Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
San Miguel... mar azul... el perfume de mimosas... un tritoma escarlata erguido sobre un fondo de hojas verdes... el cálido sol... el polvo... la desesperación del amor y del sufrimiento...
Pensó:
—¡Oh, Dios! ¡Eso no! ¡Nunca más eso otra vez! Eso terminó...
Ojalá se dijo, de pronto, no hubiese conocido jamás a Verónica, no me hubiera casado nunca con Gerda, no hubiese llegado a conocer a Enriqueta...
La señora Crabtree, pensó, valía más que todas ellas juntas. Mala tarde había sido aquélla, la de la semana pasada. ¡Lo satisfecho que le habían dejado las reacciones! Podía soportar 0,005 ya. Y pronto, se había presentado aquel aumento alarmante de toxicidad. La reacción D. L. había resultado negativa en lugar de positiva.
La anciana, morada, jadeante, le había mirado con ojos maliciosos, indomables...
—Me está usted usando como conejito de Indias, ¿verdad, querido? Experimentando conmigo y todo eso...
—Queremos curarla a usted —le dijo, sonriendo.
—Gastarme las tretas de costumbre querrá usted decir —exclamó la mujer. Sonrió de pronto—. ¡Qué caramba! ¡Si me da igual! Usted siga adelante. Alguien ha de ser el primero, ¿no es eso? Me hice la permanente cuando era pequeña. Menudo trabajo era eso entonces. Me dejaron el pelo como el de una negra. No conseguía pasar el peine por él. Pero, ¡qué caramba!, yo me divertí. Usted puede divertirse conmigo. Yo lo puedo aguantar.
—Se siente usted bastante mal, ¿verdad?
Le tenía puesta la mano en el pulso. Transfirió parte de su vitalidad a la anciana que luchaba por respirar en la cama.
—Me siento terrible. Tiene usted razón. No han salido las cosas como usted esperaba, ¿no es eso? No se preocupe. No se desanime. Yo puedo aguantar mucho, ¡vaya si puedo!
Juan Christow contestó:
—Es usted magnífica. Ojalá fueran todos mis pacientes como usted.
—Quiero ponerme buena. ¡Por eso! Quiero ponerme buena. Mi madre vivió hasta los ochenta y ocho... Y mi abuela tenía noventa cuando murió. Vivimos muchos años en mi familia. ¡Vaya que sí!
Le había dejado lleno de dudas e incertidumbre. ¡Había estado tan seguro de que iba por buen camino! ¿En qué se había equivocado? ¿Cómo disminuir la toxicidad y mantener el contenido hormónico y, al propio tiempo, neutralizar el pantatrín...?
Había confiado demasiado... había dado por sentado que todas las dificultades quedaban soslayadas y resueltos todos los inconvenientes.
Y fue entonces, en la escalinata del Hospital de San Cristóbal, cuando le asaltó bruscamente un profundo hastío y desesperación, el odio a todo aquel trabajo clínico largo, lento, fatigoso. Y había pensado en Enriqueta, había pensado en ella de pronto... y el leve perfume a prímulas que se desprendía de sus cabellos.
Se había ido derecho a ver a Enriqueta, telefoneando a casa para decir que se veía obligado a acudir a una llamada. Había entrado en el estudio y abrazado a Enriqueta, apretándola con una ferocidad que era nueva entre ellos.
En los ojos de la muchacha había surgido una expresión de sobresalto y maravilla. Se había desasido de él y le había hecho café. Y mientras iba de un lado a otro del estudio, le había hecho una serie de preguntas al azar. ¿Llegaba —le preguntó— derecho del hospital?
Él no quería hablar del hospital. Quería hacerle el amor a Enriqueta y olvidar que existían el hospital, la señora Crabtree, la enfermedad de Ridgeway y de toda la pesca.
