Authors: Kerstin Gier
—No debes conocer la localización exacta del cronógrafo —me informó Gideon.
Me puso la mano en la espalda y me empujó hacia delante. Era una sensación extraña eso de avanzar a ciegas en el vacío, y la mano de Gideon en mi espalda me desconcertaba más todavía.
—Me parece una precaución totalmente superflua —continuó diciendo—. Esta casa es un laberinto. Jamás podrías volver a encontrar esta habitación. Además, mister George opina que estás por encima de toda sospecha en lo que hace a una posible traición.
Era un detalle por parte de mister George, aunque yo no sabía exactamente qué sentido tenía aquello. ¿Quién podía estar interesado en conocer el lugar donde se encontraba el cronógrafo, y por qué?
Choqué con el hombro contra algo duro.
—¡Au!
—Cógela de la mano, Gideon, no seas bruto —le reprendió mister George un poco enojado—. No es ningún carrito de la compra, ¿sabes?
Sentí cómo una mano cálida y seca se cerraba en torno a la mía y me estremecí.
—Todo va bien —indicó Gideon—. Soy yo. Ahora hay unos peldaños que bajan. Cuidado.
Durante un rato caminamos el uno junto al otro en silencio, a veces recto adelante y otras bajando una escalera o doblando una esquina, mientras yo me concentraba principalmente en evitar que me temblara o me sudara la mano. Gideon no debía notar que su proximidad me hacía sentir cohibida. ¿Se habría dado cuenta de cómo se me había acelerado el pulso?
Entonces, de pronto, mi pie derecho se hundió en el vació y di un traspié, y seguro que me hubiera caído si Gideon no me hubiera sujetado y me hubiera tirado había atrás. Sus manos me rodeaban la cintura.
—Cuidado, escalones —me advirtió.
—Ah, gracias por nada, ya me he dado cuenta al torcerme el tobillo —repuse indignada.
—Por Dios, Gideon, presta más atención —le regañó mister George—. ¡Ven aquí! Coge el sombrero. Yo ayudaré a Gwendolyn.
Me resultó más fácil caminar de la mano de mister George. Tal vez porque podía concentrarme más en mis pasos y no tanto en procurar que no me temblara la mano. Nuestro paseo duró una eternidad. De nuevo me dio la sensación de que nos hundíamos profundamente bajo tierra, y, cuando por fin nos detuvimos, tuve la sospecha de que me habían hecho dar unos cuantos rodeos innecesarios para confundirme.
Abrieron la puerta, luego la cerraron, y por fin mister George me quitó la venda de los ojos.
—Ya hemos llegado.
—Resplandeciente como una mañana de primavera —dijo el doctor White, dirigiéndose a Gideon y no a mí.
—¡Muchas gracias! —Gideon hizo una pequeña reverencia—. Es el último grito de París. En realidad tendría que haber llevado, además, pantalones y guantes amarillos, pero no me he sentido con fuerzas.
—Madame Rossini está furiosa —repuso mister George.
—¡Gideon! —exclamó mister De Villiers, que había aparecido detrás de mister White, en tono de reproche.
—¡Pantalones amarillos, tío Falk!
—No vas a encontrarte con unos antiguos compañeros de colegio que se rían de tu aspecto, ¿sabes? —le recriminó mister De Villiers.
—No —replicó Gideon al tiempo que lanzaba mi sombrero sobre la mesa—. Más bien con tipos que llevan levitas de color rosa bordadas que consideran el no va más de la elegancia —dijo estremeciéndose.
Mis ojos se habían acostumbrado a la luz, y miré a mi alrededor intrigada. La habitación no tenía ventanas, como era de esperar, y tampoco había ninguna chimenea. Busqué en vano una máquina del tiempo, pero solo vi una mesa y unas cuantas sillas, un arcón, un armario y, en la pared, una sentencia en latín grabada en la piedra.
Mister De Villiers me sonrió afablemente.
—El azul te sienta de maravilla, Gwendolyn. Y madame Rossini ha hecho una verdadera obra de arte con tus cabellos.
—Hummm… Gracias.
—Deberíamos darnos prisa, me estoy muriendo de calor con toda esta ropa.
Gideon apartó el manto a un lado, dejando al descubierto la espada que colgaba de su cinturón.
—Ponte aquí.
El doctor White se acercó a la mesa y desenvolvió un objeto cubierto con un paño de terciopelo rojo que, a primera vista, parecía un gran reloj de chimenea.
—Ya he realizado todos los ajustes. Podréis disponer de una ventana temporal de tres horas.
Después de mirarlo mejor, vi que el objeto no era un reloj, sino un curioso aparato de madera pulida y metal con innumerables botones, registros y ruedecitas. Todas las superficies estaban pintadas con miniaturas del Sol, la Luna y las estrellas y marcadas con signos y motivos misteriosos. El aparato tenía forma de alabeada, como una caja de violín, y estaba adornado con resplandecientes piedras preciosas, unos pedruscos tan gruesos que era imposible que fueran auténticos.
