Sangre en la piscina (24 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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—Y recuerdo haber cogido la pistola «Mauser»..., era una pistola muy bonita, muy útil y muy manejable. Siempre tantas cosas en la cabeza... Simmons, ¿sabe?, y la cizaña me ha gustado... y haberla dejado caer en la cesta... Acababa de sacar la cesta del cuarto de las flores. Pero tenía entre las margaritas... y me estaba diciendo que ojalá hiciera la señora Medway un Negro en Camisa muy rico...

—¿Un Negro en Camisa? —no pudo menos de interrumpirla Grange.

—Chocolate, ¿sabe?, y huevos... y todo cubierto de crema batida. La clase de dulce que le gustaría a un extranjero para comer.

El inspector Grange habló con ferocidad, experimentando la misma sensación que el hombre que se sacude unas telarañas que le impiden ver con claridad.

—¿Cargó usted la pistola?

Había esperado sobresaltarla..., tal vez asustarla un poco. Pero lady Angkatell se limitó a estudiar la pregunta pensativa.

—¿La cargué? ¡Qué estupidez! No me acuerdo. Pero yo creo que debí cargarla, ¿no le parece, inspector? Quiero decir..., ¿de qué sirve una pistola sin municiones? Ojalá pudiera recordar con exactitud qué era lo que tenía yo metido en la cabeza en aquel momento.

—Mi querida Lucía —intervino sir Enrique—, lo que pasa o deja de pasar por tu cabeza ha sido desesperación de cuantos te conocen bien desde hace años.

Ella le dirigió una sonrisa muy dulce.

—Estoy intentando recordar, Enrique, querido. Una hace unas cosas tan raras... Descolgué el auricular del teléfono la otra mañana y me quedé mirándolo completamente desconcertada. No lograba imaginarme con qué fin lo había tomado.

—Seguramente con la intención de telefonearle a alguien —dijo el inspector con frialdad.

—Pues no; por raro que parezca, no era para eso. Me acordé después... Me había estado preguntando por qué la señora Mears, la mujer del jardinero, sostenía a su bebé de una forma tan rara. Y tomé el auricular para probar, ¿sabe?, cómo cogería yo a una criatura. Y, claro está, me di cuenta de que me había parecido raro porque la señora Mears es zurda y la tenía cogida al revés.

Miró con gesto triunfal a su marido y luego al inspector.

«Bueno —pensó el inspector, supongo que sí es posible que haya personas como ésta.»

Pero no se sentía muy seguro de ello.

Se daba cuenta de que toda la historia podía ser un tejido de embustes. La criada, por ejemplo, había asegurado claramente que era un revólver lo que había visto en manos de Gudgeon. No obstante, no podía uno fiarse demasiado de eso. La muchacha no sabía una palabra de armas de fuego.

Había oído mencionar un revólver en relación con el crimen, y para ella, revólver y pistola serían lo mismo.

Tanto Gudgeon como lady Angkatell habían hablado de la pistola «Mauser», pero no había nada que apoyara su declaración. Era posible que lo que habían visto en la mano de Gudgeon hubiese sido el revólver desaparecido, y que lo hubiese devuelto, no al despacho, sino a la propia lady Angkatell. Toda la servidumbre parecía adorar como a una diosa a aquella maldita mujer.

¿Y si fuera ella quien había matado a Juan Christow? Pero ¿por qué? No veía la razón. ¿Seguirían apoyándola y mintiendo para salvarla? Tenía la desagradable impresión de que era eso precisamente lo que todos ellos estarían dispuestos a hacer.

Y ahora esa fantástica historia de que no podía recordar. ¿Acaso no era capaz de inventar algo mejor? Y con la naturalidad con que lo decía, sin el menor embarazo, sin la menor aprensión. ¡Qué rayos! Le daba a uno la impresión de que estaba diciendo la verdad pura y sencilla.

Se puso en pie.

