Sangre en la piscina (27 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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Dijo:

—¿Ah, sí? Pues ¡como me llamo Eduardo que vas a ir a Ainswick en el tren de las dos y cuarto!

Pasaba un taxi. Le hizo una seña. El vehículo se detuvo junto al bordillo. Eduardo abrió la portezuela. Midge, algo aturdida, subió.

—¡A la estación de Paddington! —ordenó Eduardo.

Y subió a sentarse junto a la muchacha.

Los primeros momentos guardaron silencio. Midge, comprimidos los labios, desafío y rebeldía en la mirada. Eduardo, con la mirada fija delante de él.

Mientras aguardaban que cambiaran las luces del tráfico en Oxford Street, Midge habló para decir desagradablemente:

—Mal te salió el farol. No contabas con que te pusieran en trance de cumplirlo.

—No fue farol —respondió secamente Eduardo.

Arrancó el taxi de nuevo. Torcía a la izquierda en Edgeware Road para meterse en Cambridge Terrace, cuando Eduardo recobró su actitud normal.

Dijo de pronto:

—No podemos tomar el tren de las dos y cuarto.

Contestó Midge con frialdad:

—¿Por qué no podemos tomar el tren de las dos y cuarto? Sólo es la una y veinticinco ahora.

Eduardo le sonrió.

—No tienes equipaje, Midge, pequeña. Ni camisones, ni cepillos de dientes, ni zapatos de campo. Y recuerda que hay otro tren a las cuatro y cuarto. Comeremos ahora y discutiremos la situación.

Midge exhaló un suspiro.

—¡Cuan característico es eso en ti, Eduardo! Recordar el lado práctico. Los impulsos no te llevan muy lejos, ¿verdad? Bueno. Fue un sueño muy agradable mientras duró, por lo menos.

Posó su mano en la de él y le dirigió la sonrisa de siempre.

—Siento haberte insultado en plena calle como una verdulera —dijo— Pero es que, Eduardo, fuiste irritante, de verdad.

—Sí—dijo él—; debo haberlo sido.

Entraron en el Berkeley alegremente. Consiguieron una mesa junto a la ventana y Eduardo pidió una comida excelente.

Cuando terminaron el pollo, Midge suspiró y dijo:

—Debiera volver a toda prisa a la tienda. Ya ha pasado la hora que me dan para comer.

—Hoy vas a emplear todo el tiempo que necesites para comer con toda tranquilidad, aunque tenga yo que volver a comprar la mitad de los vestidos que hay en la tienda.

—Querido Eduardo, ¿sabes que eres bueno de verdad?

Comieron tortilla al ron y luego les sirvieron café.

Eduardo se echó azúcar y removió el líquido con la cucharilla.

—Amas mucho a Ainswick, ¿verdad?

—¿Es necesario que hablemos de Ainswick? He logrado no tomar el tren de las dos y cuarto y sobrevivir... y me doy perfecta cuenta de que no hay ni que hablar del de las cuatro y cuarto..., pero no te ensañes conmigo.

Eduardo sonrió.

—No; no voy a proponer que tomemos el tren de las cuatro y cuarto. Pero sí me propongo que vayas conmigo a Ainswick, Midge. Y propongo que vayas allí con carácter definitivo..., es decir, si puedes aguantarme.

Ella le miró boquiabierta por encima del borde de la taza. La depositó luego sobre la mesa con una mano que, mediante un esfuerzo, logró que no temblara.

—¿Qué quieres decir exactamente, Eduardo?

—Estoy proponiendo que te cases conmigo. Midge. Supongo que no soy un partido muy romántico. Soy la mar de aburrido, eso ya lo sé... y no sirvo gran cosa para nada. No hago más que leer libros y perder el tiempo por ahí. Pero aunque no soy persona muy emocionante, nos conocemos desde hace mucho tiempo y creo que el propio Ainswick... bueno, te servirá de compensación. Creo que serías feliz en Ainswick, Midge. ¿Querrías venir?

