Authors: Kerstin Gier
La tía abuela Maddy agitó la mano para despedirme.
¿Cómo podían ser los secretos malos para la salud? ¿Y hasta qué punto había estado mi abuelo informado sobre todo esto?
✿✿✿
—¿Isaac newton? —repitió Leslie estupefacta—. ¿No era ese el de la fuerza de la gravedad?
—Sí, exacto. Pero, por lo visto, también calculó la fecha de nacimiento de Charlotte. —Me encontraba en la sección de alimentos Selfridges, ante los yogures, aguantando el móvil contra la oreja con la mano derecha mientras me tapaba la otra con la izquierda—. Y estúpidamente nadie cree que pudiera haberse equivocado en el cálculo. ¡Claro que quien iba a creerlo tratándose de Newton! pero tiene que haberse equivocado, Leslie. Yo nací un día después de Charlotte y fui yo quien ha saltado en el tiempo, no ella.
—Realmente, entonces es más que misterioso —insinuó Leslie—. Jo, este trasto necesita horas para arrancar. ¡Ponte en marcha de una vez, cretino! —empezó a insultar al ordenador.
—¡Oh, Leslie, era tan...extraño! —exclamé—. ¡Falto poco para que hablara con un antepasado mío! Quizás ese tipo gordo de la pintura ante la puerta secreta, el tatatatatrabuelo Hugo. Si es que era su época, y no otra. Claro que también hubieran podido enviarme a un manicomio.
—¡Hubiera podido pasarte cualquier cosa! —Me reprendió Leslie—. ¡Aún no puedo creérmelo! ¡Todos estos años montando ese teatro con Charlotte, y ahora va, y pasa esto! Tienes que explicárselo enseguida a tu madre. ¡De hecho tendrías que ir inmediatamente a casa! ¡Puede volver a ocurrir en cualquier momento!—es terrorífico, ¿no?
—Desde luego. Por fin ya me he conectado. Primero teclearé Newton. ¡Y tú vete a casa ahora mismo! ¿Tienes idea desde hace cuanto tiempo existe el Seldfridges? ¡Tal vez hubiera allí un foso y acabes cayendo desde doce metros de altura!
—A la abuela le dará algo cuando se entere —dije.
—Sí, y a la pobre Charlotte... imagínate. Todos estos años teniendo que renunciar a todo, y ahora resulta que no va a servirle para nada. Ah, aquí lo tengo. Newton. Nacido en 1643 en Woolsthorpe... ¿Dónde está eso?... muerto en 1727 en Londres, bla, bla, bla, aquí no dice nada de viajes en el tiempo, sólo algo del cálculo infinitesimal; no me suena de nada, ¿y a ti? Transcendido de los espirales es lo que más suena a viajes en el tiempo, ¿no te parece?
—Para serte sincera, no —repuse. A mi lado una pareja discutía en voz alta sobre el tipo de yogurt que querían comprar.
—¿Aún estás en Seldfridges? —gritó Leslie—. ¡Vete a casa ya!
—Estoy en camino —dije mientras me dirigía hacia la salida, balanceando la bolsa de papel amarilla con los caramelos de la tía Maddy—. Pero Leslie, no puedo explicar esto en casa. Me tomarían por loca.
Leslie lanzo un resoplido por el teléfono.
—Gwen, es muy posible que cualquier otra familia te hiciera encerrar en un manicomio, pero no la tuya, que se pasa todo el día hablando de genes de viajes en el tiempo y cronómetros y toda clase de misterios.
—Cronógrafo —la corregí—. ¡Ese trasto funciona con sangre! ¿Repugnante, no?
—¡Cro—no—gra—fo! Vale ya lo he tecleado en Google.
Me deslicé entre la altitud que llenaba las aceras en Oxford Street hasta llegar al próximo semáforo.
—La tía Glenda dirá que me lo he inventado todo para darme importancia y robarle protagonismo a Charlotte.
—¿Y qué? Como muy tarde, la próxima vez que vuelvas a saltar se dará cuanta de que estaba equivocada.
