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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (16 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Pese a su ansiedad por las ratas, incluso Rey escuchaba con atención.

—Interrumpe la seducción y vuelve a zambullirse, dejando a la hembra que jadea en la superficie. —Vexley hizo una pausa dramática—. Pero no, no la deja. Desaparece durante una hora en las profundidades del océano, quizá para recuperar fuerzas, y entonces emerge de nuevo entre montañas de agua y cae igual que un trueno en medio de una monstruosa nube pulverizada. Da más y más vueltas alrededor de la hembra, la abraza con ambas aletas y la presiona con fuerza hasta el agotamiento.

Vexley terminó agotado también, ante la magnitud del espectáculo de la procreación de gigantes.

Siguió presuroso:

—La procreación tiene lugar hacia julio, en aguas calientes. El bebé pesa cinco toneladas al nacer y mide unos nueve metros de largo. Piensen eso.

Vexley continuó describiendo la cría del ballenato durante seis meses por la madre, que lo amamanta con dos monstruosas ubres situadas hacia la parte posterior de su vientre.

—Como indudablemente imaginarán ustedes, la prolongada succión debajo del agua tiene sus problemas.

—¿Amamantan las ratas a sus pequeños? —saltó veloz Rey.

—Sí —contestó el jefe de escuadrón sintiéndose desgraciado—. Ahora, volviendo a los ambargris...

Rey suspiró abatido y escuchó a Vexley que habló sobre los ámbar-gris, ballenas con dientes, blancas, con pico de ganso, pigmeas, asesinas, con hocico en forma de botellas, grises, y así hasta acabar con toda la gama. Para entonces todos los alumnos, excepto Marlowe y Rey, se habían marchado. Cuando Vexley hubo terminado, Rey dijo simplemente:

—Quiero que me ilustre sobre las ratas.

Vexley gimió.

—¿Ratas?

—Tenga un cigarrillo...

X

—Atención, muchachos —dijo Rey.

Esperó hasta que el barracón estuvo en silencio y la puerta guardada.

—Han surgido problemas.

—¿Grey?

—No. Sobre nuestra granja. —Rey se volvió a Marlowe que se hallaba sentado en el borde de una cama—. Cuéntelo, Peter.

—Bien. Parece ser que las ratas...

—Cuéntelo desde el principio.

—¿Todo?

—Desde luego. Amplíe los conocimientos. Así imaginaremos nuevas perspectivas.

—Conforme. Encontramos a Vexley, que nos habló de las
ratlus norvegicus
, o rata noruega, conocida también por la
mus decumanus.

—¿Qué clase de charla es ésa? —preguntó Max.

—Latín, diablos. Cualquier ignorante lo sabe —repuso Tex.

—¿Sabe usted latín, Tex?

—¡Diablos, no! Pero esos nombres tan locos son siempre latinajos.

—¡Por Júpiter, muchachos! —exclamó Rey—. ¿Quieren saberlo o no quieren saberlo?

Entonces indicó a Marlowe que continuase.

—Sea como sea, Vexley las describió detalladamente, con pelos, sin pelos y pesando cada una unos cuatro kilos, si bien la corriente es de unos dos en esta parte del mundo. Las ratas procrean en cualquier época...

—¿Qué diablos significa eso?

—Que el macho monta sobre cualquier rata poco recatada —explicó Rey con voz imperiosa—, y que no hay temporadas.

—Igual que nosotros, ¿no es eso? —amplió Jones complacido.

—Sí, supongo que sí —contestó Marlowe—. Sea como sea, la rata macho está siempre a punto y la hembra puede tener doce alumbramientos al año, y unas doce crías cada vez. Los pequeños nacen ciegos e ineptos veinte días después, y abren sus ojos a los catorce o diecisiete días y a los dos meses se vuelven sexuales. Sirven durante dos años y envejecen a los tres.

