Dos horas después, terminados la cena y los discursos, DiMaggio se desploma en el coche de O’Doul camino de regreso a San Francisco. Se enderezó, sin embargo, cuando O’Doul paró en una estación de gasolina en la que había una bonita pelirroja sentada en una banqueta, con las piernas cruzadas, limándose las uñas. Tenía unos veintidós años, llevaba una falda negra estrecha y una blusa blanca todavía más estrecha.
—Mira eso —dijo DiMaggio.
—Yeah —dijo O’Doul.
O’Doul desvió la mirada cuando se acercó un joven y abrió el tanque de la gasolina y se puso a limpiar el parabrisas. El joven llevaba un uniforme blanco lleno de grasa que tenía impreso en la parte delantera el nombre «Burt». DiMaggio no dejó de mirar a la chica, pero ella no se distraía de sus uñas. Finalmente miró a Burt, que no lo reconoció. Cuando se llenó el tanque, O’Doul pagó y se puso en marcha. Burt volvió con su chica. DiMaggio se repantigó en el asiento delantero y no volvió a abrir los ojos hasta que llegaron a San Francisco.
—Vayamos donde Reno —dijo DiMaggio.
—No, tengo que ir a ver a mi vieja —respondió O’Doul.
Así que dejó a DiMaggio a la puerta del bar, y al momento se escuchó la voz de Reno anunciando entre el humo del salón:
—¡Eh, ahí está el Cliper!
Los hombres lo saludaron con la mano y lo convidaron a un trago. DiMaggio pidió un vodka y se sentó en la barra durante una hora, hablando con la media docena de hombres que le hacían corro. Una joven rubia que estaba con unos amigos al otro lado de la barra se acercó, y alguien se la presentó a DiMaggio. Él la invitó a un trago y le ofreció un cigarrillo. Al fin encendió un fósforo y se lo aproximó. La mano le temblaba.
—¿Soy yo el que está temblando? —preguntó él.
—Debe de ser —dijo la rubia—. Yo estoy tranquila.
Dos noches después, tras recoger su ropa en el cuarto trasero de Reno, DiMaggio se embarcó en un jet. Durmió atravesado en tres asientos y descendió por la escalerilla cuando el sol empezaba a salir en Miami. Recogió el equipaje y los palos de golf, los puso en el maletero del coche con chófer que lo esperaba y en menos de una hora entraba en Fort Lauderdale por las calles bordeadas de palmeras hacia el hotel Yankee Clipper.
—Es como si me hubiera pasado toda la vida viajando —dijo, entornando los ojos para mirar el sol a través del parabrisas—. Nunca me siento asentado en un solo lugar.
Al llegar al Yankee Clipper DiMaggio tomó la suite más grande. La gente apuraba el paso en el vestíbulo para darle la mano, pedirle el autógrafo, decirle: «Joe, estás estupendo». Y al día siguiente temprano, y durante las treinta mañanas siguientes, DiMaggio llegó puntual al estadio de béisbol, llevando el uniforme con el famoso 5, y los turistas que ocupaban las soleadas graderías aplaudían cada vez que hacía su aparición en el campo de juego, y después contemplaban con nostalgia cuando alzaba un bate y jugabapepper game con los yankees más jóvenes, algunos de los cuales ni siquiera habían nacido cuando, este verano hará veinticinco años, conectó la pelota en cincuenta y seis partidos seguidos y se convirtió en el hombre más querido de Norteamérica.
Pero los espectadores más jóvenes en el campo de Fort Lauderdale, y también los cronistas deportivos, mostraban más interés por Mantle y Maris, y casi a diario enviaban noticias de cómo se sentían Mantle y Maris, qué hacían, qué decían, aunque hicieran y dijeran muy poco, aparte de pasearse por el campo y fruncir el ceño cuando los fotógrafos les pedían otra instantánea y los periodistas les preguntaban cómo se sentían.
Después de una semana así, llegó el gran día: Mantle y Maris iban a batear; y una docena de reporteros rodeaba la gran jaula de bateo situada del otro lado de la valla del jardín izquierdo. La estructura estaba totalmente encerrada en alambre, por lo que ninguna pelota podía desplazarse más de diez o doce metros sin quedar atrapada en las mallas. Así y todo, Mantle y Maris iban a estar golpeando, y eso, en primavera, es noticia.
