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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (45 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—Compañero —dijo alguien.

Rey se asomó por la ventana.

—¿Ahora?

—De prisa.

El hombrecillo parecía tremendamente temeroso y el blanco de sus ojos rodaba de uno a otro lado mientras vigilaba.

—Vamos, de prisa.

Rey puso la llave en la cerradura, levantó la tapa y sacó el fajo de diez mil que tenía ya contados. Se precipitó otra vez a la ventana.

—Tenga. Diez de los grandes. Los he contado. ¿Dónde está el diamante?

—Cuando tenga el dinero.

—Cuando tenga el diamante —replicó él sujetando fuertemente los billetes.

El hombrecillo le miró beligerante, y luego abrió su puño.

Rey observó la sortija, la examinó, pero se abstuvo de cogerla. Tenía que asegurarse «Sí, es ella. Creo que es ella», se dijo.

—Vamos, hombre —apremió el otro—. ¡Cójala!

Soltó los billetes cuando tuvo bien cogida la sortija, y el desconocido salió disparado. Rey contuvo el aliento, se inclinó hacia la luz y examinó cuidadosamente la sortija.

—Lo hemos conseguido, Peter —susurró alelado—. Lo hemos conseguido. Tenemos el diamante y el dinero.

El esfuerzo de los últimos días llegaba a su fin. Abrió su saquito de café, hizo el gesto de enterrar el diamante allí, pero en su lugar, lo escamoteó limpiamente. Incluso Marlowe, el hombre más cercano a él, se engañó. Tan pronto hubo cerrado la caja, fue presa de un ataque de tos. Ninguno vio cómo transfería la sortija a su boca. Buscó la taza de café frío y se lo bebió, tragándose la piedra. El diamante estaba en lugar seguro. Muy seguro.

Se sentó en una silla y esperó a que pasara la tensión. «Oh, sí —se dijo exaltado—. Lo has conseguido.»

Un silbido de peligro cortó la quietud. Max se deslizó al umbral.

—Polis —dijo, y rápidamente se unió a la partida de póquer.

—¡Maldita sea!

Rey se dio prisa y cogió los fajos de dinero. Tiró unos cuantos a Marlowe, otros los puso en sus propios bolsillos, y corrió hacia la mesa dando a cada hombre un montón, que se guardaron.

Luego acercó otro asiento, y se unió al juego.

—Vamos, ¡pardiez! —exclamó.

—Bueno, bueno —respondió Max—. Carta cinco. —Sacó un billete de cien dólares.

—Juego cien.

—Digamos dos —pujó Tex, con cara resplandeciente.

—Acepto.

Todos parecían felices. Max echó las dos primeras cartas y sacó un as.

—Tus cuatro y otros cuatro más —replicó Tex, que tenía un dos cara arriba.

—Juego —dijo Rey, que levantó los ojos y vio a Grey de pie en la puerta, entre Brough y Yoshima. Detrás estaba Shagata y otro guardián.

XXIII

—De pie junto a sus camas —ordenó Brough, con rostro malhumorado.

Rey lanzó una mirada asesina a Max, que era el vigilante de aquella noche, y había fallado en su tarea. Dijo «polis» sin advertir la presencia del japonés. Si hubiera dicho «japoneses», habría usado un plan distinto.

Marlowe intentó ponerse de pie. Al hacerlo aumentó su náusea, tropezó con la mesa de Rey y se apoyó en ella.

Yoshima miraba el dinero depositado en la mesa. Brough ya lo había visto y parpadeado. Grey sintió que su pulso se aceleraba.

—¿De dónde procede este dinero? —preguntó Yoshima.

Nadie contestó.

—¿De dónde vino este dinero? —gritó Yoshima.

Rey creyó morir por dentro. Shagata parecía estar nervioso, y esto le hizo comprender que sólo un pelo le separaba de Outram Road.

—Procede del juego, señor.

Yoshima recorrió el barracón hasta que estuvo frente a Rey.

—¿Ninguno del mercado negro? —preguntó. —No, señor —dijo forzando una sonrisa.

