Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
David tenía el gesto torvo, y estaba desmigajando el pan en el plato con nerviosa mano.
David había acudido a
The Hollow
de bastante mala gana. Hasta entonces, no había visto nunca a sir Enrique ni a lady Angkatell y, como miraba con desaprobación al Imperio en general, estaba dispuesto a discrepar de aquellos parientes suyos. A Eduardo, a quien no conocía, le despreciaba como a un aficionado. A los otros cuatro invitados los examinó con ojo crítico. Los parientes, pensó, eran siempre insoportables. Y se esperaba de uno que hablara con la gente, cosa que él detestaba.
A Midge y a Enriqueta las descartaba, considerándolas sin seso. Aquel doctor Christow no era más que uno de aquellos charlatanes de Harley Street, todo modales y éxito social. Era evidente que su esposa ni pinchaba ni cortaba.
David se metió los dedos entre el cuello y la garganta, hizo girar la cabeza, y lamentó de todo corazón que aquella gente no supiera la opinión tan pobre que tenía de todos ellos. Eran, sin excepción, nulidades.
Después de haberse repetido esto tres veces para sus adentros, se sintió un poco mejor. Seguía teniendo torva la mirada, pero ahora sentíase ya capaz de dejar el pan en paz.
Enriqueta, aun cuando había respondido como una reina a la súplica de las cejas, encontraba dificultades en hacer adelanto alguno. Las breves contestaciones de David eran otros tantos feos elevados al cubo. Por último recurrió al método que había empleado en otras ocasiones con los jóvenes mudos.
Hizo deliberadamente una afirmación dogmática y sin justificación posible sobre un compositor moderno, porque sabía que David poseía grandes conocimientos técnicos de la música.
Con gran regocijo suyo, el plan salió bien. David se irguió. Su voz dejó de ser baja. Ya no parecía mascullar las palabras. Dejó de desmigajar pan.
Lucía Angkatell dirigió una mirada benigna mesa abajo y Midge sonrió para sí.
—Fuiste muy ingeniosa, querida —murmuró lady Angkatell, cogiendo a Enriqueta del brazo camino de la sala—. ¡Qué terrible es pensar que si la gente tuviera más vacía la cabeza sabría mejor qué hacer con las manos! ¿Qué te parece? ¿Corazones, bridge, o algo muy sencillo, como jugar a los animales?
—Yo creo que David consideraría un insulto eso de jugar a los animales.
—Tal vez tengas razón. Que sea bridge, pues. Estoy segura de que el bridge le parecerá algo insulso y sin valor y que podrá disfrutar despreciándonos.
Formaron dos mesas. Enriqueta jugó con Gerda contra Juan y Eduardo. No era lo que ella hubiese considerado la mejor manera de agruparles. Había querido separar a Gerda de Lucía, y si era posible, de Juan también; pero Juan había dado muestras de determinación. Y Eduardo le había tomado la delantera a Midge.
El ambiente no era, pensó Enriqueta, cómodo del todo; pero no sabía exactamente de dónde provenía la incomodidad. Fuera como fuese, por poco que los acompañara la suerte, tenía la intención de que ganara Gerda. Gerda no era, en realidad, mala jugadora de bridge. Lejos de Juan, jugaba como el promedio de la gente. Pero era nerviosa, sin buen criterio, y sin conocimiento verdadero del valor de las cartas. Juan era un buen jugador, pero un poco demasiado confiado. Eduardo era un jugador magnífico.
Fue transcurriendo la velada y, en la mesa de Enriqueta, seguían jugando el primer grupo de partidas. La puntuación había subido mucho por ambos lados. Había entrado en el juego una tensión curiosa de la que sólo una persona no se daba cuenta.
Para Gerda, aquello no era más que un grupo de partidas de bridge, en cuyo juego, por una vez, estaba disfrutando, hasta experimentar cierta excitación agradable. Enriqueta la había sacado del compromiso de tener que subastar en casos difíciles, mediante el sencillo procedimiento de pujar su propia subasta y jugar ella la mano.
