Authors: Kerstin Gier
Me pasó la mano por los cabellos, y yo me puse a sollozar aún más fuerte.
—No llores más —dijo él sin saber qué hacer—. Todo irá bien.
No, nada iba bien. Todo era espantoso. La frenética persecución de esta noche, cuando me habían tomado por una ladrona, los ojos siniestros de Rakoczy, el conde con su voz helada y aterradora y la mano que me oprimía el cuello, y finalmente el pobre Wilbour y ese hombre al que había clavado una espada en la espalda. ¡Y ahora, para colmo, ver que ni siquiera conseguía decirle lo que pensaba a Gideon sin estallar en lágrimas y soportar que él tuviera que consolarme!
Me dejé llevar por las emociones.
¡Por Dios, dónde estaba mi sentido de la dignidad! Avergonzada, me enjuagué las lágrimas con la mano.
—¿Un pañuelo? —preguntó Gideon, y sonriendo se sacó del bolsillo un pañuelo amarillo limón con puntas de encaje—. Por desgracia, en el rococó aún no había Kleenex, pero te lo regalo.
Iba a cogerlo cuando una limusina negra se detuvo a nuestro lado.
En el interior del coche nos esperaba mister George, con la calva perlada de sudor. Al verle, los pensamientos que daban vueltas sin parar en mi cabeza se calmaron un poco y me sobrevino un cansancio mortal.
—Estábamos muertos de angustia —indicó mister George—. Oh, Dios mío, Gideon, ¿qué te ha pasado en el brazo? ¡Estás sangrando! ¡Y Gwendolyn parece terriblemente trastornada! ¿Está herida?
—Solo agotada —repuso Gideon escuetamente—. La llevaremos a casa.
—Pero eso no puede ser. Tenemos que examinarlos a los dos y hay que curar tu herida enseguida.
—Hace rato que ha dejado de sangrar, solo es un arañazo, de verdad. Gwendolyn quiere irse a casa.
—Tal vez aún no haya elapsado lo suficiente. Y mañana tiene que ir a la escuela y…
La voz de Gideon volvió a adoptar su característico tono arrogante, pero esta vez no iba dirigido a mí.
—Mister George, ha estado tres horas fuera, tiempo suficiente para que pueda pasar tranquila las próximas dieciocho horas.
—Probablemente, sí —repuso miester Geoge—. Pero va contra las reglas y, además, deberíamos saber si…
—¡Mister George!
Finalmente, mister George cedió: se volvió y golpeó con los nudillos la ventana de la cabina del conductor. El panel se deslizó hacia abajo con un zumbido.
—Gire a la derecha en Berkeley Street —indicó—. Daremos un pequeño rodeo. Boudonplace, número 81.
Respiré aliviada cuando el coche empezó a rodar por Berkeley Street. Por fin podía ir a casa con mamá.
Mister George me miraba muy serio. Era una mirada compasiva, como si nunca antes hubiera visto a alguien tan digno de lástima.
—¿Qué demonios ha pasado?
La sensación plomiza de cansancio persistía.
—Nuestro carruaje fue atacado por tres hombres en Hyde Park —explicó Gideon—. El cochero murió de un disparo.
—Oh, Dios mío —exclamó mister George—. Aunque no comprendo por qué, tiene sentido.
—¿Qué sentido?
—Está en los
Anales
. 14 de septiembre de 1782. Un Vigilante de segunda fila llamado James Wilbour aparece muerto en Hyde Park. Una bala de pistola le ha arrancado media cara. Nunca se descubrió quién había sido el autor del ataque.
—Pues ahora lo sabemos —repuso Gideon indignado—. Ya sé qué aspecto tenía su asesino, pero no conozco su nombre.
—Y yo lo maté —murmuré con voz apagada.
—¿Qué?
—Se lanzó contra el que había atacado a Wilbour y le clavó la espada en la espalda —explicó Gideon.
