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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (41 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—¡Bien, no tengo nada que decir ahora! ¡Nos ha vencido esta vez!, pero habrá otra.

Rey regresó a su barracón, riéndose entre dientes. «Crees que te llevaré hasta Peter, ¿verdad Grey? Pero, de tan astuto, resultas candido.»

En el interior del barracón encontró a Max y a Tex. Los dos sudaban.

—¿Qué sucedió? —preguntó Max.

—Nada. Vaya en busca de Timsen. Dígale que aguarde debajo de la ventana. Le hablaré a través de ella. Sobre todo que no entre en el barracón, pues Grey aún nos vigila.

—Conforme.

Rey puso en marcha la cafetera, y su cabeza trabajó intensamente. ¿Cómo efectuar el cambio? ¿Dónde? ¿Qué hacer con Timsen? ¿Cómo apartar a Grey de Peter? No se volvió a mirar la ventana, pero sí el interior del barracón. Sus compañeros captaron el mensaje y le dejaron solo. Dino salió fuera, y Rey le obsequió con la sonrisa torcida que él hiciera al regresar.

—¿Timsen? —preguntó, atareado con el café.

—Sí, amigo.

—Tendría que cortarle el cuello.

—No fue mía la culpa, compañero. Algo fue mal...

—Sí. Quería el dinero y el diamante.

—No hay daño en probar, compañero —rió Timsen—. No volverá a suceder.

—Tiene condenada razón.

Timsen era de su agrado, y muy bueno para bailes como aquél. Desde luego, resultaba comprensible que intentara el golpe cuando los palos eran tan altos. Además, él necesitaba a Timsen.

—Haremos la transferencia de día. Así no habrá fallos. Le avisaré entonces.

—Entendidos, compañero. ¿Dónde está el inglés?

—¿Qué inglés?

Timsen rió.

—Hasta mañana.

Rey se bebió el café y encargó a Max que montara la guardia. Después de salir cautelosamente por la ventana, se adentró en las sombras y se encaminó hacia el muro de la cárcel. Aparentemente procuraba no ser observado, y se rió para sí, cuando notó a Grey que le seguía. Se deslizó entre los barracones y siguió diversos caminos. Grey, implacable, se mantuvo en sus pasos que le condujeron hasta la puerta de la prisión y, a través de ella, a tos bloques de celdas. Rey se encaminó a la celda del cuarto piso, fingiendo mayor cautela mientras penetraba en la misma, y dejaba la puerta entreabierta. Cada cuarto de hora se asomaba al pasillo para observar ansiosamente los alrededores, y así continuó hasta que vino Tex.

—Todo claro —dijo éste.

—Bien.

Peter había regresado y no era preciso seguir fingiendo. Volvió al barracón y guiñó un ojo a Marlowe.

—¿Dónde ha estado?

—Pensé que debía enterarme cómo le va.

—¿Quiere un poco de café?

—Gracias.

Llevaba únicamente su
sarong
, y éste carecía de bolsillos. Su distintivo de oficial circundaba su brazo.

Peter Marlowe se llevó la taza a los labios, y bebió café mientras sus ojos semicerrados se encaraban con Grey, que desapareció en la noche.

Marlowe se levantó exhausto.

—Creo que ahora me derrumbaré.

—Estoy orgulloso de usted, Peter.

—¿Lo dice en serio?

—Desde luego.

—Gracias.

Aquella noche Rey tuvo un nuevo problema. ¿Cómo infiernos cumpliría su promesa?

XX

Larkin, terriblemente preocupado, caminaba por el sendero hacia el barracón australiano. Estaba preocupado por Marlowe.

Su brazo parecía empeorar y su aspecto ponía en duda que fuera posible curarlo como una simple herida. También le preocupaba el viejo Mac, que pasó la noche sumido en una pesadilla, entre gritos y palabras sueltas. Él mismo había sufrido angustiosos sueños las últimas noches. En ellos veía a su Bétty con otros hombres en la cama, y, mientras él les miraba, ella se reía.

