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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (19 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—¿No hay otra cosa? Siente que los «Omega» no se coticen en Singapur en la actualidad.

—Tu malayo es excepcionalmente bueno, señor —dijo Torusimi, mientras sorbía aire por entre sus dientes.

—Te lo agradezco —le respondió disgustado.

—¿Qué dijo, Peter?

—Que hablo bien el malayo.

—¡Ah! Bien, dígale que lo siento, que eso es todo cuanto tengo.

Rey esperó a que tradujera su respuesta, y luego de sonreír y encogerse de hombros, tomó el reloj y lo devolvió a su bolsillo. Se puso de pie.


¡Salamat!

Torusimi mostró sus dientes y pidió que Rey se sentara.

—No es que yo quiera el reloj —dijo a Rey—. Pero tú eres mi amigo y te has tomado mucho trabajo; dime cuánto pide su dueño.

—Tres mil dólares —replicó Rey—. Siento que su precio sea abusivo.

—Desde luego es abusivo. El propietario tiene la cabeza enferma. Soy un pobre hombre, sólo un guardián, no obstante, como nosotros hemos hecho negocios en el pasado y para hacerte un favor, ofreceré trescientos dólares.

—Lo siento. No me atrevo. Tengo entendido que hay compradores que pagarían un precio más razonable a través de otros intermediarios. Estoy de acuerdo en que tú eres un hombre pobre y no puedes ofrecer más dinero por un reloj tan insignificante. Naturalmente, los «Omega» no se cotizan mucho. Claro que tú tampoco comprenderías que es un insulto ofrecer al propietario menos de lo que vale un reloj de segunda clase.

—Eso es cierto. Aumentaré el precio, puesto que un hombre pobre tiene honor, y sería honorable aliviar el sufrimiento de cualquier hombre en estos tiempos de prueba. Cuatrocientos.

—Te agradezco el interés por mi amigo. Pero siendo un «Omega», cuyo precio ha bajado mucho, es obvio que hay una razón más definida para que tú no quieras hacer negocios conmigo. Un hombre de honor es siempre honorable...

—Yo también soy un hombre de honor. No tengo ningún deseo de restringir tu ganancia y la de tu amigo, el dueño del reloj. Quizá sea mejor que intente persuadir a los míseros comerciantes chinos con quienes he de tratar para que den, aunque sólo sea por una vez en sus vidas, un precio aceptable. Estoy seguro de que tú estarás de acuerdo en que quinientos sería lo máximo que un hombre honorable pagaría por un «Omega», incluso antes de bajar el precio.

—Cierto, amigo mío. Yo tengo confianza en ti. Pero quizás el precio de los «Omega» no ha bajado de su antigua posición
ichibon.
Pudiera ser que los miserables chinos se estén aprovechando de un hombre de honor. Pues la semana pasada uno de tus compatriotas vino a mí, quiso comprarme este reloj y me ofreció tres mil dólares por él. Yo preferí guardarlo para ti, en honor a nuestra larga amistad y confianza mutua, después de comerciar juntos tanto tiempo.

—¿Tú dices verdad? —Torusimi escupió vehementemente en el suelo, y Marlowe se dispuso a presenciar el golpe que debía de seguir a semejante insulto.

Pero Rey continuó imperturbable.

«Señor —pensó Marlowe—. Tiene nervios de acero.»

Rey sacó algunas hebras de tabaco y empezó a liarse un cigarrillo. Cuando Torusimi vio esto, dejó de bravuconear, ofreció su paquete de «Kooas» y se calmó.

—Me sorprende saber que los miserables comerciantes chinos, por quienes yo arriesgo mi vida, estén corrompidos. Me horroriza oír lo que tú, mi amigo, me has dicho. Peor, estoy aterrado. ¡Pensar que han abusado de mi confianza! Durante un año he tratado con el mismo hombre. ¡Y pensar que me ha engañado tanto tiempo! Creo que le mataré.

—Será mejor que lo escarmientes —dijo Rey.