Marlowe experimentó un deseo creciente de vomitar. Vaciló y estuvo a punto de caerse. Sus ojos no podían mirar fijos. —¿Qué hace aquí un oficial inglés?

Esto le sorprendió, pues según sus informadores, existía poca confraternidad con los norteamericanos.

—Estoy... estoy... sólo de visita —pero Marlowe no pudo continuar—; perdone... —Se asomó a la ventana. Vomitó. —¿Qué le pasa? —preguntó Yoshima. —Fiebre, señor.

—Usted —Yoshima se dirigió a Tex—. Siéntele en aquella silla. —Sí, señor —repuso Tex. Luego se volvió hacia Rey.

—¿Cómo es que hay tanto dinero sin mercado negro? —preguntó suavemente.

Rey sabía que todos los ojos estaban sobre él y era consciente del aterrado silencio. También notó el diamante en su estómago y percibió a Shagata en el umbral. Aclaró su garganta.

—Sencillamente, hemos... ahorrado nuestra pasta para jugar. La mano de Yoshima resonó en la mejilla de Rey haciendo que se tambaleara.

—¡Embustero!

El golpe no le dolió, si bien le pareció que había sido un contacto mortal. «¡Dios mío! —se dijo—. Estoy muerto. Mi suerte se ha acabado.» —Capitán Yoshima.

Brough comenzó a caminar por el barracón. Posiblemente fuera inútil interferirse. Quizá lo empeoraría, pero tenía que probarlo.

—¡Cállese! —exclamó Yoshima—. El hombre miente. Todos lo saben. ¡Pringoso yanqui!

Volvió su espalda a Brough y se encaró con Rey nuevamente. —Déme su cantimplora.

Como en sueños, Rey la alcanzó del estante y se la entregó a Yoshima. El japonés vertió el agua, sacudió el recipiente y miró su interior. Luego lo tiró al suelo y fue hacia Tex. —Su cantimplora.

El estómago de Marlowe volvió a irse hacia arriba. «¿Qué pasa con las cantimploras? —chilló su cerebro—. ¿Están siendo registrados Mac y Larkin? ¿Qué pasará si Yoshima pide la mía?» Se arqueó y se arrastró hasta la ventana.

Yoshima recorrió el barracón, examinando todas las cantimploras. Al fin se quedó de pie frente a Marlowe. —Su cantimplora.

—Yo... —otra vez le inundó la náusea, torció sus rodillas y quedó sin habla.

Yoshima se volvió a Shagata y, furioso, dijo algo en japonés.

Shagata contestó:

—Hai.

—¡Usted! —Yoshima señaló a Grey—. Vaya con este hombre y el guardián y traiga su cantimplora.

—Muy bien.

—Perdóneme, señor —intervino Rey—. La suya está aquí.

Sacó de debajo de su cama una, la de repuesto, mantenida en secreto contra un día de escasez.

Yoshima la cogió. Pesaba mucho. Lo bastante para contener una radio o parte de ella. Quitó el tapón y la abrió. Una lluvia de granos de arroz se esparció por el suelo hasta que la botella quedó vacía y sin peso. No había radio.

—¿Dónde está la radio? —gritó.

—No hay ninguna... —empezó Brough, confiando en que Yoshima no preguntaría por qué el inglés, que estaba de visita, había puesto su cantimplora debajo de la cama.

—¡Cállese!

Yoshima y los guardianes registraron el barracón, asegurándose de que no hubiera más cantimploras. Luego volvió a insistir:

—¿Dónde está la que contiene la radio? —gritó—. Sé que está aquí. Que uno de ustedes la tiene. ¿Dónde está?

—No hay ninguna radio aquí —repitió Brough—. Si quiere, desmontaremos todo el barracón.

Yoshima supo que de algún modo su información era equivocada. Esta vez no le habían dicho el lugar del escondite, sólo que estaba dentro de una o varias cantimploras, y que uno de los dueños se hallaba en aquel momento en el barracón norteamericano. Sus ojos miraron a cada uno de los hombres. ¿Quién? Desde luego podía conducirlos al cuartel de los guardianes, pero eso no serviría para nada..., no sin la radio. Al general no le gustaban los fracasos. Y sin la radio... Luego, había fallado. Se volvió a Grey.

