Authors: Kerstin Gier
De algún modo, el día estaba transcurriendo de forma extraña, más extraña que de costumbre.
Eran solo las dos. Hasta al cabo de dos horas y media como mínimo no podría llamar a Leslie para compartir mis problemas con ella. Y mis hermanos tampoco llegarían de la escuela hasta pasadas las cuatro. Normalmente me gustaba estar sola en casa. Así podía tomarme un baño tranquilamente sin que nadie llamara a la puerta porque tenía que ir urgente al váter. Podía poner la música a todo volumen y cantar muy alto sin que nadie se riera de mi, y podía ver lo que quisiera en la tele sin que nadie viniera a fastidiarme con un «Venga, va, que ahora empieza Bob esponja»
Pero no me apetecía hacer nada de eso, ni siquiera quería echarme un sueñecito, porque tenia las sensación de que el sofá —normalmente, un lugar de recogimiento perfecto— era como una balsa bamboleante en un rió de aguas turbulentas, y tenia miedo de que saliera flotando conmigo en cuanto cerrara los ojos. Para ver si se me pasaba un poco, me levanté y empecé a ordenar. La sala de costura era como nuestra sala de estar extraoficial, porque afortunadamente ni mis tías ni mi abuela cosían, y por eso casi nunca subían al tercer piso, De hecho allí tampoco había ninguna maquina de coser, pero si, en cambio, había una estrecha escalera por la que se podía subir al tejado. La escalera estaba reservada, en principio, al deshollinador, pero Leslie y yo la habíamos convertido en uno de nuestros lugares favoritos. Desde allí arriba teníamos unas vistas fantásticas y era un sitio ideal para mantener una conversación entre chicas. (Por ejemplo, sobre chicos y sobre el hecho de que no conocíamos a ninguno que valiera la pena).
Naturalmente, era un poco peligroso porque allí no había barandilla, sino solo un remante decorativo de hierro galvanizado que llegaba a la altura de las rodillas; pero tampoco se trataba de practicar el salto de longitud sobre las tejas o de bailar al borde del abismo. La llave de la puerta que daba el tejado estaba guardada en el aparador, en un azucarero decorado con rosas. En mi familia nadie sabía que yo conocía el escondrijo. Si se hubieran enterado, se hubiera montado un escándalo de mil demonios, de modo que siempre iba con mucho cuidado para que nadie me viera cuando me deslizaba afuera. Allí también podía tomar el sol, hacer un picnic, o sencillamente esconderme cuando quería estar sola, algo que, como he dicho, me gustaba hacer a menudo, aunque, desde luego, no en este momento.
Doble las colchas de lana, sacudí las migas de galleta del sofá, ahueque los cojines y guarde en su caja las piezas del ajedrez que rodaban por el suelo, incluso regué la maceta de la azalea, que estaba en un rincón sobre el secreter, y pase un paño húmedo sobre la mesa, luego eché una mirada a la habitación, impecablemente ordenada. Habían pasado solamente diez minutos y la necesidad de compañía era más acuciante que antes.
¿Habría vuelto Charlotte a tener vértigos abajo, en la sala de música? ¿Qué debía pasar si uno saltaba del primer piso de una casa de Mayfair del sigo 21 al Mayfair de, pongamos, el sigo 15, cuando en este lugar no había casas o solo muy pocas? ¿Aterrizaba en el aire y luego se precipitaba contra el suelo y se daba un batacazo 7 metros más abajo? ¿Sobre un hormiguero, quizá? Pobre Charlotte. Aunque tal vez le enseñaban a volar en su misteriosa clase de misterios.
Y, hablando de misterio, de repente se me ocurrió una idea para entretenerme. Fui a la habitación de mamá y miré hacia abajo, a la calle. En la entrada número 18 seguía plantado, como siempre, el hombre de negro, podía verle las piernas y parte de la gabardina, los tres pisos de la casa nunca me habían parecido tan altos como en ese momento. Para entretenerme, calculé la distancia que había desde allí arriba hasta el suelo.
