Authors: Kerstin Gier
—No seas tonta. A ella eso no le hubiera ocurrido porque hubiera viajado a otro sitio con ese cronoloquesea. ¡A un sitio agradable y pacífico donde no pudiera pasarle nada! Pero tú prefieres jugarte la vida antes que decirle a tu familia que han entrenado a la persona equivocada.
—Tal vez a estas alturas Charlotte también haya saltado en el tiempo y ya tenga lo que quieren.
Leslie suspiró y empezó a hojear la pila de hojas que tenía sobre el regazo. Había preparado una especie de dossier para mí con un montón de informaciones útiles. O también no tan útiles. Por ejemplo, había imprimido fotos de coches antiguos y había escrito al lado el año de fabricación. Según eso, el coche que había visto en mi primer viaje en el tiempo era del año 1906.
—Jack el destripador cometió sus crímenes en el East End. Fue en 1888. Estúpidamente, nunca llegaron a descubrir quién era. Sospechaban de un montón de tipos, pero no pudieron probar nada. De manera que, si te pierdes alguna vez por el East End, recuerda que nunca en 1888 cualquier hombre es potencialmente peligroso. El gran incendio de Londres fue en 1666, y había pestes casi todo el tiempo, si bien en 1348, 1528 y 1664 fueron especialmente virulentas. Luego están los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Comenzaron en 1940; todo Londres estaba en ruinas. Deberías averiguar si vuestra casa se salvó; si es así, allí estarías segura. Si no, la catedral de Saint Paul sería un buen sitio, porque, aunque la alcanzaron las bombas, se mantuvo en pie de forma milagrosa. Tal vez podías refugiarte allí directamente.
—Todo esto suena terriblemente peligroso —repuse.
—Sí, de algún modo, yo también me lo había imaginado más romántico. Veía a Charlotte viviendo, por así decirlo, su propia película histórica. Bailando con mister Darcy en una fiesta. Enamorándose de un heredero atractivo de las Highlands. Diciéndole a Ana Bolena que en ningún caso debía casarse con Enrique VIII. En día, ese tipo de cosas.
—¿Ana Bolena era esa que decapitaron?
Leslie asintió.
—Hay una película fantástica, con Natalie Portman. Podrías alquilar el DVD… Gwen, por favor, prométeme que hoy hablarás con tu madre.
—Te lo prometo. Esta misma noche.
—Pero ¿dónde se ha metido Charlotte? —Cynthia Dale sacó la cabeza por detrás del tronco del trono del árbol—. Quería copiarle la redacción sobre Shakespeare. Bueno… quiero decir que quería coger un par de ideas.
—Charlotte está enferma —le informé.
—¿Y qué tiene?
—Hummm…
—Diarrea —se inventó Leslie—. Una diarrea de caballo. Se pasa el día metida en el váter.
—Puaj, ahórrate los detalles, por favor —dijo Cynthia—. Entonces, ¿puedo mirar vuestras redacciones?
—Aún no las hemos acabado —repuso Leslie—. Antes queremos ver
Shakespeare in love
en DVD.
—Puedes leer mi redacción, si quieres —intervino una profunda voz de bajo, y la cabeza de Gordon Gellerman apareció al otro lado del tronco—. Lo he cogido todo de Wikipedia.
—También puedo consultar yo en Wikipedia —replicó Cynthia.
Sonó el timbre para volver a clase.
—Doble sesión de inglés —gimió Gordon—. Un castigo para cualquiera. Pero a Cynthia ya se le cae la baba pensando en el príncipe Charming.
—Cierra el pico, Gordon.
Pero era del todo sabido que Gordon jamás cerraba el pico.
—No sé por qué todo el mundo encuentra tan genial a mister Whitman. Salta a la vista que ese tipo es marica.
—¡Tú estás loco! —le espetó Cynthia levantándose indignada.
—Ya lo creo es marica.
Gordon siguió a Cynthia hacia la entrada. Seguro que le estaría dando la lata con esa historia hasta el segundo piso sin parar a coger aire ni una sola vez.
