Sangre en la piscina (30 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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Se quitó Midge el anillo del dedo y se lo ofreció.

Siempre amaría a Eduardo, y Eduardo siempre amaría a Enriqueta y la vida sería un completo infierno.

Dijo, quebrándose levemente la voz:

—Es un anillo muy hermoso, Eduardo.

—Me gustaría que te lo quedases, Midge. Me encantaría que lo tuvieses.

Ella negó con la cabeza.

—No podría hacer eso.

Dijo él con una leve contracción humorística de los labios:

—No se lo daré a ninguna otra persona, ¿sabes?

Todo ocurrió amistosamente. Él no sabría, jamás sabría, exactamente lo que estaba sintiendo ella. El cielo en una bandeja, y la bandeja se había roto, y el cielo se le había escapado de entre los dedos o quizá jamás hubiese estado retenido allí.

Aquella tarde Poirot recibió su tercera visita.

Le había ido a ver Enriqueta Savernake. Luego, Verónica Cray. Y esta vez era lady Angkatell. Avanzó ingrávida por la senda dando la acostumbrada impresión de falta de corporeidad.

Abrió la puerta, y ella le miró con una sonrisa.

—He venido a verle —anunció.

Así hubiera conferido un favor un hada a un simple mortal.

—Encantado, madame.

La condujo a la salita. Ella se sentó en el sofá y volvió a sonreír.

Hércules Poirot pensó: «Es vieja..., tiene el cabello gris... y hay arrugas en su rostro. No obstante, hay en ella algo mágico... y siempre lo habrá.»

Lady Angkatell dijo con dulzura:

—Quiero que me haga usted un favor.

—Diga, lady Angkatell.

—Para empezar, he de hablarle a usted... de Juan Christow.

—¿Del doctor Christow?

—Sí. Se me antoja a mí que lo único que se puede hacer es poner punto final a todo el asunto. Comprende usted lo que quiero decir, ¿verdad?

—No estoy muy seguro de saber lo que quiere usted decir, lady Angkatell.

Le dirigió una nueva y deslumbradora sonrisa y posó una mano blanca y larga sobre su brazo.

—Querido monsieur Poirot, usted comprende perfectamente. La policía tendrá que andar buscando por ahí al que dejó estas huellas dactilares y no le encontrarán. Y acabarán por tener que abandonar la investigación. Pero me temo, ¿sabe?, que usted no la abandonará.

—No —asintió Poirot—; yo no la abandonaré.

—Eso es precisamente lo que yo suponía. Y ésa es la razón de que haya venido. Es la verdad lo que usted desea, ¿no es así?

—¡Claro que deseo la verdad!

—Veo que no me he explicado muy bien. Estoy intentando averiguar exactamente
por qué
no quiere abandonar usted el asunto. No es por razones de prestigio, ni porque desee ahorcar a un asesino (una clase de muerte bien desagradable, he opinado yo siempre... tan
medieval
). Sólo es, creo yo, porque quiere usted
saber
. Sí que me entiende, ¿verdad? Si conociera usted la verdad... si se le llegara a
decir
a usted la verdad, creo que... que tal vez quedara satisfecho. ¿Le gustaría a usted, monsieur Poirot?

—¿Está usted ofreciendo decirme la verdad, lady Angkatell?

Ella movió afirmativamente la cabeza.

—Así, pues, ¿usted conoce la verdad?

Abrió ella los ojos desmesuradamente.

—Oh, sí, hace tiempo que la sé. Me
gustaría
decírsela. Y entonces podríamos acordar que..., bueno, que todo había pasado ya y que todo estaba terminado.

Le sonrió.

—¿Trato hecho, monsieur Poirot?

Le costó un serio esfuerzo a Hércules Poirot el decir:

—No, madame, no hay trato hecho.

Quería, quería muy de veras, abandonar el asunto nada más que porque Lucía Angkatell se lo había pedido.