—Cuando recuerde algo más, confío en que me lo dirá, lady Angkatell —dijo secamente.

Contestó ella:

—Claro que sí, inspector. Una se acuerda de las cosas, de pronto, a veces.

Grange salió del despacho. En el vestíbulo se metió un dedo en el cuello, como para aflojárselo, y respiró profundamente.

Se sentía enredado en una madeja de telarañas. Lo que necesitaba era la pipa más vieja y maloliente de su colección, un litro de cerveza y una buena chuleta con patatas fritas. Algo llano y objetivo.

Capítulo XXI

En el despacho, lady Angkatell mariposeaba de un lado para otro, tocando las cosas aquí y allá, vagamente, con el dedo índice. Sir Enrique, retrepado en su asiento, la estuvo contemplando. Dijo por fin:

—¿Por qué cogiste la pistola, Lucía?

—En realidad, no estoy del todo segura, Enrique. Supongo que tendría una vaga idea de un accidente.

—¿Accidente?

—Sí. Todas esas raíces de árboles, ¿sabes? —dijo lady Angkatell, vagamente—, que asoman... es tan fácil tropezar con una y dar un traspiés... Uno podía haber estado haciendo unos cuantos disparos al blanco y haberse dejado un cartucho en la recámara... un descuido muy grande, claro está..., pero después de todo, la gente
es descuidada
. Siempre he pensado, ¿sabes?, que un accidente sería la forma más sencilla de hacer una cosa así. Una lo sentiría mucho, claro está, y echaría a sí misma la culpa...

Se apagó la voz. El marido permaneció muy quieto, sin quitarle la mirada de la cara. Habló de nuevo, con la misma voz tranquila, cuidadosa...

—¿Quién había de sufrir... el accidente?

Lucía volvió un poco la cabeza, mirándole con sorpresa.

—Juan Christow, naturalmente.

—¡Santo Dios, Lucía...!

Se interrumpió.

Ella dijo muy sería:

—¡Oh, Enrique! ¡He estado tan terriblemente preocupada por Ainswick!

—Comprendo, se trata de Ainswick. Siempre te ha importado demasiado Ainswick, Lucía. A veces creo que es la única cosa que te importa.

—Eduardo y David son los últimos..., los últimos de los Angkatell. Y David no sirve, Enrique. Jamás se casará... por lo de su madre y todo eso. Él heredaría la finca cuando Eduardo muera, y no se casará, y tú y yo habremos muerto antes de que él llegue a la edad madura siquiera. Será el último de los Angkatell y todo eso desaparecerá.

—¿Importa mucho, Lucía?

—¡Claro que importa! ¡Ainswick!

—¡Debiste haber nacido varón, Lucía!

Pero sonrió un poco, porque no sé imaginaba a Lucía siendo otra cosa que femenina.

—Todo depende de que se case Eduardo..., y Eduardo es tan terco..., esa cabeza tan larga que tiene, como mi padre. Había confiado en que olvidaría a Enriqueta y se casaría con una muchacha agradable..., pero ahora veo que no existe la menor esperanza. Luego pensé que el devaneo de Enriqueta con Juan seguiría el curso normal y acabaría. Los amoríos de Juan, me imaginé, nunca eran muy permanentes. Pero le vi mirarla la otra noche. Estaba enamorado de ella
de verdad
. Me pareció que si Juan no estuviese en el paso, Enriqueta se casaría con Eduardo. No es ella de las que atesoran un recuerdo y viven en el pasado. Conque, como ves, todo se reducía a eso..., deshacerse de Juan Christow.

—Lucía. Tú no... ¿Qué hiciste, Lucía?

Lady Angkatell se puso en pie otra vez. Quitó dos flores marchitas de uno de los floreros.

