Habían revisado el plan una y otra vez. ¿Seguro que cada cual sabía lo que tenía que hacer? El viento les era favorable. Seguía soplando por el sudoeste, y aunque con algo más de fuerza que antes, no parecía que fuera a volvérseles en contra.
Dumaresq se inclinó sobre su mesa y dijo solemnemente:
—Ha llegado la hora, caballeros. Deben salir del camarote y preparar sus botes. Sólo me resta desearles que todo vaya bien. Apelar a la buena suerte sería un insulto para todos ustedes.
Bolitho intentó relajar sus músculos, miembro por miembro. No podía entrar en acción en el estado en que se encontraba. Cualquier pequeño fallo y se desmoronaría, lo sabía.
Se quitó la camisa de un tirón y pensó en aquella otra vez en que había buscado afanosamente una camisa limpia que ponerse para su encuentro con ella en cubierta. Quizá éste había sido un gesto igualmente desesperado. No se trataba de ponerse ropa limpia como se solía hacer antes de una batalla en el mar para evitar que se infectasen las heridas; en este caso era algo personal. No habría ningún Bulkley en aquella perversa isla, nadie que viera la intención de sus razonamientos, o que le importara.
Dumaresq dijo:
—Quiero bajar el escampavía y la yola dentro de una hora. Estaremos situados para bajar la lancha y la pinaza sobre la medianoche. —Desvió la mirada hacia Bolitho—. Aunque, sus hombres tendrán que bogar más duro, por otra parte estarán mejor cubiertos. —Repasó punto por punto enumerándolos con los dedos—: Cerciórense de que los mosquetes y pistolas están descargados hasta que estén seguros de que no habrá disparos accidentales. Revisen todos los aparejos que necesiten antes de entrar con los botes. Hablen con sus hombres. —Se dirigía a ellos con suavidad, casi seductoramente—. Hablen con ellos. Constituyen su fuerza, y estarán observándoles para ver si están a la altura de las circunstancias.
Se oyeron pasos en cubierta y el sonido de aparejos arrastrados ruidosamente por la tablazón. La
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se estaba poniendo al pairo. Dumaresq añadió:
—Mañana será el peor día para ustedes. Deben permanecer ocultos y no hacer nada. Si estalla la alarma, no podré acudir en su auxilio.
El guardiamarina Merrett llamó a la puerta y recitó:
—El señor Yeames le presenta sus respetos, señor; estamos facheando.
Con el camarote cabeceando de lado a lado, aquella información era más bien innecesaria; Bolitho se sorprendió al ver a varios de los presentes sonriendo y dándose codazos.
Incluso Rhodes, de quien sabía que estaba enfermo de preocupación ante la inminente acción, exhibía una amplia sonrisa. Era la misma locura manifestándose de otra forma. Quizá fuera mejor así.
Salieron del camarote del comandante y pronto se vieron rodeados por sus correspondientes grupos de hombres.
La dotación del señor Timbrell encargada de izar los botes había ya botado la yola, y poco después también el escampavía la siguió por encima la borda y bajado hasta el agua en calma, al costado del barco. De pronto ya no hubo tiempo para nada. En la cerrada oscuridad, algunas manos se estrecharon brevemente, algunas voces les susurraron a sus amigos y compañeros un «buena suerte» o un «van a saber quiénes somos». Y la suerte estaba echada; los botes se balancearon con el oleaje antes de virar y poner rumbo a la isla.
—Haga avanzar el barco señor Gulliver. —Dumaresq se giró dando la espalda al mar, como si ya se hubiera despedido de Palliser y de los dos botes.
Bolitho vio a Jury hablando con el joven Merrett y se preguntó si este último se sentiría satisfecho de quedarse a bordo. Era increíble todo lo que había sucedido en tan pocos meses, desde que se habían reunido para formar parte de una tripulación.
Dumaresq se acercó silenciosamente hasta estar junto a él.
—Hay que seguir esperando un poco más, señor Bolitho. Si estuviera en mi mano haría volar el barco para evitarle tanta espera. —Lanzó una sonora risa—. Pero nunca dije que fuera fácil.
Bolitho se tocó la cicatriz con un dedo. Bulkley le había quitado los puntos de sutura; y con todo seguía esperando sentir el mismo dolor, la misma desesperación que cuando le habían abatido.
Dumaresq dijo de pronto:
—El señor Palliser y sus valerosos muchachos deben de haber recorrido ya un buen trecho. Pero no debo pensar más en ellos. No puedo considerarlos personas o amigos hasta que todo haya acabado. —Se alejó mientras añadía—: Algún día lo comprenderá.
Bolitho intentó ponerse en pie, apoyándose en el hombro de Stockdale, mientras la pinaza se elevaba y hundía alternativamente al cruzar una serie de violentas rompientes. A pesar de la brisa nocturna y de los embates del mar que continuamente hacían saltar agua por encima de la borda, Bolitho sentía un calor febril. Cuanto más se acercaba el bote a la escondida isla, más peligrosa se hacía la situación. Y la mayor parte de sus hombres habían pensado que el principio había sido lo peor. Separados de su buque nodriza y abandonados para que llegaran por sus propios medios hasta la costa. Ahora pensaban de forma distinta, y lo mismo le sucedía a su tercer teniente.
