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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (37 page)

BOOK: Rey de las ratas
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El teniente no contestó. Lo que decía el coronel era cierto. Pero Rey había demostrado ser su amigo. No sólo le proporcionaba comida, sino que también ayudaba a su grupo. Y, además, era un buen hombre.

Quiso decir: «Está usted equivocado, y no me preocupa. Me gusta Rey. Es un hombre bueno y nos hemos divertido y reído mucho juntos.» Pero al mismo tiempo deseaba explicar lo relacionado con las ventas, el poblado, el diamante, e, incluso, la venta de la pluma. Ahora bien, esto le hizo imaginarse a Rey detrás de las rejas, privado de la libertad. Optó por endurecer su espíritu para no confesar.

Smedly-Taylor intuía la tormenta interior del joven oficial. Para él hubiera sido sencillo decir: «Espere fuera, Grey. —Y luego—: Escuche, muchacho, comprendo su problema. ¡Caramba! Hago de padre de un regimiento desde hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo. Conozco su problema. Usted no quiere cebarse con su amigo. Eso sería vergonzoso. Pero usted es un oficial de carrera, un oficial por tradición. Piense en su familia y en las generaciones de oficiales que han servido a la patria. Piense en ellos. Su honor está en entredicho. Tiene que decir la verdad, ésa es nuestra norma.» Luego, después de un pequeño suspiro, practicado durante tantos años, añadiría: «Olvidemos esa tontería de la cárcel. Yo mismo lo he hecho muchas veces. Pero si quiere confiar en mi...» Su frase incompleta dicha con grave entonación habría arrancado los secretos de Rey, y éste iría a parar a la cárcel del campo. Ahora bien, ¿a qué conduciría eso?

En realidad el coronel se hallaba agobiado con una preocupación mayor: los pesos. Aquello sí que podía ser una catástrofe de proporciones infinitas.

Por otra parte siempre lograría la información que desease de Marlowe. Conocía muy bien a sus hombres. Él era un jefe inteligente, ¡no faltaba más!, después de tan larga experiencia. Su primera regla consistía en mantener el respeto de los oficiales, que lograba tratándoles con blandura hasta que sacaban los pies del plato. Entonces castigaba cruelmente a uno de ellos para que sirviera de lección a los demás. Pero había que saber elegir el momento, el delito y el oficial oportuno.

—Conforme, Marlowe. Le multaré con la paga de un mes. No constará en su expediente, ni hablaré de ello. Pero no infrinja más órdenes.

—Gracias, señor.

Después de saludar, salió al exterior, contento de que hubiera acabado la entrevista. Había estado a punto de decirlo todo. El coronel, hombre bueno y amable, gozaba de una excelente reputación por su nobleza.

—¿Le molesta la conciencia? —preguntó Grey, fuera del
bungalow
, al ver cómo sudaba Marlowe.

Éste no le contestó. Seguía demasiado trastornado, a la vez que enormemente satisfecho por haber escapado con tanta fortuna.

Oyeron la voz del coronel.

—Grey. ¿Puede entrar un momento?

—Sí, señor.

Éste miró a Marlowe. «La paga de un mes no es mucho», pensó considerando que el coronel le había cogido. Y sintióse sorprendido y no poco molesto de que escapara tan bien librado. Ahora bien, él había visto actuar a Smedly-Taylor, con tanta firmeza como un
bulldog, y
jugar con los hombres como si se tratara de un deporte cinegético. Seguro que tenía su plan, cuando lo soltaba tan fácilmente.

Grey pasó por delante de Marlowe y entró una vez más en el
bungalow.

—Cierre la puerta.

—Sí, señor.

Ya solos, Smedly-Taylor le dijo:

—He hablado con el teniente coronel Jones y el sargento Blakely.

—Espero, señor, que todo esté claro.

—Desde hoy quedan relevados de sus obligaciones —añadió el coronel, jugando con el peso.

La sonrisa de Grey se hizo más amplia.

—Sí, señor.

