Read Rey de las ratas Online

Authors: James Clavell

Rey de las ratas

BOOK: Rey de las ratas
5.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

 

En el libro se nos narra la vida en un campo de prisioneros de guerra japones en Changi(Singapur) durante la segunda guerra mundial donde el hambre, las enfermedades, los insectos sacan a relucir lo peor y lo mejor de los hombres allφ internados. La novela fue publicada en ingles originalmente en 1962.

James Clavell

Rey de las ratas

ePUB v1.0

betatron
14.10.2011

Título: Rey de las ratas

© 1962, James Clavell

Título original:
King Rat

Traducción de Mª Lourdes Pol de Ramíre

Serie: Saga Asiática 4

Editorial: Plaza & Janés

Dedicada a los que estuvieron allí

y no viven, y a los que estuvieron

y siguen vivos. A ellos, y,

especialmente, a ellas.

Las cárceles de guerra de Changi y de Outram Road en Singapur, existen o existieron. Obviamente, el resto de esta historia es ficción. Toda coincidencia con vivos o muertos, es casual.

PRIMERA PARTE
I

Changi, en la punta esté de la isla de Singapur, resplandecía bajó el cuenco de los cielos tropicales. Se hallaba en una ligera elevación de un cinturón verde que daba paso a un mar azul verdoso, cuyo límite era un horizonte infinito.

De cerca, Changi perdía su belleza para ser una prisión obscena y aborrecible, rodeada de patios cocidos al sol entre altos muros.

Detras de éstos, en el interior de los edificios con varios pisos, había celdas capaces de albergar a un total de dos mil prisioneros. Pero entonces, en las celdas y en los pasillos, y en todo rincón o espacio, vivían unos ocho mil hombres. La mayoría ingleses y australianos, acompañados dé algunos neozelandeses y canadienses. Estos hombres constituían los restos de las Fuerzas Armadas de la campaña del Lejano Esté.

Eran criminales. Habían cometido el crimen de perder una guerra.

Las puertas se hallaban abiertas, tanto las de las celdas como las de los edificios, y también la monstruosa puerta del muro exterior. Allí, los hombres podían moverse, casi libremente, dentro y fuera. Pero aun así era una reclusión con olor a claustrofobia.

De la entrada principal arrancaba una carretera hacia el Oeste, que, a unos cientos de metros, se veía obstruida por un juego de puertas hechas de alambre de espino, y, al otro lado, se alzaba un edificio destinado a la guardia, que eran desastrosos miembros de las hordas conquistadoras. Pasado el control, la carretera discurría hasta perderse en la ciudad de Singapur. No obstante, para los prisioneros, aquella vía de comunicación acababa a unos cien metros de la puerta principal.

Por el Este y por el Sur la carretera bordeaba el muro, flanqueada de largos y burdos barracones. Todos eran iguales; sesenta pasos de longitud con paredes de hojas de cocotero trenzadas y toscamente clavadas a troncos. El tejado estaba hecho con el mismo material. Cada año ponían una nueva capa, o hubiera debido añadirse; pues el sol, la lluvia y los insectos la destrozaban. Las puertas y ventanas eran simples aberturas. Los barracones tenían grandes aleros que los resguardaban de la lluvia y del sol, y estaban montados sobre bloques de cemento que los protegían de las inundaciones, serpientes, ranas, babosas, caracoles, escorpiones, escarabajos, chinches y toda suerte de bichos.

Los oficiales vivían en semejantes barracones.

También había dos hileras con veinte bungalows de cemento cada unas. Los oficiales mayores: comandantes, tenientes coroneles y coroneles vivían en ellos.

La carretera doblaba al Oeste, siempre, junto al muro, y también aparecía ringlada de barracones. En este lado se albergaban los hombres que ya no cabían detrás de los muros.

Y en uno de estos barracones, que eran más pequeños, vivía un contingente norteamericano de veinticinco hombres.

En el lado norte, se extendían las huertas que suministraban la mayor parte de los productos que se consumían en el campo de concentración, La carretera continuaba a través de dichas huertas, unos doscientos metros, hasta llegar al edificio ocupado por la guardia.