Midge tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. Dijo:

—Pero si yo creí... Enriqueta...

Y se interrumpió, temerosa de haber dicho demasiado con aquella espontánea insinuación.

Dijo Eduardo, con voz igual, sin emoción:

—Sí; le he pedido tres veces a Enriqueta que se case conmigo. Las tres veces se ha negado. Enriqueta sabe lo que no quiere.

Hubo un momento de silencio. Luego:

—Bien, Midge, querida, ¿qué contestas?

Midge le miró. Dijo con voz entrecortada:

—¡Parece tan extraordinario! ¡Es como si le ofrecieran a una el cielo en bandeja... en el Berkeley!

El rostro de él se iluminó. Posó sus manos sobre la de ella un instante.

—El cielo en bandeja —dijo—. Conque esos sentimientos te despierta Ainswick... ¡Oh, Midge!, cuánto me alegro.

Se miraron, felices. Eduardo pagó la cuenta y dio una propina enorme. Se iba vaciando ya el restaurante. Midge dijo, haciendo un esfuerzo:

—Tendremos que irnos. Supongo que será mejor que vuelva a madame Alfrege. Después de todo, cuenta conmigo. No puedo dejarla plantada sin más ni más.

—No. Supongo que tendrás que volver y presentar la dimisión o como se llame eso. Pero no has de continuar trabajando allí. No lo consentiré. Primero, sin embargo, había pensado que fuéramos a una de esas tiendas de Bond Street donde venden anillos.

—¿Anillos?

—Es lo corriente, ¿verdad?

Midge se echó a reír.

En la amortiguada iluminación de la joyería, Midge y Eduardo se inclinaron sobre bandejas de centelleantes anillos de prometida, mientras un dependiente discreto les contemplaba con benigno gesto.

Dijo Eduardo, apartando una bandeja recubierta de terciopelo.

—No; esmeraldas, no.

Enriqueta con el traje de mezclilla verde... Enriqueta con el traje de noche de color de jade chino...

Midge intentó desterrar la punzada de dolor que sentía en el corazón.

—Escoge por mí —le dijo a Eduardo.

Se inclinó él sobre la bandeja que tenía delante. Escogió un anillo con un solo diamante. No era muy grande la piedra, pero sí de unas aguas hermosas y de ígneo centelleo.

—Me gusta éste.

Midge asintió con un movimiento de cabeza. Le encantaba aquella exhibición de buen gusto por parte de Eduardo. Se lo puso en el dedo mientras Eduardo se apartaba con el dependiente.

Eduardo extendió un cheque por valor de trescientas cuarenta y dos libras y volvió al lado de Midge, sonriendo. Dijo:

—Vamos a ser groseros con madame Alfrege.

Capítulo XXV

—Querida, estoy
encantadísima
.

Lady Angkatell le tendió una frágil mano a Eduardo y tocó suavemente a Midge con la otra. Hiciste muy bien, Eduardo, en obligarla a dejar ese horrible establecimiento y traería derecha aquí. Se quedará en esta casa, claro está, y desde aquí se casará. En San Jorge, ¿sabes?, tres millas por carretera, aunque diste sólo una a través de los bosques. Sólo que, naturalmente, una no va a una boda cruzando bosques. Y supongo que tendrá que oficiar el vicario..., pobre hombre, tiene unos catarros tan fuertes a la cabeza todos los otoños... ¡Lástima! El Párroco, por ejemplo, tiene una de esas voces anglicanas muy agudas, y la ceremonia hubiera resultado muy impresionante... y más religiosa también... comprenderás lo que quiero decir. Es tan difícil conservar una actitud reverente cuando alguien suelta un sermón hablando por la nariz...

Era, pensó Midge, una recepción muy a lo Lucía. Le entraban ganas de llorar y reír al escucharla.

—Me encantaría casarme aquí, Lucía —dijo.

