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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (18 page)

BOOK: Sakamura, Corrales y los muertos rientes
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—Dime, Fernández, dime... —dijo en tono magnánimo, aunque sin indicarle todavía a su humillado súbdito que se levantara.

—Los catalanes, mi señora, esos traidores... —Mira que les tenéis manía a los catalanes, con lo entretenidos que están ellos con su cultura propia y sus cosas —observó la Reina, ya como quien riñe a un cachorro pendenciero que insiste en pelear con sus hermanos.

—Con todo el respeto: me permito recordarle a Su Majestad la gran cantidad de republicanos que habitan aquellas tierras abandonadas de Dios —dijo Fernández Plancha, que sabía exactamente dónde tenía la Reina su llaga.

La Loles mordió un poco el puro y no dijo nada. Pero en venganza hacia el sietemesino por haberle recordado veladamente el asunto de la caricatura, lo mantuvo con la rodilla hincada en el suelo hasta que terminó su resumen de lo averiguado por Gollum tras la puerta del cuartito de la fotocopiadora del Palau de la Generalitat. A saber: que los miembros del tripartito catalán, el jefe de la oposición y un capuchino de Montsecret habían urdido alguna clase de confabulación en la que intervenía una misteriosa máquina para hablar idiomas; que todo eso había causado la muerte de cuatro extranjeros tal como se detallaba en varios periódicos de la mañana, y, sobre todo, que los catalanes tenían pavor a que nada de todo aquello se supiera en Madriz, lo cual daba cumplida idea de la gravedad de la conspiración.

La Reina se sacó el puro de la boca, tocó la brasa con la uña del meñique para desprender la ceniza —que dejó caer a propósito sobre una alfombra del Patrimonio Nacional—, y se quedó mirando las gotas de sudor que le nacían a Fernández Plancha en el cuero ex cabelludo para rodarle después patillas abajo. En un momento de soberana campechanía, la Loles estuvo a punto de revelarle a su rendido súbdito lo poquito que le importaban los catalanes, el gobierno, la oposición, la patronal, los sindicatos, el clero secular y seglar y, en suma, todo este puñetero país de intrigantes y envidiosos que en mala hora se avino a reinar. Pero en ese momento volvió el chambelán para hacer otro anuncio:

—Majestad: el Ministro del Interior solicita audiencia inmediata.

Y de pronto, como si aquella gota hubiera rebasado el vaso, toda la biliosa furia contenida de los Ogilvy y Cinco Sicilias se desató como un viento nuclear:

—La madre que parió a estos putos socialistas, ¿es que no pueden ir a dar po'I saco a las Naciones Unidas, tienen que venir siempre aquí? —aulló al tiempo que lanzaba el puro encendido a la chimenea, en cuyas jambas de mármol rebotó para salir volando hacia el chambelán.

Aquel momento de erupción biliosa no era el mejor para comparecer ante la Reina, pero Manolo, el Rey consorte, entraba en ese momento en el salón y no tuvo tiempo de escabullirse cuando vio volar el puro.

—Y tú, sinvergüenzale dijo su real esposa señalando con el índice—, siéntate ahí que ahora mismo te voy a contar yo cuatro cosas.

—Chist, cuidadito: a mí no me faltes al respeto que soy tu marido —dijo el Rey Manolo, alzando a su vez una mano como advertencia mientras se sentaba exactamente donde le habían indicado.

Entretanto, Fernández Plancha seguía postrado sobre una rodilla, al borde de la tortícolis y sumamente violento ante la situación. No tanto por la po sibilidad de asistir a una real trifulca familiar, sino sobre todo porque no convenía a sus intereses que el Ministro del Interior lo encontrara allí.

De modo que se atrevió a musitar:

—Majestad, si no puedo servirla en nada más... La Reina, que se había apoyado en la repisa de la chimenea tratando de recobrar el dominio de sí misma, no contestó hasta que notó cómo su nivel de adrenalina en sangre remitía hasta niveles controlables.