Aquella área estaba rodeada, a una distancia de ochocientos metros, por una alambrada, fácil de cortar. Apenas era vigilada y carecía de focos y de nidos de ametralladoras. Pero, una vez al otro lado, ¿qué sucedía? La patria quedaba más allá del horizonte, más allá de un mar sin fin o de una jungla hostil. Huir era tan desastroso como quedarse.

En 1945, los japoneses habían aprendido a dejar el control del campo a los prisioneros, Ellos se limitaban, a dar órdenes que los oficiales debían hacer cumplir. Si los prisioneros no creaban molestias tampoco eran molestados. Ahora bien, pedir comida, medicinas o cualquier otra cosa era molestar. También era una molestia que siguieran vivos.

Para los prisioneros, Changi era algo más que una prisión: era génesis, o lugar donde volvía a empezarse.

—Voy a cargarme a ese condenado bastardo aunque muera en el intento.

El teniente Grey sentíase complacido después de decir en voz alta lo que durante mucho tiempo había retorcido sus intestinos hasta hacerlos un nudo. La ira de Grey despertó al sargento Masters, que sonaba con una botella de cerveza australiana helada, Un bistec con un huevo frito en su hogar de Sydney, y con los senos y perfume de su esposa. El sargento no se molestó en seguir la mirada del teniente que se perdía a través de la ventana. Sabía a quién se refería de entre los hombres medio desnudos que caminaban por el sucio camino festoneado de alambradas. Pero le sorprendió él estallido de Grey. Por regla general el preboste de Changi era tan hermético e inalterable como cualquier inglés.

—Economice energías teniente —dijo Masters—. Los japoneses pronto le pondrán en cintura.

—¡Piojosos japoneses! —Exclamó Grey—. Quiero sorprenderle yo, y cuando haya acabado con él aquí..., entonces lo quiero ver en Outram Road.

Masters le miró horrorizado.

—¿En Outram Road?

—Exacto.

—Comprendo que quiera cogerte —dijo Masters—, pero lo otro, bueno, yo no desearía aquello para nadie.

—Allí es donde debería estar, Y allí es donde lo voy a mandar. Es un ladrón, un embustero, un engatusador y un chupador de sangre. Un vampiro que se alimenta de todos nosotros.

Grey se levantó y se acercó a la ventana del sofocante barracón de la Policía. Espantó las moscas que había encima del piso de tablas y guiñó los ojos debido al resplandor del sol.

—¡Por Dios que conseguiré vengarme por todos nosotros!

«Buena suerte, amigo —pensó Masters—. Puedes coger a Rey sí eso es posible. Tienes pleno derecho a odiarlo.» Al sargento no le gustaban los oficiales ni la Policía Militar y despreciaba particularmente a Grey por haber ascendido desde simple soldado, ocultando a los demás.

Pero no sólo Grey alimentaba semejante odio. En Changi todos odiaban a Rey. Le odiaban por su musculado cuerpo y el claro destello de sus ojos azules. En aquel tenebroso mundo de los medio vivos no había ningún gordo o bien constituido, redondo o liso, de mediana o recia estructura. Sólo había rostros de grandes ojos en cuerpos que eran pellejos encima de tendones sobre huesos. La única diferencia entre ellos era la edad, las facciones y la altura. Y en todo aquel mundo sólo Rey comía como un hombre, fumaba como un hombre, dormía como un hombre, soñaba como un hombre y tenía el aspecto de un hombre.

—¡Cabo! —ordenó Grey—. ¡Venga aquí!

Rey había visto al teniente, desde el momento en que dio la vuelta a la esquina del muro, no porque pudiera ver a través de la oscuridad del barracón de la Policía, sino porque. Grey era una persona de hábitos, y cuando uno tiene un enemigo es aconsejable conocer sus costumbres y él las conocía.

Se desvió del sendero y se encaminó hacia el solitario, barracón que sobresalía como un grano entre los otros barracones.

—¿Me llamaba, señor? —dijo Rey, saludando. Su sonrisa era suave, y sus gafas de sol ocultaban el desprecio de sus ojos.