Leslie puso los ojos en blanco.
—¡Ven! —exclamó, y me alargó la mano para ayudarme a levantarme del barco—. Vamos a ver a la ardilla príncipe Charming.
Alcanzamos a Cynthia y a Gordon en la escalera que subía al segundo piso. Seguían hablando de mister Whitman.
—No hay más que ver ese anillo con un sello que lleva en el dedo —dijo Gordon—. Eso solo puede ponérselo un marica.
—Mi abuelo también llevaba siempre un anillo de sello —prepuse yo, aunque en realidad no me apetecía mezclarme en la conversación.
—Entonces tu abuelo también es marica —concluyó Gordon.
—Lo que pasa es que estás celoso —replicó Cynthia.
—¿Yo, celoso? ¿De ese blandengue?
—Sí. Celoso. Porque, sencillamente, mister Whitman es el heterosexual más atractivo, varonil e inteligente que puede haber. Y porque a su lado tú no eres más que un niñato esmirriado.
—Muchas gracias por el cumplido —dijo mister Whitman, que había aparecido por sorpresa detrás de nosotros con un montón de hojas bajo el brazo y tan arrebatadoramente guapo como siempre. (Aunque seguía pareciéndose un poco a una ardilla.)
Cynthia se puso tan roja que parecía que iba a estallar. Realmente, esa chica me daba pena.
Gordon sonrió divertido al verla.
—En cuanto a ti, querido Gordon, tal vez deberías investigar un poco sobre los anillos con sellos y sus portadores —le aconsejó mister Whitman—. Me gustaría que la próxima semana me trajeras una redacción sobre el tema.
Ahora fue Gordon el que se sonrojó. Pero, a diferencia de Cynthia, no perdió el habla.
—¿Para inglés o para historia? —balbució.
—Sería interesante que resaltaras los aspectos históricos, pero doy carta blanca para que decidas tú mismo. ¿Digamos seis páginas para el próximo lunes? —Mister Whitman abrió la puerta de nuestra clase y nos dirigió una sonrisa radiante—. Adelante, por favor.
—Le odio —murmuró Gordon mientras se dirigía a su asiento.
Leslie le dio unas palmaditas de consuelo en el hombro.
—Creo que el sentimiento es mutuo.
—Por favor, decidme que solo estaba soñando —dijo Cynthia.
—Estabas soñando —la complací—. En realidad, mister Whitman no ha oído ni una palabra sobre que le consideras el hombre más sexy del mundo.
Cynthia se dejó caer en su silla gimiendo.
—¡Tierra, trágame!
Me senté en mi sitio junto a Leslie.
—La pobre aún sigue roja como un tomate.
—Sí, y creo que seguirá como un tomate hasta el final de curso.
—La verdad es que ha sido francamente penoso.
—A lo mejor a partir de ahora mister Whitman le pone mejores notas…
Mister Whitman miraba hacia el asiento de Charlotte con aire pensativo.
—Mister Whitman, Charlotte está enferma —dije—. No sé si mi tía ha llamado a secretaría…
—Tiene diarrea —me interrumpió Cynthia, que por lo vito tenía una necesidad imperiosa de no ser la única en sentirse ridícula.
—Charlotte está disculpada —repuso mister Whitman—. Probablemente faltará unos días. Hasta que todo… se haya normalizado. —Se volvió y escribió «El soneto» con tiza en la pizarra—. ¿Alguien sabe cuántos sonetos escribió Shakespeare?
—¿Qué ha querido decir con eso de «normalizarse»? —le susurré a Leslie.
—En cualquier caso, no me ha dado la sensación de que estuviera hablando de la diarrea de Charlotte —respondió también en un susurro.
—A mí tampoco.
—¿Algún vez has visto de cerca su anillo? —susurró Leslie.
—No, ¿tú sí?
—Tiene una estrella encima. ¡Una estrella de doce puntas!
—¿Y qué?
—Doce puntas, Como un reloj.
—Un reloj no tiene puntas.
Leslie puso los ojos en blanco.