¿Se podía sobrevivir a una caída de 14 metros? Tal vez si, si había suerte y se aterrizaba en terreno de aluvión, se suponía que en otro tiempo todo Londres había sido un pantanoso terreno de aluvión, o al menos eso decia mistress Counter, nuestra profesora de geografía. Que fuera pantanoso estaba bien: así, al menos, caías sobre blando. Aunque solo para después ahogarte miserablemente en un lodo.
Tragué saliva, mis propios pensamientos parecían siniestros.
Para no tener que estar sola más tiempo, decidí arriesgarme a hacer una visita a mis familiares en la sala de música, a sabiendas de qué corría el peligro de que estuvieran enfrascadas en alguna conversación supersecreta y me echaran inmediatamente.
Al entrar, la vi. A la tía abuela Maddy sentada en su sillón juntó a la ventana y Charlotte de pie junto a la otra con el trasero apoyado en el escritorio Luís XIV, aunque estaba estrictamente prohibido rozar con cualquier parte del cuerpo de su policromada y dorada superficie (no podía creer que algo tan espantosamente barroco como ese escritorio fuera tan valioso como afirmaba siempre lady Arista. Ni siquiera tenía compartimentos secretos, como bien habíamos podido comprobar Leslie y yo hacia años.) Charlotte llevaba un vestido azul oscuro que parecía mezcla se camisón, albornoz y habito de monja.
—Sigo aquí, como ves...
—Hummm.... que bien —repuse yo, intentando no mirar al vestido con cara de horror.
—Esto es insoportable —se quejo la tía Glenda, que caminaba arriba y abajo entre las dos ventanas.
Como Charlotte, la tía Glenda era alta, delgada y tenía unos resplandecientes rizos rojos, mamá tenía los mismos rizos, y también mi abuela había sido antes pelirroja. Caroline y Nick habían heredado igualmente ese color de pelo. Yo era la única que era morena y tenía el cabello liso como mi padre.
Antes yo también había suspirado por tener el pelo rojo, pero Leslie me había convencido de que mis cabellos negros creaban un contraste encantador con mis ojos azules y mi piel clara. Leslie habia conseguido convencerme, además, de que la marca de mi nacimiento con forma de media luna que tengo en la sien —que la tía Glenda llamaba siempre ese extraño plátano— me daba aire misterioso y exótico. En estos momentos me encontraba francamente guapa, a lo que había contribuido en gran medida el corrector dental que había sometido con éxito a mis dientes delanteros y había acabado con mi antigua sonrisa conejil. Aunque naturalmente seguía sin ser, de largo, tan encantadora y gentil como Charlotte, por utilizar las palabras de James. Como me hubiera gustado que pudiera verla enfundada en ese saco.
—Gwendolyn, angelito, ¿quieres un caramelo de limón? —La tía abuela Maddy dio una palmadita al taburete que tenia al lado—. Siéntate aquí y distráeme un poco. Glenda me esta poniendo terriblemente nerviosa con ese ir y venir.
—No tiene ni idea de como se siente una madre, tía Maddy —masculló tía Glenda.
—No, supongo que no —suspiro mi tía abuela.
Maddy era la hermana de mi abuelo, y nunca se había casado, era una mujer menuda y rolliza con unos alegres y gentiles ojos azules y los cabellos teñidos de rubio con unos alegres e infantiles ojos azules y cabellos teñidos de rubio dorado de los que no era raro que prendiera algún rulo que había olvidado quitarse.
—¿Dónde esta Lady Arista? —pregunté mientras cogía un caramelo de limón.
—Está telefoneando en la habitación de al lado —contestó la tía abuela Maddy—. Pero lo hace tan bajo, que por desgracia, no se puede oír ni una palabra. Para colmo, esta era la ultima caja de caramelos ¿No irías de un salto a Selfridges a cómprame otra?