Los momentos en que Juan, no pudiendo abstenerse de la actitud crítica que hacía más por minar la confianza de Gerda en sí misma de lo que él hubiera podido imaginar, exclamaba: «¿Por qué demonios saliste con esa carta, Gerda?», Enriqueta neutralizaba inmediatamente el efecto exclamando:
—¡No digas tonterías, Juan! ¡Claro que tenía que salir por esa carta! ¡Era la única jugada posible!
Por fin, Enriqueta exhaló un suspiro y atrajo la hoja de puntuación hacia ella.
—Juego y partida; pero no creo que ganemos mucho con ello, Gerda.
Juan dijo, alegremente:
—La enorme suerte de saber cuándo achicarse.
Enriqueta le miró con viveza. Conocía el tono. Se encontró con su mirada y bajó ella los ojos.
Se puso en pie y se acercó a la chimenea y Juan la siguió. Dijo él, en tono normal:
—No le miras
siempre
las cartas a la gente, ¿verdad?
Enriqueta contestó con tranquilidad:
—Quizá fuera poco disimulada. ¡Es despreciable eso de querer ganar en el juego a toda costa!
—Di la verdad. Lo que tú querías era que Gerda ganase. En tu afán por conseguir que la gente esté contenta, no vacilas en hacer trampa.
—¡Qué manera más horrible de decir las cosas! Y siempre tienes razón.
—Mi compañero de juego parecía compartir tus mismos deseos.
Conque
sí
que se había fijado, pensó Enriqueta. Se había preguntado ella si se habría equivocado. Eduardo era tan hábil..., no había duda, en realidad, por dónde pudieran haberle cogido. Olvidarse una vez de subastar. Salir en otra ocasión de una carta que hubiera podido parecer la más indicada, aun cuando con otra se hubiese asegurado la victoria.
Le preocupaba eso a Enriqueta. Estaba segura de que Eduardo jamás jugaría a las cartas de suerte que ella, Enriqueta, pudiese ganar. Era demasiado deportista para eso. No, pensó. Lo que había pasado era que no había podido soportar la idea de que Juan Christow obtuviese un triunfo más.
Se sintió de pronto, en tensión, alerta. No le gustaba aquella reunión de Lucía.
Y entonces, dramática, inesperadamente, con la irrealidad de una entrada en escena en el teatro, Verónica Cray entró por el ventanal.
Los ventanales habían estado entornados, pero no cerrados, porque la noche era calurosa. Verónica los abrió de par en par, los franqueó y se detuvo, perfilada contra la noche, sonriendo, completamente encantadora, aguardando la fracción de segundo preciso antes de empezar a hablar, para asegurarse de que la escuchaba su auditorio.
—Me han de perdonar ustedes... que irrumpa de esta manera. Soy su vecina; lady Angkatell..., ocupo esa absurda casita... Dovecotes... y me ha ocurrido una terrible catástrofe.
La sonrisa se hizo todavía más expansiva, más humorística.
—¡Ni una cerilla! ¡Ni una sola cerilla en toda la casa! Y es sábado. Soy una estúpida. Pero, ¿qué podía hacer? Vine aquí a solicitar la ayuda de mi única vecina en muchas millas a la redonda.
Nadie habló durante unos instantes. Porque Verónica surtía ese efecto. Estaba hermosa. No con una belleza tranquila, ni siquiera con una belleza deslumbradora, pero era su belleza de una eficacia que dejaba boquiabierto. Las ondas de pálido cabello reluciente, la boca curvada, los zorros plateados que le cubrían los hombros y el blanco terciopelo de su largo vestido.
Su mirada vagaba de uno a otro, humorística..., encantada.