Larkin entró en el barracón y se acercó a Townsend, que yacía en su litera, con los ojos hinchados y cerrados. Su rostro, brazos y cuerpo mostraban hematomas y arañazos. Cuando abrió la boca para contestar, el coronel vio el desagradable sitio vacío que antes ocuparan los dientes.

—¿Quién se lo hizo, Townsend?

—No lo sé —gimió el hombre—. Yo estaba entre las matas.

—¿Por qué?

Las lágrimas que le fluyeron se deslizaron sobre sus heridas.

—Yo tenía... yo tenía... Nada... nada. No lo sé.

—Estamos solos, Townsend, ¿Quién fue?

—No lo sé. —Un gemido brotó de sus labios—. ¡Dios mío! ¡Me golpearon salvajemente!

—¿Por qué estaba usted oculto?

—Yo... yo...

Townsend deseaba gritar: «El diamante, tenía el diamante.» También deseaba la ayuda del coronel para que cogiera a los bastardos que se lo habían robado.

Ahora bien, no le era posible hablar del diamante. De hacerlo, el coronel querría saber dónde lo consiguió, y él no estaba dispuesto a decir que de Gurble. La pregunta inmediata sería: ¿Cómo? Luego saldría a relucir el suicidio, y, tal vez pensara que fue un asesinato. Y no lo fue, al menos Townsend no lo creía. Pero, ¿quién sabe? Quizá lo mataron para robarle el diamante. Aquella noche Gurble no ocupó su litera y él vio el bulto de la sortija en el colchón y se apoderó de ella. Luego coincidió que Gurble puso fin a su vida. Esto alivió la conciencia de Townsend. Pero, de saberse, podían achacarle el asesinato. Incluso era posible que eso hubiera provocado el suicidio, después de haber sido expulsado del grupo por robar parte de las raciones. Tal vez la pérdida del diamante le trastornó, pobre bastardo, hasta inducirle a meter la cabeza en el hoyo de la letrina. Townsend pensó que mermar las raciones carecía de lógica, siendo como era dueño de un diamante fácil de vender. No, aquello no tenía sentido. En absoluto.

Estos pensamientos le hicieron temer que fuera él la causa de la muerte de Gurble. Townsend se maldijo una y otra vez por haber robado el diamante. Desde el momento en que lo sustrajo no conoció la paz. Finalmente, se alegraba de no tenerlo.

—No lo sé —sollozó.

Larkin comprendió que era inútil insistir y lo dejó sumido en su pena.

—Lo siento, padre —se excusó casi al chocar con Donovan en los peldaños del barracón.

—Hola, viejo amigo.

El padre Donovan parecía un espectro. Mostraba sus ojos muy hundidos y extrañamente pacíficos.

—¿Cómo está usted? ¿Y Mac? ¿Y el joven Peter?

—Bien, gracias —Larkin señaló con un gesto de cabeza hacia donde se hallaba Townsend—. ¿Sabe algo de eso?

Donovan miró al maltrecho hombre y replicó suavemente:

—Sólo veo a un ser humano que sufre.

—Lo siento. No debí preguntar —Larkin quedó pensativo un momento, y luego sonrió—, ¿Le gustaría una partida de bridge esta noche, después de cenar?

—Sí, gracias. Me gustará.

—Bien. Hasta después.

El padre Donovan observó a Larkin mientras se marchaba; finalmente se acercó al lecho de Townsend. Éste no era católico. Pero él se debía a todos, pues todos los hombres son hijos de Dios. ¿Era eso cierto?, se preguntó. ¿Acaso podían hacer semejantes cosas los hijos de Dios?

AI mediodía el viento y la lluvia llegaron juntos. El campo tardó poco en aparecer empapado. Cesó la lluvia y continuó el viento. Parte de las techumbres saltaron hechas pedazos y fueron arrastradas por remolinos, entre ramas sueltas, trapos y sombreros de culi. Calmado el viento, el campo volvió a la normalidad del sol, el calor y las moscas, si bien el agua corrió durante media hora por las torrenteras antes de reducirse a pequeños charcos sobre la tierra. Esto dio lugar a un mayor número de moscas.

