Quince minutos después, de pie frente al micrófono en el home plate, DiMaggio se dirigía a la multitud diciendo: «Me enorgullece presentar al hombre que me sucedió como jardinero central en 1951»; y de todos los puntos del estadio bajaron los vítores, los silbidos, los aplausos. Mantle pasó adelante. Con su mujer e hijos posó para los fotógrafos que se arrodillaban enfrente. A continuación dio las gracias al público con un breve discurso y, dándose media vuelta, les dio la mano a los dirigentes que lo seguían de cerca. Entre ellos estaba ahora Robert Kennedy, que hacía cinco minutos había sido descubierto en el banquillo por Red Barber y había sido llamado y presentado. Kennedy posó con Mantle para un fotógrafo, luego estrechó las manos de los hijos de Mantle y las de Toots Shor y James Farley y otros más. DiMaggio lo vio venir recorriendo la hilera hacia donde él estaba, y en el último segundo retrocedió, como si nada, y prácticamente nadie se dio cuenta, y Kennedy tampoco pareció darse cuenta, tan sólo siguió de largo, estrechando más manos.
Al terminar el té, dejando a un lado el periódico, DiMaggio subió a vestirse, y no tardó en despedirse de Marie y arrancar hacia su cita en el centro de San Francisco con los socios en el negocio de ventas de televisores. Si bien no es un millonario, DiMaggio ha invertido sabiamente y siempre ha tenido, desde su retiro del béisbol, puestos ejecutivos con grandes compañías que le han pagado bien. También fue uno de los organizadores del Banco Nacional del Pescador de San Francisco el año pasado, y aunque éste nunca se hizo realidad, DiMaggio dio prueba de una agudeza que impresionó a esos hombres de negocios que pensaban en él sólo en términos de béisbol. Ha recibido ofertas para dirigir equipos de béisbol de las grandes ligas, pero las ha rechazado siempre diciendo: «Ya bastante me cuesta atender mis propios problemas, para ahora asumir las responsabilidades de veinticinco beisbolistas».
De modo que su único contacto con el béisbol en estos días, si se excluyen sus apariciones públicas, es su trabajo gratuito como entrenador de bateo todas las primaveras en la Florida con los Yankees de Nueva York, viaje que realizaría nuevamente el domingo siguiente, dentro de tres días, si es que logra llevar a cabo la para él siempre temida responsabilidad de hacer las maletas, tarea que no hace más fácil el hecho de que últimamente le ha dado por mantener su ropa en dos lugares diferentes: algunas prendas cuelgan en el armario de su casa, otras cuelgan en el cuarto trasero de un bar llamado Renos.
Renos es un bar mal iluminado en el centro de San Francisco. En la pared hay un retrato de DiMaggio dando un batazo, junto a retratos de otras estrellas del deporte, y la clientela está compuesta principalmente por miembros del mundillo deportivo y periodistas, gente que conoce bastante bien a DiMaggio y entre quienes él habla libremente sobre una gran variedad de temas y se relaja como en muy pocos sitios. El propietario del bar es Reno Barsocchini, un hombre de espalda ancha, fornido, de cincuenta y un años, pelo ondulado y canoso, que empezó como violinista en la taberna de Dago Mary hace treinta y cinco años. Después llegó a ser barman allá y en otros sitios, entre ellos el restaurante DiMaggio’s, y hoy es quizás el amigo más íntimo de Joe DiMaggio. Fue el padrino de la boda DiMaggio-Monroe en 1954, y cuando éstos se separaron nueve meses después en Los Ángeles, Reno acudió presuroso a ayudar a DiMaggio con las maletas y llevarlo en coche de regreso a San Francisco. Reno jamás olvidará ese día.