—¿Cómo puedo hacerlo? Me gustaría mucho que mi amigo me lo dijera.

—Maldícele con tu lengua. Dile que has tenido información que prueba que es un embustero. Dile que si no te da un precio razonable en lo futuro, más un veinte por ciento para compensarte de todos sus errores pasados, tú podrías susurrar algo a las autoridades, que le prenderán así como, a su mujer y a sus hijos, y los castigarán hasta colmar tu deseo.

—Es un consejo soberbio. Me siento feliz por el pensamiento de mi amigo. Por este pensamiento y por la amistad que nos une, ofreceré mil quinientos dólares. Es cuanto poseo, junto con el dinero que me ha confiado un amigo, que tiene la enfermedad de las mujeres y está en la pestilente casa llamada hospital y no puede trabajar.

Rey se inclinó hacia delante y ahuyentó la nube de mosquitos que cercaba sus tobillos. «Ya te vas poniendo en razón, amigo —pensó—. Veamos. Dos mil sería alto. Mil ochocientos conforme. Mil quinientos, no está mal.»

—Rey te ruega que esperes —tradujo Marlowe—. Tiene que consultar con el miserable que quiere venderte un artículo a precio abusivo.

Rey saltó por la ventana y recorrió el barracón, inspeccionándolo. Max estaba en su lugar, Dino a un lado del sendero y Byron Jones III en el otro.

Encontró al comandante Prouty, sudando de angustia en la sombra del barracón próximo al que utilizaban los norteamericanos.

—Bueno, lo siento, señor —dijo Rey—. No le interesa en absoluto.

La angustia de Prouty se intensificó. Tenía que vender. «Señor —pensó—. Que suerte la mía. He de conseguir dinero como sea.»

—¿No ofrece nada?

—Lo más que pude conseguir fueron cuatrocientos.

—¡Cuatrocientos! Todo el mundo sabe que un «Omega» vale por lo menos dos mil.

—Temo que eso sea un cuento, señor. Parece receloso. Y no es un «Omega».

—¿Está fuera de quicio? ¡Claro que es un «Omega»!

—Lo siento, señor —dijo Rey, irguiéndose—. Yo sólo informo.

—Es un error mío, cabo. No quise ofenderle. Esos bastardos amarillos son todos iguales.

«Bueno, ¿qué hago? —se dijo Prouty—. Si no lo vendo a través de Rey, no lo venderé de ningún modo, y el grupo necesita dinero y todo nuestro trabajo habrá sido inútil. ¿Qué hago?»

Prouty pensó durante un minuto:

—Vea qué puede hacer cabo. No puedo aceptar menos de mil doscientos. No puedo.

—Bueno, señor. No creo que pueda hacer mucho, pero lo intentaré.

—Bien, muchacho. Confío en usted. No lo soltaría a un precio tan bajo, pero la comida escasea tanto. Ya lo sabe usted.

—Sí señor —dijo Rey, cortés—. Lo intentaré, si bien temo que no podré hacerlo subir mucho. Dice que los chinos no compran tanto como antes.

Grey vio a Torusimi a través del campo y pensó que el momento propicio tardaría poco. Después de una espera prudencial consideró que era llegada la hora. Se levantó y salió del barracón ajustándose la banda de su brazo y el gorro. No necesitaba testigos, su palabra era suficiente. Se fue solo.

Su corazón saltaba de gozo. Siempre sucedía así cuando preparaba un arresto. Cruzó la línea de barracones y bajó los peldaños en dirección a la carretera principal. Lo hizo deliberadamente, pues Rey debía de tener vigilancia como siempre que realizaba negocios. Pero él conocía sus posiciones, como también un camino a través de la zona minada.

—Grey.

Miró a su alrededor. El coronel Samson se acercaba a él.

—Diga, señor.

—Hola Grey, celebro encontrarle. ¿Cómo van las cosas?