De vez en cuando, y ahora con mayor frecuencia, surgían a su paso dentados salientes de roca o de coral; la blanca espuma del agua batiendo contra los escollos producía la sensación de que eran éstos y no el bote los que se movían.
Jadeando y maldiciendo, los remeros intentaban mantener la regularidad del golpe de remo, pero ésta se rompía cada poco porque alguno de ellos tenía que izar remo para evitar que la pala se hiciera astillas contra un saliente de roca.
Debido al incesante movimiento de balanceo, a Bolitho le costaba pensar con claridad, y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para recordar las instrucciones de Dumaresq y las siniestras previsiones de Gulliver respecto a su acercamiento final a la costa. No era de extrañar que Garrick se sintiera seguro. Ningún barco, del tamaño que fuese, podía llegar hasta la costa pasando entre aquella alfombra de fragmentos de coral. Incluso para la pinaza resultaba complicado. Bolitho intentaba no pensar en la lancha de la
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, de más de diez metros, que les seguía a cierta distancia desde popa. O por lo menos así lo esperaba. El bote adicional llevaba a Colpoys y sus tiradores, así como cargas suplementarias de pólvora. Si se tenía en cuenta el numeroso grupo de Palliser, que había ya tocado tierra al sudoeste de la isla y los hombres que llevaba Bolitho, de hecho era obvio que a Dumaresq le hacían falta más marineros en el barco. Si tenía que combatir, también él tendría que echar a correr. Pero la idea de Dumaresq batiéndose en retirada era tan absurda que pensar en ello le ayudó de alguna manera a Bolitho a mantenerse firme.
—¡Cuidado por proa!
Era el segundo del timonel, Ellis Pearse, quien gritaba desde la amura. Un marino muy experimentado que había estado sondando durante parte del camino con el escandallo y el cabo del bote, pero que ahora hacía las funciones de vigía dando el aviso cuando una roca surgía en la oscuridad.
Hacían tanto ruido que parecía que cualquiera pudiera oírles desde la costa. Pero Bolitho sabía lo bastante como para comprender que el estrépito del mar y el oleaje era más que suficiente para ahogar el choque de los remos y sus desesperados esfuerzos empujando con los bicheros, luchando con uñas y dientes para pasar entre las traicioneras rocas. Si hubiera habido aunque sólo fuera un rayo de luna, todo podría haber sido distinto. Paradójicamente, un vigía atento veía con mayor claridad un bote pequeño que un gran barco con todo su aparejo parado a la altura de la costa. Era algo que sabían muy bien los contrabandistas de la costa de Cornualles, aunque descubrirlo les hubiera costado muy caro.
Pearse cantó con voz ronca:
—¡Tierra a la vista por proa!
Bolitho levantó una mano para indicarle que le había oído y casi se cayó de bruces.
Por un momento, el camino entre los salientes rocosos y las arremolinadas aguas le habían parecido interminables. Pero entonces lo vio: un pálido atisbo de costa surgiendo por encima de la burbujeante espuma. Cada vez mayor, a medida que se iban acercando.
Hundió los dedos en el hombro de Stockdale. Bajo la camisa empapada, parecía un sólido roble.
—¡Despacio ahora, Stockdale! ¡Un poco hacia estribor, creo!
Josh Little, el segundo de artillería, gruñó:
—¡Dos hombres! ¡Preparados para saltar!
Bolitho vio a dos marineros inclinarse hacia la espumosa agua y deseó no haberse equivocado respecto a la profundidad.
En algún lugar por detrás de su popa oyó un golpe sordo seguido del confuso y desordenado chapoteo de los remos: la lancha recuperaba el equilibrio. Bolitho pensó que probablemente habría rozado la última roca grande.
Little rió:
—¡Apuesto a que eso ha puesto nerviosos a los chicos de la infantería! —Tras decir esto, tocó al hombre que tenía más cerca—. ¡Adelante!
El marinero, tan desnudo como su madre lo trajo al mundo, se zambulló saltando por el costado; cuando volvió a surgir a flote moviendo brazos y piernas, escupió un chorro de agua y anunció:
—¡Fondo de arena!
—¡Parar de bogar! —Stockdale giró la caña del timón—. ¡Listos para maniobrar!
Finalmente, la pinaza ció y orientó la popa hacia la playa, con la ayuda de dos hombres que la agarraban de la borda, recorrió los últimos metros hacia la arena.
Con la misma facilidad con la que cualquiera hubiese levantado un palo del suelo, Stockdale descaló el timón y lo subió a bordo; la pinaza se elevó una vez más antes de varar ruidosamente en una pequeña playa.
—¡Todos abajo!
Bolitho subió tambaleándose por la playa, sintiendo bajar el agua hasta los pies. Algunos hombres pasaron junto a él agarrando sus armas, mientras otros caminaban hasta aguas más profundas para guiar a la lancha hasta un trecho de arena seguro.
