Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
—¡Qué Lucía!
—Pero algunas de las cosas de Enriqueta me parecen encantadoras. Aquella figura del Fresno Llorón, por ejemplo.
—Yo creo que Enriqueta tiene algo de talento, de genio... Y es muy hermosa y muy agradable también —dijo Midge.
Lady Angkatell se puso en pie y se acercó a la ventana otra vez. Jugó distraída con el cordón de la cortinilla.
—¿Por qué bellotas? —murmuró.
—¿Bellotas?
—En la extremidad del cordón de la cortinilla. Como poner piñas de adorno en las verjas. Quiero decir que alguna razón habrá. Porque el mismo trabajo costaría poner una pera o algo así..., pero siempre ponen una bellota. «Fruta de roble», como la llaman en las palabras cruzadas
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, las que dan a los cerdos, ¿sabes? Siempre me ha parecido la mar de raro.
—No divagues, Lucía. Entraste aquí a hablar del fin de semana y no sé por qué te preocupa tanto. Si consigues abstenerte de organizar juegos de prendas e intentas ser coherente al hablar con Gerda, y encargas a Enriqueta de amansar a David el intelectual, ¿dónde está la dificultad?
—Pues verás, en primer lugar, va a venir Eduardo, querida.
—¡Ah, Eduardo!...
Midge guardó silencio un instante, después de pronunciar el nombre. Luego preguntó:
—¿Cómo se te ocurrió invitar a Eduardo a pasar aquí el fin de semana?
—No le invité, Midge. Ahí está la cosa. Se invitó él. Telegrafió preguntando si le admitíamos. Ya sabes cómo es Eduardo. Cuan susceptible. Si le hubiese contestado que no, probablemente no se hubiese vuelto a invitar jamás. Es así.
Midge asintió con un movimiento de cabeza.
Sí, pensó, Eduardo era así. Durante un instante vio claramente su rostro, aquel rostro tan querido. Un rostro que poseía algo del instrumental encanto de Lucía, dulce, respetuoso, irónico...
—¡Querido Eduardo! —dijo Lucía, como eco de los pensamientos de Midge.
Prosiguió con impaciencia:
—¡Si siquiera se decidiese Enriqueta a casarse con él! Le tiene cariño, me consta que sí. Si hubiesen pasado aquí un fin de semana sin los Christow... Porque Juan Christow siempre le produce un efecto desastroso a más no poder a Eduardo. Juan, ¿sabes lo que quiero decir...?,
se crece
y Eduardo
decrece
en idéntica proporción. ¿Comprendes?
Midge volvió a mover afirmativamente la cabeza.
—Y no puedo decirles a los Christow que no vengan, porque esta visita quedó acordada hace tiempo. Pero me da en los huesos, Midge, que la situación va a ser difícil. David, con su gesto torvo, mordiéndose las uñas; nosotros intentando que Gerda no se sienta fuera de lugar; Juan mostrándose tan positivo y Eduardo tan negativo...
— Los ingredientes del pastel no son muy prometedores —murmuró Midge.
Lucía se sonrió.
—A veces —musitó— las cosas se arreglan con una facilidad asombrosa. He invitado al Hombre de los Crímenes a comer con nosotros el domingo. Resultará una distracción, ¿no te parece?
—¿El Hombre de los Crímenes?
—Como un huevo
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—asintió lady Angkatell—. Se hallaba en Bagdad buscando la solución de no sé qué, cuando Enrique era Gobernador. O..., ¿sería más tarde quizá? Le invitamos a comer junto con otras personas. Recuerdo que vestía de blanco y llevaba una flor de color rosa en el ojal, y zapatos negros, de charol. No me acuerdo de gran cosa de eso, porque nunca me ha parecido muy interesante saber quién mató a quién. Quiero decir, que una vez muertos no parece importar gran cosa por qué murieron, y el darle importancia y armar jaleo me parece una estupidez.
— Pero, ¿se ha cometido algún crimen por aquí, Lucía?
—¡Oh, no, querida! Vive en una de esas casitas nuevas tan raras..., ya las conoces, de ésas en que se pega uno con la cabeza contra las vigas; muy buen trabajo de fontanería y un jardín que no pega ni con cola. A los londinenses les gustan las cosas así. Creo que hay una actriz en la otra. No viven con carácter permanente en ellas como nosotros. No obstante —murmuró lady Angkatell vagando por el cuarto—, supongo que eso les resulta agradable. Midge, querida, no sabes cuánto te agradezco que hayas sido una ayuda tan grande.
—No creo haber sido una ayuda muy grande que digamos.
—¿De veras? —Lucía la miró con gesto de sorpresa—. Bueno, duérmete ahora y no te levantes a desayunarte. Y cuando te levantes, sé todo lo grosera que quieras.
—¿Grosera? —exclamó Midge—. ¿Por qué? ¡Ah! —rió—. ¡Comprendo! Eres muy perspicaz, Lucía. Tal vez te coja la palabra.
Lady Angkatell sonrió y se retiró. Al pasar por delante de la abierta puerta del cuarto de baño y ver el escalfador y el hornillo de gas, se le ocurrió una idea.