—¿Ese chisme tan pequeño es el cronógrafo?
—Pesa cuatro kilos y medio —repuso el doctor White, y su voz estaba tan llena de orgullo como la de un padre hablando del peso de su hijo recién nacido—. Y, antes de que lo preguntes, sí, las piedras son todas auténticas. Solo este rubí de aquí es de seis quilates.
—Gideon viajará primero —anunció mister De Villiers—. ¿La contraseña?
—
Qua redit nescitis
—repuso Gideon.
—¿Gwendolyn?
—¡La contraseña!
—¿Qué contraseña?
—
Qua redit nescitis
—repitió mister De Villiers—. La contraseña de los Vigilantes para este 24 de septiembre.
—Estamos a 6 de abril.
Gideon puso los ojos en blanco.
—Aterrizaremos en el 24 de septiembre, y dentro de estos muros. Para que los Vigilantes no nos corten la cabeza, debemos conocer la contraseña.
Qua redit nescitis
. ¡Repítela!
—
Qua redit nescitis
—dije.
Imposible, nunca conseguiría recordarla durante más de un segundo. Ya está, ya la había olvidado. ¿Me dejaría escribirla en una hoja de papel?
—¿Qué significa?
—¿Es que no te enseñan latín en la escuela?
—No —respondí.
Tenía francés y alemán, y ya era bastante duro.
—«No conocen la hora de su retorno» —tradujo el doctor White.
—Una traducción muy florida —convino mister George—. También podría decirse «No saben cuándo…».
—¡Señores, por favor! —Mister De Villiers dio unos expresivos golpecitos a su reloj de pulsera—. ¿Estás listo, Gideon?
Gideon tendió su mano al doctor White, que abrió un registro del cronógrafo y colocó el índice en la abertura. Se oyó un ligero zumbido cuando en el interior del aparato las ruedas dentadas se pusieron en movimiento. Sonaba casi como una melodía. Como en un reloj de música. Una de las piedras preciosas. Un enorme diamante, se puso a brillar de pronto desde dentro y la cara de Gideon quedó bañada en una luz blanca y clara. En el mismo instante desapareció.
—Alucinante —susurré impresionada.
—Ahora es tu turno— me señalo mister George—. Colócate exactamente aquí.
El doctor White continuó:
—Y piensa en lo que ya hemos recalcado: atenderás a lo que te diga Gideon. Quédate siempre a su lado, pase lo que pase.
El doctor me cogió de la mano y colocó mi dedo índice en el registro abierto. Algo puntiagudo me pinchó en la yema del dedo e instintivamente traté de retirarlo.
—¡Au!
El doctor White mantuvo mi mano apretada contra el registro.
—¡No te muevas!
Esta vez en el cronógrafo empezó a brillar una gran piedra azul. La luz azul se extendió cegándome. Lo último que vi fue mi enorme sombrero, que se había quedado olvidado en la mesa. Luego todo se oscureció a mi alrededor.
Una mano me sujetó el hombro.
¿Cómo demonios era aquella estúpida contraseña? Qua disitas disitis.
—¿Eres tú, Gideon? —susurré.
—¿Y quién si no? —me respondió susurrando también, y apartó la mano—. ¡Bravo, no te has caído!
Encendió una cerilla y un instante después la luz de una antorcha iluminó la habitación.
—Qué bien. ¿También te la has traído?
—No, ya estaba aquí. Aguántala.
Mientras cogía la antorcha, me alegré de no llevar puesto mi estúpido sombrero. Seguro que aquellas enormes plumas bamboleantes se hubieran encendido en un visto y no visto y yo misma me hubiera convertido en una bonita antorcha llameante.
—Silencio —susurró Gideon, aunque yo no había dicho ni mu.
Mi compañero había abierto la puerta (¿se había traído la llave, o ya estaba puesta en la cerradura?; no me había fijado) y ahora miraba con cuidado hacia el corredor. Todo estaba oscuro como boca de lobo.
—Aquí huele a podrido —dije.
—Tonterías. ¡Ven!
Gideon cerró la puerta detrás de nosotros, volvió a cogerme la antorcha de la mano y entró en el tenebroso corredor. Le seguí.
—¿No quieres volver a vendarme los ojos? —dije bromeando a media.
—Está todo oscuro, de todas maneras, tampoco podrías recordar nada —respondió Gideon—. Razón de más para que no te apartes de mi lado. Porque, como máximo en tres horas, tenemos que volver a estar aquí abajo.
Una razón más por la que debería conocer el camino. ¿Cómo iba a arreglármelas si a Gideon le pasaba algo o si nos separábamos? No me parecía una buena idea dejarme así de colgada. Pero me mordí la lengua. No tenía ganas de ponerme a discutir con el señor sabelotodo precisamente en ese momento.
Aquello olía a moho, mucho más que en nuestra época. ¿A qué año debíamos haber viajado esta vez?