Lady Angkatell se quedó muy quieta durante un momento. Luego enarcó las cejas.

—Si sabrá usted —murmuró—, si sabrá usted lo que está haciendo en realidad.

Capítulo XXVIII

Midge, secos los ojos y despierta en la oscuridad, se agitó inquieta en el lecho.

Oyó abrirse una puerta, pisadas en el corredor que pasaban por delante de su entrada.

Era la puerta de Eduardo, y de Eduardo eran las pisadas.

Encendió la lámpara de la mesa de noche y consultó el reloj.

Las tres menos diez minutos.

Eduardo paseando por delante de su puerta y bajando la escalera a aquella hora de la madrugada... Era raro.

Todos se habían acostado temprano, a las diez y media. Ella no había podido dormir. Los párpados le ardían; un dolor seco, febril, le consumía todo el cuerpo.

Había oído dar las horas en el reloj de abajo, y ulular a los búhos fuera, cerca de su ventana. Había experimentado esa depresión que alcanza su nadir a las dos de la mañana. Se había dicho: «No puedo soportarlo..., no puedo soportarlo. Llega mañana..., otro día. Día tras día que pasar sufriendo.»

Desterrada por su propio acto de Ainswick, exiliada de toda aquella belleza, de todo Ainswick tan querido, que hubiera podido ser suyo.

Pero más valía el destierro, mejor la soledad, mejor una vida gris y deprimente que la vida con Eduardo y con el espectro de Enriqueta. Hasta aquel día en el bosque no había conocido Midge hasta qué punto era capaz de ser celosa.

Y, después de todo. Eduardo nunca le había dicho que la quería. Afecto, bondad, nunca había fingido ofrecerle otra cosa. Ella había aceptado la limitación y, hasta darse cuenta de lo que significaba vivir con un Eduardo cuya mente y cuyo corazón tenían a Enriqueta como invitada permanente, no comprendió que, para ella, el afecto de Eduardo no era suficiente.

Eduardo, pasando de largo por delante de su puerta, bajando la escalera...

Era raro, muy raro. ¿Adonde iba?

Se sintió más intranquila por momentos. Todo aquello formaba parte integrante de la inquietud que
The Hollow
le producía en estos tiempos. ¿Qué hacía Eduardo abajo a altas horas de la madrugada? ¿Había salido?

Por fin no pudo soportar por más tiempo la inactividad. Se levantó, se puso el batín y, tomando una lámpara de bolsillo, abrió la puerta y salió al pasillo.

La oscuridad era completa. No se había encendido ninguna luz. Midge torció a la izquierda y llegó a la escalera. Abajo todo estaba en tinieblas también. Bajó corriendo los escalones y, tras vacilar un instante, encendió la luz del vestíbulo. Reinaba un silencio completo. La puerta principal estaba cerrada y tenía echada la llave. Probó la puerta falsa y la encontró cerrada con llave también.

Así, Eduardo no había salido. ¿Dónde podía estar?

Y, de pronto, alzó la cabeza y olfateó el aire.

Una ráfaga, una ráfaga muy leve de gas.

La mampara que aislaba la cocina y otras dependencias estaba entornada.

Pasó por ella. De la abierta puerta de la cocina salía un poco de luz. El inconfundible olor a gas era muy fuerte.

Midge recorrió a toda prisa el corredor y entró en la cocina. Eduardo yacía en el suelo, con la cabeza dentro del horno de gas, cuyas espitas estaban abiertas.

Midge era una muchacha rápida y práctica. Lo primero que hizo fue abrir los postigos. No pudo mover la falleba de la ventana, pero se envolvió el brazo en un paño de cocina y rompió el vidrio. Luego, conteniendo el aliento, se agachó y tiró de Eduardo hasta sacarle la cabeza del horno y cerró las espitas.