—¿Y si no vuelvo a saltar? ¿Y si solo ha sido una cosa excepcional, como una especie de resfriado?
—Ni tú te lo crees. Bien, un cronógrafo parece un reloj de pulsera de lo más normal. Puedes encontrarlos en ebay, en cantidades industriales a partir de diez libras. Vaya...espera un momento; teclearé Isaac Newton, más cronógrafo, más viajes en el tiempo, más sangre.
—¿Qué?
—Nada. —Leslie suspiró—. Ahora siento que no hubiéramos investigado esto antes. Lo primero que haré es conseguir literatura sobre el tema. Todo lo que pueda encontrar sobre viajes en el tiempo. ¿Dónde he metido ese estúpido carné de biblioteca? ¿Dónde estás ahora?
—Estoy cruzando Oxford Street y luego giraré en Duke Street. —Se me escapó una risita—. ¿Lo preguntas porque quieres venir y dibujar un circulo con tiza en el suelo por si la comunicación se interrumpe de repente? Me pregunto para qué demonios hubiera servido ese estúpido círculo de tiza en el caso de Charlotte.
—Bueno, tal vez hubieran enviado tras ella a ese otro tipo viajero ¿Como se llama?
—Gideon De Villiers.
—Un nombre fantástico, voy a teclearlo. Gideon De Villiers. ¿Cómo se escribe?
—Como quieres que lo sepa. Volviendo al círculo de tiza, ¿y dónde iban a enviar a ese Gideon? Quiero decir, ¿a qué época? Charlotte hubiera podido estar en cualquier parte. En cualquier minuto, cualquier segundo. Cualquier año, cualquier siglo. No, eso del círculo de tiza no tiene ningún sentido.
Leslie me chilló tan fuerte en la oreja que casi hizo que se me cayera el móvil.
—Gideon De Villiers —dijo—. Tengo a uno.
—¿De verdad?
—Pues sí, aquí sale «el equipo de polo del internado Vicent de Greenwich ha ganado también este año la competición de polo escolar All england. En la fotografía vemos, celebrando la obtención de la copa, de izquierda a derecha, al director William Henderson, el entrenador John Carpenter, el capitán del equipo Gideon De Villiers,...etc...» Uauu, además es capitán. Por desgracia, la foto es minúscula, no sé. Puedo distinguir los caballos de los chicos. ¿Dónde estás en este momento Gwen?
—Sigo en Buke Street. Esto encaja, internado en Greenwich, polo,... seguro que es él. ¿No pone también que desaparece de vez en cuando? ¿Directamente desde el caballo, tal vez?
—Oh, ahora que veo el artículo, es de hace tres años. Tal vez ya no vaya a la escuela. ¿Vuelves a tener vértigos?
—De momento, no.
—¿Dónde estás ahora?
—¡Leslie! sigo en Duke Street. Voy tan rápido como puedo.
—Muy bien, seguiremos al teléfono hasta que llegues a la puerta de tu casa, y en cuanto llegues, habla con tu madre.
Miré el reloj.
—Aún falta para que vuelva del trabajo.
—Entonces espera a que llegue, pero habla con ella, ¿me has entendido? Tu madre sabrá que hay que hacer para que no pueda pasarte nada, ¿Gwen? ¿Estás ahí? ¿Me has oído?
—Sí, te he oído, ¿Leslie?
—¿Si?
—Estoy muy contenta de tenerte, eres la mejor amiga que existe en el mundo.
—Tú tampoco estás mal como amiga —dijo Leslie—. Y más teniendo en cuenta de que pronto podrás traerme cosas guays del pasado, ¿Qué amiga podría hacer algo así? y la próxima vez que tengamos que estudiar para un estúpido examen de historia, podrás buscar todos los datos sobre el terreno.
—Si no te tuviera, no tendría ni idea de que hacer.
Me daba cuenta de que toda esta palabrería sonaba patética, pero es como me sentía en realidad en este momento.
—¿Realmente se pueden traer objetos del pasado? —preguntó Leslie.