Después de haber sido convenientemente informado por Koldo de los Valles Verdes de los últimos logros de los Innombrables, así como de que el Presidente del Gobierno Invasor hablaba euskera con acento de Pronosti, el
Lehendakari Satrústegui
se moría de ganas de llamar a alguien para contárselo todo.

A este fin, repasó mentalmente la lista de presidentes autonómicos que le quedaban más cerca: Con el de Cantabria nunca había hecho muchas migas, y menos desde que había nombrado Consejero de Urbanismo de Santander a un diputado de la Falange Auténtica Resucitada.

El de Navarra de ahora también era bastante españolista, y sobre todo resultaba irritante que se empeñara en seguir diciendo «Pamplona» para referirse a Iruña.

El asturiano y el gallego eran tan serios y sosos como los catalanes, y en general no solían divertirse metiéndose con ellos...

El de La Rioja era majete, pero había estudiado Ingeniero de Caminos en Barcelona y su hijo mayor se había casado con el hijo de un directivo de La Caixa, así que tampoco valía...

De modo que finalmente decidió llamar a Nicolás, del Partido Socialista de la Pilarica, que al menos tenía buen saque y además siempre andaba a la greña con sus vecinos catalanes por el asunto de los trasvases.

Esa única llamada fue suficiente para desencadenar el juego de los disparates:

Una vez informado, el Presidente Nicolás dejó mediado un platillo de morcilla regado con vino de Cariñena para llamar al Presidente de Navarra y darle su versión. El Presidente de Navarra dejó su morcilla regada con vino de Navarra para llamar de inmediato al Presidente de Cantabria, que en ese momento estaba chapoteando en un charco para demostrarle a su cuadrilla de Santoña que el cargo no se le había subido a la cabeza. El Presidente de Cantabria llamó al Presidente de Asturias, que fue interrumpido en la redacción de un mail a Flavio Briatore en el que le proponía una Virgen de Covadonga de fibra de carbono a modo de mejora aerodinámica para el Renault de Fernando Alonso. El asturiano llamó enseguida al Presidente gallego, que, habiendo sido sorprendido en mitad de una escalera, no se movió hasta salir de foco, pero llamó desde allí mismo al Presidente de Castilla y León, que a su vez llamó al Presidente extremeño, que a su vez llamó al de la Junta de Andalucía...

El último lugar al que llegaron las noticias, pasando previamente por Canarias, fue a Ceuta y Melilla.

Y, naturalmente, las distintas versiones de lo sucedido que viajaron desde Bilbao hasta las costas de África pasando en zigzag por toda la piel de toro, distaban mucho de ser parecidas.

Para el viaje a Andorra con el Reconector, los innombrables habían tomado prestado un magnífico Chrysler Voyager con asientos que giraban 180 grados, una mesita auxiliar que permitía jugar a las cartas a los cuatro pasajeros de atrás, y un completo equipo audiovisual con dos pantallas de plasma escamoteables en el techo.

Como los dueños del vehículo eran una pareja del Octopus Dei, todo lo que la Encapuchada n.° 1 encontró en la guantera fueron galletas María, toallitas húmedas, varios chupetes y una disquetera con películas infantiles, la mayoría de dibujos animados.