—Y fumo —agregó— como una chimenea. Y mi encendedor se niega a funcionar. Y además tengo que pensar en el desayuno... cocina de gas... (Extendió las manos en gesto de impotencia.) Me siento verdaderamente estúpida.
Lucía se adelantó, grácil, levemente regocijada.
—Pues no faltaba más... —empezó a decir.
Pero Verónica Cray la interrumpió.
Estaba mirando a Juan Christow. Una expresión de enorme asombro, de increíble delicia, empezaba a extenderse por su semblante. Dio un paso hacia él, con las manos tendidas.
—Pero... ¡
Juan
! ¡Si es Juan Christow! ¡Qué extraordinario! ¡Hace años y años que no te veo! Y, de pronto... ¡encontrarte
aquí
!
Le tenía cogidas las manos ya. Era todo color, todo ingenua avidez. Mas volvió la cabeza hacia lady Angkatell y dijo:
—He recibido la sorpresa más maravillosa que darse puede. Juan es un antiguo amigo mío. Si Juan es el primer hombre a quien yo quise. Estaba loca por ti, Juan.
Reía ahora como movida por el recuerdo absurdo de un primer amor.
—¡Siempre me pareció maravilloso, Juan!
Sir Enrique, cortés y refinado, se había acercado a ella. Tenía que beber algo. Anduvo con los vasos. Lady Angkatell dijo:
—¿Una caja de cerillas, Gudgeon...? ¿Tiene la cocinera suficientes?
—Llegó una docena de cajas, hoy, milady.
—Entonces, trae media docena, Gudgeon.
—¡Oh, no, lady Angkatell! ¡Con una sola caja de cerillas basta!
Verónica protestó riendo. Tenía una copa en la mano ahora, y miraba a todo el mundo, sonriente. Juan Christow dijo:
—Ésta es mi esposa, Verónica.
—¡Oh, cuánto me alegro de conocerla!
Verónica dirigió una mirada agradable a Gerda, que parecía aturdida. Gudgeon volvió con las cerillas apiladas sobre una bandeja de plata. Lady Angkatell señaló a Verónica Cray con un gesto y el criado le llevó la bandeja.
—¡Oh, lady Angkatell! ¡Todas éstas no!
El gesto de lady Angkatell quitó importancia al hecho.
—¡Es una molestia tan grande no tener más que un ejemplar de una cosa...! No es ninguna extorsión. Tenemos de sobra.
Sir Enrique estaba diciendo, agradablemente:
—Y, ¿qué tal, le gusta vivir en Dovecotes?
—Me encanta. Es maravilloso estar aquí, cerca de Londres y sentirse, al mismo tiempo, tan aislada.
Soltó la copa. Se ciñó un poco más los zorros platinados. Les sonrió a todos.
—¡Muchísimas gracias! ¡Han sido muy bondadosos —las palabras parecieron flotar entre sir Enrique, lady Angkatell y, Dios sabe por qué razón, Eduardo—. Me marcho a casa con el botín. Juan —le dirigió una sonrisita—, tienes que escoltarme hasta casa porque ardo en deseos de saber qué has estado haciendo durante los años y años que no nos vemos. Eso me hace sentir, claro está, enormemente
vieja
.
Echó a andar hacia el ventanal y Juan Christow la siguió. Les dirigió una última y brillante sonrisa a todos.
—Siento una enormidad el haberles molestado a todos de una manera tan estúpida. Muchas gracias, lady Angkatell.
Salió con Juan. Sir Enrique se quedó junto al ventanal, mirando cómo se alejaban.
—Es una noche muy hermosa y cálida —dijo.
Lady Angkatell bostezó.
—Oh —murmuró—, vamos a tener que acostarnos. Enrique, hemos de ir a ver una de sus películas. Después de lo de esta noche, estoy segura de que debe de trabajar muy bien.
Subieron al piso. Midge, al dar las buenas noches, preguntó a Lucía:
—¿Debe trabajar muy bien?
