Baja rápidamente las escaleras y entra en la cocina. El frigorífico está casi vacío. Abre el congelador y ve una pizza a los cuatro quesos. Bueno, engorda un poco, pero es lo que hay. Además, le encanta la
pizza
. La saca de la nevera y la mete en el microondas. Cuatro minutos. Ring. Lista. Qué fácil es hoy en día cocinar.
En una bandeja coloca el plato con la
pizza
y un vaso lleno de Coca-Cola, y sube otra vez a su habitación. Vuelve a entrar en el MSN. ¡Bien! ¡Mario está conectado! Pero su estado es de «no disponible». Y ahora, ¿le dice algo? Sí, ¿por qué no?
Deja la porción de
pizza
que está comiendo sobre el plato y escribe.
—Hola, ¿has cenado ya?
Recupera su trozo y le da un gran mordisco. No contesta. Se lo termina y coge otro pedazo de
pizza
. Pues va a ser verdad que no está disponible.
Refunfuña mientras mastica. Suelta algún que otro insulto en voz alta y se balancea ansiosa en la silla. ¿Insiste?
—¿Quieres un trozo de
pizza
cuatro quesos? Está muy buena.
Como no responda rápido, va a tener que invitarle a otra cosa, porque ya queda menos de la mitad. Pero el chico continúa sin aparecer.
Diana suspira. Qué cruel es el amor. Y lo que engorda. Se pone la mano en la tripa y percibe que el plieguecito que se le forma cuando está sentada es un poco más grande de lo que recordaba. ¿Ha engordado? No puede ser. Serán imaginaciones suyas. De inmediato, suelta el trozo de
pizza
en el plato y se levanta. Se sube la camiseta y observa atentamente su estómago. No está más gorda, ¿verdad? ¿O sí?
El pitido característico del MSN, acompañado de la lucecita naranja, anuncia que alguien le ha escrito.
¡Mario!
—Hola, Diana. Perdona por no haberte contestado antes.
—Ah, no te preocupes. Yo estoy cenando —escribe y mira desafiante a lo que queda de
pizza
.
Una porción más no le hará daño. ¿Cuántas calorías tiene? Seguro que muchísimas. ¡Bah, qué más da! Coge el trozo y lo muerde.
—Estaba subiendo unas fotos al Tuenti.
—¿Sí? Voy a verlas.
—OK.
La chica termina de comerse el triángulo de
pizza
y abre la página de Mario.
Son doce fotos. En casi todas sale ella, pero también Paula. ¡Menuda diferencia! Es que esa tía es perfecta. Incluso rubia, está buenísima. Y ella, ¿ha echado caderas? Se ve más gorda. Y al lado de su amiga... No le extraña que Mario esté enamorado de Paula y no de ella. ¡Qué frustración!
Solo quedan dos porciones sobre el plato. Diana se pone otra vez de pie y vuelve a mirarse bajo la camiseta. ¡Joder, sí que ha engordado!
¡La culpa es de la comida!
Para gustarle a Mario, tiene que parecerse a Paula. Y para parecerse a Paula, debe comer menos o...
Una idea le pasa por la cabeza. Nunca lo ha hecho y tampoco se le había ocurrido hasta el momento.
—Espera, Mario, ahora vengo —escribe en su MSN.
Sale de su habitación y entra en el cuarto de baño. Se quita la camiseta y se mira al espejo. ¿Por qué no podrá ser como ella?
Abre el grifo del agua fría al máximo. Unas gotitas le salpican. Se inclina y bebe un poco. Está nerviosa.
Respira hondo y se agacha junto al retrete. Abre la tapa y cierra los ojos.
¿Lo va a hacer?
El estómago se le revuelve al imaginarlo. Siente un escalofrío por todo su cuerpo. Pero no va a detenerse ahora. Apoya una mano en el suelo y, sin querer pensarlo más, se introduce en la boca los dedos índice y corazón de la otra mano. Una arcada y un alarido de esfuerzo y de dolor. Los ojos rojos, desorbitados, mientras su estómago comienza a vaciarse.
Una noche de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
Han pasado más de veinte minutos desde que los chicos comenzaron a jugar y a beber. No todos han aguantado tanto. Paula, al quinto chupito, optó por retirarse, como se había prometido. Empezaba a notarse algo mareada y decidió irse a descansar a su habitación. Además, su cabeza está en otro lado. ¡Mañana volverá a ver a Ángel! Solo pensarlo le pone muy nerviosa. No le ha dicho nada a nadie, aunque Alan sabe que han hablado por teléfono. Si se enterara de que han quedado, seguro que se las ingeniaría para que no fuera o para ir con ella. Así que lo que ha pensado que hará es dejar una nota antes de marcharse de la casa y tratar de que tarden lo máximo posible en darse cuenta.
Al mismo tiempo, junto a la barbacoa, el juego prosigue.
—Yo nunca le he dado un beso en la boca a alguien de mi mismo sexo —dice Alan, que sigue allí por una cuestión de orgullo.
