Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
Midge la contempló boquiabierta y luego transfirió su mirada a Eduardo.
—Es inútil que mires a Eduardo —advirtió lady Angkatell—. Eduardo no sabría qué decir. Tú, Midge, eres siempre tan práctica...
—No sé de qué estás hablando, Lucía.
Lucía puso cara de sorpresa.
—La encuesta, querida. Gerda tiene que asistir a ella. ¿Debiera alojarse aquí? O... ¿ir al Ciervo Blanco? Los recuerdos serán dolorosos aquí, claro está. Pero después de todo, en el Ciervo Blanco habrá gente que le mirará con curiosidad, y Dios sabe cuántos periodistas. El miércoles, ¿sabes?, a las once. O..., ¿es a las once y media? —una sonrisa iluminó el rostro de lady Angkatell—. ¡Jamás he estado en una encuesta! He pensado en mi vestido gris... y sombrero, claro está, como si fuese a la iglesia..., pero guantes, no.
»¿Quieres que te diga una cosa? —prosiguió, cruzando el cuarto, descolgando el auricular del teléfono y contemplándolo—. ¡No creo que tenga más guantes que los de trabajar en el jardín en estos tiempos! Y claro, una barbaridad de estos tan largos para llevar de noche, que aún conservo de los tiempos de gobernadora. Los guantes resultan un poco estúpidos, ¿no os parece?
—Para lo único que sirven es para no dejar huellas dactilares cuando se comete un crimen —dijo Eduardo sonriendo.
—Es muy interesante que digas eso, Eduardo..., muy interesante. ¿Qué estoy haciendo con esto?
Lady Angkatell miró al aparato telefónico con leve disgusto.
—¿ibas a telefonear a alguien?
—No lo creo.
Lady Angkatell sacudió la cabeza y volvió a colgar cuidadosamente el auricular.
Miró a Eduardo y luego a Midge.
—Eduardo, no creo que debieras disgustar a Midge. A Midge le afectan las muertes violentas mucho más que a nosotros.
—Pero, Lucía —exclamó Eduardo—, si sólo me estaba preocupando por el sitio en que trabaja Midge... A mí me parece imposible.
—Eduardo opina que debiera tener un jefe delicioso y simpático que me apreciara —explicó secamente la muchacha.
—En serio, Midge —dijo Eduardo—, estoy preocupado.
Ella le interrumpió:
—Esa maldita mujer me paga cuatro libras esterlinas a la semana. Eso es lo único que me importa.
Pasó por delante de él y salió al jardín.
Sir Enrique estaba sentado en el sitio de costumbre, sobre el bajo muro; pero Midge torció y subió la senda en dirección al paseo de flores.
Sus parientes eran encantadores, pero le estorbaba su encanto aquella mañana.
David Angkatell estaba sentado en el banco de la parte más alta de la senda.
David no tenía nada de encantador; conque Midge se fue derecha a él y se sentó a su lado, observando con maliciosa satisfacción su gesto de disgusto.
Cuan difícil resultaba, pensó David, huir de la gente.
Le habían echado de su cuarto las incursiones de las doncellas armadas de paños para quitar el polvo, cubos y escobas.
La biblioteca y la Enciclopedia Británica no habían resultado el santuario que con tanto optimismo había esperado que fueran. Lady Angkatell había entrado un par de veces, dirigiéndole bondadosamente palabras a las que no parecía haber contestación inteligible alguna.
Había salido a condolerse, a solas, de su situación. El simple fin de semana al que de mala gana se había comprometido, habíase alargado ahora como consecuencia de las exigencias relacionadas con una muerte repentina y violenta.
David, que prefería la contemplación de un pasado académico o la discusión del porvenir de la izquierda, carecía de aptitudes para enfrentarse con un presente violento y realista. Como le había dicho a lady Angkatell, él no leía el
News of the World
. Pero el
News of the World
había venido a
The Hollow
.
¡Asesinato! David se estremeció de repugnancia. ¿Qué pensarían sus amigos? ¿Cómo se tomaban el asesinato? ¿Cuál era la actitud de uno? ¿De aburrimiento? ¿De disgusto? ¿De leve distracción o diversión?
Como quiera que estaba tratando de llegar a una decisión sobre este punto, le hizo poquísima gracia que le fuera a turbar Midge. La miró con inquietud cuando se sentó a su lado.
Le sobresaltó el gesto de desafío con que le devolvió la mirada. Una muchacha desagradable, sin valor intelectual alguno.
Preguntó Midge:
—¿Qué tal, te gustan tus parientes?
David se encogió de hombros. Dijo:
—En realidad..., ¿piensa uno en alguno de los parientes acaso?
Dijo Midge:
—¿Acaso piensa uno en algo?
«Tú en nada, sin duda alguna», se dijo para sus adentros David. Luego, casi con amabilidad:
—Analizaba mis reacciones ante un asesinato.
—Desde luego es curioso —murmuró Midge—
encontrarse
en uno.