Centenares de personas se habían congregado alrededor de la residencia de Beverly Hills que DiMaggio y Marilyn tenían alquilada, y había fotógrafos encaramados en los árboles vigilando las ventanas, y otros aguardaban en el césped y detrás de los rosales a la espera de fotografiar a cualquiera que saliera de la casa. Los periódicos de la fecha hacían los juegos de palabras obligados y los columnistas de Hollywood, para quienes DiMaggio nunca fue un ídolo ni un buen anfitrión, citaban episodios de incompatibilidad; y Oscar Levant dijo que eso demostraba que nadie podía triunfar a la vez en dos pasatiempos nacionales. Cuando Reno Barsocchini llegó, tuvo que abrirse paso a empujones entre el gentío y luego golpear en la puerta durante varios minutos antes de poder entrar. Marilyn Monroe estaba arriba acostada; Joe DiMaggio estaba abajo con las maletas, tenso y pálido, y con los ojos inyectados de sangre.
Reno sacó el equipaje y los palos de golf hasta el coche de DiMaggio, y cuando éste salía de la casa los reporteros se le vinieron encima disparando los flashes.
—¿Adónde vas? —le gritaban.
—Voy por tierra a San Francisco —dijo él, apurando el paso.
—¿Vas a tener tu casa allí?
—Allí tengo mi casa y siempre la he tenido.
—¿Vas a volver?
DiMaggio se dio la vuelta por un momento y miró arriba, a la casa.
—No —dijo—, nunca voy a volver.
Salvo por un corto altercado sobre el que no quiere hablar, Reno Barsocchini ha sido desde entonces el compañero de confianza de DiMaggio, a quien acompaña cada vez que puede al campo de golf o a ir de fiesta, o si no esperándolo en el bar con otros hombres de mediana edad. A veces pueden esperarlo durante horas, esperando y sabiendo que cuando llegue puede querer estar a solas. Pero no parece importarles, viven eternamente embelesados por él, atraídos por su mística: es como Greta Garbo en varón. Saben que puede ser cálido y fiel si están atentos a sus deseos, y saben también que jamás pueden llegar tarde a una cita con él. Uno que no podía encontrar estacionamiento llegó media hora tarde y DiMaggio dejó de hablarle durante tres meses. Saben también, cuando cenan con DiMaggio, que él suele preferir la compañía masculina y en ocasiones una o dos mujeres jóvenes, pero nunca esposas: las esposas chismorrean, las esposas se quejan, las mujeres son un lío, y el hombre que quiere intimar con Joe debe dejar a su mujer en casa.
Cuando DiMaggio hace su entrada en el bar de Reno los hombres alzan la mano y pronuncian su nombre, y Reno Barsocchini sonríe y anuncia: «¡Ahí está el Cliper!» porque Cliper Yanqui era el apodo de sus años en el béisbol.
—Eh, Cliper, Cliper —le había dicho Reno hacía dos noches—, dónde andabas, Cliper… Cliper, ¿qué te parece un trago?
DiMaggio rehusó la oferta de un trago, y a cambio pidió una tetera, pues prefiere el té por encima de todas las demás bebidas, salvo si va a acudir a una cita, cuando se pasa al vodka.
—Eh, Joe —le preguntó un cronista deportivo que investigaba para un artículo sobre el golf—, ¿por qué será que un golfista, cuando se empieza a poner viejo, lo primero que pierde es su toque para el put? Como Snead y Hogan, que todavía pueden darle bien a una pelota en un tee, pero en los greens desperdician los golpes.
—Es por la presión de los años —dijo DiMaggio, girando sobre su taburete en la barra—. Con la edad te llegan los nervios. Les pasa a los golfistas; le pasa a cualquiera que tenga más de cincuenta años. Ya no se arriesgan como antes. El golfista más joven, en los greens, golpea mejor sus putts. El más viejo empieza a vacilar. Duda un poco. Temblequea. A la hora de arriesgarse, el más joven, incluso cuando conduce un coche, se atreve a cosas que el más viejo no.
—Hablando de arriesgarse —dijo otro, uno del corro que rodeaba a DiMaggio—, ¿no viste anoche aquí a un tipo de muletas?
—Sí, tenía la pierna enyesada —dijo un tercero—. Esquiando.