—No tengo ni idea. La próxima vez lo probaré. Por cierto, ahora estoy en Grosvenor Square.
—Bueno, ya casi has llegado —suspiró Leslie aliviada—. Aparte de lo del polo, Google no ha encontrado nada más sobre Gideon de Villiers y un bufete de abogados De Villiers en Temple.
—Sí, deben ser ellos.
—¿Tienes sensación de vértigo?
—No, pero gracias por recordármelo.
Leslie carraspeó.
—Sé que tienes miedo, Gwen, pero, según como se mire, todo esto resulta muy emocionante. Se trata de una autentica aventura. ¡Y tú estás metida de lleno en ella!
Si. Estaba metida de lleno.
Menudo asco.
Leslie tenía razón: no tenía ningún motivo para pensar que mamá no me creería. Ella siempre había escuchado con debida seriedad mis «historias de fantasmas», y siempre había podido acudir a ella cuando algo me asustaba.
Cuando aún vivíamos en Durham, durante tres meses me había perseguido el fantasma de un diablo que en realidad tendría que haberse limitado a hacer de gárgola en el tejado de la catedral. Se llamaba Asrael , y era una mezcla de hombre, gato y águila. Cuando Asrael se dio cuenta de que podía verlo, se quedó tan encantado de poder hablar por fin con alguien que empezó a seguirme, corriendo o volando, a todas partes, charlando sin parar, y por las noches incluso quería dormir en mi cama. Después de que hubiera superado mi miedo inicial —como todas las gárgolas, Asrael tenía un aspecto bastante horripilante—, nos habíamos ido haciendo amigos poco a poco. Por desgracia, Asrael no pudo trasladarse de Durham a Londres, y yo lo seguía echando en falta. Los pocos demonios gárgola que había visto aquí en Londres eran seres más bien antipáticos; hasta el momento, no había podido encontrar a ninguno que le llegara a la suela del zapato.
Si mamá se había creído lo de Asrael, seguramente también se creería lo del viaje en el tiempo. Esperé a un momento oportuno para hablar con ella. Pero, por una u otra cosa, el momento oportuno no acababa de presentarse. En cuanto llegó del trabajo, mamá se puso a discutir con Caroline, porque mi hermana se había ofrecido voluntaria para cuidar del terrario de la clase durante las vacaciones de verano, incluida la mascota de la clase, un camaleón llamado Mister Bean. Aunque aún faltaban varios meses para las vacaciones, por lo visto, aquella discusión no podía aplazarse.
—¡No puedes quedarte con mister Bean, Caroline! Sabes muy bien que tu abuela no quiere animales en casa —le advirtió mamá—. Y la tía Glenda es alérgica.
—Pero mister Bean no tiene pelo —repuso Caroline—. Y se queda todo el tiempo en su terrario. No molesta a nadie.
—¡Molesta a tu abuela!
—Entonces es que mi abuela es tonta.
—¡Caroline, no puede ser! aquí nadie tiene idea de cómo cuidar a un camaleón. ¡Imagínate que hiciéramos algo mal y mister Bean se pusiera enfermo y se muriera!
—No se moriría. Yo sé como hay que cuidarlo. ¡Por favor, mami! ¡Deja que lo traiga! Si no lo cojo yo, se lo volverá a llevar Tess, y luego siempre hace como si ella fuera la preferida de mister Bean.
—¡Caroline, he dicho que no!
Un cuarto de hora más tarde aún discutían, y la discusión continuó incluso después de que mamá fuera al cuarto de baño y cerrara la puerta. Caroline se plantó delante y gritó:
—Lady arista no tendría por qué enterarse. Podríamos entrar el terrario a escondidas cuando no esté. Además, ella no entra prácticamente nunca en mi habitación.
—¿Es que en esta casa una no se puede estar tranquila ni en el váter? —replicó mamá.
—No —contestó Caroline.