David suspiró y dijo:
—Fastidioso —ésa era, pensó, la mejor actitud. Todos los clisés, todas las frases hechas, todas las situaciones manidas que uno creía no tenían existencia fuera de las páginas de una novela policíaca.
—Debes estar arrepentido de haber venido —dijo Midge.
David volvió a suspirar.
—Sí; hubiese podido estar en casa de un amigo mío en Londres.
Y agregó:
—Tiene una librería izquierdista.
—Supongo que se está más cómodo aquí.
—¿Le importa a uno la comodidad en rigor? —inquirió David con desdén.
—Hay veces —afirmó Midge— en que me parece que es lo único que me importa.
—La actitud de los mimados de la fortuna —dijo David—. Si fueras una trabajadora...
Midge le interrumpió.
—Lo soy. Precisamente por eso me resulta tan atractivo el gozar de las comodidades. Camas blancas, almohadas de edredón..., el desayuno en la cama..., un baño de porcelana con agua caliente a discreción... y deliciosas sales de baño. Una de esas butacas en que una se hunde de verdad...
Midge hizo una pausa en la enumeración.
—Los trabajadores —dijo David— debieran tener todas esas cosas.
Pero estaba un poco dudoso en cuanto se refería al desayuno en la cama. Sonaba imposiblemente sibarítico para un mundo seriamente organizado.
—No podría estar más de acuerdo contigo de lo que estoy —aseguró Midge de todo corazón.
Cuando Hércules Poirot disfrutaba de una taza de chocolate a media mañana, le interrumpió el timbre del teléfono. Se puso en pie y descolgó el auricular.
—¿Diga?
—¿Mister Poirot?
—¿Lady Angkatell?
—¡Qué agradable que conozca usted mi voz! ¿Le molesto?
—De ninguna manera. Espero que no se encontrará su salud resentida por los angustiosos sucesos de ayer.
—¡Oh, no! Angustiosos como usted dice; pero una se siente, descubro, completamente apartada, sin conexión con ellos como quien dice. Le telefoneo para preguntarle si le sería posible acercarse... Ya sé que resulta una imposición; pero me encuentro verdaderamente angustiada.
—No faltaba más, lady Angkatell. ¿Quería usted decir ahora?
—Pues; sí que quería decir ahora. Tan aprisa como pueda. Es usted muy amable.
—De ninguna manera. ¿Iré cruzando el bosque, pues?
—¡Oh!, claro. El camino más corto. Tantísimas gracias, mister Poirot.
Poirot se detuvo tan sólo a quitarse unas motas de polvo de las solapas y a ponerse un gabán delgado. Luego cruzó el camino y echó a andar apresuradamente a través del castañar. La piscina estaba desierta, la policía había terminado su trabajo y partido. Parecía inocente y apacible bajo la suave y nebulosa luz otoñal.
Echó una rápida mirada al interior del pabellón. Observó que habían retirado la capa de zorros platinados. Pero las seis cajas de cerillas seguían sobre la mesa junto al diván. Le intrigaron más que nunca aquellas cerillas.
—No es un lugar para tener cerillas... aquí, en la humedad. Una caja, por conveniencia, quizá. Pero no seis.
Contempló la mesa de hierro pintado con fruncido entrecejo. Habían quitado la bandeja con copas. Alguien había dibujado con lápiz sobre la mesa el burdo diseño de un árbol de pesadilla. Le dolió a Poirot. Era una ofensa para su ordenada mente.
Hizo un chasquido con la lengua, sacudió la cabeza y continuó andando hacia la casa, preguntándose cuál sería el motivo de la urgente llamada.
Lady Angkatell le estaba aguardando junto a los ventanales y le hizo entrar en la sala desierta.
—Le estoy muy agradecida por haber venido, mister Poirot.
Le estrechó la mano con calor.
—Madame, estoy a sus órdenes.
Las manos de lady Angkatell flotaron expresivamente. Abrió los grandes y hermosos ojos.
—Es que todo es tan difícil... El inspector está entrevistándose con... no, interrogando..., tomando una declaración..., ¿cuál es el término que emplean ustedes?, a
Gudgeon
. Y la verdad, aquí nuestra vida entera depende de Gudgeon y una simpatiza tanto con él... Porque, claro está, es terrible que le interrogue la policía..., aun tratándose del inspector Grange, quien, la verdad, me parece un hombre muy agradable y probablemente será padre de familia... niños en mi opinión, y les ayudará en el Meccano
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por la noche..., y una mujer que lo tendrá todo muy limpio, aunque muy apiñado por falta de espacio.
Hércules Poirot parpadeó al desarrollar lady Angkatell su imaginaria descripción de la vida familiar del inspector.
—A juzgar por la forma en que le cae el bigote —prosiguió lady Angkatell—, creo que una casa demasiado limpia puede ser a veces deprimente... como el jabón de la cara de las enfermeras. ¡Lo que brilla! Pero eso ocurre más bien en el campo, donde las cosas van más atrasadas... en las clínicas londinenses usan la mar de polvos y se pintan los labios con un carmín vivido de verdad. Pero estaba diciendo, monsieur Poirot, que tiene usted que venir a comer como es debido cuando haya terminado este estúpido asunto.
