Rápidamente se incorpora y busca su teléfono. Está sobre la mesa. Lo examina y, efectivamente, tiene una llamada desde el móvil de su madre. Pero eso no es todo. Hay otra perdida de un teléfono desconocido. Y un mensaje. Paula abre el SMS y descubre que alguien le ha dejado algo grabado en el contestador automático.
Es Ángel.
Escucha atenta todo lo que dice.
Ahora llueve más. Y un relámpago ilumina el cielo del parque de atracciones.
Suspira cuando suena la señal que indica que el mensaje ha terminado.
Su tristeza aumenta. Y también una gran sensación de culpabilidad. Sí, Ángel le ha pegado a Alan. Se ha comportado fatal. Pero también es cierto que todo esto viene provocado por susJudas. Por su indecisión. Le dejó tirado el día de su cumpleaños y renunció a su primera vez con él después de haber sido ella misma la que se lo propuso. Luego se mostró fría con el chico cuando la llamó la semana pasada. ¿Habían roto? Ni sí ni no. Ni explicaciones ni respuestas. Y, finalmente, la va a buscar, nada menos que a Francia, para salvar su relación. Y con lo que se encuentra es con un desconocido que dice que ella se emborrachó con él en una cena que compartieron.
Decididamente, Ángel tiene razones suficientes para haber perdido los nervios. Y lo ha hecho de la peor manera. Pero también ha rectificado, reconociendo su error y prácticamente suplicando que le perdonase.
Lo que siente Paula es que en realidad la única culpable es ella.
Tiene que hablar con él, pero no ahora. Si le llamase, probablemente solo empeorarían las cosas. Está muy cansada e imagina que él también. No es el momento. Ángel se va en el avión de las 11. Es una pena que no coincidan en el mismo vuelo.
Pero en cuanto llegue a España, hablarán y aclararán las cosas.
Siente un cosquilleo por dentro. ¿Amor? Ni idea. Pero, pese a todo lo que ha pasado en esos últimos días, sigue queriendo a Ángel.
Una noche de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
No le ha cogido el teléfono y ha tenido que grabar un mensaje en su contestador. Como hace casi tres meses, en París. No se ha sentido cómodo hablando con una máquina, pero espera que en esta ocasión la suerte sea diferente a aquella vez. De momento, Ángel no ha obtenido ninguna respuesta de Paula. Quizá aún no haya visto que le ha llamado. Es verano, sábado por la noche, posiblemente esté por ahí con sus amigas. O con algún chico. Ha pasado bastante tiempo desde que terminaron su relación para que haya encontrado un nuevo novio. ¿No lo ha hecho él? ¿Por qué no ella también? Si así fuera, no se metería en medio. Aunque sus sentimientos le pidiesen lo contrario.
De todas formas, no sabe exactamente qué le dirá. Ni lo que pasará entre ellos cuando se vuelvan a encontrar. Es una incógnita. Tenerla delante, mirarla otra vez a los ojos, escuchar su dulce voz, aspirar su olor a vainilla tan característico. No se le ha olvidado nada de eso. Y durante unas semanas lo echó mucho de menos. Pero la vida siguió y apareció Sandra. Y continuó avanzando más y regresó Paula. Y ahora..., ¿qué?
Su móvil suena, pero no es ella. La melodía es la que tiene asignada para su novia:
These boots are made for walking
. El día que le dio su número de teléfono la chica llevaba unas botas altas y una falda vaquera, al estilo Edurne en Operación Triunfo el día que la cantó. Su aspecto le recordó a Ángel aquella canción y la eligió para que sonara cuando Sandra lo llamara.
Suspira y responde.
—Hola.
—Hola.
Su tono de voz es menos alegre de lo habitual. Sin duda, no lo está pasando bien, a pesar de haber demostrado gran entereza en aquel asunto. Pero la incertidumbre de saber qué es lo que sucederá le sobrepasa.
—¿Cómo estás?
—Bueno... Tenía ganas de oírte antes de irme a dormir.
—¿Ya te vas a la cama?
—Sí, aunque no tengo mucho sueño.
La chica resopla. Quiere tanto a Ángel que no imagina despertarse una de esas mañanas, llegar a la redacción y que ya no sea para ella. Sin embargo, cree en lo que ha hecho. Y esperará a que tome una decisión. Aunque le duela.
—Podrías intentar leer algo para que te entre.
—No me apetece leer.
—¿Y una peli de esas malas que te gustan a ti?
—Tampoco me apetece. En realidad, no tengo ganas de hacer nada.
—Es raro que te pase eso, con lo activa que tú eres.
—Es lo que tiene que tu novio te diga que quizá quiera a otra. Te deja sin fuerzas y con pocas ganas de hacer cosas.
—Ya. Entiendo.
—Pero no te lo tomes a mal. Sigo pensando que lo que hemos acordado es lo mejor para ambos.
—Tal vez.
La pareja se queda un instante en silencio. Están incómodos. Ángel no sabe qué decirle y Sandra empieza a pensar que llamarle ha sido una mala idea.
—¿Has hablado ya con Paula?
