Rubí (22 page)

Read Rubí Online

Authors: Kerstin Gier

BOOK: Rubí
5.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No esperaba volver a veros tan pronto, joven amigo —dijo el hombre al que yo había identificado como el conde de Saint Germain. Su rostro irradiaba satisfacción—. Lord Bromptom, ¿puedo presentarle al tatataranieto de mi tatataranieto? Gideon de Villiers.

—¡Lord Bromptom!

De nuevo una pequeña reverencia. Por lo visto, lo de estrecharse la mano no estaba de moda.

—Me parece que mi estirpe se ha desarrollado magníficamente, como mínimo, en lo que alegrar la vista se refiere —observó el conde—. Parece que acerté al elegir a la dama de mi corazón. La exagerada curva de la nariz se ha afinado hasta la perfección.

—¡Ah, estimado conde! De nuevo trata de impresionarme con sus increíbles historias —dijo Lord Bromptom mientras se dejaba caer de nuevo en su silla, que se veía tan minúscula que pensé que iba a romperse bajo su peso, porque el lord Bromptom no era un poco grueso como mister George, ¡era extremadamente gordo!—. Pero no tengo nada contra eso —continuó, mientras sus ojitos de cerdo brillaban de satisfacción—. Con usted uno nunca corre el peligro de aburrirse. A cada momento surge una sorpresa.

El conde rió y se volvió hacía el joven sin peluca.

—¡Lord Bromptom es y será siempre un incrédulo, mi querido Miro! Tendremos que pensar en alguna otra cosa para convencerle de la seriedad de nuestra causa.

El hombre respondió en una lengua extranjera áspera y entrecortada, y el conde volvió a reír. Luego se volvió hacia Gideon y dijo:

—Este, mi querido nieto, es mi buen amigo y compañero de fatigas Miro Rakoczy, más conocido en los
Anales de los Vigilantes
como el «Leopardo Negro»

—Encantado —dijo Gideon.

De nuevo reverencias de una y otra parte.

Rakoczy, ¿De qué me sonaba ese nombre? ¿Y por qué me resultaba tan inquietante ese personaje?

El conde deslizó lentamente la mirada sobre mí y una sonrisa frunció sus labios. Instintivamente busqué algún parecido con Gideon o Falk de Villiers, pero no encontré ninguno. Los ojos del conde eran muy oscuros, y su mirada tenía una intensidad turbadora que me hizo pensar enseguida en las palabras de mi madre.

¡Pensar! No, sobre todo nada de pensar. Pero mi cerebro tenía que tener algo en que ocuparse, de modo que me puse a cantar mentalmente el «
God save the Queen
».

El conde se pasó al francés y pronunció unas palabras que no entendí a la primera (En ese instante estaba cantando para mis adentros el himno nacional, lo que no facilitaba las cosas), pero que, con cierto retraso y con algunas lagunas provocadas por mi falta de vocabulario, pude traducir así: «Y tú, linda muchacha, debes de ser una laguna de la buena laguna Jeanne d’Urfé. Me habían dicho que eras pelirroja»

En fin, supongo, que, como decía siempre nuestro profesor de francés, el aprendizaje del vocabulario es efectivamente el abecé para la comprensión de una lengua extranjera. Y, por desgracia, tampoco conocía a ninguna Jeanne d’Urfé, de manera que no conseguí desentrañar el significado exacto de sus palabras.

—No entiende el francés —repuso Gideon en francés—. Y no es la muchacha que esperaba.

—¿Cómo es posible? —El conde sacudió la cabeza—. Como mucho tendrá lagunas de vocabulario.

—Por desgracia, se preparó a la muchacha equivocada para cubrir esas lagunas.

Sí, por desgracia.

—¿Un error? La verdad es que todo esto es un grave error.

—Esta es Gwendolyn Shepherd. Gwendolyn es prima de Charlotte Montrose, de la que le hablé ayer.