Cuando Paula anunció que abandonaba, también se le pasó por la cabeza hacerlo él. Pero lo pensó mejor durante unos segundos y aceptó continuar. ¿Desde cuándo se rebaja a ir detrás de una tía? Sabe la respuesta: desde que conoció a aquella chica en París. Ella es la principal causa de que esté en España durante ese verano.
Miriam y Cris beben un nuevo vasito con tequila. ¡Cuántos picos cariñosos se han dado entre ellas!
La mayor de las Sugus es la que peor se encuentra y a la que más le está afectando la mezcla de tequila y cerveza. Permanece todo el tiempo con una sonrisa tonta en su rostro y apenas se mantiene recta. Además, achina los ojos para mirar. Aunque cuando más se le nota que no está bien es cuando habla y no pronuncia las eses finales de las palabras.
—Creo que deberíamos parar ya —propone Armando, que sujeta a su novia por los hombros para que no se caiga.
—¡No! ¡Si acabamos de empezar! —protesta Miriam, intentando zafarse de los brazos del chico.
—Yo también quiero dejar de jugar —comenta Cris, que ha sido la que menos ha bebido de todos.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Sigamos!
—Bien. Si es lo que quieres.... Yo nunca me he emborrachado en una fiesta —suelta de nuevo Alan. Y llena el vasito de Miriam.
La chica ríe a carcajadas y se lo bebe de un trago.
—¡No bebas más! —exclama Armando, que le quita el vasito y se levanta de su silla.
—¡Hey, tú! ¿Qué haces?
—Nada.
—Devuélvemelo. No es justo.
—Estás muy mal, cariño. Luego me lo vas a agradecer. —Y se guarda el vasito en el bolsillo.
En cambio, Miriam no está de acuerdo y no se va a dar por vencida. Con dificultad, también se incorpora para intentar recuperar su vasito. Pero el alcohol ha disminuido sus reflejos y su agilidad. En cuanto se pone de pie, pierde el equilibro y se estrella contra el suelo.
—¡Ay! —gime, tumbada boca abajo.
Sin embargo, rápidamente, se da la vuelta y empieza a reír a carcajadas.
—¡Menudo golpe te has dado! —exclama Armando, que reacciona y se agacha para ayudarla—. ¿Estás bien?
Cris y Alan también se acercan hasta la chica, que no para de reír. Entre los tres consiguen ponerla de pie. Tiene un pequeño rasguño en la rodilla, pero parece que no es grave.
—Me duele la pierna —se queja, ahora ya más seria.
—Es hora de ir a dormir —señala Armando, que sostiene a su novia.
—¿Ya? ¡No! —¡Sí!
—¡Que no! Quiero quedarme aquí.
—Cariño, es mejor que te eches un rato. Cuando te recuperes, vuelves.
—Jo.
La mayor de las Sugus se suelta de Armando y se lanza a los brazos de Alan, que la aguanta como puede y la vuelve a empujar hacia su novio.
—Yo también creo que debes irte a la cama —apunta el francés, sonriente.
—Nooo.
—Es lo mejor, Miri —interviene Cris.
La chica escucha a su amiga, intenta pensar un instante y suspira.
—Vale, pero luego vuelvo.
—Aquí te esperamos.
—Eso. No os vayáis.
La pareja comienza a caminar hasta la casa. A Miriam le cuesta andar, prácticamente se arrastra. Incluso cojea levemente.
—¡Ahora vengo a daros las buenas noches! —grita Armando. Y, junto a su novia, desaparecen en el interior de la mansión.
Cris resopla. Se ha ido. A ella también le gustaría que él la acompañara a la cama, aunque tuviera que emborracharse para ello. Y no ha estado lejos, porque los chupitos de tequila también le han afectado bastante.
—¡Ven conmigo! —le grita Alan, dándole una palmada en la espalda.
El francés se quita la camiseta y se lanza de cabeza a la piscina. La chica lo observa y sonríe levemente. No es mala idea. Es una noche calurosa.
Lentamente, Cristina se quita primero la camiseta y después el short, para quedarse en bikini. Deja debajo de la mesa sus zapatillas y camina descalza hasta la piscina mientras contempla cómo Alan nada de un lado a otro. Es un gran atleta, como demostró antes en la pista de tenis. Un chico diez, al que solo le falla su carácter prepotente. Pero es algo que está segura que tiene un motivo. En el fondo, sabe que no es tan arrogante y creído como pretende hacer creer a todo el mundo.
—¿Qué, Cris? ¿Te bañas conmigo?
—Sí.
La chica no se tira de cabeza como ha hecho él. Se dirige a la escalera y baja despacio, mojándose poco a poco, conforme va poniendo los pies en cada escalón. Cuando tiene todo el cuerpo dentro, se desliza suavemente hacia el centro de la piscina e introduce la cabeza bajo el agua. Al sacarla, descubre que Alan está a su lado. Sonríe alegremente.
—¿Cómo estás? ¿El alcohol ha podido contigo o resistes?
—Resisto. Pero me duele un poco la cabeza.
—Es normal. El tequila es una de las bebidas que más fuerte pega.