—Es usted muy amable.
—A mí, personalmente, no me importa la policía —dijo lady Angkatell—. En realidad, lo encuentro todo la mar de interesante. «Permítame que le ayude en todo lo que pueda», le dije al inspector Grange. Parece una persona algo aturdida, pero metódica.
»El móvil le parece tan importante a la policía —prosiguió—. Y ya que hablábamos de enfermeras de hospital, creo que Juan Christow... una enfermera pelirroja con nariz respingona... la mar de atractiva. Pero, claro está eso fue hace mucho tiempo y a la policía pudiera no interesarle. Una no sabe, en realidad, cuánto tendría que soportar la pobre Gerda. Es una de esas mujeres leales, ¿no le parece? O posiblemente se cree lo que le dicen. Yo creo que si una no tiene mucha inteligencia, lo más prudente es hacer eso.
Bruscamente, lady Angkatell abrió de par en par la puerta del despacho y empujó a Poirot hacia dentro diciendo animadamente:
—Aquí está monsieur Poirot.
Dio la vuelta majestuosamente a su alrededor y salió. El inspector Grange y Gudgeon estaban sentados junto a la mesa. En el rincón había una joven con un librito de notas. Gudgeon se puso respetuosamente en pie.
Poirot se apresuró a presentar excusas.
—Me retiro inmediatamente. Le aseguro que no tenía la menor idea de que lady Angkatell...
—No, no; ya me figuro que no —el bigote de Grange tenía un aspecto más pesimista que nunca aquella mañana.
«Quizá», pensó Poirot, fascinado por la reciente descripción que hiciera lady Angkatell de Grange, «quizá haya habido demasiada limpieza... o tal vez se haya comprado una mesa de bronce de Benarés, de suerte que el buen inspector no tiene, en verdad, sitio suficiente donde moverse.»
Desterró estos pensamientos con ira. La casa limpia, pero demasiado llena del inspector Grange, la mujer, los hijos y su afición al Meccano, no eran más que fragmentos de la imaginación de lady Angkatell.
Pero la vividez con que asumía una realidad concreta le interesaba. La facultad de lady Angkatell de conseguir que así fuera resultaba sorprendente, una verdadera proeza.
—Siéntese, monsieur Poirot —dijo Grange—. Hay algo que quiero preguntarle y casi he terminado aquí.
Volvió a ocuparse de Gudgeon, que, con respeto y casi protestando, se sentó de nuevo y miró a su interlocutor con cara sin expresión.
—Y..., ¿eso es todo lo que puede usted recordar?
—Sí, señor. Todo, señor, seguía como de costumbre. No sucedió ninguna cosa desagradable.
—Hay una capa de pieles... allá en el pabellón; junto a la piscina. ¿A cuál de las señoras pertenecía?
—¿Se refiere usted, señor, a una capa de zorro platinado? La vi ayer cuando llevé las copas al pabellón. Pero no es propiedad de ninguna de las señoras que habitan en esta casa.
—¿De quién es, pues?
—Es posible que pertenezca a la señora Cray. La señorita Verónica Cray, artista de cine. Llevaba algo por el estilo.
—¿Cuándo?
—Cuando estuvo aquí anteanoche, señor.
—No me había hablado usted que figurara ella entre los invitados.
—No era invitada, señor. La señorita Cray, de Dovecotes, la... ¡ah...!, casita de Podder's Lane... Se había quedado sin cerillas y vino después de cenar a pedir unas cuantas prestadas.
—¿Se llevó seis cajas? —inquirió Poirot.
Gudgeon se volvió hacia él.
—Exacto, señor. Milady, después de preguntar si teníamos suficientes, insistió en que la señorita Cray se llevara media docena de cajas.
—Que se dejó en el pabellón —dijo Poirot.
—Sí, señor. Las vi ayer por la mañana.
—No le pasan muchas cosas por alto a ese hombre —observó Poirot al marcharse Gudgeon y cerrar la puerta suavemente tras él.
El inspector Grange se limitó a decir que los criados eran el mismísimo demonio.
—Sin embargo —agregó animándose un poco—, siempre nos queda la doncella de cocina... la maritornes. Ésas suelen hablar... No son como el resto de la servidumbre, que se da tanto tono.
»He encargado a un agente que investigue en Harley Street —prosiguió—. Y haré una visita yo mismo más tarde durante el día. Debiéramos encontrar algo por ese lado. Seguramente sabrá usted que la esposa de Christow tenía que aguantar muchas cosas. Algunos de esos médicos de moda y sus pacientes femeninos... ¡lo sorprendido que usted quedaría si supiese...! Y deduzco, por lo que me ha dicho lady Angkatell, que hubo jaleo por cuestión de una enfermera del hospital. Claro que habló muy vagamente de ello...
—Sí —asintió Poirot—; pero ya me lo figuro.