—¿No hay nada que te llame la atención? ¡Doce! ¡Horas! ¡Tiempo! ¡Viajes en el tiempo! Te apuesto lo que quieras a que… ¿Gwen?
—¡Oh, mierda! —exclamé.
Otra vez las montañas de risa en el estómago.
Leslie me miró espantada.
—¡Oh, no!
Yo estaba asustada como ella. Lo único que quería era disolverme en el aire ante los ojos de mis compañeros de curso; de modo que me levanté y me dirigí con paso vacilante hacia la puerta, apretándome el estómago con la mano.
—Creo que tengo que ir a vomitar le dije a mister Whitman, y, sin esperar a su respuesta, abrí la puerta de clase y salí dando traspiés al pasillo.
—Tal vez alguien debería acompañarla —oí que decía mister Whitman—. Por favor, Leslie, ¿quieres ir tú?
Leslie salió corriendo tras de mí y cerró la puerta de golpe.
—¡Vamos, rápido! En los lavaderos no nos verá nadie. ¿Gwen? ¿Gwenny?
La cara de Leslie se difuminó ante mis ojos. Su voz sonaba como si viera de muy lejos. Y luego desapareció por completo. Estaba sola en el pasillo, decorado con un suntuoso tapizado dorado. A mis pies, en lugar del sufrido pavimento de baldosas de travertino, se extendía un pulido y precioso parquet adornado con artísticos taraceas. Por la luz, parecía de noche, o al menos bastante tarde, pero en las paredes brillaban candelabros con velas encendidas y del techo pintado colgaban arañas también equipadas con velas. Todo estaba sumergido en una suave luz dorada.
Mi primer pensamiento fue «Fantástico, no me he caído». Y el segundo: «¿Dónde puedo esconderme antes de que me vea alguien?».
Porque no estaba sola en la casa. Desde abajo llegaba el murmullo de la música de violines y voces.
Bastantes voces.
Apenas quedaba nada reconocible del para mí harto familiar pasillo del segundo piso de Saint Lennox High School. Traté de recordar la distribución de los espejos. Detrás de mí se encontraba la puerta de mi aula, y enfrente mistress Counter daba clases de geografía. Al lado había una habitación para el material. Si me ocultaba allí al menos nadie me vería cuando volviera.
Por otro lado, la habitación del material casi siempre estaba cerrada, de modo que tal vez no fuera una buena idea utilizarla como escondite. Si saltaba de vuelta a un cuarto cerrado, tendría que encontrar una excusa plausible para explicar cómo demonios había podido llegar hasta allí.
Pero si iba a alguna de las otras habitaciones, al saltar de vuelta en el tiempo me materializaría, surgiendo de la nada, ante un montón de alumnos y un profesor atónitos. Encontrar una explicación para aquello sería, sin duda, aún más difícil. Tal vez lo mejor fuera quedarme sencillamente en el pasillo y esperar a que no durara demasiado. En mis dos primeros saltos en el tiempo solo había estado ausente unos minutos.
Me apoyé contra el tapiz de brocado y esperé con ansia a que surgiera la sensación de vértigo. De abajo llegaba un barullo de voces y risas; oí un tintinear de vasos y luego volvieron a sonar los violines. Daba la impresión de que hubiera un montón de gente pasándolo en grande. Tal vez James estuviera entre ellos. Al fin y al cabo, él había vivido aquí. Me lo imaginé, vivito y coleando, bailando en algún sitio ahí abajo al son de la música de los violines.
Era unan pena que no pudiera ir a verle. Pero me daba la sensación de que no se alegraría demasiado cuando le explicara de qué nos conocíamos, es decir, que nos conoceríamos en algún momento mucho después de que se muriera.
Si supiera de qué había muerto, tal vez hubiera podido prevenirle. «Oye, James, el 15 de julio, en Park Lane, te caerá un ladrillo en la cabeza, de modo que ese día será mejor que te quedes en casa». Pero, por desgracia, James no conocía la causa de su muerte. De hecho no sabía siquiera que había muerto. Quiero decir, que moriría, que en futuro estaría muerto, vaya.