—No —responde el periodista—. La he llamado pero no me ha cogido el móvil. Mañana lo intentaré de nuevo. Ya se ha hecho muy tarde.
—A lo mejor te llama ella cuando vea que la has llamado.
—No lo sé. Le he dejado un mensaje en el contestador hace unos minutos.
—Ah. ¿Y qué le has dicho?
—Poca cosa. Que quería hablar con ella.
Sandra suspira. Espera que todo se solucione cuanto antes porque, si no, lo pasará muy mal.
—¿Crees que Paula querrá?
—¿Hablar?
—Sí. Fue ella la que cortó contigo, ¿verdad?
—Más o menos.
—¿Quedaréis?
Ángel no responde al instante. No sabe adónde quiere llegar con todas esas preguntas.
—Me parece que no es bueno que hablemos más sobre el tema —señala el periodista, serio, aunque intentando no ser demasiado seco.
—Soy muy masoquista, ¿no?
—Un poco.
—Creo que me voy a volver loca —afirma, cambiando el tono de voz—. ¿Piensas que en el periódico me darán la baja por enajenación mental?
—Puede ser.
—¿Y cuando me cure conservaré mi puesto de trabajo?
—Seguro. El jefe es tu padre.
—¡Mi padre! ¡Mi pobre padre! Siempre me lo dijo: «Nunca mezcles el amor con el trabajo». ¡Cuánta razón tenía! —exclama con comicidad.
El periodista sonríe. Si la vieran sus compañeros de
La Palabra
sobreactuar de esa manera, no se lo creerían. La dura y despiadada Sandra Mirasierra en su versión más desconocida, esa que solo él ha llegado a descubrir.
—¿Seguro que estás bien?
—No —responde Sandra, recuperando un tono más sobrio—. Y sé que lo voy a pasar peor con todo esto. Pero no me queda más remedio que confiar en ti. Y esperar.
—Vuelvo a pedirte disculpas. Lo siento. No sé cómo aguantas.
—Imaginando que me quieres.
El móvil de Ángel en ese instante se enciende. Tiene otra llamada. Es Paula. El corazón le da un vuelco.
—Sandra, lo siento. Tengo que colgarte. Me están llamando.
—¿Es ella?
—Sí. Ya hablaremos.
—Vale... Y recuerda que te quiero.
Sus últimas palabras llegan en un susurro casi inaudible. Un fino hilo de voz lleno de miedo y de inquietud. Y es que aquella llamada puede significar el final de su relación. La mejor relación que ha tenido jamás.
—Adiós, Sandra —contesta Ángel, y pulsa el botón que da por terminada la conversación.
Inmediatamente, y antes de dejar que los nervios le dominen y se apoderen completamente de él, responde a la otra llamada.
—Hola, Paula.
—Hola, Ángel.
Unos minutos antes, esa noche de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
Cruza las piernas. Estira los brazos hacia el frente. Descruza las piernas. Se inclina hacia delante y apoya los codos en las rodillas, de reojo mira el móvil. Paula no sabe qué hacer. ¿Lo llama?
Una vez más escucha el mensaje que Ángel le ha dejado en el contestador automático. ¡Quiere hablar con ella! ¿Qué querrá decirle?
Solo hay una manera de averiguarlo: llamarle.
Pero eso tal vez despierte viejos sentimientos. Quizá no tan viejos. Cuando ayer se lo encontró en el Starbucks, volvió a sentir algo. Es muy difícil de explicar el qué y por qué.
Le apetece fumarse un cigarro. En la mochila guarda el paquete. Aún le quedan unos cuantos. Se levanta y camina hacia la escalera. Sube, ansiosa, sin despegarse ni un instante de su teléfono, que revisa una y otra vez por si Ángel vuelve a llamar.
Ya arriba, acelera el paso hacia su habitación. Entra, enciende la luz y va hacia la esquina donde está la mochila. De uno de sus bolsillos saca el tabaco y el mechero. Se lleva a la boca un cigarro y lo enciende. El humo que expulsa sube hasta el techo y se desliza lentamente hacia la ventana del dormitorio, que está abierta.
—¿Tienes uno para mí?
Alan también entra en la habitación y acude junto a Paula. Esta saca otro cigarro y se lo entrega al francés.
—No sabía que fumaras —le dice, extrañada.
—Y no fumo.
—Entonces, ¿para qué lo quieres?
—Para que no te lo fumes tú. Es malo fumar. ¿No lo sabías?
Y ante los ojos atónitos de la chica, Alan deja caer el cigarro al suelo y lo pisa.
—¿Qué haces? —exclama la chica, que se agacha para ver si es todavía fumable—. ¡Estás mal de la cabeza!
—La que está mal de la cabeza eres tú por hacerte daño a ti misma. Si salieras conmigo, no te dejaría fumar.
—Pero resulta que no salgo contigo —protesta indignada.
El chico se asoma a la ventana y observa el laberinto de setos iluminado. Sonríe, aunque no está feliz.
—Y él, ¿fuma?
—¿Quién?
—Ángel.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Curiosidad.