—¿De modo qué también es una nieta de lord Montrose, el último laguna, y por tanto una prima de laguna?

El conde de Saint Germain me observó con sus ojos oscuros y yo empecé a cantar otra vez mentalmente.

«
Send her victorius, happy and glorius…
»

—Lo que sencillamente no puedo entender es laguna laguna.

—Nuestros científicos dicen que es perfectamente posible que los laguna genéticos puedan…

El conde levantó la mano para interrumpir a Gideon.

—¡Lo sé, lo sé! Según las leyes de la ciencia es posible que efectivamente sea así. Pero, de todas maneras, tengo un mal presentimiento.

En eso coincidíamos.

—¿De modo que nada de francés? —me preguntó esta vez en alemán.

El alemán me iba un poco mejor (un notable constante desde hacía ya cuatro años), pero también aquí se pusieron de manifiesto algunas lagunas.

—¿Por qué está tan mal preparada?

—No está preparada en absoluto,
marquis
. No habla ninguna lengua extranjera —Ahora Gideon hablaba en alemán—. Y, además, está totalmente laguna en todos los aspectos. Charlotte y Gwendolyn nacieron el mismo día; pero, por equivocación, se partió de la base de que Gwendolyn cumplía años un día más tarde.

—Pero ¿cómo se pudo pasar por alto algo así? —Vaya, por fin entendía todo lo que decían. Habían vuelto a pasarse al inglés, lengua que el conde hablaba sin ningún acento—. ¿Por qué tengo la sensación de que los vigilantes en tu época ya no se toman realmente en serio su trabajo?

—Creo que la respuesta se encuentra en esta carta.

Gideon sacó un sobre lacrado del bolsillo interior de su levita y se lo tendió al conde.

Me perforó con una mirada fulminante.

«
…frustrate their knavish tricks, on thee our hopes we fix, God sabe us all…
»

Me apresuré a desviar la mirada de sus ojos oscuros y me dediqué a observar a los otros dos hombres. Lord Brompton daba la impresión de tener aún más lagunas que yo (con la boca ligeramente entreabierta sobre sus numerosas papadas, el lord tenía un aspecto bobalicón), y el otro hombre, Rakoczy, estaba muy ocupado mirándose las uñas.

Aún era joven, rondaría los treinta, y tenía los cabellos oscuros y una cara larga y afilada. Hubiera podido ser francamente atractivo de no haber sido por sus labios, que se deformaban en un rictus de desagrado como si acabara de probar algo extremadamente repugnante, y de no haber sido también por su piel, que lucía una palidez enfermiza.

Estaba pensando en si no se habría aplicado polvos gris claro cuando de pronto levantó la vista y miró directamente hacia mí. Sus ojos eran negros como la pez —no podía distinguir dónde acababa el iris y empezaba la pupila— y parecían extrañamente muertos, pero no sabía decir por qué.

Automáticamente empecé a recitar de nuevo el «
God save the Queen
». Entretanto, el conde había roto el sello y había abierto la carta. Después de lanzar un suspiro, empezó a leer. De vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba. Yo seguía inmóvil en el mismo sitio de antes.

«
Not in this land alone, but be God’s mercies known…
»

¿Qué ponía en la carta? ¿Quién la había escrito? Lord Bromptom y Rakoczy también parecía interesados en ella. Lord Bromptom estiraba su grueso cuello para tratar de echar un vistazo a lo escrito, mientras que Rakoczy se concentraba más en la cara del conde. Al parecer, la mueca de asco era de nacimiento.

Cuando volvió de nuevo al rostro hacia mí, todos los pelos del brazo se me pusieron de punta. Los ojos parecía agujeros negros, y en ese momento supe por qué parecían tan muertos: Les faltaba el pequeño reflejo luminoso, la chispa que normalmente da viveza a la mirada. Aquello no solo era extraño, sino francamente siniestro. Estaba contenta de que entre esos ojos y yo hubiera al menos cinco metros de distancia.