—¿Qué hizo qué? —preguntó mister George con los ojos dilatados de asombro.
—Eran dos contra uno —murmuré—. No podía quedarme mirando.
—Eran tres contra uno —me corrigió Gideon—. Y ya había acabado con uno de ellos. Te dije que debías quedarte en el carruaje pasara lo que pasase.
—No parecía que pudieras aguantar mucho tiempo más —repuse sin mirarle.
Gideon calló.
Mister George miró a Gideon, luego a mí, y finalmente dijo sacudiendo la cabeza:
—¡Qué desastre! ¡Tu madre me matará, Gwendolyn! Se suponía que debía ser una acción totalmente inofensiva. Una conversación con el conde, en la misma casa, sin riesgo alguno. No hubieras debido correr peligro ni por un segundo. Y en lugar de eso has viajado por media ciudad y te han atacado unos salteadores… ¡Gideon, por Dios! ¿En qué estabas pensando?
—Todo hubiera ido perfectamente si alguien no nos hubiera traicionado —replicó Gideon, que ahora parecía furioso—. Alguien que estaba en situación de convencer a Wilbour para que nos llevara a una cita en el parque.
—Pero ¿por qué iba a querer matarlos nadie? ¿Y quién podía saber que harían esta visita justo ese día? Todo esto no tiene ningún sentido. —Mister George se mordió el labio—. Oh, ya hemos llegado.
Miré hacia arriba. Sí, ahí estaba nuestra casa, con todas las ventanas iluminadas. En algún lugar allí dentro me esperaba mamá. Y mi cama.
—Gracias —dijo Gideon.
Me volví hacia él.
—¿Por qué?
—Tal vez… tal vez realmente no hubiera aguantado mucho más —confesó esbozando una pequeña sonrisa—. Creo que has salvado mi patética vida.
No sabía qué decir. Lo único que podía hacer era mirarle, cuando me di cuenta de que mi labio inferior se ponía a temblar.
Rápidamente, Gideon volvió a sacar su pañuelo de puntillas, y esta vez lo cogí.
—Será mejor que te limpies la cara con él; si no, tu madre acabará por pensar que has estado llorando.
Se suponía que debía hacerme reír, pero en ese momento era sencillamente imposible, si bien no me puse a lloriquear de nuevo como una tonta.
El conductor abrió la puerta del coche y mister George bajó.
—La acompaño hasta la entrada, Gideon. Será solamente un minuto.
—Buenas noches —conseguí balbucear.
—Que duermas bien —murmuró Gideon sonriendo—. Hasta mañana.
✿✿✿
—¡Gwen! ¡Gwenny! —Caroline me zarandeaba para despertarme—. Llegarás tarde si no te levantas enseguida.
Me tapé la cabeza con la manta, irritada. No quería despertarme; aún estando medio dormida, sabía perfectamente que me esperaban recuerdos terribles si abandonaba el bienhechor estado de somnolencia.
—¡De verdad, Gwenny! ¡Ya son y cuarto!
Apreté en vano los ojos con fuerza. Demasiado tarde. Los recuerdos se habían lanzado sobre mí como… hummm… Atila sobre… ¿los vándalos? (Realmente era una nulidad en historia.)
Los acontecimientos de los dos últimos días pasaron ante mí como una película en tecnicolor. Pero no recordaba cómo había llegado a mi cama; solo que mister Bernhard me había abierto la puerta la noche anterior.
—Buenas noches, miss Gwendolyn. Buenas noches, mister George.
—Buenas noches, mister Bernhard. Traigo a Gwendolyn a casa un poco antes de lo planeado. Por favor, transmita mis saludos a lady Arista.
—Desde luego, sir. Buenas noches, sir.
Los rasgos de mister Bernhard habían permanecido tan inmóviles como siempre mientras cerraba la puerta detrás de mister George.
—Bonito vestido, miss Gwendolyn —había dicho luego dirigiéndose a mí—. ¿De finales del siglo XVIII?