—¡Vaca sagrada! —exclamó Max, en medio del profundo silencio—. Seguro como hay infierno que tendremos problemas. Si los jóvenes sirven a los dos meses, y conseguimos doce, digamos para hacer cifras redondas, diez por alumbramiento, imaginen ustedes. Supongan que tenemos diez el día uno, y otros diez el día treinta. El día sesenta las primeras cinco parejas ya tendrán cincuenta. El día noventa serán cinco parejas criando y otros cincuenta. El día veintiuno serán dos grupos de cincuenta, más otros cincuenta y otros cincuenta, y luego otra tanda de dos veces cincuenta. ¡Por Júpiter! Esto hace seis veces cincuenta en cinco meses. Al mes siguiente tendremos cerca de seis mil quinientas...

—¡Diablos! ¡Eso es una mina de oro! —exclamó Miller rascándose furiosamente.

—¡El infierno! —apostrofó Rey no sin algo de cálculo—. No podemos juntarlas todas. Son caníbales. Eso significa que debemos separar los machos de las hembras, excepto cuando sea preciso. De lo contrario se estarían peleando continuamente. Luego hay que separar machos de machos y hembras de hembras.

—Pues los separamos. ¿Qué tiene de inconveniente?

—Nada, Max —contestó Rey—. Para eso necesitamos jaulas y organizar la cosa. Y no resultará fácil.

—¡Diablos! —intervino Tex—. Podemos construir un almacén de jaulas; no causa sudor.

—¿Lo cree usted, Tex? ¿Acaso podremos mantener la granja en secreto, mientras construimos el almacén?

—No veo por qué no.

—Otro cosa —dijo Rey.

Se sentía complacido con los hombres, y aún más complacido con el proyecto. Aquel negocio era producto de su ingenio.

—Comerán algo, vivo o muerto. Luego ya tenemos problemas de alimentación.

—Son criaturas asquerosas y se cogerán al cieno —contestó Byron Jones III—. Tenemos ya suficiente porquería aquí para que pongamos más debajo de nuestro barracón. Y también son portadoras de plagas. —Quizás ésta sea un tipo especial, como ocurre con los mosquitos que propagan la malaria —añadió Dino con sus ojos oscuros mirando de uno en uno a todos los reunidos.

—Desde luego. Las ratas son portadoras de plagas —afirmó Rey encogiéndose de hombros—. Y llevan un montón de enfermedades humanas. Pero eso no puede significar nada. Ganaremos una fortuna con la empresa, y ustedes, bastardos, cuanto hacen es calcular negativos. ¡Eso no es americano!

—Bueno, ¡pardiez! Esa plaga muerde. ¿Qué pasa si están infectadas? —preguntó Miller. Rey se puso a reír.

—Pregunté a Vexley y contestó: «Eso lo averiguaría pronto. No tardaría en morir.» Pero, ¡demonios!, son como polluelos. Se las limpia, se las alimenta bien y se las tiene en un buen almacén. Entonces no hay de qué preocuparse.

Se extendieron sobre la granja, sus peligros y ganancias, y todos comprendieron lo último. Luego pasaron a examinar los problemas relacionados con una operación de tanta envergadura. Y fue entonces cuando Kurt entró en el barracón con otra manta que se movía. —Cogí otra —dijo cariacontecido. —¿Sí?

—Sí. Mientras ustedes charlan, yo trabajo. Es una perra. Kurt escupió en el suelo. —¿Cómo lo sabe?

—La miré. Vi las suficientes en la marina mercante para saberlo. Y la otra es un macho. También lo miré.

Todos bajaron al refugio y observaron cómo Kurt ponía a
Eva
en la jaula. Inmediatamente las dos ratas se unieron, y los hombres tuvieron que contenerse para no gritar. El primer alumbramiento estaba en marcha. Luego decidieron que Kurt debía de ser el encargado, y éste se sintió feliz.