—Tu madre parece ser una persona especialmente testaruda, ¿no es cierto, querida? —El conde había acabado la lectura y doblaba de nuevo la carta—. En cuanto a los motivos que hacen que actúe así es algo sobre lo que solo podemos especular —dijo acercándose a unos pasos.

Bajo aquella mirada penetrante no se me ocurrió ni una palabra más del texto del himno nacional. Pero entonces caí en la cuenta de que el conde era viejo, algo que no había podido notar debido a la distancia y al miedo que sentía. A pesar de que se mantenía bien erguido, de que sus ojos centelleaban literalmente de energía y su voz tenía un tono vivaz y juvenil, las huellas de la edad eran claramente perceptibles. La piel de la cara y de las manos estaba acartonada como si fuera de pergamino, las venas azules se transparentaban bajo ella y, a través de la capa de maquillaje, también podían distinguirse claramente las arrugas. La edad le daba un aire de fragilidad que casi me inspiraba lástima.

En cualquier caso, de pronto dejé de sentir miedo. El conde no era más que un hombre viejo, mucho mayor que mi abuela.

—Gwendolyn no está informada sobre los motivos de su madre ni sobre los acontecimientos que han llevado a esta situación —informó Gideon—. Ella no está al corriente de nada.

—Extraño, muy extraño —dijo el conde mientras me rodeaba lentamente—. Efectivamente, no nos hemos visto nunca.

Claro que no nos habíamos visto: ¿de qué otro modo hubiéramos podido hacerlo?

—Pero no estarías aquí si no fueras el rubí. «Rojo rubí con la magia del cuervo dotado, sol mayor cierra el círculo que los doce han formado.» —Acabada su ronda, el conde se plantó frente a mí y me miró a los ojos—. ¿Cuál es tu magia, muchacha?

«
…from shore to shore. Lord make the nations see…
»

¡Bah! ¿Qué estaba haciendo? Era solo un anciano. Debía tratarle con cortesía y respeto, y no quedarme mirándole paralizada como un conejo ante una serpiente.

—No lo sé, sir.

—¿Qué hay de especial en ti? Revélamelo.

¿Qué había especial en mí? ¿Aparte del hecho de que desde hacía dos días podía viajar al pasado? De repente volví a oír la voz de la tía Glenda que decía: «Ya de bebé podía verse que Charlotte había nacido para hacer grandes cosas. Ella no puede compararse con unos niños normales como vosotros».

—Creo que en mí no hay nada especial, sir.

El conde charqueó la lengua.

—Posiblemente tengas razón. Al fin y al cabo, solo es una poesía. Una poesía de origen dudoso. —Súbitamente pareció perder todo interés en mí y se volvió hacia Gideon—. Querido hijo, he leído lleno de admiración la relación de tus logros. ¡Lancelot de Villiers localizado en Bélgica! William de Villiers, Cecilia Woodville, la hechizadora aguamarina, y los gemelos, a los que nunca llegué a conocer, también han sido cortados. E imagínese, lord Brompton, que este joven ha visitado incluso en París a madame Jeanne d’Urfé, nacida Pontcarré, y la ha convencido para que efectuara una pequeña donación de sangre.

—¿Habla de la madame d’Urfé a quien mi padre debe agradecer su amistad con la Pompadour y, en última instancia, también con usted?

—No conozco a otra —dijo el conde.

—Pero madame d’Urfé murió hace diez años.

—Siete para ser exactos —repuso el conde—. En esa época yo me encontraba en la corte del margrave Karl Alexander von Ansbach. Debo decir que me siento muy unido a Alemania, donde el interés por la masonería y la alquimia es gratamente alto. Además, según me anunciaron ya hace muchos años, moriré también en Alemania.

—Solo está tratando de desviar mi atención —dijo lord Brompton—. ¿Cómo puede haber visitado este joven a madame d’Urfé en París cuando hace siete años era solo un niño?