—Bien, gracias —replicó sorprendido de ser saludado de modo tan amistoso. Pese a su ansiedad por marcharse, se hallaba muy complacido.

El coronel Samson tenía un lugar muy especial en el futuro de Grey. Samson era muy influyente en el Ministerio de la Guerra y estaba muy bien relacionado. Un hombre como aquél, sería más útil... después.

Samson había estado en el Cuartel General del lejano este, donde ejerció un vago pero importante empleo. Conocía a todos los generales y hablaba de sus invitaciones sociales en su «finca campestre» en Dorset, de las partidas de caza, de las reuniones en su jardín y de los bailes que organizaba. Un hombre como Samson podría equilibrar la balanza entre él, Grey, y su clase.

—Quería hablar con usted, Grey —dijo Samson—. Imagino que le interesará trabajar en ello. Como sabe, estoy recopilando la historia oficial de la campaña. Naturalmente —añadió de buen humor—, no es «todavía» la oficial, pero, quién sabe, quizá lo sea. El general Sohny Wilkinson es historiador en el Ministerio de la Guerra, y estoy seguro que él se interesará por una versión directa. Quisiera saber si le gustaría comprobar unos cuantos hechos, en mi lugar. Son datos relacionados con su regimiento.

«¡Qué si le gustaría! —pensó Grey—. ¡Claro que me gustaría!» Hubiera dado cualquier cosa por ello. Pero no en aquel momento.

—Desde luego. Me enorgullece que usted valore mis puntos de vista. ¿Le parece bien mañana después del desayuno?

—Perdone —dijo Samson—. Creí que podríamos charlar un poco ahora. Bueno, lo dejaremos para otro día. Ya le avisaré...

Grey supo instintivamente que si no era entonces, no sería nunca. Samson apenas se dignó hablarle antes. «Quizá —pensó desesperadamente— pueda decirle lo bastante para su información y sorprender luego a los otros. Los tratos, a veces, requieren horas. Vale la pena el riesgo.»

—Con mucho gusto si usted lo desea ahora. Si bien seremos breves, pues tengo algo de dolor de cabeza. Unos minutos, ¿le parece bien?

—Conforme.

El coronel Samson parecía muy feliz. Cogió a Grey por el brazo y le condujo al barracón.

—Como usted sabe, Grey, su regimiento era uno de mis favoritos. Realizó un trabajo excelente. ¿Consiguió usted una mención en la orden, verdad? ¿En Kota Bharu?

—No, señor.

—¡Qué extraño! Usted hizo méritos para ello.

—No hubo tiempo para pedir condecoraciones. Ni yo la merecía más que otros.

Era verdad. Miles de hombres se hicieron acreedores a ella y no consiguieron ni una mención. No entonces.

—Quien sabe, Grey; quizá después de la guerra podamos sacar a luz muchísimas cosas.

Hizo que Grey se sentara.

—Ahora dígame, ¿cuál era la situación en el frente cuando ustedes llegaron a Singapur?

—Lamento decir a mi amigo —tradujo Marlowe— que el miserable propietario de este reloj se rió de mí. Me dijo que lo menos que él podía aceptar eran dos mil seiscientos dólares. Incluso me avergüenza tener que decírtelo, pero tú eres mi amigo y debo informarte.

Torusimi se mostró obviamente disgustado. A través de Marlowe hablaron del tiempo y falta de comida. Torusimi les mostró una arrugada fotografía de su esposa y de sus tres hijos, les contó algo de su vida y de su pueblo junto a Seúl, donde se ganaba la vida como agricultor, aunque tenía un título universitario, y cómo odiaba la guerra. Les dijo que aborrecía a los japoneses, como todos sus compatriotas. Los coreanos ni siquiera eran admitidos en el ejército japonés. Son ciudadanos de segunda clase y no tienen voz en nada y pueden ser tratados a puntapies, según el antojo del japonés más bajo.