Era un olor muy peculiar, como si allí abajo hubiera algo que se estuviera descomponiendo. Por algún motivo, de pronto pensé en las ratas. ¡En las películas, los pasadizos largos y oscuros y una antorcha siempre iban unidos a las ratas! Asquerosas ratas negras con ojos que brillaban en la oscuridad. O ratas muertas. Ah, sí, y arañas. Las arañas también salían siempre. Me esforcé en no tocar las paredes y en no imaginarme cómo las gruesas arañas se agarraban a la orla de mi vestido y reptaban lentamente por debajo para trepar por mis piernas desnudas.
En lugar de eso, me puse a contar los pasos que daba hasta cada giro. Después de cuarenta y cuatro pasos, a la derecha; cincuenta y cinco, y a la izquierda; luego otra vez a las izquierda y llegamos a una escalera de caracol que subía. Me remangué la falda tanto como pude para poder mantenerme a la altura de Gideon. En algún lugar ahí arriba había luz, y la claridad fue aumentando a medida que subíamos hasta que finalmente nos encontramos en un corredor ancho iluminado por un gran número de antorchas fijadas en las paredes.
En el extremo del corredor había una puerta ancha, con una armadura a la derecha y otra a la izquierda tan oxidadas como en nuestra época.
Aunque, afortunadamente, no se veía ninguna rata, tenía la impresión de que me observaban, y, cuanto más me acercaba a la puerta, más intensa se hacía esa sensación. Miré a mi alrededor, pero el corredor estaba vacío.
Cuando una de las armaduras movió de pronto un brazo y nos apuntó amenazadoramente con una lanza (o lo que fuera aquello), me quedé petrificada del susto. Ahora ya sabía quién nos había estado observando.
De una forma totalmente superflua, la armadura dijo con voz de lata:
—¡Alto!
Quise gritar, pero, una vez más, ningún sonido salió de mi boca. De todos modos, comprendí bastante rápido que no era la armadura la que se había movido y había hablado, sino el hombre que se escondía dentro. También la otra armadura parecía habitada.
—Tenemos que hablar con el maestre —anunció Gideon—. Es un asunto urgente.
—Contraseña —repuso la segunda armadura.
—
Qua redit nescitis
—respondió Gideon.
Exacto, eso era. Por un momento me sentí francamente impresionada al ver que Gideon había conseguido recordarla.
—Pueden pasar —dijo la primera armadura, e incluso nos sostuvo la puerta.
Detrás se extendía un corredor aún más amplio, también iluminado por antorchas. Gideon encajó la nuestra en su soporte de la pared y siguió adelante a buen paso. Yo le seguí tan rápido como me lo permitía el miriñaque. De hecho, a esas alturas, ya empezaba a faltarme el aliento.
—Esto es como una película de terror. Casi se me para el corazón. ¡Pensaba que esas cosas eran decorativas! Quiero decir que las armaduras no son precisamente modernas en el siglo XVIII, ¿no? Y tampoco realmente útiles, me parece.
—Los guardias las llevan por tradición —repuso Gideon—. En nuestra época ocurre lo mismo.
—Pues yo no he visto ningún caballero con armadura en nuestra época.
Pero entonces se me ocurrió que tal vez sí los había visto, solo que había creído que se trataba de armaduras sin caballeros.
—Date un poco de prisa —me urgió Gideon.
Para él era muy fácil decirlo, cuando no tenía que arrastras ninguna falda de la medida de una tienda de campaña.
—¿Quién es «el maestre?»
—La orden tiene un gran maestre que la preside. En esta época, naturalmente, es propio del conde. La orden aún es joven, hace solo treinta y siete años que el conde la fundó. También más tarde a menudo asumieron la presidencia miembros de la familia De Villiers.
¿Significaba eso que el conde de Saint Germain era un miembro de la familia De Villiers? Entonces, ¿por qué se llamaba Saint Germain?
—¿Y hoy? Hummm… quiero decir, en nuestra época. ¿Quién es el gran maestre?
—Actualmente es mi tío Falk —repuso Gideon—. Sustituyó a tu abuelo, lord Montrose.
—Vaya.
¡Mi querido y siempre jovial abuelo, gran maestre de la Logia secreta del Conde de Saint Germain! Y yo que siempre había creído que quien llevaba los pantalones era la abuela.
—Entonces, ¿qué puesto ocupa lady Arista en la orden?
—Ninguno. Las mujeres no pueden ser miembros de la logia. Los parientes más próximos de los miembros del Círculo de rango superior pasan automáticamente a formar parte del grupo de iniciados del Círculo Exterior, pero no tienen nada que decir.
Estaba claro, sí.
¿Tal vez su forma de tratarme era innata entre los De Villiers? ¿Una especie de defecto genético que hacía que las mujeres solo merecieran una sonrisa desdeñosa de su parte? Por otro lado, había estado muy atento con Charlotte. Y tenía que reconocer que conmigo, al menos por el momento, se comportaba hasta cierto punto.
—¿Por qué llamas siempre a tu abuela lady Arista? —preguntó—. ¿Por qué no dices abuelita o yaya como hacen otros niños?
—Sencillamente es así —repuse—. ¿Por qué las mujeres no pueden ser miembros?