Cuando se celebrara el consejo de guerra y fueran reducidos a simples soldados, todos los prisioneros sabrían que él, Grey, los había desenmascarado. Entonces aparecería como el ángel guardián del campo, y, ¡canastos!, resultaba maravilloso.

—Bien; daremos por zanjado el asunto —dijo el coronel.

La sonrisa de Grey se desvaneció.

—¿Qué?

—Sí. He decidido olvidar el asunto. Y usted también. En realidad, repito mi orden. No debe usted mencionar esto a nadie y debe olvidarlo.

Grey quedó tan aturdido que se derrumbó encima de la cama del coronel con sus ojos fijos en él.

—Pero, usted no puede hacer eso, señor —estalló—. Les cogí con las manos en la masa. Robaban comida del campo. Es comida de usted y mía. Intentaron sobornarme. ¡Sobornarme! —Su voz se hizo histérica—. ¡Dios mío! Si les cogí, si son ladrones, si merecen ser ahorcados.

—Cierto. —El coronel Smedly-Taylor asintió gravemente—. Pero en vista de las circunstancias actuales, es la decisión más oportuna.

Grey se puso de pie.

—No puede hacer eso —gritó—. Usted no puede dejarles libres. Usted no puede...

—¡No me diga lo que yo puedo o no puedo hacer!

—Lo siento —se excusó Grey, luchando por controlarse—. Pero, señor, esos hombres son ladrones. Usted tiene la prueba.

—He decidido dar por concluido este asunto. —Su voz era tranquila—. Queda zanjado.

El genio de Grey se impuso.

—¡Como hay Dios que no queda zanjado! ¡Me opongo a ello! ¡Esos bastardos han comido cuando nosotros nos moríamos de hambre! ¡Merecen ser acuchillados! ¡Insisto!

La voz de Smedly-Taylor subió por encima de la histérica de Grey.

—¡Calle! No puede usted «insistir» en nada. El asunto está liquidado. —Suspiró pesadamente, cogió un pedazo de papel y dijo—: Esto es su informe oficial. He añadido algo. Se lo leeré: «Recomiendo grandemente al teniente Grey por su trabajo como preboste del campo. Su cumplimiento del deber, sin duda alguna es excelente. Recomiendo que se le dé el rango activo de capitán.» —Levantó la vista del papel—.

Tengo intención de mandarlo hoy y que su ascenso tenga efectividad con esta fecha. —Sonrió—. Naturalmente, usted sabe que el jefe del campo tiene autoridad para ascenderle. Felicidades, capitán Grey. Lo merece usted.

Ofreció a Grey su mano.

Pero éste no la aceptó. Simplemente la miró, y luego el papel. Entonces intuyó la verdad.

—¿Intenta comprarme? Usted es como ellos. Posiblemente ha compartido el arroz también.

—¡Guarde su lengua, subalterno exaltado! ¡Firmes!

—Usted está de parte de ellos y yo no permitiré que ninguno de ustedes siga con eso —chilló Grey, que cogió el peso de encima de la mesa—. Aún no puedo probar nada contra usted, pero tengo la prueba contra ellos. Este peso...

—¿Qué pasa con el peso?

Grey miraba perplejo la base del peso. Estaba intacta.

—¿Qué pasa con el peso, Grey? —repitió el coronel.

«Estúpido loco —pensó despreciativo mientras observaba al preboste que seguía buscando el agujero—. ¡Qué loco! Puedo desayunármelo sin que se entere.»

—No es el que yo le di —contestó con voz ahogada—. No es el mismo. No es el mismo.

—Está completamente equivocado. Es el mismo.

El coronel aparecía tranquilo. Dijo con voz solícita:

—Grey, usted es joven. Supongo que piensa quedarse en el Ejército cuando acabe la guerra. Eso es bueno. El Ejército necesita oficiales inteligentes y trabajadores, y la vida en él resulta maravillosa. El coronel Samson me dijo que piensa mucho en usted. Como sabe, es amigo mío. Yo puedo influir en él y añadir mi recomendación para que le concedan una comisión permanente. Está usted muy agotado, es comprensible. Éstos son tiempos terribles. Creo que es de sabios dejar correr este asunto. Sería mala cosa provocar un escándalo en el campo. Muy mala cosa. No dudo que usted se da perfecta cuenta de ello.