Pero respondió a sus preguntas. Primero de mala gana; después, con más fluidez. Y, a los pocos momentos, paseaba ya de un lado a otro del estudio, soltando un chorro de explicaciones técnicas y de teorías. Una o dos veces se detuvo, intentando simplificar... explicar.
—Es que, ¿comprende?, hay que conseguir una reacción...
Enriqueta se apresuró a interrumpirle.
—Sí, sí. La reacción D. L., ha de ser positiva. Eso lo comprendo. Continúa.
Preguntó vivamente:
—¿Cómo estás enterada tú de la reacción D. L.?
—Compré un libro...
—¿Qué libro? ¿De quién?
Hizo ella un gesto hacia la mesita de libros. Él soltó un resoplido.
—¿Scobell? Scobell no sirve para nada. Es fundamentalmente erróneo. Escucha, si quieres leer, no...
Ella le interrumpió:
—Sólo quiero comprender algunos de los términos que empleas..., los bastantes para comprenderte sin tener que interrumpirte continuamente para que me los expliques. Continúa. Te sigo divinamente.
—Bueno —dijo él dubitativo—; pero no olvides que Scobell está en un error.
Siguió hablando. Habló durante dos horas y media. Pasando revista a los fracasos, analizando las posibilidades, dando una idea de posibles teorías. Apenas se daba cuenta de la presencia de Enriqueta. Y, sin embargo, más de una vez cuando vacilaba, acudió ella en su auxilio con una agilidad mental sorprendente, ayudándole a seguir adelante, dándose cuenta, casi antes que él, de qué era lo que vacilaba en decir. Se había despertado su interés ya, y empezaba a recobrar la fe en sí mismo. Había tenido razón, la base principal de la teoría era exacta, y había maneras, más de una, de combatir los síntomas de toxicidad.
Y luego, de pronto, se sintió agotado. Lo veía todo claro ya. Se pondría a trabajar en ella a la mañana siguiente. Telefonearía a Neill, le diría que combinara las dos soluciones y probase la mezcla. Sí; ¡que probase! ¡Qué rayos, él no iba a dejarse vencer!
—Estoy cansado —dijo, de pronto—. ¡Santo Dios, qué cansado estoy!
Y se había tirado en la cama, quedándose dormido, dormido como un muerto.
Al despertarse, había visto a Enriqueta que le sonreía mientras preparaba el té a la luz de la mañana.
—Esto no entraba en nuestros cálculos —dijo él.
—¿Importa?
—No, no. ¿Sabes que eres una persona muy agradable, Enriqueta? —dirigió una mirada al estante—. Si te interesan estas cosas, yo te conseguiré libros que debes leer.
—No me interesan esas cosas, Juan. Me interesas tú.
—No puedes leer lo que escribe Scobell —tomó el libro a que aludía—. Este individuo no es más que un charlatán, un sacamuelas.
Y ella se había echado a reír. No podía comprender él por qué le hacían tanta gracia sus críticas de Scobell.
Pero ésa era una de las cosas de Enriqueta que le sobresaltaban de vez en cuando. La brusca revelación, desconcertante para él, que ella podía reírse de él.
No estaba acostumbrado a ello. Gerda le tomaba muy en serio. Y Verónica jamás pensaba en nadie más que en sí misma. Pero Enriqueta tenía una particularidad: la de alzar la cabeza de vez en cuando, mirarle por entre los entornados párpados con una sonrisa medio burlona, medio de ternura, que parecía decir: «Miremos bien a esta persona tan graciosa que se llama... Juan... alejémonos de él para mirarle mejor...»
Era, pensó, muy parecido a la manera en que fruncía los párpados para examinar su trabajo, o un cuadro. Era... ¡qué rayos...!, era una forma desapasionada, alejada,
objetiva
de mirar. Y no quería que Enriqueta le contemplara con indiferencia, con desapasionamiento. Quería que Enriqueta no pensara más que en él, que jamás dejara que sus pensamientos se desviaran de él.
(«Precisamente lo que te molesta de Gerda», dijo su diablillo particular, haciendo acto de presencia otra vez.)