La última que vieron, cuando salían ya de la Aasangre para desviarse al norte en Lérida, era el más reciente éxito de Disney Pixar: Sigmund Alligator. Trataba de un cocodrilo albino de las alcantarillas de Manhattan que, cada día al caer el sol, salía a la superficie por el inodoro de un psicoanalista para leer las obras completas de Freud en su bibliteca. Eso le sirve al cocodrilo albino para ayudar a sus amiguitos de las alcantarillas: un hámster ciego con complejo de Edipo, una tortuga mutante aquejada de narcisismo y otras mascotas infantiles que habían quedado traumatizadas a resultas de haber sido arrojadas por el desagüe. Pero un buen día, el cocodrilo albino sale por el vater del psiquiatra demasiado pronto y, tumbada sobre el diván de cuero, encuentra a una de sus pacientes: una bellísima aunque desdichada joven que no puede dejar de comer chirimoyas compulsivamente. El cocodrilo albino reconoce vagamente a la muchacha, pero no es hasta la mitad de la película cuando infiere que su compulsión por las chirimoyas está relacionada con la piel de éstas, que le recuerda a la piel de un pequeño caimancito que tuvo de niña y que, en la inocencia de un juego infantil, arrojó al inodoro para tirar después de la cadena. Es entonces cuando el cocodrilo albino, haciendo un flash back mental que lo transporta a una confusa y violenta escena de remolinos acuáticos y caídas al vacío por sinuosas conducciones, comprende que aquella muchacha es su dueña, su dulce amita, y, a la sazón, rica heredera de un financiero de Wall Street, lo que sin duda explica que el psiquiatra —que ya desde el principio se ve que tiene nariz de malo— aproveche las sesiones de regresión hipnótica para convencerla de que contraiga nupcias con él bajo régimen de gananciales. El cocodrilo albino entra entonces en acción para despertar a su dulce niña y se abalanza hacia el diván haciendo amorosos gestos con sus zarpas; pero la bella yaciente irrumpe en chillidos de puro pánico y el malvado psiquiatra la emprende a escobazos con el héroe, que en vano trata de explicarse con su bella voz de joven cocodrilo barítono. Enseguida llegan unos brutos del zoo de Central Park, lo capturan de muy malos modos, y la escena funde a negro con una canción tremendamente deprimente La vida es dolooor / la vida es frustracióoon— que el protagonista entona con su bella voz, llorando en una jaula llena de jeringuillas que los yonkis han echado entre los barrotes.

Llegados a este punto, por increíble que parezca, los guionistas consiguen que la película acabe bien. El hámster ciego, la tortuga mutante, la serpiente hipo condríaca y un ejército de pececillos maníacodepresivos rescatan al cocodrilo albino y, con ingeniosas tretas psicoanalíticas, dejan en ridículo a sus zafios guardianes; el malvado psicoanalista es privado de su apartamento por no pagar los plazos del préstamo hipotecario que pidió para estudiar la carrera; y al final de todo, el cocodrilo no llega a casarse con la muchacha —ella es definitivamente mamífera y por mucho que lo intenta no consigue poner huevos—, pero ésta comprende lo ocurrido en un estallido catárquico y, para enmendar su pecado de infancia y librarse de la fijación con las chirimoyas, invita a todas las mascotas del submundo neoyorquino a vivir en el domicilio de su padre el financiero. Así, la película acaba con vistas aéreas de un impresionante penthouse en Park Avenue en cuya descomunal terraza se han instalado un estanque con nenúfares, terrariums iluminados por rayos UVA, y un montón de comederos siempre rebosantes de verdura fresca y golosinas donde los seres del submundo se sentirán sin duda felices y queridos para siempre.

«The End», leyeron los Encapuchados 1 y 4, sentados en la última fila de asientos con varios lagrimo~ nes recorriéndoles las mejillas.

—No me digas que estás llorando, joder elijo la Encapuchada n.° 1, arreciando la voz para disimular—: no ves que lo de los cocodrilos de las alcantari llas es una leyenda urbana, y además son dibujos... Sin embargo, bajo la reprimenda, n.° 1 consideró que la sensibilidad de n.° 4, aunque resultaba abominable en una mujer, era un bonito complemento para un chico guapo.

—Atención, estamos a punto de cruzar la frontera —advirtió el Encapuchado n.° 6, al que en ese momento le tocaba el turno de conducir—. Haced el favor de comportaros un poquito y no parecer sospechosos.

Sospechosos de qué, me cagü'en tal: a ver quién tiene cojones de decirnos algo —dijo n.° i, para envalentonarse.