—Mi querido lord, sigue pensando de un modo equivocado. Pregunte a Gideon cuándo tuvo el placer de extraer la sangre de madame d’Urfé.

El lord dirigió una mirada interrogativa a Gideon.

—En mayo de 1759.

Lord Brompton soltó una risotada.

—Pero eso es imposible. Por entonces usted mismo apenas tenía veinte años.

También el conde rió. Parecía divertido.

—1759… La vieja traficante de secretos nunca me habló de esto —dijo.

—En esa época también usted se encontraba en París, pero tenía orden estricta de no cruzarme en su camino.

—A causa del
continuum
, lo sé. —El conde suspiró—. A veces mis propias leyes me resultan un poco irritantes…Pero volvamos a la querida Jeanne. ¿Tuviste que utilizar la fuerza? En mi caso no se mostró excesivamente cooperativa.

—Me lo explicó —observó Gideon—. Y también me habló de cómo la había engatusado para conseguir el cronógrafo.

—¿Engatusarla? No tenía ni idea del tesoro que había heredado de su abuela. El pobre y maltratado aparato yacía abandonado en una caja polvorienta en un desván. Tarde o temprano hubiera caído en el olvido para siempre. Yo lo salvé y le devolví su valor original. Y gracias a los genios que aún han de entrar en mi logia en el futuro, hoy puede funcionar de nuevo. Es casi un milagro.

—Madame dijo, además, que había estado a punto de estrangularla solo porque no conocía la fecha de nacimientos y el apellido de soltera de su bisabuela.

¿Estrangularla? Pero ¡Eso era espantoso!

—Sí, es cierto. Ese tipo de lagunas me han llevado una enorme cantidad de tiempo en hojear antiguos registros parroquiales en lugar de dedicarlo a tareas más importantes. Jeanne es una persona extremadamente rencorosa. Por eso me parece aún más extraordinario que hayas conseguido que quiera cooperar.

Gideon Sonrió.

—No fue fácil. Pero, por lo visto, le inspiré confianza. Además, bailé la gavota con ella. Y escuché pacientemente cómo se quejaba de usted.

—Qué injusticia. De hecho, le facilité una excitante aventura con Casanova, y aunque él solo pensaba en su dinero, muchas mujeres la envidiarían solo por eso. Y compartí fraternalmente mi cronógrafo con ella. Si no me hubiera tenido… —El conde volvió de nuevo hacia mí, visiblemente divertido—. Una mujer desagradecida, tu antepasada. Por desgracia, no fue bendecida con una gran inteligencia. Creo que la pobre mujer nunca llegó a comprender del todo qué ocurría con ella. Además, estaba ofendida porque el círculo de los Doce solo le había correspondido la citrina «¿Por qué usted puede ser una esmeralda y yo solo una triste citrina?», decía. «Nadie que se respete un poco lleva citrinas hoy día.» —El conde rió entre dientes—. Era realmente de una simpleza extraordinaria. Me gustaría saber con cuánta frecuencia saltaba en el tiempo en sus últimos años. Tal vez no lo hiciera en absoluto. De todos modos, nunca fue una gran saltadora. A veces pasaba todo un mes sin que desapareciera. Diría que la sangre femenina es considerablemente más flemática que la nuestra. Igual que la mente femenina es inferior en rapidez a la masculina. ¿No estás de acuerdo conmigo, muchacha?

Viejo machista, pensé mientras entornaba los ojos, estúpido charlatán engreído. ¡Dios mío! ¿Es que estaba loca? ¡No debía pensar en nada!

Other books

Night Runner by Max Turner
Lulu Bell and the Sea Turtle by Belinda Murrell
The Fortress of Solitude by Jonathan Lethem
Contact by Laurisa Reyes
Man With a Pan by John Donahue
Vampire Blood by Kathryn Meyer Griffith