El marinero que primero había saltado de la pinaza forcejeaba intentando ponerse los pantalones y la camisa, pero Little le dijo:
—¡Más tarde hará eso! ¡Ahora vaya hacia allá arriba!
Alguien rió al ver pasar dando brincos y chorreando agua al marinero desnudo; Bolitho se maravilló una vez más de que todavía les quedaran ganas de bromear.
—¡Ahí llega la lancha!
Little gruñó:
—¡Por todos los demonios! ¡Si parecen un montón de malditos curas! —Con su prominente estómago sobresaliendo por encima del cinturón, volvió a entrar en el agua lanzando instrucciones con su potente voz, que se hacía oír por encima de la confusión de hombres y remos.
El guardiamarina Cowdroy trepaba ya por una escarpada pendiente hacia la parte izquierda de la playa, con algunos hombres pisándole los talones. Jury permaneció en el bote, observando cómo las últimas armas, pólvora y munición, además de sus exiguas raciones de comida pasaban de mano en mano hasta el arrecife, donde estaban a resguardo del agua.
El teniente Colpoys apareció caminando dificultosamente por la arena y exclamó irritado:
—En el nombre de Dios, Richard, no me diga que no hay mejores maneras de plantear una batalla. —Calló un instante mientras observaba a sus hombres avanzar a paso ligero, manteniendo los largos mosquetes en alto para protegerlos del agua y la arena—. Diez buenos tiradores —comentó como si hablara para sí mismo—. ¡Una bonita manera de desaprovecharlos, si quiere saber mi opinión!
Bolitho levantó la vista para mirar el atolón. Llegaba a ver justo hasta el punto en que se unía con el cielo. Tenían que escalar por él y encontrar un buen escondite sin demora. Disponían aproximadamente de unas cuatro horas.
—Vamos. —Se giró e hizo señas a los dos botes—. Márchense ya. Buena suerte.
Había bajado el tono de voz deliberadamente, pero aun así el hombre que tenía más cerca se detuvo para observar los botes. Ahora la situación iba a quedar realmente clara para todos. Al cabo de una o dos horas aquellos mismos botes serían izados y puestos a resguardo sobre la
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, y sus dotaciones podrían descansar, podrían olvidar la tensión y el peligro.
Bolitho pensó que parecían moverse muy deprisa. Ahora, sin sus pasajeros adicionales y sin las armas, se perdían ya en las sombras, perfilados únicamente de vez en cuando por la espuma que se formaba contra los remos.
—Ya se han ido —dijo Colpoys en voz baja. Se miró las ropas que llevaba puestas, una mezcla de camisa de oficial y pantalones de piel—. Nunca lograré borrar esto. —Entonces, sorprendentemente, rió entre dientes y añadió—: Aunque hará que el coronel empiece a prestarme atención la próxima vez que le vea.
El guardiamarina Cowdroy bajó deslizándose por la pendiente hasta llegar junto a ellos.
—¿Envío a algunos exploradores por delante, señor?
Colpoys le miró con frialdad:
—Yo enviaré a dos de mis hombres.
Dio la orden escuetamente y dos infantes de marina desaparecieron en la oscuridad como fantasmas.
Bolitho dijo:
—Ése es su trabajo, John. —Se secó la frente con la manga de la camisa y concluyó—: Dígamelo si hago algo mal.
Colpoys se encogió de hombros.
—Desde luego, no cambiaría mi trabajo por el suyo. —Le dio una palmada en el brazo—. Pero lo conseguiremos o caeremos juntos. —Miró en torno buscando a su asistente—. Cargue mis pistolas y permanezca junto a mí, Thomas.
Bolitho buscó a Jury, pero ya lo tenía allí.
—¿Preparado?
Jury asintió firmemente.
—A la orden, preparado, señor.
Bolitho vaciló mirando la pequeña lengua de arena por la que habían llegado a la costa. La espuma continuaba burbujeando entre los arrecifes, pero incluso las huellas de las botas habían desaparecido de la arena. Estaban completamente solos.
Era difícil aceptar la idea de que se trataba de la misma y diminuta isla. Unos siete kilómetros de longitud y menos de cuatro de norte a sur. Daba la sensación de que se encontraban en otro país, en algún lugar que, cuando llegara la luz del día, verían extenderse a lo largo del horizonte.
Colpoys conocía su trabajo. Bulkley había mencionado que en cierta ocasión el gallardo oficial había formado parte de la primera línea de batalla de un regimiento, y al verlo ahora aquello parecía muy probable. Distribuyó sus piquetes, envió bastante por delante del resto a sus mejores exploradores y dejó en último lugar a los hombres más pesados y corpulentos para que transportaran los alimentos, la pólvora y la munición. Eran treinta hombres en total. Palliser contaba más o menos con la misma cantidad. Dumaresq agradecería tener a las dotaciones de los botes de vuelta a bordo, pensó Bolitho.