Mantle pasó primero. Llevaba guantes negros para protegerse de ampollas. Golpeaba por la derecha los lanzamientos de un entrenador llamado Vern Benson, y en un instante ya bateaba duro, disparando pelotas de poca altura contra las redes, rematando con unos ahhs ahhs que exhalaba con la boca abierta.
Al poco tiempo Mantle, para no excederse el primer día, dejó caer el bate en la tierra y salió de la jaula de bateo. Roger Maris entró. Recogió el bate de Mantle.
—Esto debe de pesar un kilo —dijo Maris.
Arrojó el bate contra el suelo, salió de la jaula y fue hasta el banquillo al otro lado del campo a buscar otro bate más ligero.
DiMaggio, que estaba con los cronistas deportivos detrás de la jaula, se dio la vuelta cuando Vern Benson lo llamó desde adentro.
—Joe, ¿quieres batear algunas?
—Ni soñarlo —dijo DiMaggio.
—Vamos, Joe —dijo Benson.
Los reporteros esperaban en silencio. Entonces DiMaggio caminó a paso lento hasta la jaula y levantó el bate de Mantle. Se puso en posición sobre la placa, pero evidentemente no era la clásica postura de DiMaggio: asía el bate como a cinco centímetros de la perilla, no tenía los pies tan separados y, cuando le pegó al primer lanzamiento de Benson, bateando un foul, no hubo ese feroz remate de jugada: el bate borroso no describió todo el círculo como un bólido, el número 5 no se estiró de lado a lado en sus anchas espaldas.
DiMaggio bateó foul el segundo lanzamiento de Benson, pero conectó de lleno el tercero, el cuarto, el quinto. Se limitaba a darle fácilmente la pelota, sin reventarla, y Benson le gritó:
—No sabía que fueras un bateador de agarre corto.
—Lo soy ahora —dijo DiMaggio, preparándose para otro lanzamiento.
Conectó otros tres con suficiente contundencia y al siguiente bateo se escuchó un ruido sordo.
—¡Ohhh! —exclamó DiMaggio, dejando caer el bate, los dedos magullados—. Estaba esperando ése.
Salió de la jaula de bateo frotándose las manos. Los reporteros lo observaban. Nadie decía nada. Hasta que DiMaggio le dijo a uno de ellos, no con enojo ni tristeza, sino como un simple hecho que se enuncia:
—Hubo una época en que nadie me podía sacar de allí.
Todos los niños de la clase habían sacado el lápiz y dibujaban caballos por orden de la monja. Mejor dicho, todos menos un niñito que había terminado y estaba ocioso en el pupitre.
—Bueno —dijo la monja, mirando el caballito del niño—, ¿por qué no le dibujas algo más, una silla o algo así?
A los pocos minutos regresó a ver qué había dibujado.
Súbitamente se puso colorada. El caballo ahora tenía un pene y orinaba en la hierba.
Frenética, la monja empezó a azotarlo con sus manos.
Otras monjas se acercaron corriendo y también la emprendieron a golpes contra él, derribándolo al suelo, sin prestar atención a sus sollozos atónitos:
—Pero si, pero si… yo apenas dibujaba lo que he visto… ¡apenas lo que he visto!
—¡Oh, esas brujas! —decía Peter O’Toole a sus treinta y un años, sintiendo la ponzoña después de tanto tiempo—. ¡Esas pájaras viejas, muertas de hambre, solteronas, con esas manos marchitas, asexuadas! ¡Dios mío, cómo odiaba a esas monjas!
Echó hacia atrás la cabeza, bebió el resto de su whisky escocés y le pidió otro a la azafata. Peter O’Toole viajaba en un avión que hacía una hora había salido de Londres, donde desde hace tiempo vive desterrado, con rumbo a Irlanda, su país natal. El avión transportaba hombres de negocios e irlandesas de mejillas sonrosadas, así como un puñado de sacerdotes, uno de los cuales sostenía un cigarrillo con lo que parecía ser un par de pinzas largas y delgadas…, se supone que para no tocar tabaco con dedos que después elevarían el Santo Sacramento.