Cuento más pensaba en este lío de los viajes en el tiempo, más complicado me parecía.
Oí pasos en la escalera. Alguien subía. Mejor dicho, eran dos personas. ¡Por favor!, ¿es que no podía una estar tranquila en ninguna parte aunque fuera solo unos minutos? Y ahora, ¿adónde iría? Me decidí por la habitación de enfrente, en mi época la case de mistress Counter. El picaporte estaba bloqueado; tardé unos segundos en darme cuenta de que tenía que moverlo hacia arriba, y no hacia abajo.
Cuando finalmente puede deslizarme dentro, los pasos ya estaban muy cerca.
También allí había lámparas con velas en las paredes. ¡Qué imprudencia dejarlas arder así sin vigilancias! En casa ya me reñían cuando por la noche me dejaba una velita encendida en la habitación de costura.
Miré alrededor buscando un escondite, pero apenas había muebles en al habitación. Una especie de sofá de patas curvas doradas, un escritorio y unas sillas acolchonadas; nada tras lo que uno pudiera ocultarse si era mayor que un ratón. No me quedaba más remedio que colocarme detrás de unas cortinas doradas que llegaban hasta el suelo, un escondite original, pero pasable teniendo en cuenta que no me buscaba nadie.
—¿Adónde vas? —preguntó una voz de hombre.
El hombre parecía bastante furioso.
—¡Tanto da! Lejos de ti —respondió otra voz.
Era la voz de una chica, una chica indignada, para ser precisos, que, para mi gran espanto, fue a entrar justamente en la habitación donde me escondía. Y el hombre tras ella. Podía ver sus sombras oscilantes a través de la cortina.
¡Era de esperar! ¡De todas las habitaciones que había allí arriba, tenía que escoger precisamente la mía!
—Déjame en paz —dijo la voz femenina.
—No puedo dejarte en paz —repuso el hombre—. Cada vez que te dejo sola, te dejas llevar por tus impulsos y actúas de modo irreflexivo.
—¡Vete! —repitió la chica.
—No lo haré. Escucha, siento lo que ha ocurrido. No hubiera debido permitirlo.
—¡Pero lo has hecho! Porque solo tenías ojos para ella.
El hombre río bajito.
—Estás celosa.
—¡Ya te gustaría a ti!
¡Fantástico! ¡Una pelea entre novios! Podía eternizarse, y yo me vería obligada a aguantar detrás de la cortina hasta que saltara en el tiempo y apareciera de improvisto en la clase de mistress Counter ante la repisa de la ventana. Tal vez podría explicarle que estaba trabajando en un experimento de física o que había estado allá todo el rato y ella simplemente no se había fijado.
—El conde se preguntará dónde nos hemos metido —advirtió el hombre.
—Que tu conde envíe a su compañero del alma transilvano a buscarnos. Si es que se le puede llamar conde, porque su título es tan falso como las mejillas sonrojadas de esa… ¿cómo se llama?
La chica resoplaba furiosamente al hablar.
Aquello me sonaba algo. Me sonaba muchísimo. Sigilosamente asomé la cabeza por detrás de la cortina para echar una ojeada. Los dos estaban de perfil junto a la puerta. La chica era realmente una cría, y llevaba un vestido fantástico de seda azul oscuro con brocados, con una falda tan ancha que parecía casi imposible que pudiera pasar por una puerta normal. Sus cabellos, blancos como la nieve, formaban una extraña torre sobre su cabeza y desde allí le caían en rizos sobre los hombros. Solo podía ser una peluca. El hombre también tenía el cabello blanco, y lo llevaba recogido en la nuca con una cinta. A pesar del color de pelo, los dos eran muy jóvenes y además muy guapos, sobre todo, el hombre. En realidad, era más bien un muchacho, tal vez de dieciocho o diecinueve años. Y era increíblemente apuesto. Y su perfil masculino era perfecto, diría yo. No me hubiera cansado nunca de mirarlo, y de hecho asomé la cabeza fuera de mi escondrijo más de lo recomendable.