—Claro —dije yo.
Charlotte cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra, y la tía Glenda inmediatamente se volvió hacia ella.
—¿Charlotte?
—Nada —dijo ella.
La tía Glenda frunció los labios.
—¿No sería mejor que esperaras en la planta baja? —le pregunté a Charlotte—. Así no caerías desde tan alto.
—Realmente, lo ultimo que necesita Charlotte en estos momentos son comentarios tontos —me sermoneó la tía Glenda.
Empezaba a lamentar haber bajado.
—La primera vez, el portador de gen nunca retrocede mas de 150 años —me explicó amablemente la tía abuela Maddy—. Esta casa se construyo en 1781, de manera que Charlotte esta perfectamente segura aquí, en la sala de música. Como mucho podría asustar a un par de ladies melómanas.
—Con ese vestido seguro —repuse lo bastante bajo para que solo me pudiera oír mi ti abuela, que soltó una risita.
La puerta se abrió de golpe y entró lady Arista. Mi abuela tenia el aspecto de siempre: parecía que se hubiera tragado un bastón —o varios, uno para los brazos, otro para las piernas y otro para el torso, que lo aguantaba todo unido— y llevaba los cabellos blancos bien estirados hacia atrás y recogidos en un moño en la nuca, como si fuera una profesora de ballet con malas pulgas.
—Ya han enviado a un chofer. Los De Villiers nos esperan en Temple. Así, a su vuelta, Charlotte podrá ser registrada inmediatamente en el cronógrafo.
No había entendido ni un apalabra.
—¿Y si hoy aun no pasa nada? —preguntó Charlotte.
—Charlotte, querida, ya has tenido vértigo tres veces —señaló la tía Glenda.
—Tarde o temprano tiene que pasar —afirmó lady Arista—. Ven, el chofer llegara en cualquier momento.
La tía Glenda cogió a Charlotte del brazo y, junto con lady Arista, abandonaron la habitación. Cuando la puerta se cerró tras ellas, la tía Maddy y yo nos miramos.
—A veces una tiene la sensación de que es invisible, ¿verdad? —se quejó mi tía abuela—. Seria agradable escuchar un «Hasta luego» o un «Hola» de vez o en cuando, o, mejor incluso «Querida maddy, ¿no habrás tenido una visión que pueda servirnos de ayuda?»
—¿Has tenido una?
—No —respondió la tia Maddy—. Gracias a Dios. Después de las visiones me entra un hambre terrible, y ya estoy lo suficientemente gorda.
—¿Quiénes son los De Villiers? —pregunté.
—Puesto que me lo preguntas, te diré que un montón de engreídos insoportables —repuso la tía Maddy—, todos abogados y banqueros. Son propietarios del banco privado De Villiers, en la ciudad. Tenemos nuestras cuentas allí.
La verdad es que aquello no sonaba nada místico.
—¿Y que tiene que ver esta gente con Charlotte?
—Digamos que ellos y nosotros tenemos problemas parecidos.
—¿Qué problemas?
¿También tenían que vivir bajo un mismo techo con una abuela tiránica, una tía antipática y una prima creída?
—El gen de los viajes en el tiempo —dijo la tía abuela Maddy—. En el caso de los De Villiers, se transmite por línea masculina.
—¿De modo que también tienen una Charlotte en casa?
—La contrapartida masculina. Por lo que se, es un tal Gideon.
—¿Y el también está esperando a que le den vértigos?
—El ya ha pasado por eso. Es dos años mayor que Charlotte.
—¿Quieres decir que ya hace dos años que va saltando de un lado a otro en el tiempo?
—Si, eso hay que suponer.
Traté de hacer encajar toda esa información con la poca que ya tenía, pero la tía abuela Maddy se mostraba tan increíblemente comunicativa que pensé que valía la pena aprovecharlo y solo me concedí unos segundos para reflexionar.