—En tal caso, así queda acordado, querida. De raso semiblanco, en mi opinión. Y con un libro de misa de marfil. Ramo de flores, no. ¿Damas?

—No, no quiero jaleo. Una boda tranquila.

—Comprendo lo que quieres decir, querida, y creo que tal vez tengas razón. En una boda de otoño casi siempre se llevan crisantemos... una flor tan poco inspiradora, digo yo... Y a menos que una pierda la mar de tiempo escogiendo... y casi siempre hay una feísima que estropea todo el efecto... pero tienes que admitirla porque, generalmente, suele ser la hermana del novio. Pero claro, Eduardo no tiene hermanas.

—Eso parece ser un tanto a mi favor —sonrió Eduardo.

—Pero los peores en una boda son, en realidad, los niños —prosiguió lady Angkatell, siguiendo feliz el curso de sus propios pensamientos— Todo el mundo dice: «¡Qué encanto!», pero, hija mía, ¡la ansiedad! Le pisan la cola a la novia, o se ponen a dar alaridos llamando a su aya, y con frecuencia se marean. Siempre me pregunto yo cómo puede una muchacha subir la nave hacia el altar en el estado de ánimo que las circunstancias exigen cuando la consume la incertidumbre de lo que estará sucediendo a sus espaldas.

—No es necesario que haya nada detrás de mí —contestó alegremente Midge—. Ni cola siquiera. Puedo casarme con chaqueta y falda.

—¡Oh, no, Midge! Parecerías una viuda. No; raso semiblanco y no de madame Alfrege.

—Desde luego, de casa de madame Alfrege, no —asintió Eduardo.

—Te llevaré a Mireille, es una gran modista —dijo lady Angkatell.

—Mi querida Lucía, no puedo permitirme el lujo de ir a Mireille.

—No digas tonterías, Midge. Enrique y yo vamos a regalarte la canastilla de boda. Y Enrique, claro está, te llevará a la iglesia. Dios quiera que la cintura del pantalón no le esté demasiado estrecha. Hace cerca de dos años que no ha asistido a ninguna boda. Y yo iré de...

Hizo una pausa y entornó los ojos.

—De azul hidrargea —anunció lady Angkatell con voz embelesada—. Supongo, Eduardo, que escogerás a uno de tus amigos para padrino. De lo contrario, claro está, ahí tienes a David. No puedo menos de pensar que eso sería muy bueno para David. Le daría aplomo, ¿sabes?, y tendría la sensación de que todos le
queremos
. Eso, estoy segura, es muy importante para David. ¡Debe desanimar tanto sentirse uno inteligente e intelectual y, sin embargo, que nadie le quiera a uno más que por eso! Pero, claro, resultaría un poco arriesgado. Probablemente perdería el anillo, o lo dejaría caer en el instante crítico. Supongo que le preocuparía demasiado a Eduardo. Pero resultaría agradable, hasta cierto punto, circunscribir la cosa a la misma gente que tuvimos aquí para el asesinato.

Lady Angkatell pronunció las últimas palabras con la mayor naturalidad del mundo.

Midge no pudo menos que decir:

—Lady Angkatell ha invitado este otoño a unos amigos a un asesinato.

—Sí —murmuró lady Angkatell pensativa—; supongo que sí sonaba de esa manera. Invitación a presenciar un crimen. Y, ¿sabes?, cuando una se para a pensar, ¡eso es lo que ha sido precisamente!

Midge se estremeció levemente y dijo:

—Bueno, por lo menos todo eso ha terminado ya.

—No del todo. El sumario sólo se aplazó. Y ese simpático inspector Grange nos ha llenado la vecindad de agentes, que no hacen más que correr por el bosque como una manada de elefantes aplastándolo todo y asustando a los faisanes, y asomando de pronto por los sitios más inverosímiles.

—¿Qué andan buscando? —inquirió Eduardo—. ¿El revólver con el que mataron a Juan Christow?