A la gente le gustaba el té, se dijo. Y a Midge no la llamarían hasta dentro de mucho rato. Le haría un poco de té. Puso el escalfador al fuego y siguió su camino pasillo abajo.
Se detuvo ante la puerta del cuarto de su esposo e hizo girar el tirador. Pero sin Enrique Angkatell, el hábil administrador, conocía a su Lucía. Le profesaba un cariño enorme, pero le gustaba dormir tranquilo. La puerta tenía echada la llave.
Lady Angkatell marchó a su propia alcoba. Le hubiese gustado consultar a Enrique, pero igual daría hacerlo más tarde. Se acercó a la abierta ventana, miró hacia el exterior unos segundos y luego bostezó. Se metió en la cama, apoyó la cabeza en la almohada y, a los dos minutos dormía como un lirón.
En el cuarto de baño, el escalfador empezó a hervir y continuó hirviendo.
—Otro escalfador hecho cisco, señor Gudgeon —dijo Simmons, la doncella.
El mayordomo Gudgeon sacudió la entrecana cabeza.
Tomó el quemado escalfador y, acercándose a la despensa, sacó otro de una alacena, donde guardaba media docena.
—Ahí tiene, señorita Simmons. La señora jamás se enterará.
—¿Hace estas cosas la señora con frecuencia? —inquirió Simmons.
Gudgeon exhaló un suspiro.
—La señora —anunció— es muy bondadosa y muy olvidadiza a la vez. Pero, en esta casa, yo me encargo de que se haga todo lo posible para ahorrar a la señora molestias, disgustos y preocupaciones.
Enriqueta Savernake tomó una tira de barro, la frotó entre las manos y la aplicó a la escultura, dándole un golpecito para que se adhiriese. Estaba modelando la cabeza de una muchacha con la rapidez y la habilidad que sólo da la experiencia.
Sonaba en sus oídos, aunque sin penetrar más allá del borde de su comprensión, el agudo lloriqueo de una voz algo ordinaria:
—Y yo creo, señorita Savernake, que yo tenía razón. «La verdad —dije—, si vas a salirme por ahí...» Porque yo creo, señorita Savernake, que una muchacha tiene la obligación de plantarse firme cuando de esas cosas se trata. Usted ya me comprende... «No estoy acostumbrada —dije—, a que me digan cosas así, y sólo me resta decir que tienes una imaginación muy desagradable.» A una le molesta hablar así, pero yo creo que hice muy bien en plantar cara, ¿no le parece, señorita Savernake?
—¡Ya lo creo que sí! —contestó Enriqueta con un fervor en la voz que hubiera podido inducir a creer, a quien la hubiese conocido bien, que no había estado prestando mucha atención a lo que le estaban diciendo.
—«Y si tu mujer dice cosas como ésa —dije—, ¿qué culpa tengo yo?» No sé por qué será, señorita Savernake, pero dondequiera que voy siempre parece armarse jaleo. Y estoy segura de que la culpa no es mía. Y es que los nombres son tan susceptibles..., ¿verdad que sí?
La modelo soltó una risita coquetona.
—Una barbaridad —asintió Enriqueta, con los ojos entornados.
«Precioso —estaba pensando—. Ese plano por debajo del párpado es precioso..., y el otro plano que sube a encontrarse con él. Ese ángulo junto a la mandíbula está mal... Tendré que rebajarlo y volverlo a construir. Es difícil.»
En voz alta dijo con voz cálida y comprensiva:
—Debe haber sido una situación muy difícil para usted.
—A mí me parecen muy injustos los celos, señorita Savernake. Y muy ruines..., ¿comprende lo que quiero decir? No es más que envidia, permítame que le diga, porque una es más guapa y más joven que ellas.
Enriqueta, que estaba modelando la mandíbula, dijo:
—Sí, claro.
Había aprendido con el tiempo a encerrar su mente en compartimientos estancos. Era capaz de jugar un partido de bridge, seguir una conversación inteligentemente, escribir una carta bien redactada, sin dedicar a ninguna de esas cosas más que una parte muy pequeña de su atención. Ahora se concentraba en conseguir que la cabeza de Nausicaa
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fuera formándose bajo sus dedos, y el torrente de palabras rencorosas que brotaban de aquellos labios tan lindos e infantiles no llegaba a penetrar en las profundidades de su mente. Mantuvo la conversación en marcha sin esfuerzo. Estaba acostumbrada a las modelos que se empeñaban en hablar. No tanto las profesionales... Eran las aficionadas las que, desasosegadas por la obligada inactividad de sus miembros, buscaban la compensación rompiendo a hablar y contando todos sus secretos. Conque lo que pudiéramos llamar una fracción superficial de Enriqueta escuchaba y contestaba, mientras en el fondo, muy remota, la verdadera Enriqueta comentaba: «¡Qué ordinaria y qué mal intencionada! Pero ¡qué ojos! ¡Qué maravilla de ojos!»
Mientras le ocuparan los ojos, que hablase la muchacha. Le pediría que guardase silencio cuando le tocara la vez a la boca. Resultaba curioso, si una se paraba a pensar, que aquel torrente de rencor pudiera escaparse por entre los labios de curva tan perfecta.