Cris se mantiene en la superficie del agua, moviendo sus brazos en círculos. El chico nada tranquilamente a su alrededor.
—Aunque me parece que Miriam está peor que yo.
—Según se mire.
—No. Está claro que a ella el tequila se le ha subido más que a mí.
—No me refería a eso.
—¿No? ¿"Y a qué te referías?
—A la compañía.
La mirada de Alan es significativa. Y tiene razón. A pesar de que el francés es un encanto con ella, ahora mismo le gustaría que otro estuviese en su lugar.
—No seas tonto. Tú tampoco estás mal.
—¿Bromeas? Yo soy lo mejor que puedes tener. Y más en una piscina.
—Así no, Alan.
—Perdona.
—No tienes que pedirme perdón. Simplemente no seas chulo conmigo. Bueno, ni conmigo ni con otras.
—¿Qué otras?
—Ya lo sabes.
Los dos sonríen. Forman una extraña pareja de amigos. Son justo lo contrario el uno del otro. Pero se caen bien.
—De todas formas, y aunque sé que estás muy bien conmigo, creo que te alegrarás de ver quién viene por ahí.
Cristina se gira y observa que Armando ha regresado. Viene solo. El chico se da cuenta de que están en la piscina y se acerca hasta allí.
—¿Cómo está Miriam? —pregunta la Sugus de limón, intentando ocultar su alegría de verlo de nuevo y mostrando preocupación por su amiga.
—Bien. Se ha dormido en cuanto se ha echado en la cama.
El joven se quita la camiseta ante la mirada de Cris, que no pierde detalle. Después, las zapatillas.
—¿Te vas a bañar? —pregunta sorprendida.
—Sí. Hace calor. Estará bien, antes de irme a dormir.
—Es verdad. Hace mucho calor esta noche —añade Alan, que se apoya en el bordillo de la piscina y sale de esta de un salto.
El francés coge una toalla y comienza a secarse.
—¿Te vas?
—Sí. Me voy adentro a comer algo. El agua y el tequila me han dado hambre —le responde el chico a Cristina, sonriéndole.
En ese instante, se escucha el chapoteo del agua. Armando se ha lanzado a la piscina.
—Hasta luego.
—Luego nos vemos. Pásalo bien.
Alan recupera su camiseta, aunque no se la pone, se calza y entra en la casa.
Mientras, dentro de la piscina, el novio de Miriam nada hacia donde está una de sus mejores amigas.
Noche oscura. Noche izada.
Noche cumbre. Noche estrellada.
Noche indómita. Noche apagada.
Noche viva. Noche amada.
Que susurra en el bosque,
que se pierde en la casa,
que imagina en sus sueños,
que la magia, es magia.
Esa noche de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
Ninguno de los tres despega sus ojos de la televisión. Especialmente Alex y Katia, que en ese instante son los protagonistas. Irene solo observa.
—¡No! ¡No ha entrado! —grita el escritor, que no está de acuerdo con aquella decisión.
—¿Cómo que no? ¡Claro que ha entrado! —exclama la cantante, muy satisfecha con el golpe que ha dado—. ¡En medio de la línea!
—Sí que ha entrado. Reconoce que ella es mejor que tú jugando al tenis —comenta Irene.
—¡Qué va! Lo que pasa es que le tiene cogido el truco a la Wii. Pero en una pista de verdad sería distinto.
—Habría que verlo.
—Sí, habría que verlo.
La chica del pelo rosa deja el mando de la videoconsola sobre una mesa y se sienta junto a Irene.
—¿Quieres jugar tú? —le pregunta—. Es muy bueno para hacer ejercicio.
—No, déjalo. Yo prefiero correr por las mañanas.
—Si quieres, algún día puedo ir contigo. A mí me viene muy bien para estar en forma. Pero me aburre correr sola.
—Claro. Cuando tú quieras, te vienes.
Alex deja también su mando y las observa mientras dialogan. Parece que se llevan bastante bien. El tenía sus dudas. El carácter de su hermanastra es tan especial. Pero el tiempo que pasó con el difunto Agustín Mendizábal la ha cambiado muchísimo. Ya no es la misma.
—¿Queréis que juguemos a un juego en el que hay que cantar?
—Tendrías ventaja tú, ¿no? —dice el chico, sonriente. A continuación, mira la hora—. Además, es muy tarde ya. Tenemos que pedir un taxi.
—¿Y por qué no os quedáis a dormir?
Alex e Irene se miran uno al otro, sorprendidos e indecisos.
—No sé, Katia —duda el chico—. Tendrás cosas que hacer...
—¿Un sábado por la noche? Estar con vosotros —comenta con una sonrisa—. El sofá es muy cómodo. Y hay otra habitación con una cama.
—Vale. A mí me parece una buena idea —comenta Irene.
En realidad, no le parece tan buena. Que duerman en camas cercanas Katia y su hermanastro no le gusta demasiado. De todas las maneras, ahí estará ella para impedir cualquier acercamiento..., si se produce.
—Está bien. Nos quedamos —confirma Alex.
—Pues no se hable más. Ahora lo preparo todo.