Esperó la respuesta de Grey. No obstante, en el preciso momento, para algo era un experto, dijo:

—¿Quiere que envíe mi recomendación para su ascenso? Grey se volvió lentamente y miró horrorizado el informe. El coronel podía dar o quitar, y lo mismo que podía dar o quitar, también podía destruir. Comprendió que estaba derrotado. Intentó hablar, pero era tan inmenso su desaliento que no pudo hacerlo. Asintió, y oyó cómo Smedly-Taylor decía:

—Bien, puede usted dar por firme su nombramiento de capitán. Estoy seguro de que mi recomendación y la del coronel Samson serán suficientes para que le concedan una comisión permanente después de la guerra.

Grey salió de la estancia y se dirigió a su barracón. Una vez allí, despidió al agente de servicio, sin importarle que el hombre le miraba como si estuviera loco. Cuando se quedó solo, cerró la puerta, se sentó en el borde de la cama, y lloró su amarga derrota.

Las lágrimas mojaron sus manos y su rostro. Su espíritu se encogió aterrorizado, balanceándose en el filo de lo desconocido; luego cayó en una profunda sima.

Al recobrarse, yacía en unas parihuelas llevadas por dos agentes. El doctor Kennedy iba delante. Grey supo que se estaba muriendo, pero no le importó. Vio a Rey que le miraba, de pie junto al camino.

Se fijó en sus limpios zapatos, en la raya del pantalón, en el «Kooa», y en su aspecto de bien nutrido. Entonces recordó un trabajo a realizar. No podía morir aún. No, mientras Rey fuera bien planchado, limpio y aumentado. No, estando aún por medio el asunto del diamante. ¡Por Dios, no!

—Ésta será la última partida —dijo el coronel Smedly-Taylor—. No quiero perderme la función.

—No puede pasar sin dar un vistazo a Sean —respondió Jones, cogiendo sus cartas—. Dos diamantes. —Abrió el fuego con presunción.

—Tiene la suerte del diablo —dijo malhumorado Sellars—. Dos corazones.

—Paso.

—No siempre goza de la suerte del diablo, socio —replicó Smedly-Taylor con irónica sonrisa. Sus ojos de granito miraron a Jones—. Fue usted muy estúpido, hoy.

—Simplemente mala suerte.

—No hay excusa para la mala suerte —contestó Smedly-Taylor estudiando las cartas—. Fue usted un incompetente al no comprobar los pesos que tenía que usar.

—He dicho que lo siento. ¿Acaso cree usted que no me doy cuenta de mi estupidez? No volverá a suceder. Nunca más. Jamás supe hasta hoy lo que es sentir verdadero pánico.

—Dos sin triunfo. —Smedly-Taylor sonrió a Sellars—. Eso hará borrón, socio. —Se volvió de nuevo a Jones—. He recomendado que Samson se haga cargo del almacén. Usted necesita un «descanso». Eso quitará el aliento a Grey. El sargento Donovan será el ayudante —rió—. Es una lástima que tengamos que cambiar el sistema, pero no importa. Simplemente tendremos que asegurarnos de que Grey está ocupado los días que se usan los pesos falsos. —Miró a Sellars—. Eso será trabajo suyo.

—Muy bien.

—jAh! De paso, he multado a Marlowe restándole un mes de paga. Está en uno de sus barracones, ¿verdad?

—Sí —repuso Sellars.

—Fui blando con él, pero es un chico excelente; viene de buena familia. No es como ese cerdo de Grey, todo nervio. ¡Y pensar que he de recomendarlo para una comisión permanente! Es la clase de sanguijuelas que no necesitamos en el Ejército. ¡Dios, no!