—¿No opinas tú así, querida?
—Deduzco de eso, Lucía, que tú crees muy posible que tuviese cerillas a pesar de todo en Dovecotes.
—Docenas de cajas, supongo. Pero no debemos ser poco caritativas. Y... ¡sí que trabajó bien!
Se estaban cerrando las puertas por todo el pasillo. Se oían voces murmurando buenas noches. Dijo sir Enrique:
—Dejaré abierto el ventanal para que pueda entrar Juan Christow.
Y cerró su puerta.
Enriqueta le dijo a Gerda.
—¡Qué divertidas son las actrices! ¡Saben hacer unas entradas y unos mutis tan maravillosos...!
Bostezó, agregando:
—Tengo la mar de sueño.
Verónica Cray caminó rápidamente por el estrecho sendero a través del castañar.
Salió de éste al espacio abierto, junto a la piscina. Había un pabelloncito allí, en el que los Angkatell solían sentarse en los días soleados en que hubiera un viento frío.
Verónica Cray se detuvo. Se volvió y se encaró con Juan Christow.
Luego se echó a reír. Hizo un gesto, con la mano, en dirección a la superficie de la piscina, cubierta de hojas flotantes.
Comprendió él entonces lo que había estado aguardando; comprendió que durante aquellos quince años de separación, Verónica había continuado estando con él.
El mar azul, el perfume de mimosa, la cálida brisa...
oculto, enterrado, fuera de la vista; pero nunca olvidado en realidad. Todo ella significaba una sola cosa: Verónica. Era un joven de veinticuatro años, desesperado y angustiosamente enamorado. Y esta vez no tenía la intención de huir.
Juan Christow salió del castañar a la verde ladera junto a la casa. Había luna, y la casa parecía recrearse en ella con una extraña ingenuidad, con una extraña inocencia en sus ventanas de echadas cortinas.
Eran las tres de la madrugada. Respiró profundamente y su rostro expresó ansiedad. Ya no era, ni remotamente, un joven de veinticuatro años, enamorado. Era un hombre perspicaz y práctico de unos cuarenta años y tenía despejado el cerebro y bien equilibrado.
Había sido un imbécil, naturalmente, un imbécil completo. Pero no se arrepentía de ello. Porque era (ahora se daba cuenta de ello) completamente dueño de sí mismo. Era como si, durante muchos años, hubiese arrastrado un enorme peso. Y ahora el peso había desaparecido. Estaba libre.
Era libre, y era Juan Christow. Y sabía que para Juan Christow, próspero especialista de Harley Street, Verónica Cray no representaba nada en absoluto. Todo aquello había ocurrido en el pasado. Y, porque jamás se había resuelto aquel conflicto, porque siempre había sufrido, humillado, el temor de haber «huido», la imagen de Verónica nunca se había desvanecido por completo de su recuerdo. Se le había aparecido aquella noche como saliendo de un sueño y él había aceptado el sueño. Ahora, a Dios gracias, había quedado libre de él para siempre. Se hallaba de nuevo en el presente, y eran las tres de la madrugada. Y existía la posibilidad de que hubiera hecho un verdadero desaguisado.
Había estado con Verónica tres horas. Ésta había entrado a toda vela, como una fragata, le había aislado de los demás, se lo había llevado como presa. ¿Qué habrían pensado los demás de todo ello?
¿Qué, por ejemplo, habría pensado Gerda?
¿Y Enriqueta? (Pero no le importaba tanto Enriqueta. De ser necesario, podría darle explicaciones a ella. Jamás podría darle explicaciones a Gerda.)
Y no quería, de ninguna manera quería perder nada.
Durante toda su vida había tomado una cantidad justificada de riesgos. Riesgos con los pacientes, riesgos con el tratamiento, riesgos con las inversiones de dinero. Nunca un riesgo fantástico, sólo la clase de riesgo que se hallaba justamente al margen de la seguridad.