—Sí, eso creo.
Estaba tan cansada que hubiera podido hacerme un ovillo sobre la alfombra y quedarme dormida allí mismo. Nunca me había alegrado tanto de poder meterme en mi cama como en ese momento. Solo temía cruzarme en mi camino al tercer piso con la tía Glenda, Charlotte y lady Arista y tener que soportar un montón de reproches preguntas y comentarios sarcásticos.
—Por desgracia, las señoras ya han cenado, pero he preparado un pequeño piscolabis para usted en la cocina.
—Oh, realmente es muy amable de su parte, mister Bernhard, pero…
—Quiere irse a la cama —repuso mister Bernhard esbozando una sonrisa apenas perceptible—. Las señoras están en la sala de música y no la oirán si se desliza como un gato. Luego informaré a su madre de que está aquí y le daré la cena para que se la lleve arriba.
Estaba demasiado cansada para sombrarme de su tacto y sus atenciones. Me había limitado a murmurar «Muchas gracias, mister Bernhard» y había subido las escaleras. Solo recordaba vagamente el piscolabis y la conversación con mamá, porque para entonces ya estaba medio dormida. Seguro que no había podido masticar ni un bocado; aunque también podía ser que me hubieran traído una sopa.
—¡Oh, qué bonito! —Caroline había descubierto el vestido, que estaba colgado sobre una silla junto con la ropa interior con fruncidos—. ¿Lo has traído del pasado?
—No, ya lo llevaba puesto antes. —Me incorporé—. ¿Mamá te ha explicado la noticia?
Caroline asintió.
—La verdad es que no pudo explicar mucho. La tía Glenda chillaba tanto que ahora seguro que también lo saben los vecinos. Tal como hablaba, parecía que mamá fuera una vulgar estafadora que le había robado a la pobre Charlotte su gen de los viajes en el tiempo.
—¿Y Charlotte?
—Se fue a su habitación y no ha vuelto a salir, a pesar de las súplicas de la tía Glenda. La tía Glenda se puso a gritar que le habían destrozado la vida a Charlotte y que todo era culpa de mamá. La abuela dijo que la tía Glenda debía tomarse una pastilla, porque si no se vería obligada a llamar a un médico. Y, entretanto, la tía Maddy no paraba de hablar del águila, el zafiro, el serbal y el reloj de la torre.
—Debió de ser terrible —comenté.
—Terriblemente emocionante —repuso Caroline—. A Nick y a mí nos parece muy bien que tengas tú el gen y no que sea Charlotte. Creo que tú lo puedes hacer todo igual de bien que Charlotte, aunque la tía Glenda diga que tienes el cerebro del tamaño de un guisante y dos pies izquierdos. Es tan basta… —Acarició la tela brillante del corpiño—. ¿Te pondrás el vestido para mí hoy después de la escuela?
—Claro —murmuré—. Pero también puedes probártelo tú, si quieres.
Caroline rió entre dientes.
—¡Es demasiado grande para mí, Gwenny! Y ahora tienes que levantarte en serio; si no, no te darán el desayuno.
No me desperté de verdad hasta que no estuve bajo la ducha, y, mientras me lavaba el pelo, mis pensamientos no dejaron de girar en torno a la noche anterior, o, para ser más exactos, en torno a la media hora (tiempo percibido) que había pasado en brazos de Gideon llorando a lágrima viva.
Recordé cómo me había atraído hacia él y me había acariciado los cabellos. Estaba tan trastornada que hasta ese momento no había pensado en absoluto en lo cerca que habíamos estado de pronto el uno del otro, lo que solo contribuía a que entonces me resultara aún más penoso recordarlo. Sobre todo porque, en contra de su estilo habitual, había estado realmente muy cariñoso (aunque solo por pura compasión), y yo me había propuesto firmemente aborrecerle hasta el fin de mis días.