—De acuerdo —dijo Sellars con disgusto—. Pero a Marlowe hubiera debido multarle con tres meses. Puede permitírselo. El maldito norteamericano tiene sojuzgado todo el campo.

—Lo tiene, de momento.

Smedly-Taylor gruñó algo y se puso a examinar sus cartas. Luego intentó cubrir su resbalón.

—¿Tiene algo contra él? —preguntó Jones. Y añadió—: Tres diamantes.

—¡Condenado! —exclamó Sellars—. Cuatro corazones.

—Paso.

—Seis picas —dijo Smedly-Taylor.

—¿Realmente tiene algo contra el norteamericano? —preguntó de nuevo Jones.

El coronel Smedly-Taylor mantuvo inmutable su rostro. Sabía lo del diamante y el trato para que cambiara pronto de mano. Ahora bien, en cuanto el dinero estuviera en el campo... Bueno, entonces pondría en práctica su plan. Era eficaz y secreto para conseguir el dinero. Volvió a gruñir y a distender su fina sonrisa; dijo:

—Si lo tengo, seguro que no se lo diré. No se puede confiar en usted.

Cuando Smedly-Taylor sonreía, todos se sentían aliviados.

Peter Marlowe y Larkin se unieron a la corriente de hombres que iban al teatro.

Las luces del escenario estaban ya encendidas y la luna brillaba en lo alto. El teatro disponía de dos mil asientos situados en forma de abanico, y construidos con tablones montados sobre mahones, así todos los prisioneros tenían ocasión de verla por lo menos una vez.

Las filas estaban ya atestadas, excepto las delanteras reservadas a los oficiales, que llegaban más tarde. Los norteamericanos no seguían esta costumbre.

—¡Eh! ¡Ustedes dos! —llamó Rey—. ¿Quieren sentarse con nosotros?

Gozaba de asiento preferente junto al pasillo.

—Me gustaría, pero ya sabe... —dijo Marlowe.

—Sí, claro. Ya nos veremos después.

Marlowe observó a Larkin, seguro de que no estaba conforme. Si uno desea sentarse con sus amigos, ¿por qué no hacerlo? Claro que sentarse allí...

—¿Quiere que nos acomodemos aquí, coronel? —dijo descargando sobre él la responsabilidad y odiándose por ello.

—¿Por qué no? —contestó Larkin.

Se sentaron. Sus cuerpos permanecían tensos, pues eran conscientes de su deserción y de los ojos llenos de sorpresa que les observaban.

—Coronel. —Brough se inclinó, con una sonrisa que le arrugaba la cara—. Le buscarán las cosquillas. Es malo para la disciplina.

—Si quiero sentarme aquí, ¿quién me lo impide?

Pero Larkin deseó no haber aceptado tan rápidamente.

—¿Cómo van las cosas, Peter? —preguntó Rey.

—Bien, gracias.

Marlowe intentó ocultar su incomodidad.

Aún no habíale hablado de la venta de la pluma, de la entrevista con Grey, y de la pelea que casi sostuvo con él.

—Buenas noches, Marlowe.

Levantó la vista y se estremeció al ver a Smedly-Taylor que pasaba. Sus ojos parecían de pedernal.

—Buenas noches, señor —replicó débilmente.

«¡Oh, Dios mío! —pensó—. ¡Esto acaba de estropearlo todo!»

Una onda de repentina excitación sacudió a todos cuando el comandante jefe del campo recorrió el pasillo y se sentó en la fila delantera. Las luces se apagaron y se abrió la cortina. En el escenario apareció la banda del campo compuesta de cinco instrumentos.

En el centro, de pie, se hallaba Phil, el director de la reducida banda.

Fueron saludados con aplausos y silbidos.

—Buenas noches —empezó Phil—. Hoy presentamos una nueva obra de Frank Parrish, titulada
Triángulo
, y tiene por escenario Londres antes de la guerra. Sus intérpretes son Frank Parrish, Brod Rodrick, y el único entre los únicos, el esperado ¡Sean Jennison!

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