—Querido —murmuró—, supongo que no te imaginas ni por un solo instante, que yo maté a Juan Christow. Sí que se me ocurrió esa idea estúpida de un accidente. Pero entonces, ¿sabes?, me acordé que habíamos invitado a Juan Christow aquí... No es como si hubiese propuesto venir él mismo. Una no puede pedirle a nadie que sea un invitado y luego tomar medidas para que le ocurra un accidente. Hasta los árabes tienen un concepto muy elevado de la hospitalidad. Conque no te preocupes, ¿quieres, Enrique?

Se le quedó mirando con una sonrisa brillante y cariñosa. Dijo él:

—Siempre estoy preocupado por ti, Lucía.

—No hay necesidad de estarlo, querido. Y como ves, todo ha salido a pedir de boca. Juan ha quedado eliminado sin que tuviésemos nosotros arte ni parte en el asunto. Me recuerda —dijo lady Angkatell reminiscente— al hombre aquel que fue tan grosero conmigo en Bombay. Le atropello un tranvía tres días más tarde.

Abrió el ventanal y salió al jardín.

Sir Enrique continuó sentado, viendo a la alta y esbelta figura vagar senda abajo. Parecía viejo y cansado y era su rostro el de un hombre que vive cara a cara con el temor.

En la cocina, la lacrimosa Doris Emmott se sobrecogía bajo la severa reprimenda del señor Gudgeon. La señora Medway y la señorita Simmons hacían a veces una especie de coro griego.

—¡Adelantarte de esa manera y formar juicios precipitados como una muchacha sin experiencia!

—Eso es —dijo la señora Medway.

—Si me ves con una pistola en la mano, lo que te corresponde hacer es venir a mí y decir: «Señor Gudgeon, ¿tiene usted la amabilidad de darme una explicación?»

—O podías haber venido a mí —intervino la señora Medway—. Yo siempre estoy dispuesta a decirle a una muchacha joven que no conoce el mundo lo que es su obligación pensar.

—Lo que
no
debieras haber hecho —dijo Gudgeon con severidad— es ir cotorreando a un guardia... ¡y a un simple sargento, por añadidura! Nunca tengas más tratos con la policía de los absolutamente inevitables. Ya resulta bastante doloroso el tener que aguantarles en casa siquiera.

—Inexplicablemente doloroso —murmuró la señorita Simmons—. Nunca me había pasado a

una cosa así antes.

—Todos sabemos —prosiguió Gudgeon— cómo es la señora. Nada de lo que haga milady podrá sorprenderme a mí jamás... Pero la policía no conoce a milady como la conocemos nosotros..., y no hay que pensar, ni que admitir, que a milady le molesten con preguntas tontas y sospechas nada más que porque le haya dado por andar por ahí con armas de fuego. Es una de las cosas que a ella se le ocurriría hacer; pero la policía tiene esa clase de mentalidad que no sabe ver en todo más que asesinatos y cosas desagradables por el estilo. Milady es una de esas señoras distraídas incapaces de hacer daño a una mosca. Pero no hay que negar que pone las cosas en sitios muy raros. Jamás olvidaré —agregó Gudgeon con emoción— el día que se le ocurrió traer una langosta viva y dejársela olvidada en la bandeja del vestíbulo. ¡Creí que estaba viendo visiones!

—Eso debió de ocurrir antes de mi tiempo —dijo Simmons con curiosidad.

La señora Medway contuvo esas revelaciones dirigiendo una mirada a la pecadora Doris.

—Dejémoslo para otro día —dijo—. Bueno, Doris, no hemos hecho más que hablarte por tu propio bien. Es algo
ordinario
tener tratos con la policía; no lo olvides. Puedes ponerte ahora a preparar las legumbres. Y ten más cuidado con las judías verdes del que tuviste anoche.

Doris soltó un respingo.

—Sí, señora Medway —dijo.

Y se retiró a la fregadera.

Dijo la señora Medway con recelo:

—Presiento que no van a salirme hoy las pastas muy ligeras. Tengo mala mano. Ese interrogatorio, mañana... Se me revuelve el estómago cada vez que pienso en ello. ¡Mira que pasarnos a
nosotros
una cosa de ésas...!