La verdad era que pecaba de ilógico. No sabía lo que quería.
(
Quiero irme a casa
. ¡Qué frase más absurda, más ridícula! ¡No significa nada!)
Fuera como fuese, dentro de una hora o algo así saldría de Londres, olvidando a los enfermos, con su leve olor a agrio, y olería humo de leña, y pinos, y hojas otoñales húmedas... Hasta el movimiento en sí del coche resultaría apaciguador, aquel suave y gradual aumento de velocidad.
Mas, pensó de pronto, no sería del todo así. Porque, como tenía medio dislocada una muñeca, tendría que conducir Gerda, y Gerda, malhaya fuera, jamás había logrado ni empezar a saber conducir un coche. Cada vez que cambiaba marchas, él permanecía callado, rechinando los dientes, esforzándose por no decir una palabra, porque sabía, por amarga experiencia, que cuando decía algo, Gerda lo hacía peor inmediatamente. Era curioso que nunca hubiese podido enseñarle nadie a Gerda cambiar las marchas, ni siquiera Enriqueta. La había puesto en manos de esta última, creyendo que el entusiasmo de Enriqueta lograría mejores resultados que su propia irritabilidad.
Porque Enriqueta amaba los automóviles. Hablaba de ellos con la lírica intensidad que otras personas dedicaban a la primavera o la primera campanilla que brotaba en el prado.
—¿Verdad que es una preciosidad, Juan? Cómo zumba, ¿eh? Subiría Bale Hill en tercera, sin el menor esfuerzo. Escucha lo acompasadamente que funciona el motor.
Hasta que él la había interrumpido bruscamente dando un estallido:
—¿No te parece, Enriqueta, que podrías preocuparte un poco de mí y olvidarte del coche un par de minutos?
Siempre se avergonzaba de tales estallidos.
Nunca sabía cuándo iba a dar uno sin ton ni son.
Lo mismo le ocurría con el trabajo de ella. Se daba cuenta de que su trabajo era bueno. Lo admiraba y lo odiaba al mismo tiempo.
La pelea más grande que había tenido con ella había obedecido a eso precisamente.
Gerda le había dicho un día:
—Enriqueta me ha pedido que le haga de modelo.
—¿Cómo? —si se paraba a pensar, su expresión de asombro no había sido muy aduladora que digamos—.
¿Tú?
—Sí; voy a ir a su estudio mañana.
—¿Para qué diablos te quiere?
No; no había sido muy cortés. Pero, por suerte, Gerda no se había dado cuenta de ello. Parecía contenta. Sospechó que se trataba de una de aquellas bondades tan poco sinceras de Enriqueta. Quizá Gerda hubiera insinuado que le gustaría que la modelasen. Algo por el estilo y Enriqueta estaba dispuesta a complacerla.
Luego, cosa de diez días más tarde, Gerda le había enseñado triunfalmente una estatuilla de escayola.
Era muy bonita: hábil, técnicamente hablando, como toda la labor de Enriqueta. Idealizaba a Gerda. Y era evidente que Gerda estaba contentísima.
—A mí me parece encantadora, Juan.
—¿Es eso obra de Enriqueta? No significa nada... nada en absoluto. No comprendo cómo ha podido ella hacer una cosa así.
—Es distinto, claro está, de su trabajo abstracto..., pero me parece muy bien hecho..., de veras, Juan.
No había dicho nada más. Después de todo, no deseaba aguarle la fiesta a Gerda. Pero abordó el tema con Enriqueta en cuanto tuvo la primera ocasión.
—¿Por qué le hiciste esa estatuilla tan estúpida a Gerda? No es digna de ti. Después de todo, tú sueles hacer las cosas bastante bien.
Enriqueta dijo, muy despacio:
—A mí no me pareció mal ésa. Gerda parecía muy contenta con ella.