«¡Maldita sea! —exclamó Enriqueta para sus adentros con brusco frenesí—. ¡Estoy echando a perder el arco de las cejas! ¿Qué demonios me pasa? He dado demasiado énfasis al hueco..., es agudo, no grueso...»
Dio un paso atrás, mirando con fruncido entrecejo la escultura y luego a la modelo.
Doris Saunders prosiguió:
—«La verdad —dije—, no veo yo por qué regla de tres no ha de hacerme tu marido un regalo si le da la gana. Y no creo —dije—, que haya derecho a que hagas tú insinuaciones semejantes.» Se trataba de una pulsera muy bonita, señorita Savernake, de una pulsera preciosa... y, claro, es muy posible que el pobre no pudiera, en realidad, gastarse tanto dinero, pero me resultó un gesto muy simpático y, desde luego, no tenía la menor intención de devolverla.
—No, no —murmuró Enriqueta.
Calló un momento la modelo para luego añadir:
—Y no es como si hubiera algo entre nosotros..., algo
desagradable
quiero decir. No había nada de
eso
.
—No —dijo Enriqueta—, estoy segura de que no lo había.
Se despejó su entrecejo. Durante la media hora que siguió trabajó como poseída de una especie de furia. Trozos de barro se le pegaron a la frente, se le adhirieron a los cabellos al pasarse ella la mano por el pelo con impaciencia. Tenían sus ojos una expresión de ciega e intensa ferocidad. Empezaba a salirse... Empezaba a captar las características.
Ahora, dentro de unas horas, cesaría su tormento..., el tormento que, durante los últimos diez días, había ido intensificándose.
Necesitaba algo, algo que le permitiera empezar, algo que diera vida a su propia visión, en parte realizada. Había recorrido a pie grandes distancias, agotándose físicamente, alegrándose de haberse cansado. Y, en todo momento, la había hostigado aquel anhelo urgente, incesante... de ver...
Tenían sus propios ojos expresión ciega al andar. Nada veía de lo que tenía a su alrededor. Estaba luchando, haciendo esfuerzos continuamente para conseguir que aquel rostro se le acercara. Se sentía enferma, disgustada...
Y luego, de pronto, se había despejado la vista y, con los ojos del cuerpo había visto frente a ella, en el autobús al que subiera distraída sin importarle un comino dónde fuera, había visto... ¡Sí! ¡A Nausicaa! Un rostro infantil, labios entreabiertos, ojos hermosos, vacuos, ciegos...
La muchacha hizo parar y se apeó. Enriqueta la siguió.
Ahora se hallaba completamente serena. Había encontrado lo que deseaba; el suplicio de buscar sin encontrar había terminado ya.
—Perdone que le dirija la palabra. Soy escultura profesional y con, franqueza, tiene usted la cabeza que he andado buscando.
Se había mostrado amistosa, encantadora y autoritaria como sabía serlo siempre que quería algo.
Doris Saunders pareció dudar, alarmarse, sentirse halagada.
—Pues la verdad, no sé qué decirle. Si no es más que la
cabeza...
Claro está, nunca he
hecho
una cosa así..., ni pensarlo...
Vacilaciones apropiadas, delicada pregunta económica.
—Ni que decir tiene que insistiría en pagarle a usted lo que cobra una modelo profesional.
Conque ahí estaba Nausicaa sentada en la plataforma, encantada con la idea de que fueran inmortalizados sus atractivos (aunque no le gustaban ni pizca las muestras del arte de Enriqueta que veía desperdigadas por el estudio), y disfrutando por poder revelar su personalidad a una persona cuya comprensión y atención parecían, sin duda alguna, completas.
Sobre la mesa, junto a la modelo, yacían sus lentes: los lentes que se ponía lo menos posible por vanidad, prefiriendo tener que andar casi a tientas a veces porque, como le confesó a Enriqueta, era tan corta de vista que apenas podía ver a un metro de distancia sin las gafas.
Enriqueta había movido la cabeza afirmativamente, comprensiva. Comprendía ahora la causa de aquella mirada vacua y hermosa.
Transcurrió el tiempo. Enriqueta soltó de pronto sus herramientas de modelar y se desperezó.
—Bueno —dijo—, he terminado. ¿Espero que no se habrá cansado usted demasiado?
—Oh, no, gracias, señorita Savernake. Ha resultado la mar de interesante. ¿Es posible que esté hecho ya, de verdad..., tan pronto?
Enriqueta se echó a reír.
—¡Oh, no! No es que esté terminado por completo. Tendré que trabajar bastante aún en ello. Pero está terminado en cuanto a usted se refiere. He conseguido lo que deseaba..., construir los planos.
La muchacha bajó lentamente de la plataforma. Se puso los lentes, e inmediatamente, la ciega inocencia y el encanto confiado de su rostro desaparecieron. Ahora no quedaba ya más que una belleza fácil, ordinaria, chabacana.
Se paró junto a Enriqueta y contempló el modelo de barro.
—¡Oh! —dijo, dubitativa, con desencanto en la voz—. No se parece mucho a mí, ¿verdad?