Su mente veía un negocio claro, por lo tanto, se cuidaría de las ratas. La comida era la comida. Kurt pensó que así subsistiría como cualquier otro bastardo.

XI

Veintidós días después
Eva
dio a luz. En la próxima jaula,
Adán
atacaba la tela metálica con tal furia que la hubiera destrozado si Tex no lo evita a tiempo.
Eva
amamantaba a los pequeños. Se llamaron
Caín, Abel, Grey y Alliliha; Beulah, Mabel, Junt, Princesa y Princesita; Gran Mabel, Gran Junt
y
Gran Beulah.
Dar nombre a los machos fue fácil. Ninguno de aquellos hombres consintió que el nombre de la novia, hermana o madre fuera impuesto a las hembras. Incluso el de la suegra guardaba relación con el pasado de cada uno. Así, necesitaron cinco días para acordar el nombre definitivo de
Beulah y Mabel.

Cuando las crías tuvieron quince días, se les puso en jaulas separadas. Rey, Marlowe y Max decidieron que
Eva
siguiera sola hasta el amanecer para que se recuperara, luego la juntaron con
Adán.
Pronto supieron que no tardaría en ser madre otra vez.

—Peter —dijo Rey mientras subían por la trampa hacia el barracón—. Nuestra fortuna está hecha.

Rey había ideado aquella trampa pensando que tantos viajes al subterráneo del barracón excitarían la curiosidad. Era vital para el éxito de la granja que se mantuviera el secreto. Incluso Mac y Larkin ignoraban la nueva industria.

—¿Dónde están los hombres hoy? —preguntó Marlowe cerrando la puerta de la trampa.

Sólo Max se hallaba en el barracón tumbado en su litera.

—Algunos han sido mandados a una partida de trabajo, Tex está en el hospital y los demás andan por ahí, despejándose.

—Creo que yo también voy a despejarme. Déme algo en que pensar.

Rey bajó la voz.

—Tengo algo para que usted piense. Mañana por la noche iremos al poblado.

Acto seguido gritó a Max:

—¡Eh, Max! ¿Conoce a Prouty, el comandante australiano del barracón once?

—¿El viejo? Desde luego.

—No es viejo. No tiene más de cuarenta.

—A mis años tener cuarenta es ser tan viejo como Matusalén. Necesito dieciocho para alcanzarle.

—Le deseo esa suerte —contestó Rey—>. Vea a Prouty. Dígale que yo le mando. —¿Y...?

—Y nada. Sólo verle. Y asegúrese de que Grey ni sus ojos estén cerca.

—En marcha —exclamó Max de mala gana, al mismo tiempo que los dejaba solos.

Peter Marlowe miraba al otro lado de la alambrada buscando la costa.

—Empezaba a preguntarme si había cambiado de idea.

—¿Llevarle conmigo?

—Sí.

—No se preocupe, Peter. —Rey apartó el café y le tendió un cubilete—. ¿Quiere comer conmigo?

—No entiendo cómo diablos lo hace —gruñó Marlowe—. Todos pasan hambre y usted me invita a comer.

—Tengo algo de
katchang idju.

Rey abrió la negra despensa, cogió un saquito de granos de judías verdes y se las dio a Marlowe.

—¿Quiere disponerlas?

Mientras Marlowe las ponía debajo del grifo para lavarlas, él abrió una lata de carne de buey y, cuidadosamente, vació su contenido en un plato.

El teniente regresó con las judías. Estaban bien limpias y no flotaban impurezas en el agua. Rey pensó que no había necesidad de repetirle las cosas dos veces. Incluso el pote de aluminio contenía la cantidad precisa de agua: seis veces la altura de las judías.

Lo colocó en la caliente plancha del hornillo y añadió una cucharada de azúcar y dos pellizcos de sal. Luego echó la mitad de la carne.

—¿Es su cumpleaños? —preguntó Marlowe.

—¿Qué?


¿Katchang idju
y carne en una sola comida?