Eduardo estaba sin conocimiento y respiraba de una forma rara; pero Midge sabía que no podía haber estado sin sentido mucho rato. Debía haberse quedado sin él segundos antes. La corriente que se había establecido entre puerta y ventana estaba despejando la habitación de gas rápidamente. Midge arrastró a Eduardo hasta un punto cercano a la ventana donde le diera el aire de lleno. Se sentó y le recogió con fuertes brazos.

Pronunció su nombre, suavemente al principio y luego con creciente desesperación.

—Eduardo, Eduardo, Eduardo,
Eduardo
...

Él se movió, exhaló un gemido, abrió los ojos y la vio.

Dijo con voz débil:

—Horno.

Y dirigió la mirada a la cocina de gas.

—Lo sé, querido; pero, ¿por qué...?,
¿por qué?

Tiritaba Eduardo ahora. Tenía las manos frías, blancas.

Dijo:

—Midge.

Se notaba en la voz un dejo de sorpresa y de alegría.

Dijo ella:

—Te oí pasar por delante de mi puerta. No sabía... Bajé.

Exhaló un prolongado suspiro, que parecía venir de muy lejos.

—La mejor solución.

Y luego, inexplicablemente, hasta que Midge recordó la conversación de Lucía la noche de la tragedia.


News of the World
.

—Pero, Eduardo, ¿por qué...?,
¿por qué?

Alzó hacia ella la vista y la vacua y fría oscuridad de su mirada la asustó.

—Porque sé ahora que nunca he servido para nada. Siempre un fracaso. Siempre inútil. Son los hombres como Christow los que hacen cosas. Triunfan, y las mujeres les admiran. Yo no soy nada..., ni siquiera estoy vivo del todo. Heredé Ainswick y tengo lo suficiente para vivir... de lo contrario me hubiese hundido. No sirvo para una carrera..., nunca fui gran cosa como escritor. Enriqueta no me quiso. Nadie me quería. Aquel día... en el Berkeley... creí..., pero pasó lo de siempre. Tampoco podías quererme tú, Midge. Ni aun por Ainswick estabas dispuesta a soportarme. Conque pensé que era lo mejor acabar de una vez.

Midge habló a borbotones.

—Querido, querido, tú no comprendes. Fue por Enriqueta..., porque creí firmemente que aún querías a Enriqueta tanto.

—¿Enriqueta? —murmuró vagamente, como si hablara de alguien infinitamente remoto—. Sí, la quise mucho.

Y, desde aún más lejos, le oyó murmurar:

—Eduardo
..., mi muy querido Eduardo...

Le abrazó con fuerza. El le sonrió, murmurando:

—Estás caliente, Midge..., estás tan caliente.

Sí, pensó ella. Eso era la desesperación; una cosa fría, una cosa de un frío y de una soledad infinitos. Nunca había comprendido hasta entonces que la desesperación era algo frío. Había pensado en ella como algo ardiente, apasionado..., algo violento..., una desesperación de sangre caliente. Pero no era así. Aquello era desesperación, aquella oscuridad completa de frío y de soledad. Y el pecado de la desesperación de que hablaban los sacerdotes era un pecado frío, el pecado de aislarse uno de todo contacto humano, cálido y vivo.

Eduardo dijo otra vez:

—Estás tan caliente, Midge.

Y de pronto pensó ella con una confianza alegre y orgullosa: «¡Si eso es lo que quiere! ¡Si eso es lo que yo puedo darle!» Eran todos fríos los Angkatell. Hasta la propia Enriqueta tenía en ella algo de fuego fatuo, de la esquiva frialdad sobrenatural que anidaba en la sangre de los Angkatell. Que amara Eduardo a Enriqueta como un sueño intangible e imposible de poseer. Eran calor, permanencia, estabilidad, lo que en realidad necesitaba. Era la compañía diaria, y el amor, y la risa de Ainswick.

Pensó: «Lo que Eduardo necesita es alguien que encienda un fuego en su hogar... y yo soy la que puedo hacer eso.»