—Me imagino que sí. Hasta vinieron a casa con un mandato judicial para efectuar un registro. El inspector se deshizo en excusas, y parecía la mar de
cohibido
; pero, claro, le dije que a mí me encantaría. Mirando absolutamente
en todas partes
. Yo les seguí de un lado para otro, ¿sabéis?, y hasta sugerí dos o tres sitios que a ellos ni se les habían ocurrido. Pero no encontraron nada. Nos llevamos un verdadero chasco. El pobre inspector Grange está adelgazando a ojos vistas y no hace más que tirarse del bigote. Su esposa debiera darle comidas más nutritivas que de costumbre ahora que anda tan preocupado y atareado... pero tengo una vaga idea que debe ser una de esas mujeres que se preocupan más de que el linóleo esté brillante que de guisar una comida apetitosa. Lo cual me recuerda que debo ir a ver a la señora Medway. Es curioso lo poco que puede soportar la servidumbre a la policía. Su
soufflé
de queso de anoche era completamente incomestible. En el
soufflé
y en las pastas siempre se conoce cuándo no está una centrada. De no ser porque Gudgeon los mantiene unidos, creo de veras que la mitad de los criados se despedirían. ¿Por qué no os vais los dos a daros un paseo y ayudáis a la policía a buscar el revólver?

Hércules Poirot estaba sentado en el banco, desde el que se veían los castañares que rodeaban la piscina. No tenía sensación de hallarse en terreno vedado, puesto que lady Angkatell le había suplicado, con mucha dulzura, que vagara por donde le diese la gana cuando quisiera. Era la dulzura de lady Angkatell la que estaba siendo objeto de estudio por parte de Poirot en aquellos instantes.

De vez en cuando oía el chasquido de ramas en los bosques de arriba o veía una figura moverse entre los castaños de abajo.

A los pocos momentos apareció Enriqueta en el sendero que daba al camino. Se detuvo un momento al ver a Poirot y luego fue a sentarse a su lado.

—Buenos días, monsieur Poirot. Salí a hacerle una visita, pero no le encontré en casa. Tiene usted aspecto olímpico. ¿Preside usted la caza? El inspector parece muy activo. ¿Qué andan buscando? ¿El revólver?

—Sí, señorita Savernake.

—¿Lo encontrarán, cree usted?

—Creo que sí. Bien pronto ya, digo yo.

Ella le miró interrogadora.

—Así, pues, ¿tiene usted una idea de dónde se encuentra?

—No. Pero creo que se encontrará pronto. Ha llegado la hora de que se le encuentre.

—¡Dice usted unas cosas más raras, monsieur Poirot!

—Son raras las cosas que aquí suceden. Ha regresado usted muy pronto de Londres, mademoiselle.

El semblante de Enriqueta se tornó duro. Rió, con risa breve y amarga.

—El asesino vuelve al lugar del crimen, ¿eh? Ésa es la antigua superstición, ¿verdad? Conque sí que cree que yo... le maté. ¿No me cree cuando le digo que yo no haría... que no
podría
matar a nadie?

Poirot no contestó en seguida. Por fin dijo pensativo:

—Me ha parecido a mí desde un principio que o era muy sencillo este crimen... tan sencillo que costaba trabajo creer en su sencillez, y la sencillez, mademoiselle, puede ser a veces sumamente misteriosa y de solución casi imposible... o era extremadamente complicado. Es decir, que nos hallábamos luchando contra una inteligencia capaz de invenciones intrincadas e ingeniosas. De suene que, cada vez que parecíamos encaminados a la verdad, nos estaban conduciendo, en realidad, por un camino que serpenteaba alejándose de la verdad para rematar en... nada. Esta aparente futileza, esta esterilidad continua, no es real, es artificial,
obedece a un plan
. Una mente muy sutil e ingeniosa está conspirando contra nosotros en todo momento... y triunfando.

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