Marlowe, indiferente, ascendía la colina, con sus pies manchados de barro, lo mismo que sus piernas. El joven había desafiado la tempestad, con la ilusa esperanza de que el viento y la lluvia arrastraran su dolor.

Llegó a la ventana de Rey y se asomó.

—¿Cómo se encuentra, Peter? —preguntó aquél mientras se levantaba del lecho y cogía un paquete de «Kooas».

—Horrible —Marlowe se sentó en el banco debajo del toldo, mareado por el dolor—. Este brazo me mata.

Rey saltó fuera y forzó una sonrisa.

—Olvídelo.

—¿Cómo demonios puedo olvidarlo? —Inmediatamente lamentó el estallido—. Lo siento. Estoy exaltado. No sé lo que me digo.

—Fume.

Le ofreció lumbre al mismo tiempo que pensaba: «Está en una encrucijada. El inglés aprende de prisa, muy de prisa. Por lo menos así lo creo. Veamos.»

—Mañana completaremos el negocio. Hoy puede ir a buscar el dinero. Yo le cubriré.

Peter Marlowe no le oyó. Su brazo mantenía fija una palabra en su cerebro. ¡Amputar! Captaba el chirrido de la sierra y cómo se lo cortaban, provocando polvo de hueso, «su» polvo de hueso. Le sacudió un estremecimiento.

—Y de esto, ¿qué? —murmuró mientras alzaba la vista de su brazo—. ¿Realmente puede usted hacer algo?

Rey movió la cabeza. «Ya lo ves. Tenías razón. Sólo él sabe dónde está el dinero, pero no irá a buscarlo hasta que tú hayas arreglado lo de su cura. Si no hay cura, no hay pasta. Si no hay pasta, no hay venta. Si no hay venta, no hay beneficios.» Después de un suspiro, continuó su pensamiento: «Sí, es bueno conocer a los hombres. No obstante, a veces, como la noche pasada, te hunden el negocio. Claro que si Peter no hubiera aprovechado la oportunidad ambos estaríamos en la cárcel, sin dinero y sin nada. Luego, me ha traído suerte. El negocio es ahora mejor que nunca. Buen chico. Y ¡demonios! ¿Quién desea perder un brazo? Peter tiene razón. Me alegro de que sea avispado.»

—Déjelo para el tío Sam.

—¿Para quién?

—Para el tío Sam. El símbolo norteamericano. Ya sabe —añadió exasperado—, igual que John Bull.

—Oh, lo siento. Hoy... hoy...

Un conato de náusea embargó a Marlowe.

—Regrese a su litera y descanse. Yo me cuidaré de ello.

Marlowe se levantó vacilante. Deseó sonreír, y dar las gracias a Rey, estrechar su mano y bendecirle, pero en su cerebro seguía persistente el ruido de la sierra y sólo hizo una inclinación de cabeza antes de irse.

«Por Cristo —se dijo amargamente Rey—. Piensa que lo he abandonado, que no haré nada a menos que me atornille. Peter, yo te ayudaré. Seguro. Aunque no me tuvieras cogido por los pantalones. ¡Infiernos! Eres mi amigo.»

—Eh, Max.

—Diga.

—Que Timsen venga en seguida.

—Ahora mismo le aviso.

Rey abrió la caja negra y sacó tres huevos.

—Tex, ¿quiere freírse un huevo junto con estos dos?

—¡Demonios, no! —exclamó Tex mientras cogía los huevos—. Eché un vistazo a
Eva.
Hoy está más gorda.

—Imposible. Sólo hace un día.

Tex dejó oír una risita.

—Veinte días y todos volvemos a ser papas.

Cogió el aceite y salió al exterior donde solían cocinar.

Rey volvió a tumbarse en su litera y se rascó pensativo la picada de un mosquito. Cerró los ojos satisfecho y comenzó a divagar. Eran las doce, y ya habían trabajado intensamente. Bien, todo estaba ultimado desde las seis de la mañana.