—Informará usted al comandante de campo que todas las cantimploras quedan confiscadas. ¡Tiene que llevarse al cuartel esta noche!

—Sí, señor —contestó Grey. Su rostro parecía todo ojos.

Yoshima comprendió que antes de que fueran llevadas al cuartel, las que contenían la radio serían sepultadas o escondidas. Pero eso no le preocupaba, pues al verse obligado a elegir otro escondite, ojos alertados vigilarían.

—¡Cerdos yanquis! —rugió—. Se creen muy listos, muy fuertes y muy grandes. Bien, recuérdenlo. Si esta guerra dura cien años, nosotros venceremos. Aunque ustedes puedan con los alemanes. Sabemos luchar solos. No nos vencerán nunca, nunca. Jamás nos conquistarán. Somos pacientes y no tememos a la muerte. Aunque se precisen cien años... les destruiremos.

Luego se precipitó fuera.

Brough se volvió a Rey.

—Se supone que usted está en el baile y dejó que el bastardo japonés y los guardianes penetraran en el barracón, con ese botín esparcido. Necesita que le examinen la cabeza.

—Sí, señor. Seguro como el infierno que lo haré.

—Y otra cosa. ¿Dónde está el diamante?

—¿Qué diamante, señor?

Brough se sentó.

—El coronel Smedly-Taylor me dijo que el capitán Grey tenía información de que usted había conseguido una sortija con un diamante que se cree en su poder o..., tal vez, del teniente de Aviación Marlowe Y «no» tengo ningún reparo en que el capitán Grey registre... mientras yo esté presente. Estábamos a punto de encaminarnos hacia aquí, cuando se presentó Yoshima con sus guardianes para registrar este barracón. Creía saber que uno de ustedes guarda una radio en su cantimplora. ¿Tan locos se han vuelto ustedes? Se nos ordenó a Grey y a mí que le acompañáramos.

Brough, una vez terminada la investigación, daba gracias a Dios que no hubiera ninguna radio allí, si bien supuso que Marlowe y Rey estaban implicados en el asunto. De otro modo, ¿por qué Rey simuló que una cantimplora norteamericana era del inglés?

—Conforme —dijo Brough a Rey—. Quítese la ropa. Va usted a ser registrado, y su litera y su caja negra. —Miró a su alrededor—. El resto de ustedes, muchachos, sigan en calma y continúen el juego. —Volvió a mirar a Rey—. A menos que desee entregar el diamante.

—¿Qué diamante, señor?

Mientras Rey comenzaba a desvestirse, Brough se inclinó sobre Marlowe.

—¿Puedo hacer algo por usted, Peter? —preguntó.

—Un poco de agua.

—Tex —ordenó Brough—, traiga agua. —Luego a Marlowe—: Su aspecto es lamentable. ¿Qué es ello?

—Simplemente... la fiebre... Me siento mal. —Marlowe se acostó en el lecho de Tex y forzó una débil sonrisa—. Aquel maldito japonés me asustó terriblemente.

—A mí también.

Grey registró las ropas de Rey, la caja negra, los estantes y el saquito de café. Los hombres, estupefactos, vieron cómo fracasaba la investigación, pues el diamante no apareció.

—Marlowe. —Grey se hallaba frente a él.

Los ojos del preboste, inyectados en sangre, apenas veían.

—Diga.

—Quiero registrarle.

—Oiga, Grey —intervino Brough—. Tiene usted derecho a investigar aquí si yo estoy presente, pero carece de autoridad para...

—Lo mismo da —contestó Marlowe—. Me es igual. Si no... lo hace... creerá... ¿Quiere ayudarme, por favor?

Marlowe se quitó el
sarong
, lo tiró, y el fajo de billetes cayó sobre la cama. Grey examinó cuidadosamente los bordes. Furioso, se lo devolvió de nuevo.