—Es una curiosidad algo extraña, ¿no te parece?
—Más extraño me ha parecido que te llame. ¿Os seguís viendo?
—¿Cómo sabes que me ha llamado?
Alan hace un gesto con la mano y arquea las cejas. Luego tararea la canción de The Corrs, la que Paula tiene como sintonía en el móvil para las llamadas de Ángel.
—¿A cuántos ángeles conoces?
—Creo que conozco a más demonios que ángeles...
El francés sonríe y se sienta encima de la mesa que está al lado del gran ventanal.
—¿Sigues enamorada de él?
—¿De Ángel? ¡No! ¡Claro que no!
—¿Y por qué te brillan los ojos?
—¿Qué? No me brillan los ojos.
—Será de la luz.
Paula da una nueva calada a su cigarro y lo mira fijamente.
—A ti también te brillan los ojos.
—Lo mío es por la cerveza. Está empezando a hacerme efecto.
—Ya.
Los dos se miran. Cada vez con más intensidad.
—¿Por qué crees, si no, que me iban a brillar?
—No lo sé.
—Te aseguro que a mí no me ha llamado Ángel.
Paula suelta una gran carcajada al oír aquello. Eso ha tenido gracia. Y más sabiendo lo que pasó entre ellos en Francia. Aquella cicatriz en el ojo izquierdo de Alan permanecerá para siempre como recuerdo de su encuentro en aquel hotel de Disneyland-París.
—No le he vuelto a ver desde que regresé a España —comenta Paula echando las cenizas por la ventana—. Me ha llamado para que hablemos.
—¿Sobre qué?
—Ni idea. No me lo ha dicho. Ha dejado un mensaje en el contestador de mi móvil. Iba a llamarlo ahora, justo antes de que llegaras tú.
—¿Y por qué me estás contando esto a mí?
—Porque me estás preguntando, ¿no?
Alan sonríe y baja de la mesa dando un brinco.
—¿Sabes una cosa?
—¿El qué?
—Que ahora que sé que fumas tengo menos ganas de besarte.
Y, después de hacer una graciosa reverencia, camina hacia la puerta ante la desconcertada mirada de Paula.
—¡Mejor, porque no te pensaba dar un beso! ¡Sería lo último que haría! —grita enfadada.
—No te creo. Pero tranquila, mis ganas solo han bajado de cien a noventa y nueve.
Guiña un ojo y se marcha del dormitorio sonriendo.
La chica contempla cómo cierra la puerta. Expulsa la última bocanada de humo, apaga el cigarro y lo tira por la ventana. Mira hacia las estrellas y, a solas, sonríe. ¡Es incorregible! Pero no sabe qué tiene que le gusta. No puede remediarlo. No es como Ángel, ni mucho menos como Álex. Y sigue sin fiarse de él. Pero debe reconocerlo: Alan le atrae muchísimo.
Resopla.
Sabe lo que tiene que hacer ahora.
Coge el móvil y busca en la lista de contactos. Por la A: allí está su nombre con su número. Inspira el aire de la noche que entra por la ventana y pulsa la tecla verde de llamada. Un bip, dos, tres...
—Hola, Paula.
—Hola, Ángel.
Esa noche de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
—¡Tú lo que tienes que hacer es echarte un novio! —le grita Miriam a Cris—. Mira lo bien que me trata a mí el mío.
La mayor de las Sugus está sentada en las rodillas de Armando. Pasa las manos alrededor de su cuello y le besa apasionadamente en la boca. Sabe a cerveza. El chico se deja hacer ante la mirada de Cristina, que ve cómo su minuto de gloria ha terminado. Ha estado bien ser su pareja de tenis y su compañera de barbacoa. Pero otra vez regresan los besos y las caricias con su novia, y ella vuelve al segundo plano.
—Los novios no sirven para nada. Nunca te puedes fiar de un hombre —discrepa Diana, que ya se ha bebido dos botellines de cerveza.
Mario, que está sentado enfrente, la mira con cara de pocos amigos. Pero no le contesta. No merece la pena volver a discutir con ella.
—Venga, Diana, no digas eso —le recrimina Miriam, que se ha dado cuenta de que aquel comentario ha afectado a su hermano.
—Es cierto. Los tíos son así. Por mucho que tú les des, siempre querrán otra cosa. Si apuestas por uno, hagas lo que hagas, tarde o temprano buscará a otra que tenga lo que a ti te falta.
La chica agarra un nuevo botellín que ha abierto mientras hablaba y da un gran trago. Es el tercero en menos de veinte minutos.
—Eso es injusto. No todos los chicos son así.
—¿Ah, no? Pues yo quiero conocer a alguno que no lo sea.
—Mira, aquí tienes a dos.
Miriam señala primero a Armando y luego a Mario, que han preferido no contestar a lo que la chica estaba insinuando.
—¡Ja! ¿Tu novio y tu hermano? ¡Menudos ejemplos que me pones! Eres muy poco objetiva...
—Tú también lo eres. Acabas de romper con Mario y estás diciendo esto para hacerle daño a propósito.