Capítulo XXII

Se oyó el chasquido de la puertecita del jardín y Poirot miró por la ventana a tiempo para ver a la visita que cruzaba en dirección a su puerta.

Supo en seguida quién era. Y se preguntó por qué habría decidido Verónica Cray ir a verle.

Entró con ella un leve y delicioso perfume que Poirot reconoció. Vestía de mezclilla y con zapatos de deporte lo mismo que Enriqueta. Pero allí, pensó Poirot, acababa todo su parecido.

—Monsieur Poirot —el tono era delicioso, levemente matizado por la emoción—, acabo de enterarme de quién es mi vecino. Y he tenido siempre tantas ganas de conocerle...

Tomó las manos que la mujer le tendía y se inclinó sobre ella.

—Encantado, madame.

Aceptó el homenaje sonriente. Rechazó su ofrecimiento de té, café o combinado.

—No; sólo he venido a hablar con usted. A hablar seriamente. Estoy preocupada.

—¿Está usted preocupada? Siento mucho saberlo.

Verónica se sentó y exhaló un suspiro.

—Se trata de la muerte de Juan Christow. La vista se celebra mañana. ¿Lo sabía usted?

—Sí, sí; lo sabía.

—Y ha sido toda la cosa tan extraordinaria...

Se interrumpió.

—La mayor parte de la gente no lo creería. Pero usted sí, creo yo, porque conoce algo de la naturaleza humana.

—Conozco algo de la naturaleza humana —reconoció Poirot.

—El inspector Grange vino a verme. Se le había metido en la cabeza que yo había regañado con Juan..., cosa que es cierta en rigor, aunque no de la forma en que él cree. Le dije que no había visto a Juan en quince años, y se negó a creerme. Pero es cierto, monsieur Poirot.

Poirot dijo:

—Puesto que es cierto, podrá demostrarse fácilmente; conque, ¿a qué preocuparse?

Le devolvió la sonrisa amistosamente.

—La verdad es que no me atrevo a decirle al inspector lo que sucedió el sábado por la noche. Es tan fantástico. Por eso he venido a usted.

Dijo Poirot sin inmutarse:

—Me siento halagado.

Eso era acaso, observó, lo que ella daba por sentado. Era una mujer, se dijo, que se sentía muy segura de la impresión que estaba produciendo. Tan segura que, de vez en cuando, pudiera cometer un error.

—Juan y yo estábamos prometidos en matrimonio hace quince años. Estaba muy enamorado de mí, tanto, que a veces llegaba incluso a alarmarme. Quería que renunciase a mi carrera... que renunciase a los pensamientos y vida propios. Se mostró tan autoritario, que no creía poder seguir adelante con él, y puse fin a nuestro compromiso. Me temo que tomó eso muy a pecho.

Poirot hizo un ruidito discreto, de comprensión, con la lengua.

—No volví a verle hasta el sábado pasado por la noche. Me acompañó hasta la casa. Le dijo al inspector que habíamos hablado de tiempos pasados. Eso es verdad hasta cierto punto. Pero hubo más que eso.

—¿Sí?

—Juan se volvió loco..., completamente loco. Quería abandonar a su mujer y a sus hijos; quería que me divorciase de mi marido y me casara con él. Me dijo que nunca se había olvidado de mí..., que en cuanto me vio, el tiempo dejó de existir.

Cerró los ojos, tragó saliva. Bajo el maquillaje, tenía muy pálido el semblante.

Abrió los ojos de nuevo y le sonrió, casi tímidamente, a Poirot.

—¿Puede usted creer —preguntó— que un... un sentimiento así sea posible?

—Sí, creo que es posible —dijo Poirot.

—Nunca olvidar..., continuar esperando..., haciendo planes..., confiando... Decidir con todo el cuerpo y toda el alma, conseguir a toda costa, tarde o temprano, lo que uno desea... ¿Hay hombres así, monsieur Poirot?

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