiessen y hablaron de lanzar la pequeña revista que llegaría a ser la
Paris Review
. Antes de llegar a París, Humes nunca había trabajado en una revista, pero se había aficionado a una discreta publicación llamada Zero, editada por un griego menudo que se llamaba Themistocles Hoetes, apodado «Them» por todo el mundo. Impresionado con lo que Them había hecho con Zero, Humes compró por 600 dólares una revista llamada Paris News Post, que John Ciardi llamaría después «la mejor imitación de cuarta categoría de The New Yorker que haya visto en mi vida», y que Matthiessen miraba con superioridad condescendiente, de tal forma que Humes la vendió por 600 dólares a una muy nerviosa jovencita inglesa bajo cuya dirección se vino al suelo un número después. Entonces Humes, Matthiessen y otros más dieron comienzo a una larga serie de discusiones sobre cuál política, si es que había que tener una, habrían de seguir si la
Paris Review
algún día superaba las etapas de la discusión y la juerga.
Cuando la revista por fin estuvo a punto y George Plimpton fue elegido director en vez de Humes, éste se sintió defraudado. Se negó a salir de los cafés a vender anuncios o a regatear con los impresores franceses. Y en el verano de 1952 no vaciló en irse de París con William Styron, aceptando la invitación de la actriz francesa Mme. Nénot para bajar a Cap Myrt, cerca de Saint-Tropez, y visitar su villa de cincuenta habitaciones, diseñada por su padre, un destacado arquitecto. La villa había sido ocupada por los alemanes a principios de la guerra, de tal manera que cuando Styron y Humes llegaron al lugar encontraron boquetes en las paredes por los cuales se divisaba el mar, y la hierba estaba tan alta y las vides tan cargadas de uvas que el pequeño Volkswagen de Humes se enredó en el matorral. Así que prosiguieron a pie hacia la villa, pero se detuvieron de repente cuando vieron pasar corriendo a una jovencita semidesnuda y muy tostada por el sol que tenía puestos tan sólo unos pañuelos atados a modo de bikini, con la boca desbordante de uvas. Gritando en su persecución venía un viejo granjero francés de aspecto libidinoso cuyo viñedo ella evidentemente había asaltado.
—¡Styron! —exclamó Humes, feliz—. ¡Hemos llegado!
—Sí —dijo el otro—, ¡aquí estamos!
De los árboles emergieron después otras ninfas en bikini, cargadas de uvas y de medios melones del tamaño de ruedas de carretilla, y convidaron a probarlos a Styron y Humes. Al día siguiente fueron todos a nadar y pescar, y al atardecer se reunieron en la bombardeada villa, un imponente sitio de belleza y destrucción, tomando vino con esas chicas que parecían pertenecer solamente a la playa. Fue un verano electrizante, con las ninfas revoloteando como polillas contra una pantalla. Styron lo recuerda como una escena sacada de Ovidio, Humes como el punto culmen de su carrera de epicúreo e investigador.
George Plimpton no recuerda ese verano de manera romántica, sino tal como fue: un largo y cálido verano de frustraciones con los impresores y anunciantes franceses; y los demás miembros de la plantilla de Review, en especial John P. C. Train, estaban tan molestos con la partida de Humes que decidieron bajar su nombre de la parte superior de los créditos, donde debía estar como uno de los fundadores, hasta casi el final, con el rótulo «publicidad y ventas».
Cuando salió el primer número de la
Paris Review
, en la primavera de 1953, Humes estaba en Estados Unidos. Pero se enteró de lo que le habían hecho y, preso de la ira, preparó su venganza. Cuando llegó el barco al muelle del río Hudson con los miles de ejemplares de la
Paris Review
para ser distribuidos por todo el país, Harold Humes, con la boina puesta y proclamando «Le
Paris Review
cest moil», los esperaba en el desembarcadero. Pronto estaba rasgando las cajas de cartón y, con un sello de caucho que tenía su nombre en letras más grandes que las de los créditos, empezó a estamparlo en rojo sobre los créditos de cada ejemplar, hazaña que le llevó varias horas realizar y que acabó dejándolo exhausto.
—Pero…, pero… ¿cómo pudiste hacer algo así? —le preguntó George Plimpton la siguiente vez que lo vio.
Humes ahora estaba triste, al borde de las lágrimas; pero, en un último destello vengativo, le dijo:
—¡Maldita sea si me voy a dejar manipular!
Furias como ésta se harían muy comunes en la
Paris Review
. Terry Southern se indignó cuando en un cuento suyo le cambiaron la frase «que no calientes la mierda» por «no te calientes». Dos poetas querían partir en dos a P. C. Train cuando, después de que un impresor francés por accidente empasteló el texto de un poema con el del otro, así que aparecieron como si fueran uno solo en la revista, Train comentó como si nada que el descuido del impresor en realidad había mejorado el trabajo de ambos poetas.
Otro motivo de desorden era la policía de París, que parecía en persecución perpetua de la escuadra relámpago de encoladores nocturnos de carteles a las órdenes de John Train, una agrupación de graduados de Yale y muchachos árabes que corrían de noche por París pegando grandes anuncios de la
Paris Review
en cuanto poste del alumbrado, autobús y pissoir se topaban. El as de la escuadra, un alto licenciado de Yale llamado Frank Musinsky, era tan imponente que John Train decidió llamar «Musinsky» a los demás jóvenes (tal como antes había puesto «Apetecker» a las chicas), lo que para Musinsky era todo un honor, a pesar de que su verdadero apellido no era Musinsky. Había recibido el apellido porque su abuelo, cuyo apellido era Supovitch (sic), había intercambiado apellidos hacía muchos años en Rusia con un campesino de apellido Musinsky, quien por un precio accedió a ocupar la plaza del abuelo de Frank en el ejército ruso.
Nadie sabe qué fue de él en el ejército ruso, pero el abuelo de Frank vino a Estados Unidos, donde su hijo prosperaría después en el negocio de las ventas de calzado al por menor, y su nieto, Frank, después de Yale y su período de servicio con la escuadra relámpago de Train, en 1954 conseguiría empleo en el
New York Times…
y no tardaría en perderlo.
Lo habían contratado como recadero del departamento de deportes del Times, y en calidad de tal se suponía que debía dedicarse a imprimir galeradas y llenar los postes de cola, y no sentarse con los pies apoyados en el escritorio, leyendo a Yeats y Pound y sin querer moverse.