Sin reparar en el sacerdote, O’Toole sonrió a la azafata cuando le trajo el otro vaso. Era una rubia menuda, colorada y robusta, con un ceñido uniforme de paño verde.
—Ah, mírale el culo —dijo en voz baja O’Toole, meneando la cabeza, alzando los ojos con aprobación—. Ese culo está cubierto de paño elaborado en Connemara, donde yo nací… Los culos más bonitos del mundo, los de Irlanda. Las irlandesas todavía cargan el agua en la cabeza y sacan en vilo a sus maridos de la taberna, y esas cosas son lo mejor del mundo para moldear una buena figura.
Dio un sorbo a su escocés y miró por la ventanilla. El avión iba en descenso, y entre las nubes divisó la tersa y verde campiña, las granjas blancas, las suaves colinas de los arrabales de Dublín, y dijo sentir, como a menudo sienten los irlandeses que regresan, una mezcla de tristeza y alegría. Se entristecen de ver nuevamente lo que los obligó a partir, y sienten también un poco de culpa por haberse ido, aunque saben que nunca habrían podido realizar sus sueños en medio de esa pobreza y esa asfixiante rigidez. Pero se alegran de que la belleza de Irlanda luzca imperecedera, la misma de su niñez, por lo que cada viaje de regreso a Irlanda es un feliz reencuentro con la juventud.
Si bien Peter O’Toole sigue siendo un irlandés desarraigado por elección, de cuando en cuando abandona Londres y regresa a Irlanda a echarse unos tragos, apostar a los caballos en el hipódromo de Punchestown en las afueras de Dublín y pasar unas horas meditando en soledad. Últimamente había tenido muy poco tiempo para la meditación privada, había pasado esos dos años extenuantes en el desierto rodando
Lawrence de Arabia,
había protagonizado luego
Baal
de Bertolt Brecht en un teatro londinense, después había aparecido junto a Richard Burton en la película Becket, y más adelante protagonizaría Lord Jim, además de otras películas.
Ahora, por primera vez en su vida, ganaba mucho dinero. Acababa de adquirir una casa de diecinueve habitaciones en Londres y por fin podía darse el lujo de comprar cuadros de Jack B. Yeats. Pero O’Toole no se sentía más satisfecho ni más seguro ahora que cuando era un famélico estudiante de teatro que vivía en una barcaza, barcaza que naufragó una noche en que llegaron demasiadas personas a una fiesta.
Todavía podía desquiciarse o ponerse autodestructivo, y los psiquiatras no habían servido de nada. Sólo sabía que en su interior, borboteando en la fragua de su alma, había confusión y conflicto, y a ambas cosas probablemente debía su talento, su rebelión, su destierro, su culpa. Todo ello se relacionaba de algún modo con Irlanda y la Iglesia; con que hubiera destruido tantos coches, a tal punto que le habían quitado el permiso; con sus marchas en los desfiles contra la Bomba, con su obsesión por Lawrence de Arabia, con su odio a los policías, al alambre de púas y a las chicas que se afeitan las axilas; con que fuese un esteta, un apostador a los caballos, un antiguo monaguillo, un bebedor que ahora vaga de noche por las calles comprando el mismo libro («Mi vida está invadida de ejemplares de Moby Dick») y leyendo el mismo sermón en ese libro («y si obedecemos a Dios tenemos que desobedecernos a nosotros mismos»); con ser dulce, generoso, sensible, pero receloso («Estás hablando con el hijo de un corredor de apuestas irlandés: ¡no podrías estafarme!»); con la devoción por su mujer, la lealtad con sus amigos, la gran preocupación por la visión incierta de su hija de tres años, que ahora usa unas gafas muy gruesas («¡Papi, Papi! ¡Me rompí los ojos!», «No llores, Kate, no llores: te compraremos un par nuevo»); con el genio dramático que conmueve igualmente cuando hace pantomima o representa a Hamlet; con una rabia que puede ser repentina («¿Por qué habría de contarle a usted la verdad? Quién se cree, ¿Bertrand Russell?»), con una rabia que se amaina pronto («Mira, te lo diría si supiera por qué, pero no lo sé, simplemente no lo sé…»); y con las hasta ahora aún no manifiestas contradicciones de este Peter O’Toole que en este preciso momento estaba a punto de aterrizar en Irlanda…, donde nació hace treinta y un años…, donde bebería la próxima copa.