Naturalmente, la Guardia Civil de aduanas estaba allí para controlar lo que pudiera entrar desde Andorra y le importaba un pimiento lo que pudiera salir de España, así que el Chrysler Voyager con los seis encapuchados y su máquina diabólica ni siquiera tuvieron que detenerse para abandonar limpiamente el pais.

Veinte minutos después, cuando llegaban a Andorra la Vella, una fina e improbable lluvia empezó a caer sobre los neones de la pequeña ciudad.

La dirección de la única sucursal de la Petita Banca Andorrana coincidía con lo que el navegador del Chrysler les señalaba como centro de la po blación: la plaza Rebes, al principio de la zona rabiosamente comercial. Cuando llegaron era justo esa hora de la tarde en que el cielo es todavía diurno pero las montañas impiden la entrada del sol en el angosto valle y ya sólo brillan las infinitas luces de la avenida Meritxell, cruzando el río como una guirnalda de perfumerías, joyerías, tiendas de moda y restaurantes.

En la misma plaza Rebes había un parquin público, y allí dejaron los encapuchados el Chrysler mientras salían al exterior en busca de hotel.

El más moderno y con aspecto de caro que encontraron, apenas a unas manzanas de la plaza, tenía una imaginativa arquitectura de siete plantas asimé tricas y un enorme cartel de neón azul donde se leía el nombre —Gran Hotel dels Pirineus— seguido de cinco estrellas tan raras y desiguales como la fachada.

Los seis encapuchados se recompusieron el disfraz de ZZ Top y entraron en la elegante y futurista recepción.

La Agente 69 tenía una suite con terraza permanentemente alquilada en el Gran Hotel dels Pirineus, así como tres plazas de aparcamiento para sus descapotables. No necesitó siquiera pasar por la recepción para reservar otras dos habitaciones para el inspector y para Corrales; le bastó hacer una llamada desde el garaje:

—Oh, Frederic, eres tantan encantador... —le dijo a quien fuera que la atendió.

No había plan de acción previamente trazado, pero el inspector, al mando de lo que no dejaba de ser una operación policial, era el responsable de marcar la consigna de acción.

—Mapa no es territorio dijo alzando el índice para remarcar la importancia de la conocida sentencia
Zen
.

—Cómorr... —preguntó Corrales, vagamente chiquitistánico.

—Ah, sí: mucho mejor ver calle de Petita Banca Andorrana —aclaró el inspector.

Jazmín conocía bien la ubicación de la sucursal, en la plaza Rebes, y se mostró dispuesta a acompañar hasta allí a los caballeros. El inspector hizo gesto de ceder el paso a la dama y Corrales, que como a su pesar nunca había practicado ni el esquí ni la evasión de impuestos, conservaba el recuerdo de la Andorra del tabaco rubio y el queso de bola, los siguió bastante rezagado, admirado por el moderno diseño urbano y trotando a veces un poco para alcanzarlos después de haberse entretenido en algún llamativo escaparate —en realidad hubo que esperarlo unos minutos porque se empeñó en comprarse una gorra de béisbol con grandes letras de Adidas que, naturalmente, quiso estrenar de inmediato.

Una vez llegados al lugar, el inspector comprobó que la única sucursal de la Petita Banca Andorrana pasaba prácticamente desapercibida en la plaza. Era el típico banco de paraíso fiscal, sin cajeros automáticos ni carteles ofreciendo juegos de cacerolas a cambio de domiciliar la nómina, pero la discreción de éste en concreto quedaba aún más acentuada a causa de su fachada de grandes espejos azulones, como las gafas de un policía yanki. Ese efecto de reflexión, lejos de llamar la atención, procuraba un camuflaje perfecto por el método de repetir los edificios y estructuras que lo rodeaban hasta desdibujar su propia fachada, ni muy ancha ni muy alta, por lo demás.

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