Conversaron hasta que Torusimi se levantó, cogió de manos de Marlowe su fusil, que lo había sostenido hasta entonces, obsesionado con la idea de que estuviera cargado y que era fácil matar a su dueño. Pero, ¿por qué razón? ¿Y luego?

—Le diré a mi amigo una última cosa, porque me desagrada verle con las manos vacías de beneficios esta noche pestilente, y me gustaría que consultaras con el codicioso propietario de este miserable reloj. ¡Dos mil cien!

—Con todo respeto, debo recordar a mi amigo que el miserable propietario, que es coronel y como tal carece de humor, dijo que sólo aceptaría dos mil seiscientos. Supongo que no quieres que escupa sobre mí.

—Cierto. Pero, por deferencia, te sugiero que le ofrezcas la oportunidad de no rehusar mi última oferta, hecha en honor a nuestra amistad, sin que yo obtenga beneficio. Quizás así se le ocurra decidirse.

—Lo intentaré porque tú eres mi amigo.

Rey les dejó otra vez solos. Mientras transcurría el tiempo, Marlowe escuchó la historia de cómo Torusimi fue obligado a servir en el ejército japonés y cómo no tenía estómago para la guerra.

Rey regresó a través de la ventana.

—El hombre es un cerdo, un cerdo sin honor. Después de escupirme, me amenazó con divulgar que yo soy un mal comerciante, y que me pondría en la cárcel antes de aceptar menos de dos mil cuatrocientos'.

Torusimi dijo algunos disparates y amenazas. Rey volvió a sentarse, y, silencioso, pensó: «¡Diantre, he perdido el pulso, le empujo demasiado lejos esta vez», y Marlowe: «¡Por Dios! ¿Por qué demonios he tenido que verme envuelto en esto?»

—Dos mil doscientos —escupió Torusimi.

Rey se encogió de hombros, impotente, batido.

—Dígale que conforme —gruñó a Marlowe—. Es demasiado duro para mí. Dígale que tendré que ceder mi maldita comisión para compensar la diferencia. El hijo de perra no aceptará un penique menos. Pero diablo, ¿qué beneficio saco yo de todo esto?

—Tú eres un hombre de hierro —tradujo Marlowe—. Diré al miserable propietario de este reloj que conseguirá su precio, aunque yo tendré que renunciar a mi comisión para compensar la diferencia entre el precio que tú has ofrecido y el precio que él, miserable, aceptará. Y, ¿dónde está mi beneficio? El negocio es honorable, incluso entre amigos debe de haber beneficios para todos.

—Porque tú eres mi amigo añadiré cien. Así te salvas y la próxima vez no hagas negocios para un hombre tan avaricioso y mísero.

—Te doy las gracias. Tú eres más listo que yo.

Rey entregó el reloj en su pequeña caja de piel y contó el gran rollo de billetes nuevos. Dos mil doscientos hacían un abultado fajo. Torusimi, sonriendo, entregó el centenar de más. Había engañado a Rey, cuya reputación de comerciante fino era pública entre los guardianes. Él vendería fácilmente el «Omega» por cinco mil dólares. Bueno, por lo menos tres mil quinientos. Un buen negocio para un guardián.

Torusimi dejó el paquete abierto de «Kooas» y otro sin empezar, en compensación al poco beneficio que Rey obtenía «Después de todo —pensó—, hay una larga guerra por delante, y es bueno hacer negocios. Y si la guerra es corta... bien, es igual, Rey siempre será un aliado útil.»

—Lo hizo muy bien, Peter.

—Creí que iba a reventar.

—Yo también. Váyase al barracón. Vuelvo en seguida.

Rey encontró a Prouty en las sombras. Le dio novecientos dólares, el importe que el amargamente desgraciado comandante había aceptado y cobró su comisión, noventa dólares.

—Las cosas se ponen cada vez peores —dijo Rey.

«Sí, lo son, bastardo —se dijo Prouty—. Sin embargo, ochocientos diez no es mal precio para un "Omega" de imitación.» Se rió para sus adentros contento de haber engatusado a Rey.

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