—Yo nunca esquiaría —dijo DiMaggio—. Los que esquían seguro que lo hacen para impresionar a una mujer. Ves a esos tipos, algunos de cuarenta, cincuenta años, poniéndose los esquís. Y después los ves todos vendados, con las piernas fracturadas…
—Pero el esquí es un deporte muy sexy, Joe. Todas las prendas, los pantalones apretados, la chimenea en el refugio de esquiadores, la alfombra de piel de oso… Jesús, nadie va allá a esquiar. Tan sólo van a enfriarse para poder calentarse después.
—A lo mejor tienes razón —dijo DiMaggio—. Podrías convencerme.
—¿Quieres un trago, Cliper? —le preguntó Reno.
DiMaggio lo pensó por un instante y dijo:
—Está bien: el primer trago de la noche.
Era ya mediodía, un día cálido y soleado. La junta de negocios de DiMaggio con los comerciantes de televisores había salido bien: le había hecho una propuesta concreta a George Shahood, presidente de Continental Televisión Inc., para que rebajara los precios de los televisores a color y aumentara así el volumen de ventas, y Shahood había accedido a hacer el ensayo. Después DiMaggio había llamado al bar de Reno a ver si tenían algún recado para él y ahora iba de pasajero en el automóvil de Lefty O’Doul, recorriendo el Muelle de los Pescadores con dirección al puente Golden Gate y con destino a un campo de golf cincuenta kilómetros al norte. Lefty O’Doul fue uno de los grandes bateadores de la Liga Nacional a comienzos de los años treinta, y dirigió después a los Seáis de San Francisco cuando DiMaggio era la estrella más luminosa. Aunque O’Doul tiene sesenta y nueve años, dieciocho más que DiMaggio, así y todo posee mucha energía y ánimo, es un bebedor de aguante y muy bullicioso, con una panza grande y ojos de tenorio; y cuando DiMaggio, mientras corrían por la autopista rumbo al club de golf, atisbaba una linda rubia al volante de un coche cercano y exclamaba: «¡Mira qué tomate!», O’Doul daba un brusco viraje de cabeza, apartaba la vista de la vía y gritaba: «¿Dónde, dónde?». El juego de golf de O’Doul ha decaído (solía tener un hándicap de dos), pero todavía promedia por los ochenta golpes, al igual que DiMaggio.
Los golpes largos de DiMaggio van de las 250 a las 280 yardas cuando no los manda por las nubes, y sus putts son buenos, pero lo distrae una espalda estropeada que por un lado le duele y por otro le impide hacer un swing completo. En el primer hoyo, esperando en el tee de salida, DiMaggio se recostó a observar a cuatro universitarios que hacían sus swings con toda desenvoltura.
—¡Ah —dijo con un suspiro—, quién tuviera sus espaldas!
DiMaggio y O’Doul recorrieron el campo de golf en compañía de Ernie Nevers, la antigua estrella del fútbol americano, y dos hermanos que están en el negocio hotelero y de distribución de películas. Se desplazaban rápido por las colinas verdes en cochecitos de golf eléctricos, y el juego de DiMaggio fue excepcionalmente bueno en los nueve primeros hoyos. Pero luego pareció distraerse, acaso por cansancio, acaso reaccionando a una conversación de hacía unos minutos. Uno de los distribuidores estaba encomiando la película Boeing, Boeing, protagonizada por Tony Curtis y Jerry Lewis, y le preguntó a DiMaggio si la había visto.
—No —respondió DiMaggio, y añadió rápidamente—, no he visto una película desde hace ocho años.
DiMaggio desvió varias pelotas, estaba en el limbo. Sacó un hierro 9 y ensayó un golpe corto de aproximación. Pero O’Doul le hizo perder la concentración al recordarle que mantuviera cerrada la cara del palo. DiMaggio le pegó a la pelota. Ésta rebotó en ángulo y bajó brincando como un conejo por el herbazal hasta un estanque. DiMaggio rara vez manifiesta una emoción en el campo de golf, pero esta vez, sin decir palabra, agarró el hierro 9 y lo lanzó por los aires. El palo fue a parar a un árbol y allá se quedó.
—Bueno —dijo O’Doul con desenfado—, hasta ahí llegó ese juego de palos.