—Le sorprende porque usted no vive bien.

Marlowe aparecía alelado ante el aroma y el burbujeo del estofado. Las últimas semanas habían sido malas. El descubrimiento de la radio repercutió en el campo. El comandante japonés, «con mucho sentimiento», redujo las raciones debido a las «malas cosechas», de modo que, incluso, las diminutas reservas de los grupos se agotaron. Milagrosamente, no hubieron otras repercusiones.

En el grupo de Marlowe, el más afectado fue Mac. Tanto por la restricción como por el estado inservible de su radio embotellada.

—¡Maldita sea! —juró Mac después de varias semanas de buscar el fallo—. ¡Inutilizada, compañeros! Sin desmontarla del todo no puedo hacer nada. Parece que está bien. Sin herramientas y una batería no puedo encontrar el fallo.

De algún modo ignorado, Larkin adquirió una diminuta batería y Mac, haciendo acopio de sus fuerzas, volvió a probar una y otra vez. Mientras lo hacía sufrió un desmayo.

Marlowe y Larkin lo llevaron al hospital, dejándole en una cama. El médico dijo que era malaria, si bien el modo de manifestarse no hacía temer que se volviera peligrosa.

—¿Qué pasa, Peter? —preguntó Rey, notando su repentina gravedad.

—Pensaba en Mac.

—¿Qué le sucede?

—Tuvimos que llevarle al hospital ayer. No está muy animado.

—¿Malaria?

—En parte.

—¿Cómo?

—Tiene fiebre. Pero eso no es su principal preocupación. Pasa por un período de terrible depresión. Está preocupado por..., su mujer e hijo.

—Todos los casados pasan por lo mismo.

—No tanto como Mac —respondió amargamente—. Antes de que los japoneses desembarcaran en Singapur, Mac puso a su esposa y a su hijo en el último convoy. Luego partió con su unidad hacia Java, en un junco. Cuando llegó a Java se enteró de que todo el convoy había sido hundido o capturado. No quedó prueba de ello, sólo rumores. Como es natural, ignora la suerte que tuvieron. Su hijo era un bebé... de sólo cuatro meses.

—Bueno, ahora el chiquillo tendrá tres años y cuatro meses —dijo Rey confiado—. Regla dos: no preocuparse por algo que uno no puede resolver. —Cogió una botella de quinina de su caja negra, contó veinte tabletas y se las dio a Marlowe—. Tenga, eso curará su malaria.

—¿Y usted?

—Tengo de sobra. No piense en ello.

—No entiendo porqué es tan generoso. Nos da comida y medicina. Y, ¿por qué? Por nada. No lo entiendo.

—Usted es mi amigo.

—¡Por Dios! Me siento embarazado de aceptar tantas cosas.

—Al demonio con ello. Vamos.

Rey empezó a servir la comida. Siete cucharadas para él y siete para Marlowe. En el fondo del pote quedó una cuarta parte del estofado. Las tres primeras cucharadas se las comieron rápidamente para mitigar el apetito y, el resto, despacio, paladeando su excelencia.

—¿Un poco más?

Rey esperó. «Qué bien te conozco, Peter. Sé que te comerías una tonelada entera. Pero no lo harás. No, aunque tu vida dependiera de ello.»

—No gracias; estoy satisfecho.

«Es bueno conocer al amigo —se dijo a sí mismo—. Debes tener cuidado.» Pese a no tener más apetito, Rey cogió otra cucharada, de no hacerlo, Marlowe se sentiría molesto. Luego apartó el resto.

—¿Me prepara un cigarrillo, por favor?

Le tiró los accesorios y dio media vuelta. Puso el sobrante de la carne en el recipiente y la mezcló con el estofado. Luego lo dividió en dos cacharros.

Marlowe le entregó el cigarrillo.

—Hágase uno.

—Gracias.

—¡Por Dios, Peter! No espere que se lo diga. Vamos, llene su caja.

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