Desde su ventana, Grey observaba a Rey. Sus rasgos tensos no permitían que se advirtiera el odio que era parte integrante de su ser. —¿Dónde va usted?

—A mi barracón, señor —explicó pacientemente Rey.

Mientras se acercaba, su mente hizo un esfuerzo por intuir la causa de la llamada. ¿Se habría producido algún fallo — o alguien habría informado sobre él? ¿Qué le pasaba a Grey?

—¿Dónde consiguió usted esa camisa?

Rey había adquirido la camisa el día anterior. Se la compró a un comandante que la guardaba incólume desde hacía dos años para cuando necesitara venderla y así obtener dinero para conseguir comida! Al Rey le gustaba ser pulcro y vestir bien, mientras los demás no lo hacían. Le gustaba ver su camisa limpia y nueva, sus pantalones largos bien planchados, sus calcetines limpios, sus zapatos recién pulimentados y su gorro inmaculado. También le divertía que Grey fuera desnudo ¿excepto aquellos patéticamente apedazados pantalones cortos, zuecos de madera y su mugrienta boina color verde de tanquista.

—La compré hace tiempo. No hay ley que prohíba comprar algo. ¿Desea otra cosa, señor?

Grey captó la impertinencia del «señor».

—Conforme, cabo. ¡Entre!

—¡Para qué!

—Quiero que charlemos un poco —dijo Grey, con sarcasmo.

Rey contuvo su mal humor y ascendió los peldaños, traspasó el umbral y se quedó cerca de la mesa.

—Bien señor.

—Vuelva del revés sus bolsillos.

—¿Por qué?

—Haga lo que se le ordena. Sabe usted que tengo autoridad para registrarle en cualquier momento —Grey dejó entrever su odio—. Incluso su oficial está de acuerdo en eso.

—Bueno. Lo haré puesto que usted insiste.

—Es una buena razón.

Rey lo hizo de mala gana. Después de todo, nada tenía que ocultar. Pañuelo, peine, cartera, un paquete de cigarrillos, su petaca llena de tabaco picado de Java, papel de fumar y cerillas. Grey comprobó que todos los bolsillos quedaban vacíos; luego abrió la cartera. Encontró en ella quince dólares norteamericanos y casi cuatrocientos dólares japoneses de Singapur.

—¿Dónde ha conseguido este dinero? —preguntó Grey, sudando intensamente.

—El juego, señor.

Grey rió.

—Usted goza de muy buena estrella. La fortuna le acompaña desde hace unos tres años. ¿No es así?

—¿Me necesita, señor?

—No... pero, muéstreme su reloj.

—Consta en la lista.

—¡He dicho que me muestre su reloj!

Malhumorado, Rey destrabó la cadena extensible de acero inoxidable de su muñeca y entregó el reloj a Grey.

Pese a su odio hacia el cabo, el teniente sintió una oleada de envidia. El reloj era impermeable, a prueba de golpes y de cuerda automática. Un «Oyster Royal». El objeto de más precio en Changi, después del oro. Dio Vuelta al reloj y observó las cifras gravadas en el acero; luego se dirigió a un armario y saco la lista donde constaban inscritas las pertenencias de Rey. Sacudió automáticamente las hormigas y, meticulosamente, comprobó el número con el del «Oyster Royal» inscrito en la lista. ,

—Confronta —dijo Rey—. No se preocupe, señor.

—No me preocupo-replicó Grey—. Es usted quien debe preocuparse.

Se lo devolvió. Aquel reloj podía asegurar la obtención de alimentos durante unos seis meses.

Rey volvió a colocarlo alrededor de su muñeca, y luego empezó, a recoger su cartera y sus pertenencias.

BOOK: Rey de las ratas
5.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

UnderFire by Denise A. Agnew
Gravedigger's Cottage by Chris Lynch
Ink Exchange by Melissa Marr
I Came Out for This? by Lisa Gitlin
The Death of Vishnu by Manil Suri
Welcome to Temptation by Jennifer Crusie
Mayhem by J. Robert Janes
El Cerebro verde by Frank Herbert