DiMaggio caminó hasta el árbol. Por fortuna el palo se había deslizado hasta la rama más baja y DiMaggio pudo estirarse desde el cochecito de golf y recuperarlo.
—Cada vez que me dan un consejo —murmuró para sí DiMaggio, meneando lentamente la cabeza mientras caminaba hacia el estanque—, le pego un talonazo.
Más tarde, duchados y vestidos, DiMaggio y los demás salieron para un banquete a unos quince kilómetros del campo de golf. Les habían dicho que iba a ser una cena elegante, pero al llegar vieron que era más bien como una feria rural: había unos granjeros reunidos afuera de una estructura grande con trazas de granero, un candidato a sheriff distribuía folletos en la puerta principal y un coro de señoras poco agraciadas cantaba adentro
You Are My Sunshine.
—¿Cómo nos dejamos meter en esto? —preguntó entre dientes DiMaggio, mientras se aproximaban a la edificación.
—O’Doul —dijo uno de los hombres—. Es culpa de él. El maldito de O’Doul no puede rechazar nada.
—Vete al infierno —le dijo O’Doul.
DiMaggio, O’Doul y Ernie Nevers se vieron pronto rodeados de un montón de gente, y la mujer que dirigía el coro corrió hasta ellos y exclamó:
—¡Oh, señor DiMaggio, es un verdadero placer tenerlo con nosotros!
—Es un placer estar aquí, señora —dijo él con sonrisa forzada.
—Qué lástima que no llegaran un momentito antes: nos habrían oído cantar.
—Ah, pero si las oí —dijo él—, y lo disfruté mucho.
—Qué bien, qué bien —dijo ella—. ¿Y cómo están sus hermanos Dom y Vic?
—Muy bien. Dom vive cerca de Boston. Vince está en Pittsburgh.
—¡Anda, si aquí está Joe, hola! —cortó el hilo un hombre que olía a vino, dándole palmaditas en la espalda a DiMaggio y palpándole el brazo—. ¿Quién ganará este año, Joe?
—Pues no tengo idea —dijo DiMaggio.
—¿Qué tal los Giants?
—Vaya uno a saber.
—Bueno, no podemos descartar a los Dodgers —dijo el hombre.
—Claro que no —dijo DiMaggio.
—No con esos lanzamientos.
—Los lanzamientos sí que importan —dijo DiMaggio.
Dondequiera que vaya las preguntas parecen ser las mismas, como si tuviera el don especial de predecir el futuro y sus nuevos héroes, y dondequiera que vaya, igualmente, hombres ya mayores lo toman de la mano y le palpan el brazo y vaticinan que todavía podría salir al campo y conectar un batazo, y la sonrisa en el rostro de DiMaggio es auténtica. Él se esfuerza por lucir como entonces: hace dieta, toma baños de vapor, se cuida; y no falta el tipo fofo en el vestuario del club de golf que todavía lo mira a hurtadillas cuando sale de la ducha y repara en los firmes músculos de su pecho, el estómago plano, las piernas largas y vigorosas. Tiene el cuerpo de un joven, muy pálido y lampiño; su rostro, sin embargo, es moreno y arrugado, tostado por el sol de tantas temporadas. Eso sí, su estampa impresiona siempre en banquetes como el presente: todo un inmortal, como lo llamaban los redactores deportivos; y a este tenor han escrito sobre él y otros como él, rara vez indicando que semejantes héroes pudieran ser propensos a los males de los meros mortales: la juerga, la bebida, las intrigas. Insinuar esto sería acabar con el mito, decepcionaría a los menores, enfurecería a los ricos dueños de los clubes de béisbol, para los cuales el deporte es un negocio con ánimo de lucro en cuya persecución ellos canjean la carne de los jugadores mediocres con la misma despreocupación con que los chicos intercambian los cromos de jugadores que vienen en la goma de mascar. Así, el héroe del béisbol siempre tiene que representar su papel, tiene que sustentar el mito, y nadie lo hace mejor que Joe DiMaggio: nadie tiene más paciencia cuando vejetes ebrios lo agarran del brazo y le preguntan: «¿Quién ganará este año, Joe?».