Mi hermana podía ponerse realmente inaguantable cuando quería. De hecho, no paró de dar la lata hasta que mamá prometió que intercedería, personalmente, ante Lady Arista para que mister Bean pudiera quedarse en casa durante las vacaciones.
Aproveché el tiempo en que Caroline y mamá discutían para quitarle a mi hermano tozos de chicle del pelo en la habitación de costura. Nick tenía un buen pegote enganchado a los cabellos, y sin embargo no recordaba como había ido a parar hasta allí.
—¡Como es posible que no te hayas fijado! —exclamé—. Lo siento pero tendré que cortarte unos cuantos mechones.
—No importa —repuso Nick—. También puedes cortar los otros. Lady Arista ha dicho que parezco una niña.
—Para lady Arista cualquiera que lleve el cabello más largo que una cerilla parece una niña. Sería una pena cortar unos rizos tan bonitos.
—Volverán a crecer. Córtalos todos, ¿vale?
—No puedo con unas tijeras de las uñas. Para eso tendrías que ir al peluquero.
—Tú puedes hacerlo —dijo Nick, confiando en mis habilidades.
Por lo visto había olvidado por completo que ya le había cortado el pelo con unas tijeras de las uñas y que él había acabado pareciéndose a una cría de buitre recién nacida. Entonces yo tenía siete años y el cuatro, y necesitaba sus rizos porque necesitaba hacerme una peluca con ellos, pero no salió bien. Aquella intentona me costó un día sin salir de casa.
—Ni se te ocurra —me advirtió mamá, entrando en la habitación, y cogiéndome las tijeras de la mano para mayor seguridad—. En todo caso, se lo cortará el peluquero mañana. Ahora tenemos que bajar a cenar.
Nick lanzó un gemido.
—¡No te preocupes, hoy lady Arista no está! —le dije sonriendo—. Nadie te criticará por el chicle. O por la mancha en el jersey.
—¿Qué mancha? —Nick miró hacia abajo—. Jo, debe de ser zumo de granada. No me he dado cuenta.
El pobre niño había salido clavado a mí.
—Ya te he dicho que nadie te reñirá.
—¡Pero si hoy no es miércoles! —replicó Nick.
—De todos modos, se han ido.
—Guay.
Cuando estaban lady Arista, Charlotte y la tía Glenda, la cena se convertía siempre en un acontecimiento más viene estresante. Lady Arista se dedicaba sobre todo a criticar los modales en la mesa de Caroline y Nick (a veces también los de la tía Maddy), la tía Glenda preguntaba todo el rato por mis notas en la escuela para luego compararlas con las de Charlotte, y Charlotte sonreía como la Mona Lisa y decía «Eso no es de tu incumbencia» cuando alguien le preguntaba algo.
Bien mirado, hubiéramos podido renunciar perfectamente a esas reuniones vespertinas, pero la abuela insistía en que todo el mundo participara en ellas. Solo si tenías una enfermedad infecciosa estabas disculpado.
Mistress Brompton, que venía a casa de lunes a viernes, preparaba la comida y también se encargaba de limpiar los plastos. (Los fines de semana cocinaba la tía Glenda o bien mamá. Para desgracia mía y de Nick, nunca se encargaban pizzas o comida china.)
Los miércoles —el día en que lady Arista, la tía Glenda y Charlotte estaban más ocupadas con sus misterios— la cena era mucho más relajada, por lo que a todos nos pareció fantástico que, aunque fuera lunes, reinaran las condiciones de los miércoles. No es que aprovecháramos la ocasión para sorber, masticar ruidosamente o eructar, pero nos atrevíamos a interrumpirnos, a poner los codos sobre la mesa y a tocar temas que lady Arista consideraba inapropiados.
Los camaleones, por ejemplo.
—¿Te gustan los camaleones, tía Maddy? ¿No te gustaría tener uno? ¿Uno muy manso?
—Bueno, hummm… En fin ahora que lo dices, me doy cuenta de que en realidad siempre he querido tener un camaleón —balbució la tía abuela Maddy mientras se servía un montón de patatas al romero—. Decididamente, sí.