Dos sacudidas, y el avión tomó tierra sin incidentes, corrió por el cemento y dio al fin un giro para dirigirse hacia la terminal aérea de Dublín. Se abrió la portezuela y un tropel de reporteros y fotógrafos se agolpó, con las bombillas de los flashes listas, y ya empezaban a quemarlas cuando Peter O’Toole, un hombre flaco y larguirucho de un metro noventa y dos centímetros, que llevaba una chaqueta de pana verde, corbatín verde y medias verdes (únicamente usa medias verdes, hasta con un esmoquin), bajó la escalerilla sonriendo y saludando bajo el sol. Posó para las cámaras, concedió una entrevista radiofónica, los invitó a todos a un trago. Se reía y confraternizaba; se mostraba encantador y zalamero; exhibía su personaje público, su personaje aeroportuario.
Al fin subió a la limusina que lo llevaría a la ciudad; y en breve recorría las estrechas y tortuosas carreteras que pasan delante de las granjas, de las cabras y las vacas y los verdes, muy verdes campos que se extienden millas de distancia.
—Tierra encantadora —dijo O’Toole, dejando escapar un suspiro—. ¡Dios, puedes quererla! Pero no puedes vivir en ella. Es algo que asusta. Mi padre, que vive en Inglaterra, no quiere volver a poner un pie en Irlanda. Pero le dices una palabra en contra de Irlanda y se pone como un energúmeno.
»¡Ay, Irlanda —prosiguió O’Toole— es la marrana que devora a sus propias crías! Mencióname un solo artista irlandés que haya creado aquí, ¡uno solo! Dios mío, JackYeats no pudo vender un cuadro en este país, y con tanto talento que hay…, ay, daddy… ¿Sabes cuál es el mayor producto de exportación de Irlanda? Los hombres. Hombres. Shaw, Joyce, Synge, no se pudieron quedar aquí. O’Casey no se pudo quedar. ¿Por qué? Porque O’Casey predica la Doctrina de la Alegría, daddy, es por eso… Ah, los irlandeses conocen la desesperación, ¡por Dios que la conocen! Son dostoyevskianos al respecto. Pero la alegría, amor querido, ¡en esta tierra!…
Ay, reverendo padre —continuó O’Toole, con golpes de pecho—, perdóneme padre porque me tiré a la señora Rafferty… Diez avemarias, hijo, cuatro padrenuestros… Pero, padre, padre, no disfruté tirándome a la señora Rafferty… Qué bien, hijo, qué bien…
»Irlanda —volvió a decir O’Toole—: puedes amarla… pero no vivir en ella.
Ya llegaba al hotel. Éste quedaba cerca del río Liffey, no lejos de la torre que Joyce describe en el Ulises. O’Toole se tomó un whisky en el bar. Parecía muy callado y melancólico, muy diferente a como había estado en el aeropuerto.
«Los celtas son en el fondo unos profundos pesimistas», dijo Peter O’Toole, despachándose el escocés. Parte de su propio pesimismo, añadió, proviene de su lugar natal, Connemara, «la parte más agreste de Irlanda, comarca de hambrunas, tierra sin horizontes»…, esa tierra que Jack Yeats retrata tan bien en sus rostros irlandeses, rostros que le recuerdan mucho a O’Toole a su padre, que tiene setenta y cinco años: Patrick O’Toole, antiguo corredor de apuestas, gallardo caballero, alto y muy delgado, como Peter; que no tuvo muy buena suerte en el hipódromo, como Peter; y la gente del barrio allá en Connemara meneaba la cabeza por la mujer de Patty O’Toole, Constance («una santa»), y decían: «Ay, ¿qué haría Patty sin Connie?».