—¿De dónde sacó este dinero?

—Del juego —dijo Marlowe, recogiendo su
sarong.

—Usted —gritó Grey a Rey—, ¿Qué es eso? —Levantó otro fajo de billetes.

—Juego, señor —contestó inocentemente, mientras se vestía, y Brough ocultó una sonrisa.

—¿Dónde está el diamante?

—¿Qué diamante, señor?

Brough se levantó y fue hasta la mesa de póquer.

—Parece que no está.

—¿De dónde procede todo este dinero?

—El hombre dice que del juego. No hay ley que prohiba jugar. Naturalmente, yo no lo apruebo —añadió con una fina sonrisa, mirando a Rey.

—Usted sabe que eso no es posible —dijo Grey.

—No es probable, si eso es lo que quiso decir —interrumpió Brough que lo sentía por Grey, con sus ojos reflejando la muerte, la boca retorcida, y sus manos cadavéricas—. Usted quería investigar, ha registrado y no hay diamante.

Se detuvo cuando Marlowe empezó a ir hacia la puerta. Rey lo cogió en el momento en que se desplomaba.

—Vamos, le ayudaré —dijo Rey—. Creo que será mejor que le acompañe a su barracón.

—Usted se queda aquí —dijo Brough—. Grey, quizá será mejor que le ayude usted.

—Por mí puede caerse muerto. —Los ojos de Grey fueron hacia Rey—. i Usted también! Pero no antes de que le haya cogido. Y lo haré.

—Cuando usted lo haga, yo le aplicaré todo el peso de la ley. —Brough miró a Rey—. ¿Conforme?

—Sí, señor.

Brough volvió a mirar a Grey.

—Pero hasta que usted lo haga, o él desobedezca «mis» órdenes... nada puede hacerse.

—Entonces, ordénele que abandone el mercado negro.

Brough se contuvo.

—Daría cualquier cosa por una vida pacífica. —Sintió el desprecio de sus hombres y se sonrió por dentro. «Hijos de perra»—. Usted —se dirigió a Rey—. Se le ha ordenado que deje el mercado negro. Entiendo que mercado negro significa vender comida y otras clases de mercancías a sus propíos paisanos..., en beneficio propio. No debe vender nada para lucrarse.

—Contrabando, eso es el mercado negro —dijo Grey. —Capitán, vender con algún beneficio o, incluso, robar al enemigo no es mercado negro. No hay daño en comerciar un poco. —Pero va contra las órdenes.

—¡Órdenes japonesas! Yo no reconozco las órdenes de mis enemigos. Y «son» enemigos. —Brough deseaba acabar aquella necedad—. No hay mercado negro.

—Ustedes, los norteamericanos...

—No, no empiece. Ya he tenido suficiente con una noche de Yoshima. Nadie hace mercado negro aquí ni rompe leyes auténticas, al menos, que yo sepa. Ahora bien, si sorprendo a alguno robando, o vendiendo comida o medicinas en beneficio propio, yo mismo le arrancaré el brazo. Y recuerde que éstos son mis hombres. ¿Comprendido?

Grey contempló a Brough y se prometió a sí mismo vigilarle. Eran gente podrida con oficiales perdidos. Se volvió y salió del barracón. —Ayude a Marlowe hasta su litera, Tex —ordenó Brough. —Desde luego, Don.

Tex lo levantó en sus brazos y sonrió a Brough. —Como un bebé, señor —dijo, y salió. Brough miró el dinero que había en la mesa de póquer. —Bien, bien —dijo moviendo la cabeza, como si hablara a sí mismo—. El juego no es bueno. En absoluto. —Levantó los ojos hasta Rey y dijo dulcemente—: Yo no apruebo el juego, ¿y usted?

«Alerta —pensó Rey—. Brough ha permitido a ese mezquino oficial que te registre. ¿Por qué estos hijos de perra de oficiales consiguen ese aspecto bonachón, si bien uno siempre lo sabe... y pueden oler el peligro a 6 metros de distancia?»

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