—¡Gwenny! —Caroline golpeaba la puerta del lavabo—. ¡Acaba de una vez! No puedes pasarte toda la vida en el baño.
Tenía razón. No podía quedarme allí eternamente. Tenía que volver a salir a la nueva vida que me había tocado de pronto. Cerré el grifo del agua caliente y dejé que el agua helada corriera sobre mí hasta hacer desaparecer de mi cuerpo hasta el menor rastro de suciedad. Mi uniforme de la escuela se había quedado en el cuarto de costura de madame Rossini y tenía dos blusas en la ropa sucia, por lo que tuvo que ponerme el de repuesto, que ya me iba un poco pequeño. La blusa se tensaba sobre el pecho y la falda era un pelín corta. Tanto daba. Los zapatos azul marino también se habían quedado en Temple, de modo que me puse mis deportivas negras; aunque de hecho estaba prohibido, no era probable que el director Gilles entrara en clase precisamente hoy para hacer una ronda de inspección de calzado.
No tenía tiempo de usar el secador, de manera que me sequé los cabellos con una toalla tan bien como pude y me pasé el peine. El pelo, mojado y liso, me caía sobre los hombros. No quedaba ni rastro de los suaves rizos de madame Rossini había hecho surgir el día anterior como por arte de magia.
Durante un rato contemplé mi cara en el espejo. No podía decirse que estuviera fresca como una rosa, pero sí mejor de lo que podía esperarse. Me repartí por las mejillas y la frente un poco de la crema antiarrugas de mamá. Como repetía siempre mi madre, nunca es demasiado pronto para empezar.
No me hubiera importado en absoluto prescindir del desayuno, pero, por otro lado, tarde o temprano tendría que encontrarme con Charlotte y la tía Glenda, de modo que cuanto antes lo hiciera mejor.
Al llegar al primer piso, mucho antes de entrar en el comedor, ya las oí hablar.
—El gran pájaro es un símbolo de desgracia —oí que decía la tía abuela Maddy.
—¡Caramba, menudo novedad! A la tía Maddy le encantaba dormir, y el desayuno era para ella la única comida prescindible del día. Normalmente, nunca se levantaba antes de las diez—. Me gustaría que alguien me escuchara —continuó.
—¡Maddy, por favor! Nadie sería capaz de sacar nada en claro de tu visión. Ya hemos tenido que oírla al menos diez veces.
La que hablaba era lady Arista.
—Eso es —convino la tía Glenda—. Si oigo una vez más las palabras «huevo de zafiro», me pondré a gritar.
—Buenos días —saludé.
Siguió un corto silencio en el que todos me miraron con los ojos tan abiertos como los de Dolly, la oveja clonada.
—Buenos días, querida —dijo lady Arista finalmente—. Espero que hayas dormido bien.
—Sí, de maravilla, gracias. Estaba muy cansada.
—Seguro que todo esto te queda un poco grande —me espetó la tía Glenda mirándome de arriba abajo.
De hecho, era cierto. Me dejé caer en la silla, frente a Charlotte, que no había tocado su tostada. Mi prima me miró como si mi aparición fuera lo que le había hecho perder el apetito.
De todos modos, mamá y Nick me dirigieron una sonrisa de complicidad y Caroline me alargó una fuente de cereales con leche.
La tía Maddy, con su bata rosa, me saludó con la mano desde el otro extremo de la mesa.
—¡Angelito! ¡Estoy tan contenta de verte! Por fin podrás poner un poco de luz en toda esta confusión. Con el escándalo que había ayer en la noche era imposible enterarse de nada. Glenda empezó a revolver viejas historias de entonces, de cuando Lucy se fugó con ese guapo joven De Villiers. Nunca he entendido por qué armaron todos tanto alboroto, solo porque Grace la dejó vivir unos días en su casa. Una pensaría que todo este asunto es cosa del pasado; pero no, apenas empieza a crecer la hierba en algún sitio, llega algún camello y se pone a mordisquearla.