Eduardo alzó la mirada. Vio el rostro de Midge inclinado sobre él; el cálido colorido de su piel, la boca generosa; los ojos firmes y la negra cabellera que se apartaba de su frente hacia atrás como dos alas.

Veía a Enriqueta siempre como una proyección del pasado. En la mujer hecha y derecha buscaba y deseaba tan sólo ver a la muchacha de diecisiete años a quien primero quisiera. Pero ahora, mirando a Midge, tuvo la extraña sensación de que estaba viendo a una Midge continua. Vio a la colegiala con el alado cabello retrocediendo en dos trenzas. Vio sus oscuras ondas enmarcando ahora su rostro. Y vio exactamente el aspecto que aquellas alas tendrían cuando el cabello dejara de ser negro para tornarse gris.

«Midge —pensó— es real. La única cosa real, que en mi vida he conocido...» Sintió su calor, y su fuerza..., ¡morena, positiva, viva, real! «Midge —pensó— es la roca sobre la que puedo construir mi vida...»

—Midge, querida, te quiero tanto..., no me vuelvas a dejar...

Se inclinó hacia él, y Eduardo sintió el calor de sus labios en los suyos, sintió que su amor le envolvía, le estrujaba... y la felicidad floreció en aquel desierto donde durante tanto tiempo había vivido solo.

De pronto dijo Midge con una risa trémula:

—Mira, Eduardo: se ha asomado una cucaracha a mirarnos, ¿verdad que es una cucaracha muy bonita? ¡Jamás creí que pudiera llegar a gustarme tanto una cucaracha!

Agregó soñadora:

—¡Qué rara es la vida! Henos aquí, sentados en el suelo de una cocina que aún huele a gas, rodeados de cucarachas, y nos sentimos en la gloria.

Murmuró él, soñador también:

—Me quedaría aquí eternamente.

—Más vale que vayamos a dormir un rato. Son las cuatro de la mañana. ¿Cómo vamos a explicarle la ventana rota a Lucía?

Afortunadamente, pensó Midge, era tan extraordinariamente fácil explicarle cosas a Lucía...

Copiando el habitual proceder de Lucía y anticipándose a él, Midge entró en el cuarto de ella a las seis de la mañana.

Se limitó a declarar llanamente los hechos.

—Eduardo bajó y metió la cabeza en el horno de la cocina de gas anoche —dijo—. Por fortuna, le oí y bajé tras él. Rompí la ventana porque no pude abrirla aprisa.

Midge hubo de reconocer que Lucía era maravillosa.

Sonrió dulcemente, sin dar la menor muestra de sorpresa.

—Querida Midge —murmuró—, eres siempre tan práctica... Estoy segura de que siempre serás el mayor de los consuelos para Eduardo.

Después de marcharse Midge, lady Angkatell se quedó pensando. Luego se levantó y se fue al cuarto de su marido que, por una vez, no tenía echada la llave.

—Enrique.

—¡Mi querida Lucía! ¡Aún no ha cantado el gallo!

—No; pero escucha: esto es verdaderamente importante. Es preciso que instalemos electricidad para cocinar y que nos deshagamos de la cocina de gas.

—¿Por qué? Va divinamente, ¿verdad?

—Sí, querido. Pero es una de las cosas que les mete a la gente ideas en la cabeza y tal vez no sea todo el mundo tan práctico como mi querida Midge.

Se marchó como un fantasma. Sir Enrique dio media vuelta y soltó un gruñido. Pero se despertó con sobresalto cuando empezaba a dormitar.

—¿Lo he soñado —murmuró— o entró Lucía y empezó a hablarme de cocinillas de gas?

Fuera, en el pasillo, lady Angkatell entró en el cuarto de baño y puso un escalfador en el hornillo de gas. Sabía que, a veces, a la gente le gustaba tomar un poco de té a primera hora de la mañana. Muy satisfecha de su proceder, volvió a la cama y apoyó la cabeza en la almohada, encantada de sí misma y de la vida.

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