—¿Y qué es un croni...crono...?
—¡Cronógrafo! —La tía Maddy puso los ojos en blanco—. Es una especie de aparato con el que pueden enviar única y exclusivamente a los portadores del gen a una determinada época. Tiene algo que ver con la sangre.
—¿Una maquina del tiempo? ¿Que está cargada con sangre? ¡Madre mía!
La tía maddy se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de cómo funciona ese trasto. Olvidas que solo sé lo que puedo oír casualmente mientras estoy aquí sentada haciéndome la tonta. Todo esto es muy secreto.
—Sí, además de muy complicado —repuse yo—. De hecho, ¿de dónde sacan que Charlotte tiene el gen? ¿Y porque ella lo tiene y no... hummmmm...tú? Por ejemplo.
—Yo no puedo tenerlo gracias a dios —respondió—. Aunque los Montrose siempre hemos sido unos bichos raros, el gen llegó a la familia a través de tu abuela. Mi hermano tuvo que casarse con ella obligatoriamente. —La tía maddy sonrió irónicamente. Ella era la hermana de mi difunto abuelo Lucas, y, como no se había casado, ya de joven se había trasladado a vivir con él y se había encargado de llevar la casa—. Oí hablar de este gen por primera vez después de la boda de Lucas y lady Arista. La ultima portadora del gen de la línea hereditaria de Charlotte era una dama llamada Magret Tilney, que era la abuela, de tu abuela lady Arista.
—¿Y Charlotte ha heredado el gen de esa Magret?
—Oh, no, en medio lo heredo Lucy. Pobre chica.
—¿Qué Lucy?
—Tu prima Lucy, la hija mayor de Harry.
—¿Ah, esa Lucy?
Mi tío Harry, el de Gloucesreshire, era bastante mayor que Glenda y que mamá, sus tres hijos hacia ya tiempo que eran adultos, David, el pequeño, tenia veintiocho años y era piloto de British Airways, lo que, por desgracia, no significara que tuviéramos billetes mas baratos. Y Janet, la hija mediana, ya tenia hijos, dos críos insufribles llamados Poppy y Daisy. Yo nunca había conocido a Lucy, la mayor. Y tampoco sabía gran cosa de ella, la familia no soltaba prenda sobre Lucy. Por lo visto, era algo axial como la oveja negra de los Montrose, con diecisiete años se había marchado de casa y después de entonces no habían vuelto a saber de ella.
—¿De modo que Lucy es la portadora del gen?
—Oh, si —exclamó la tía abuela Maddy—. Se armó un follón de mil demonios cuando desapareció. A tu abuela casi le dio un infarto. Fue un escándalo terrible.
Sacudió la cabeza con tanta energía, que su rizo dorado volaban en todas direcciones.
—Ya me lo imagino.
Pensaba en lo que hubiera pasado si Charlotte hubiera hecho las maletas sin más y se hubiera largado de casa.
—No, no puedes imaginartelo. No conoces bajo que dramáticas circunstancias desapareció y como fueron las cosas con ese chico... ¡Gwendolyn! ¡Sácate el dedo de la boca! ¡Es una costumbre horrible!
—Perdón. —No me había dado cuenta de que había empezado a morderme las uñas—. Es por la excitación. Hay tantas cosas que no entiendo...
—Lo mismo me ocurre a mí —me aseguró la tía Maddy—, a pesar de que he oído de todo, este lío desde que tenía quince años y de que tengo una especie de don natural para los misterios. De hecho, si tengo que serte franca, mi desdichado hermano se casó con tu abuela solo por eso. Es imposible que fuera por sus irresistibles encantos, porque no tenía ninguno. —Hundió la mano en la caja de caramelos y suspiró cuando su mano se cerro en el vació—. Vaya, me temo que me estoy haciendo adicta a estos caramelos.