—Estaba encantada. ¡No había de estarlo ella! Gerda no distingue entre el arte y una fotografía iluminada.
—No era arte malo, Juan. No era más que una estatuilla—retrato... inofensivo y sin pretensiones.
—No sueles perder el tiempo haciendo esas cosas...
Se interrumpió y se quedó contemplando una figura de madera, de unos cinco pies de altura.
—Es para el Grupo Internacional. Madera de peral: «La Adoradora».
Le observó. Él se quedó mirando, y luego de pronto, se le congestionó el cuello y se volvió hacia ella, furioso.
—Conque ¡para eso querías a Gerda! ¿Cómo te has atrevido?
—Me preguntaba si lo notarías...
—¿Notarlo? ¡Claro que lo noto!
Está aquí
.
Pasó un dedo sobre los gruesos músculos del cuello de la imagen.
Enriqueta movió afirmativamente la cabeza.
—Sí. Lo que yo quería era el cuello y los hombros, y esa pronunciada inclinación hacia delante... la sumisión... ese aspecto de inclinación, de reverencia... ¡Es maravilloso!
—¿Maravilloso? Escucha, Enriqueta, no te lo consiento. Has de dejar a Gerda en paz.
—Gerda no lo sabrá. Nadie lo sabrá. Bien sabes que Gerda no se reconocería aquí... y ninguna otra persona la reconocería tampoco. Y no es Gerda. No es nadie.
—Yo la reconocí, ¿verdad?
—Tú eres diferente, Juan. Tú ves las cosas.
—¡Es la frescura lo que me subleva! ¡No te lo consiento, Enriqueta! No te lo consiento. ¿No te das cuenta de que has hecho algo que no tiene defensa posible?
—¿Tú crees?
—¿No te das cuenta tú? ¿No sientes que es así? ¿Dónde está tu sensibilidad habitual?
Enriqueta dijo, muy despacio:
—No comprendo, Juan. No creo que pudiera llegar nunca a hacerte comprender. Tú no sabes lo que es desear algo... verlo días tras día... aquella línea del cuello... aquellos músculos... el ángulo en que avanza la cabeza... la pesadez alrededor de la mandíbula... Los he estado viendo... deseándolos... cada vez que veía a Gerda... Por fin, ¡no tuve más remedio que tomarlos!
—¡Sin escrúpulos!
—Sí, supongo que sí. Pero, cuando uno desea las cosas así, una no tiene más remedio que tomarlas.
—Con eso quieres decir que te importan un bledo los demás. No te importa un comino Gerda...
—No seas estúpido, Juan. Por eso hice esta estatuilla. Para contentar a Gerda y hacerla feliz. ¡No soy inhumana!
—Eso es precisamente lo que eres: inhumana.
—¿Crees sinceramente que puede llegar Gerda algún día a reconocerse... en esa figura?
Juan la miró de mala gana. Por primera vez, la ira y el resentimiento quedaron subordinados al interés que en él se despertaba. Una figura extraña, sumisa, una figura que ofrecía adoración a una deidad invisible, el rostro alzado, ciega, muda, devota, terriblemente fuerte, terriblemente fantástica. Dijo:
—¡Es una figura aterradora la que has hecho, Enriqueta!
Enriqueta se estremeció levemente.
Dijo:
—Sí... a mí me pareció aterradora...
Juan preguntó con brusquedad:
—¿A quién mira...? ¿Quién es? ¿Quién se supone que está ahí delante?
Enriqueta vaciló. Dijo, y su voz tenía un deje extraño:
—No lo sé. Pero creo... que pudiera estarte mirando a ti, Juan.
Allá en el comedor, el niño Terry hizo otra afirmación científica.
—Las sales de plomo son más solubles en agua fría que en agua caliente. Si se agrega yoduro de potasio se consigue un precipitado amarillo de yoduro de plomo.
Miró con expectación a su madre, pero sin grandes esperanzas. Los padres, en opinión de Terry, desilusionaban lamentablemente.