Sonrió ante el recuerdo. «Sí, señor. Compensa tener buena reputación.»

Había sucedido poco antes del amanecer. Estaba dormido cuando una voz cautelosa interrumpió sus sueños.

Se despertó en seguida, miró fuera de la ventana y vio a un hombrecillo mirándole desde las sombras. Un desconocido.

—?Qué hay?

—Tengo algo que usted querrá comprar. —La voz sonó sin expresión y vulgar.

—¿Quién es usted?

En respuesta el hombrecillo abrió su huesuda mano de uñas largas, rotas y sucias.

El diamante apareció en su palma,

—Diez mil es el precio si la venta es rápida —añadió sardónicamente.

Los dedos volvieron a cerrarse tan pronto él hizo un amago de cogerlo.

—Esta noche. —El hombre mostró una sonrisa sin dientes—. Es el verdadero, no tema.

—¿Es usted el propietario?

—Lo tengo yo. ¿No es bastante?

—De acuerdo, es un negocio. ¿A qué hora?

—Usted espere dentro. Yo me cuidaré de que no haya moros en la costa.

El desconocido se marchó con la misma rapidez con que había llegado. Rey se sentó cómodamente. «Pobre Timsen —se dijo—: El desgraciado hijo de perra sólo ha conseguido que le estrellen un huevo en el rostro. Tendré la sortija por la mitad de su precio.»

—Buenos días, compañero —saludó Timsen—. ¿Me necesita?

Rey abrió los ojos y cubrió un bostezo con su mano mientras Timsen avanzaba por el barracón.

—Sí. —Balanceó las piernas fuera de la cama al mismo tiempo que se desperezaba—. Estoy cansado. Demasiado excitación. ¿Quiere un huevo? Se están friendo dos.

—Claro que deseo un huevo.

—Está en su casa. —Rey podía permitirse la hospitalidad—. Ahora manos al negocio. Cerraremos el trato esta tarde.

—No —Timsen sacudió la cabeza—. Hoy no. Mañana.

Rey tuvo que hacer un esfuerzo para no mostrar su alegría.

—El calor habrá desaparecido entonces —dijo Timsen—. He oído que Grey ha salido del hospital. Seguro que vigila —parecía muy preocupado—. También nosotros hemos de vigilar. Usted y yo. No quiero que nada vaya mal. Me preocuparé de vigilar por usted. No olvide que somos socios.

—Al infierno mañana —respondió Rey simulando decepción—. Esta tarde.

Luego, mientras se reía por dentro, escuchó decir a Timsen que era muy importante mostrarse cauteloso. El propietario recelaba, e incluso había sido golpeado la noche pasada, si bien él y sus hombres consiguieron salvar al pobre bastardo.

Rey comprendió que Timsen sangraba, que el diamante se había desvanecido y que buscaba ganar tiempo. «Bien —se dijo extático— los australianos intentan encontrar al escamoteador. No me gustaría estar en su pellejo si lo hacen.» Se dejó persuadir, por si Timsen realmente encontraba al sujeto. Así el primer trato quedaba en pie.

—Conforme —exclamó refunfuñando—. Puede ser que tenga razón. Que sea mañana. —Encendió otro cigarrillo, dio una chupada, y lo pasó a Timsen mientras añadía suavemente, fingiendo—: Estas noches calurosas pocos de mis muchachos duermen. Siempre hay cuatro levantados.

Timsen captó la amenaza. Pero tenía otra cosa en su mente. ¿Quién atacó a Townsend? Ansiaba que sus hombres encontraran a los culpables. Debían de hallarlos antes de que acudieran a Rey con el diamante; de otro modo, estaba perdido. «Sé como obrará. Menos mal que mis muchachos estaban cerca de mi pobre y viejo compañero Townsend. ¡Estúpido bastardo! ¿Cómo infiernos pudo ser tan débil y permitir que saltaran encima de él sin gritar con todas sus fuerzas antes de que fuese demasiado tarde?»

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